lunes, 23 de mayo de 2011

El asfalto

Así, como quién no quiere la cosa, he vuelto a ver "El asfalto". Cuarenta años son nada para las obras de arte. En aquel momento me asfixió y ahora, profundamente conmovido, he podido observar entre sus grises y oscuros algo como un ventanuco al mundo, al mundo de nuestros días, al pulso de esta torpe y sinvergüenza modernidad que nos sacuden los ricos a las espaldas y legitiman los políticos como el nuevo maná que dará alimento a todas sus artimañas.



"El asfalto" trascendió en su día los límites imaginativos de la miseria humana y sus alcances. Su progenitor, aquel Chicho Ibañez Serrador que osaba salirse del tiesto de tanta puesta en escena rimbombante y aburrida, retorció su mente una y otra vez para ofrecernos aquellas historias sin parangón por muchos años que fueron viniendo después. Escogió a su padre, como en tantas ocasiones, para interpretar un drama que nadie en la historia del cine o del teatro hubiese podido hacerlo mejor. Narciso Ibáñez Menta era un animal de la escena, un ogro que devoraba sin esfuerzo alguno los inquietantes papeles que la otra fiera, su hijo, solía adjudicarle. Y a su voz, ese estertor de ultratumba que nos estremecía a todos en el sillón, le sobraba cualquier paisaje por tenebroso que fuera. "El asfalto" debió sentar en su día toda una jurisprudencia teatral, un modelo a seguir. Nada le sobra y nada le falta, ni un gesto, ni una palabra, ni un decorado...El mensaje es aplastante, concluyente y sobretodo rabiosamente actual, sin vuelta atrás, como la muerte, irreversible y atroz. Finalmente también resulta liberador, como cualquier desastre, el alivio último con que se nos premia, cual míseras migajas, al final de todos los sufrimientos. Chicho Ibáñez sabía tocar esa entraña y su padre nos la vomitaba encima, sin compasión, sin esperanza, a tripas fuera sin importar a donde irían a parar las naúseas.



La condición humana se ha ido envileciendo con el paso de los siglos. Tan solo hay que leer a los clásicos para darse cuenta de ello. No era tanto la sabiduría de éstos como el sentido metafísico de la solidaridad y el respeto hacia unos semejantes que apenas tenían algo para comer. Los siglos han ido haciendo su agosto y cobrando su tributo: ahora las barrigas están más llenas, los cerebros más vacíos, y la ambición amenaza con destruir esa bola que vaga por el espacio ajena a todos los males que lleva dentro.



Para asomarse a "El asfalto" solo hay que abrir las ventanas y mirar a lo cerca y a lo lejos. Cada uno va a lo suyo y le molesta el de al lado, no como las hormigas -sociedad más avanzada que la nuestra- que aunque también parezcan ir a lo suyo trabajan incansablemente para la colectividad. El asfalto, esa materia negruzca sobre las calles que llegó con el progreso, se está reblandeciendo bajo nuestros pies y amenaza con ahogarnos como al padre de Chicho Ibáñez. En aquella ocasión la indiferencia y la burocracia perpetraron aquel crimen paradigma de lo absurdo. "¡Ayudadme, por favor!" suplicó incesantemente el "atascado" antes de ser engullido mientras sudaba y sudaba desesperado por la incomprensión. Ahora de aquellos polvos vienen estos lodos. A parecidas burocracias e indiferencias se han sumado las partitocracias, el canibalismo político, los metasistemas económicos y las luchas intestinas en cada grupo o grupúsculo por ejercer el poder. Y así estamos, clavados en el asfalto mientras se pavonean airosos los que pasan de puntillas sobre él.



Gracias Chicho por advertirnos de ello. Gracias Narciso Ibañez Menta por interpretarlo y sufrirlo con tan alta dignidad. Dos genios de un mismo tronco.