Doscientos euros son exactamente 33.276 pesetas de aquellas que nos hacían algo más felices que estos euros de ahora. Son también exactamente las que entran en mis bolsillos después de dedicarles 16 horas completas a enseñarles matemáticas sobre una mesa de otros doscientos euros a dos chicos de 4º de ESO. La tarea lleva consigo otras 6 o 7 horas de preparación. La luz, el aire acondicionado y la hipoteca del recinto también se carga a mis espaldas. Entre las explicaciones, he de hacer también de padre, de amigo, de enemigo y hasta de inquisidor. A veces me dan repentinos dolores de cabeza y se me seca la boca. Otras sufro preocupantes ataques de descoordinación, stress, y una carga insufrible de responsabilidad. En otras ocasiones, sus preguntas me dejan en evidencia y comienzan a sudarme las manos y a faltarme el aire. El dia que me dicen que han suspendido el examen quincenal se me pone cara de gilipollas y no sé qué decir. Cuando alguno de los padres sé que va a venir a verme, estoy todo el día preparando el discurso, y tan solo soy feliz cuando me hacen tres ejercicios seguidos sin haberse equivocado. A pesar de todo ello, el dinero suelen traerlo diez o quince días después de haberles dado el recibo. Finalmente, cuando recala en mis bolsillos el preciado capital, la relación entre el esfuerzo y el fruto me parece tan ridícula que apenas si tardo dos o tres días en gastarlo. Y entonces a esperar al mes siguiente.
Pero doscientos euros, es decir 33.276 pesetas, son también los que se embolsa un traumatólogo del Paseo de Almería, de cuyo nombre sí quiero acordarme, tras recibir en su consulta a una paciente y su acompañante -también antigua paciente-, mirar a la luz una radiografía y recomendar que continúe con el tratamiento anterior. La acompañante aprovecha para hacerle un comentario sobre el estado en que se encuentra. El galeno se le acerca y mirándole una pierna le aconseja unos masajes. Tras doce minutos entre la vista y el consejo, ambas, la paciente y su acompañante, abandonan el despacho. La primera se dirije a la enfermera para pagarle el servicio y ésta, muy mona ella, manejando los tiempos y levantando la barbilla, contesta: "Son cien euros cada una porque el doctor ha visto a las dos". La paciente aguanta la risa y la mala leche y saca el billete, en tanto que la acompañante hurga en su bolso con mano temblorosa y bochorno ajeno, rebusca, y finalmente logra juntar los cien euros entre billetes de diez y de veinte. La enfermera coge unos y otros con urgencia y les da las buenas tardes y la espalda a un mismo tiempo.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado. Ahora resulta algo menos dificil comprender porqué hay gente que se muere de hambre y otros de risa. Mientras tanto, en ese escenario intermedio, el Gobierno lleva lustros lavándose las manos.
Cuando yo estudiaba en Granada, la Facultad de Ciencias se encontraba a menos de un kilómetro de la de Medicina. Nunca fui capaz de imaginar que una distancia tan corta llegase a hacerse tan larga por el efecto del tiempo y de la sinvergonzonería de estos individuos con bata blanca y cara de dólar.