martes, 22 de junio de 2010

La poética de la insatisfacción.

Reconciliarse con el mundo, sí, eso es. Después de tantos años, las nieblas estériles se disipan y allá, a lo lejos, se ve uno a sí mismo. Es una lejanía de encadenadas cercanías que fueron pasando desapercibidas en su mayor parte. Me pregunto si no debiéramos descontarnos los años de aquellas etapas que no se han vivido. Si ello se nos permitiese, algunos volveríamos a ser niños. ¿Y para qué? Nadie quiere volver a la niñez, ese escenario de las risas y los llantos confundidos, de los juguetes amontonados y maltrechos víctimas de la codicia y del aburrimiento, el mundo de los sustos y de la insatisfacción. ¡Qué lejos queda ya todo eso!
Algunas noches, el laberinto de los sueños nos tortura con su incomprensible máquina del tiempo y nos vuelve a sentar en la escupidera. Cuando eso sucede nos despertamos sudorosos y estremecidos por un salto que la conciencia rechaza enseguida porque va contracorriente del paso testarudo de la vida. Un paso tan corto como pesado donde tan solo el sentimiento exige infinitud, ausencia de límites, la vida concebida como algo inacabable. Y al abrir de vez en cuando los ojos solo vemos el hiriente estigma de una confrontación: escenario e individuo, el cuerpo y el alma. ¿Cómo definir donde empieza el uno y acaba lo otro? Mientras tanto, vamos haciendo enemigos invisibles a uno y otro lado del camino, al tiempo que los optimistas, los clérigos y la consanguíneidad encienden antorchas a nuestro paso. Son en muchos casos las guías aparentes e inservibles de la vida porque nada alumbra más que el fuego propio. Y no es esa una llama que tienda a apagarse con los años como algunos nos han dicho.
Siempre supe que había comenzado de verdad a envejecer cuando me di cuenta de que en el fondo del saco se acurrucaba una última esperanza. Una esperanza incierta, sin forma ni historia, tal vez esa exigüa orden de mérito con que se nos premia al final de todos los trayectos para evitar la obligada asepsia de la autodestrucción. Se trata de la esperanza incompartible de cada uno, el legado de un millón de vidas anteriores, soñadas, deseadas o vividas, el poso amargo que ha ido quedando como único testigo del trasiego continuo de las vivencias y de las ideas. Debe ser ahí mismo donde se guarda el secreto, la respuesta a tantas preguntas, la verdadera materia de la que estamos hechos, y el destino de cada cual. Y a eso le llamamos esperanza, la última esperanza, un soplo de aire viejo que debemos mantener y conservar. Ella es la que, después de un largo tramo recorrido, deberá proveernos de las armas esenciales para luchar contra la insatisfacción, aquel estado que conocimos cuando niños y que ya nunca supo o quiso abandonarnos. Y ella es también la que llama ahora, tal vez tardíamente, a la reconciliación.
Reconciliarse con el mundo es una tarea que no por global resulta más dificultosa, pero reconciliarse con uno mismo es un penoso trabajo identitario que nos avisa de que estamos claudicando. Esta nuestra es una guerra que se disputa al revés. La gran batalla final es el principio, los primeros despuntes de la verdad, de esa única y gran verdad que cuando venimos a descubrirla en el último y sonoro estruendo de la batalla, resulta que ya estamos muertos.
Hay, no obstante, en toda esa hecatombe de la incomprensión, un cierto murmullo melodioso que nos transmite verdadera paz con cada punzada, con cada recuento de lo que no fuimos capaces de alcanzar o conseguir, con cada una de esas pérdidas que nos dejaron al desnudo el frío puñal de la soledad, con cada uno de los segundos siguientes al estado consciente y pleno del desánimo. Es algo así como una especie de poética de la insatisfacción, las migajas de pan que se escaparon desde la mesa de un Dios que andaba distraído en otras cosas.