viernes, 30 de octubre de 2009

Sin pelos en la lengua.

Doscientos euros son exactamente 33.276 pesetas de aquellas que nos hacían algo más felices que estos euros de ahora. Son también exactamente las que entran en mis bolsillos después de dedicarles 16 horas completas a enseñarles matemáticas sobre una mesa de otros doscientos euros a dos chicos de 4º de ESO. La tarea lleva consigo otras 6 o 7 horas de preparación. La luz, el aire acondicionado y la hipoteca del recinto también se carga a mis espaldas. Entre las explicaciones, he de hacer también de padre, de amigo, de enemigo y hasta de inquisidor. A veces me dan repentinos dolores de cabeza y se me seca la boca. Otras sufro preocupantes ataques de descoordinación, stress, y una carga insufrible de responsabilidad. En otras ocasiones, sus preguntas me dejan en evidencia y comienzan a sudarme las manos y a faltarme el aire. El dia que me dicen que han suspendido el examen quincenal se me pone cara de gilipollas y no sé qué decir. Cuando alguno de los padres sé que va a venir a verme, estoy todo el día preparando el discurso, y tan solo soy feliz cuando me hacen tres ejercicios seguidos sin haberse equivocado. A pesar de todo ello, el dinero suelen traerlo diez o quince días después de haberles dado el recibo. Finalmente, cuando recala en mis bolsillos el preciado capital, la relación entre el esfuerzo y el fruto me parece tan ridícula que apenas si tardo dos o tres días en gastarlo. Y entonces a esperar al mes siguiente.
Pero doscientos euros, es decir 33.276 pesetas, son también los que se embolsa un traumatólogo del Paseo de Almería, de cuyo nombre sí quiero acordarme, tras recibir en su consulta a una paciente y su acompañante -también antigua paciente-, mirar a la luz una radiografía y recomendar que continúe con el tratamiento anterior. La acompañante aprovecha para hacerle un comentario sobre el estado en que se encuentra. El galeno se le acerca y mirándole una pierna le aconseja unos masajes. Tras doce minutos entre la vista y el consejo, ambas, la paciente y su acompañante, abandonan el despacho. La primera se dirije a la enfermera para pagarle el servicio y ésta, muy mona ella, manejando los tiempos y levantando la barbilla, contesta: "Son cien euros cada una porque el doctor ha visto a las dos". La paciente aguanta la risa y la mala leche y saca el billete, en tanto que la acompañante hurga en su bolso con mano temblorosa y bochorno ajeno, rebusca, y finalmente logra juntar los cien euros entre billetes de diez y de veinte. La enfermera coge unos y otros con urgencia y les da las buenas tardes y la espalda a un mismo tiempo.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado. Ahora resulta algo menos dificil comprender porqué hay gente que se muere de hambre y otros de risa. Mientras tanto, en ese escenario intermedio, el Gobierno lleva lustros lavándose las manos.
Cuando yo estudiaba en Granada, la Facultad de Ciencias se encontraba a menos de un kilómetro de la de Medicina. Nunca fui capaz de imaginar que una distancia tan corta llegase a hacerse tan larga por el efecto del tiempo y de la sinvergonzonería de estos individuos con bata blanca y cara de dólar.

jueves, 29 de octubre de 2009

La vida descomplicada.

"Nosotros hombres modernos, nos conocemos hasta la naúsea y somos incapaces de darnos una sorpresa". Félix de Azúa en "Diario de un hombre humillado".
Como anuncia en su primer día el protagonista de esa novela, yo también estoy muerto de banalidad. Lo trivial, lo común, lo insustancial, esas esencias carentes de perfume con que define el diccionario el término banalidad se han instalado poco a poco en nuestras vidas formando el regazo donde se recuesta orgullosa la modernidad. La vida desmoronada y descomplicada -como la Gramática de Grijelmo- se acomoda a una realidad que se refleja constantemente en el espejo del mundo y transcurre sin que nadie se atreva a dar un paso adelante para evitar el desastre y hacer que el trayecto se convierta en algo más que una muerte anunciada.
Vivimos en una era ideológica donde la trivialidad y el aburrimiento de la conciencia caminan de la mano de las ausencias, las ausencias de todo aquello que históricamente nos ha ayudado a mantenernos en pie: las emociones, la calma, el deseo y el uso desnudo de la palabra que vincula y no confunde o enmascara.
El tedio mata, la inacción destruye y la falta de espectativas nos devuelve a un primitivismo animal del que quizás no debieramos haber escapado nunca. ¿A qué ridículos códigos hemos supeditado nuestras jerarquías? ¿Al del tic-tac que solo computa el paso de las horas?Ahora parece que soliviantarse no resulta demasiado correcto, tal vez por estricto mandato de una corrección política que nos recuerda una y otra vez la condición de colectivo aborregado, esa "parvá" de atropellados humanos que intentan pasar sin daños por el aro de los autoproclamados salvadores de todo tipo de patrias.
Cuando yo era niño, las cosas andaban de otra manera. Se celebraban los santos a golpe de cajas de cruzcampo y tartas de hojaldre, los bares colgaban el cartel de "no hay espacio" a partir de las dos de la tarde y los domingos atestaban las collas familiares los restaurantes de los pueblos donde sabían hacer unas buenas gachas o un choto rejumbreante camuflado por un buen ajillo. La noche de los sábados enzarzaba a los amigos en un alternado turno de disputa gastronómica, cualquier motivo era bueno para compartir con los demás la cara gorda del jamón y darle un buen tiento a la arroba de vino, los Reyes Magos llegaban de verdad por la chimenea en esbeltos camellos que casi siempre se quedaban atrancados, y en la Navidad ninguna casa carecía de una botella de anís del mono.
Ahora, casi nada está en su sitio. Han crecido los televisores y ha menguado preocupantemente la ilusión. Es muy fácil comprobarlo. Llamad a un puñado de amigos o familiares y planteadles uno de aquellos viajes de antaño a la tasca de la esquina o al pueblo del choto en ajillo para el fin de semana siguiente. Todos declinarán. Unos en el acto, otros después. Unos con falsas excusas, otros con enrevesados y absurdos argumentos. Algunos ni siquiera sabrán qué decir. Finalmente, en casi todos los casos, ninguno de ellos sabrá explicar la razón de su negativa. Así que cuando llegue la hora del evento, cada uno seguirá en su triste mundo, contando ovejitas, leyendo el periódico o aguantando con cara de imbécil al contrario una vez más.
Como dice Félix de Azúa, ya no nos damos una sorpresa ni a nosotros mismos. ¿Cómo vamos a ser capaces de dársela a los demás? ¡A ese perro con ese hueso! Como sabemos de que pié cojeamos vamos a ver si nos jodemos también el otro. Por eso hurgamos en vez de restablecer, y por eso preguntamos cuando habríamos de callar. En esos cienos andamos, mirando con recelo al que está un paso más arriba y poniendo cara de pena ante los hundidos para salvar por los pelos lo que pueda quedar de dignidad. Mientras tanto, ¿qué es lo que nos importa realmente? ¿Acaso somos ahora más felices por estar localizables en todo momento? El progreso nos ha tendido una trampa: nos ha posicionado con precisión en el espacio y nos ha colmado al mismo tiempo de insatisfacción. Pero seguimos sin darnos una sorpresa porque el norte, nuestro norte, la polar si miramos al cielo, se ha difuminado en medio de una niebla que lleva ya algún tiempo proclamando el triunfo de lo común, lo insustancial, la vida insulsa que acaba ahogándonos en banalidad y haciéndonos viejos antes de lo merecido.
Pienso mucho en todo esto al ver en qué empleamos nuestro tiempo y a qué momentos le damos más importancia. La nostalgia reivindicativa viene a agravar el asunto. Es absurdo pensar aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero ahora estamos maniatados. ¡Cuánto nos cuesta decidir, o quedar para el domingo, o abrir una botella de vino y poner un plato de jamón sobre la mesa para aquellos que no son siempre los mismos! Y así nos va y nos vemos, como esperpentos velando las armas de lo cotidiano mientras transcurren los días cargados de ausencias, vacíos, sin repuntes en lo trascendente, sin ahondar en la conversación, sin sorpresas.
Cada vez somos más ficción y menos realidad. Los invitados a la mansión de los Nóbile en "El angel exterminador" de Buñuel, parecen habernos indicado el camino. Se reunieron con todas sus galas para cenar y charlar, y luego ninguno sabía salir de la casa. Su endiosamiento y la estupidez los condenó. Una catástrofe entre el revuelo de collares de perlas y pajaritas con el mismo resultado al del naufragio de "La balsa de la medusa" de Gericault en cuya tétrica imagen parece que se inspiró el cineasta.
La lucha contra un impedimento desconocido y azaroso se nos está haciendo más penosa que subir al Everest. Pero todo sigue estando ahí, al alcance de la mano. ¡Démonos una sorpresa, por favor!

jueves, 22 de octubre de 2009

Clones del siglo XXI



La responsable del centro escolar busca en sus archivos un número de teléfono y efectúa la llamada.
- ¡Diga! -contesta con brusquedad una voz masculina.
- Buenas tardes, ¿es usted el padre de Iván Rubiños López?
- Sí, soy yo. ¿Qué es lo que pasa?
- Verá, soy la directora del Instituto. Le llamo para decirle que hemos cogido a su hijo fumando a escondidas en un rincón del patio y...
- ¡Joder! Me creía que le había pasado algo...
- No, no, pero ya sabe usted que está terminantemente prohibido fumar en el colegio y por eso he querido comunicárselo porque...
- Pero vamos a ver, ¿ha matao a alguién?
- Perdone, pero no sé si está teniendo en cuenta que su hijo tiene diez años.
- ¡Cómo no lo voy a saber que soy su padre! Cosas de chiquillos...
- Sí, tiene usted razón, cosas de chiquillos...Buenas tardes caballero.


No, no es una de aquellas inolvidables historias de Zipi y Zape, y ni siquiera forma parte del guión de la última película de Pepe Viñuela. Tampoco es un texto ilustrativo orientado a los alumnos universitarios de análisis del comportamiento emocional. Es la historia real de un padre, de un hijo, y de la educadora del colegio, en una tarde de Octubre del año de Nuestro Señor de 2009, en la muy noble, leal y marinera ciudad de Adra, la antiquísima Abdera fundada por los cartagineses y en cuyas primeras monedas aparecía la cabeza del dios Hércules en el anverso y un atún en el reverso, o viceversa.

Mucho ha llovido desde entonces a juzgar por las escatológicas inundaciones de algunas mentes, pero el paisaje apenas ha cambiado. El tiempo cronológico, ese vientecillo mareante del este y del oeste que nos hace aparecer y desaparecer como hojas muertas que van de aquí para allá, nos juega malas pasadas y, a veces, llega a ser irreverente con el cómputo. Tanto es así, que volviendo a la escatología, en el siglo X a.C. en la ciudad de Mojensho Daro, a orillas del Indo, todas las casas estaban provistas de retrete. Veintisiete siglos más tarde, en todo el Palacio de Versalles no había ni uno. Hoy, con la educación de padres a hijos y sus derivadas jerarquías, el tiempo parece haber avanzado a golpe de volteretas y no de años. Y claro está, algunos, entre las cabriolas, no saben si están para arriba o para abajo en una era en la que esa posición no parece tener demasiada importancia mientras queden fuerzas para gritarle al vecino y propinarle patadas en los cojones al resto de la humanidad.

Imagino, no obstante, que el padre de Iván "el terrible", el abderitano que jamás oyó hablar de atunes y de Hércules pasando de mano en mano a la vera de su casa, estaba pensando, cuando lo llamó la profesora, en esa frase de Khalil Gibran: "Protegedme de la sabiduría que no llora, de la filosofía que no ríe y de la grandeza que no se inclina ante los niños". Grande, muy grande, ha de ser para ese padre un niño de diez años que se fuma las clases fumándose un cigarro, mientras piensa en las historias del mañana. Un héroe de humo cuyas volutas circunscriben ya horizontes de vehemencia y desacato alrededor de su cabeza, alentado, como el caballo de Atila, para trotar sobre los sesos de todo el que se ponga por delante.

Progenitores somos todos. Unos de hijos, otros de cuentos, y otros de soledad. Pero el de Adra no está solo. Su fiel vástago, acurrucado bajo la ventana inútil de la clase, se pertrecha de una ristra de explosivos amarrada a la cintura, al tiempo que la sombra alargada de su padre le indica el camino a seguir. Y en esos regazos también se escribe el futuro, un futuro con serios e inquietantes tintes de presente.

Entre tantos locos, habrá que hacerse el loco, o regresar a las selvas, o matar al mensajero...nuevamente. Y es que los monos, como decía Nietszche, son demasiado buenos para que nosotros descendamos de ellos.

viernes, 16 de octubre de 2009

La felicidad del tonto

¡Recojones! No puedo salir de mi asombro. Debe ser el espejismo tardío de los eternos aspirantes a las mieles del prójimo, sobretodo si éste pertenece a la saga de los untados por la fama mediática que otorga el poder político. Por primera vez en mi vida ¡soy rico! Sí, rico por la gracia oportuna de un referente que se ha cruzado prodigiosamente en el camino, por el arrebato de un ataque repentino de exhibicionismo y honestidad, y por el digno atrevimiento de unos seres encapsulados en una burbuja de colorista y aparente transparencia que atina a llamarse Gobierno de la nación. Sus miembros se han desnudado enseñando sus púdicos y ridículos atributos, y yo, al ver la foto, no he podido dejar de exclamar ¡pero si la tengo mucho más grande que ellos!
Confieso que esa confesión me ha sacado del letargo y, correlativamente, también de la pesadumbre. Ahora resulta que de la noche a la mañana soy rico sin haberlo sabido antes, a pesar de que la única primitiva acertada de mi vida fue un desembarco muy lejos de las playas de Normandía.
Haciendo recuento en medio de esa nocturnidad que tanto aman los avaros, me he dado cuenta de que mi patrimonio es superior, en bastante, al de personajes tan emblemáticos y decisorios como el Presidente de la nación o el de su vicepresidente III Conde Duque Chávez de casi todos los andaluces. Y también de algunos más. Resulta, cuando menos, razonablemente increíble porque en España casi todo es posible, incluso hasta este tipo de representaciones de "cristobicas" enseñando sus paupérrimos fardos. Es lo que nos faltaba para morir con una sonrisa en los labios a pesar de la inanición.
Sí, que todo el mundo se entere: yo, un paria atiforrado de anonimato y vagabundo burgués venido a menos, resulta que tengo mucho más patrimonio, entre bienes inmuebles y bienes a secas, que Zapatero y, no digamos ya, que Manolo Chávez. Pero es que hasta en el pasivo -ese término incómodo que dicen ser sinónimo de gandulería- también los dejo a la altura del betún. Y yo sin saberlo como aquella chacha con los rulos que al abrir la puerta se encontró a Rock Hudson. Confieso nuevamente que la noticia me ha hecho feliz, no sé por cuanto tiempo pero feliz al fin y al cabo. Ahora ya me siento alguien y supongo que lograré dormir sin sobresaltos, y los amaneceres serán rosados cantos de sirena, y el paso de las horas transcurrirá de feliz en feliz augurio, y cada vez que llegue a la gasolinera llenaré el tanque hasta la boca, y en el restaurante, en vez de atiborrarme de tapas lo haré de sabrosas gambas vuelta y vuelta, y a mis hijos en vez de darle el regalo un mes después de cada cumpleaños les adelantaré los de los tres siguientes, y a mi madre, en vez de rapiñarle las vueltas de la compra, le meteré un billete en medio de sus botes de medicinas, y en el supermercado, en vez de fijarme en los artículos de una cifra y una coma, lo haré tan solo en los que están encerrados en una urna de cristal, y cuando suene el teléfono, en vez de temblar pensando en el asesor o en el banco o en el cobrador del ayuntamiento, contestaré ufano levantando orgullosamente la barbilla, y, finalmente, cuando apague la luz rezaré para que Dios me conserve el único patrimonio de los cuatro pelos que me quedan en la cabeza y no otros como venía siendo habitual en todas mis súplicas.
¡Gracias, queridos miembros del Gobierno! Por vuestra generosidad, por vuestra inequívoca muestra de honestidad, por vuestra confesión de sufridos humanos que velan de día y de noche las armas y las almas del pueblo sin que en ningún momento se os haya pasado por la cabeza la más mínima intención de enriquecimiento, por mostrar vuestra malpagado e ingrato oficio, y a ti especialmente, querido Chávez, por ser el más honesto de todos ellos y lastimosamente también el más pobre. Se me ocurre ahora preguntarte ¿qué has estado haciendo durante los casi 20 años como altísimo mandatario de la nación cortijera andaluza? Permíteme, sin embargo, que te diga que debes ser el más gilipollas de todos: con lo cerca que está Marruecos para haber llevado a cabo insospechadas siembras anuales, y con el montón de familiares, allegados y ahijados en quienes podías haberte apoyado para crear pequeños y anónimos reinos de taifas. Pero bueno, tú te lo has perdido, y el resto de tus compañeros de batalla también. Al menos siéntete feliz con la felicidad que yo y una gran mayoría de españoles sentimos ahora, aunque sea una felicidad entroncada con nuestra propia idiosincrasia, la idiosincrasia génica de nuestra ingenua raza ibérica por excelencia, ¡la felicidad del tonto!
¡Qué bien habéis quedado!

miércoles, 14 de octubre de 2009

Ágora


Amenábar da un paso más adelante... ¿o tal vez hacia uno de sus lados? Ágora llega con estrépito, enfundada en la piel de un director que debe andar preguntándose cómo ha llegado hasta aquí, y sostenida sobre unos personajes cuyas tallas en la Historia y en la representación muestran -como muchos sistemas planetarios- un cierto desacoplamiento. La película no me ha dejado ni frío ni caliente por decirlo en términos relativos a la temperatura emocional. Mis sentimientos tras el pase de la cinta discurren sobre la línea planal a la que ella misma se acoge con el paso de los minutos. Parece ser que esa carencia de repuntes emocionales y de ritmo es una de las características de las películas de Amenábar y que, además, su propia y reconocida maestría parece pasar conscientemente por alto. Su condición de genio cinematográfico en ciernes no la voy a discutir, pero para llegar hasta la lámpara maravillosa hay que salvar algunos escollos. En Ágora, su hijo más querido y pretencioso, han saltado irreverentes, como piedras puntiagudas, los escollos en medio de un camino que compadrea con la Historia buscando esos artificios que los hombres de ayer y de hoy sabemos que conducen hasta el triunfo por el sendero más corto. Amenábar ha caído en su propia trampa, la de los genios en ciernes, la de las prisas por impresionar hoy mejor que mañana y adelantarse, en definitiva, a conseguir determinados abanderamientos al exhibir machacona y obsesivamente en la pantalla la denuncia del fundamentalismo cristiano del siglo IV. Una vez hecha la foto, se superpone sobre la realidad del fanatismo del siglo XXI, y así, como en un prodigio, se consigue resaltar la condición ridícula del tiempo a nuestros ojos.
Son muchos los mensajes que podemos extraer de la historia de Hypatia y su tumultuosa Alejandría cuando ésta se bastaba a sí misma para iluminar al resto del mundo, pero quién desee conocerla a fondo ha de acudir a una biblioteca antes que al cine. Amenábar ha abusado de un enfoque doctrinal que sacrifica nada menos que la emoción, aunque el personaje conciliador y bondadoso de Hipatia acabe salvando los muebles y el desastre de aquellos otros que se mueven junto a ella. La película es esencialmente ideológica a pesar de sus artificios cinematográficos y de una puesta en escena que deja fuera de toda sospecha a la rancia y tradicional mediocridad de la cinematografía española. Desde ese punto de vista, su director "promete", pero los galardones habrá de recogerlos en próximas entregas.
Sin embargo, no le han temblado los pies al meterlos en esas charcas, unos lodos con escasas fuentes de documentación que él ha manejado a su antojo siguiendo, presumiblemente, las directrices legítimas de su propia ideología, pero olvidando, como ya hemos dicho, la pasión de unos personajes y de su tiempo capaces de abocar al espectador a una creciente e irresistible conmoción como suelen conseguir las grandes obras del cine. En esa línea, Ágora carece de estructura narrativa, los diálogos parecen quedarse a medio camino, y a los jóvenes actores que rodean a Hipatia les pesan demasiado las túnicas. Es una película de ideas donde la voluntad germinadora de su director acaba produciendo una desestructuración. La escena del barco navegando plácidamente por unas aguas mansas con Hipatia y su enamorado Orestes tan solo a bordo corrobora tal desengranaje. Ni viene a cuento ni en aquellos tiempos se salía a dar una vuelta de marinero placer como pueden hacer hoy cualquier pareja de amantes. El abuso de la música, presente durante toda la cinta es algo, cuando menos, peculiar, que acaba robando emoción a esos otros momentos en los que aquella ha de sublimar la escena.
En resumen, Amenábar ha apuntado alto pero el tiro se ha quedado algo corto. La ejemplarizante y conmovedora historia de Hipatia, la magnificencia arquitectónica y cultural de Alejandría en el siglo IV, la convivencia de culturas y religiones entre sus muros a pesar de parabolanos, sospechosos obispos y decadentes prefectos romanos, y la presencia en sus calles de matemáticos, filósofos y astrónomos paseando junto a la biblioteca más importante de la humanidad, podrían haber dado para mucho más. Alejandro Amenábar ha perdido una oportunidad, una excelente oportunidad. Su talento, no obstante, cuando logre escapar de ciertos adoctrinamientos y agarrarse a la emoción de las cosas cotidianas, logrará erigirle en el genio que sin duda lleva dentro.

jueves, 1 de octubre de 2009

La herencia.


Un anciano reunió a sus cuatro hijos para repartirles sus bienes. Cuando estaban todos juntos, el anciano, sentado junto a un arca donde guardaba todas sus riquezas, se dirigió al mayor:
- Felipe, hijo mío, antes de proceder a repartiros la herencia he de hacerte una pregunta. ¿Si te lo diese todo a tí, cómo cuidarías de tu nuevo patrimonio?
- ¡Oh, padre! ¡Qué gran generosidad la tuya! Buscaría primero alguién en quién confiar, alguién de sobra conocido por mí en sus intenciones y en su fidelidad para que me ayudase en la salvaguarda de ese tesoro, me diese sabios consejos y se convirtiese en el guardián del arca en mis momentos de ausencia. A partir de ahí, crearía una gran empresa con empleados de nuestra propia ideología y los pondría a trabajar catorce horas al día para que tuviesen poco tiempo para pensar. Después les recordaría tres veces a la semana el peligro y la maldad de los otros, los de fuera, y les instaría a sembrar la desconfianza entre todos ellos y de paso a arrebatarles todo lo que fuera menester para que nuestra empresa fuese más grande cada día.
- ¿Y tú, Jose María, hijo mío, como cuidarías del arca si te la diese a tí?
- Padre, tu sabiduría y magnanimidad te honran. Nunca puse en duda tus sabias decisiones. Yo no haría nada de lo que ha dicho Felipe. En vez de buscar un amigo fiel, que esos siempre acaban traicionándote, buscaría al hombre más poderoso de la Tierra y le confiaría el secreto del arca. Él nunca tendría necesidad de esos bienes y siempre estaría dispuesto a protegerme a mí y a los míos. Después le ocultaría al pueblo la existencia del arca e invitaría a mi casa de vez en cuando a los ricos, e insinuándoles esa enorme riqueza, haría ventajosos negocios con ellos para ver crecer continuamente tu generosa herencia.
- Mariano, ¿cómo cuidarías tu del arca si te la diese a tí?
- Padre, estoy tan emocionado que no sé si voy a ser capaz de explicarme bien. Lo que tengo más claro es que no haría nada parecido a lo que han dicho Felipe y Jose María. Es decir, haría todo lo contrario. A ver si me explico, padre. Quiero decir que haría todo lo que fuese menester. O sea, no confiaría ni en el mejor amigo ni en el hombre más poderoso de la Tierra. Iría a Fresnedilla dos Ouros y allí le pediría consejo a la abuela. Tú sabes padre, lo bien que hace las migas con grelos y vieiras y los muchos años de batallas que arrastra a las espaldas. Después esperaría pacientemente a que cayeran por sí mismos todos los enemigos, como caen las brevas maduras de la higuera, y a continuación ya no tendría nada que temer, nuestro patrimonio seguiría intacto toda la vida.
- ¿Y tú Jose Luis, el menor de todos mis hijos, cómo cuidarías de esa riqueza si finalmente te la dejase a tí?
-Padre, ya veo que el sentido común, la transigencia y tu enorme honestidad, jamás te han abandonado. Correspondiendo a tu generosa propuesta, he de decirte que respetando a Felipe, en quién siempre me he fijado por ser mi hermano mayor, los tiempos cambian y eso me ha enseñado a ir con las nuevas aguas. Así que yo apartaría de mi lado a todos los viejos y nuevos amigos, confiaría tan solo en mí mismo, porque eso es lo que me dice el espejo y mi mujer cuando me desnudo ante ellos, y utilizaría los bienes del arca para comprar el resto de las riquezas del mundo y así conseguir que nadie pudiera ser más rico, poderoso, inteligente y mesiánico que yo. Para ello, utilizaré a todos los mendigos, los tontos, los artistas, las putas y los banqueros de la ciudad, porque teniéndolos como aliados, siempre me avisarán de los caminos por donde se acerca el peligro, y quitao a estos últimos, a los demás se les pueden pagar sus favores con unas pocas migajas.
- Bién, queridos hijos. Todos habéis hablado honestamente, sin traicionar en ningún caso vuestra humilde condición. Habéis sido fieles a lo que cada uno ha aprendido y eso os ha llevado a manifestaros, como era lógico, de forma diferente. Después de escucharos, creo que el arca está a buen recaudo. Como buen padre, no voy a esperar más para haceros partícipes de la herencia. Ninguna de vuestras opiniones merece más que las otras y vuestra justa ambición ha de ser premiada a partes iguales. Ahí tenéis el arca. No os será difícil que cojáis cada uno vuestra parte porque el aire no se puede medir y mucho menos meter en un saco. ¡Andad, acercaros y tomad posesión de vuestra herencia!
Los cuatro hijos se dirigieron recelosos hasta el arca y, al abrirla, vieron que estaba vacía.
-¡Padre! ¿Qué es esto? - Inquirieron los cuatro a la vez.
- Es lo que habéis dejado. ¿Creéis que alimentar y educar a cuatro hijos como vosotros no cuesta nada? Os habéis comido el sentido común, la honestidad, la humildad, el respeto entre vosotros, la unión de nuestras posesiones, la educación de los jóvenes, las emociones culturales, la salvaguarda de la familia, la identidad de nuestro nombre, el respeto de los vecinos, y hasta los últimos euros que guardaba en el fondo de ese arca para pagar las bodas de vuestros hijos, mis nietos. Pero no habréis de preocuparos, vuestra inteligencia y los muchos amigos que tenéis por ahí, os ayudarán a salir adelante. Yo ya necesito poco y ese poco lo tengo a buen recaudo. Ahora podéis marcharos.
Los cuatro hijos salieron cabizbajos de la casa, se dirigieron al bar más cercano y allí maldijeron a su padre. Después descorcharon una botella de vino, y entre los brindis, dejaron aparte sus diferencias y se conjuraron en una nueva empresa que vengase oportunamente la afrenta de ese día.