sábado, 4 de diciembre de 2010

Ajuste de cuentas

Aclaración: El artículo que sigue fué escrito el 30 de Julio de 2010. Desde ese momento hasta ahora han pasado algunas cosas y ello se ve reflejado en los escritos posteriores. El que escribe vierte una gran parte de su ánimo en el trasfondo de lo que pretende comunicar. Hoy, tres meses más tarde, me sería imposible escribir una cosa así porque uno cambia según lo que lo mueve o lo remueve y, desde esa perspectiva, habrá que legitimarlo tan solo en el contexto del tiempo en el que fué escrito.
Hace muchos, muchos años, esperando en una enorme y fastuosa sala para formalizar el alta como nuevo miembro de una importante multinacional norteamericana, me llamó el jefe de personal para comunicarme que se había producido una novedad de última hora y que, sintiéndolo mucho, no podían contratarme en ese momento, que debería esperar un par de meses a la siguiente vacante. Tampoco sirvieron de mucho las pringosas explicaciones que desparramó el gerente esa misma tarde con sus continuas e inútiles carantoñas hacia la valía y entereza profesional que, según él, había demostrado con suficiencia en todo el proceso de selección. Aquella inesperada decisión me permitió disfrutar de muchas cosas posteriores, sobretodo las de poder seguir en mi casa- a casi mil kilómetros de aquellos proverbiales hijoputas-, con los míos, con mi sol, con los amigos y con las historias de legañas y de abuelos siempre alrededor. Y aquello también me hizo gozar del impagable beneplácito de poder seguir creciendo a la sombra luminosa del amparo de mi padre y de su sabiduría hasta el día en el que murió en los brazos de todos, incluídos los míos. Los llantos siempre resultan provechosos, pero el de aquella tarde tan lejana en la tremenda soledad de una habitación de hotel de la vía Augusta catalana, siempre me ha gustado recordarlo como un acto que no por retrospectivo resulta carente de satisfacción, el oportuno traspiés que desembocó de nuevo en el regazo que uno nunca quiso abandonar.
Después las cosas fueron y vinieron, de aquí para allá, de dentro hacia afuera, y de poco hacia mucho, como un vaivén de deseos y obligaciones que casi siempre fui capaz de poner en orden dentro del desorden cojonero de mi vida. Y logré trepar algunas paredes imposibles, y salvar escollos, y sortear obstáculos, y ganar dinero y prestigio, el prestigio asqueroso y fútil con que te premian los mismos envidiosos que siembran campos de minas a tu paso. Y ascendí de posición, y cambié de casa y de coches como el que lo hace de camisa, y a la vera de ese amparo los hijos fueron hijos del capricho y la mujer carne de boutique y carnaza de repingados fisioterapeutas. Y así, tan felices, fuimos comiéndonos las perdices sin reparar demasiado en las distancias de dialectos y de alcobas, en la creciente frialdad de las cosas que deberían importar de verdad.
Así fue hasta ayer mismo, pero ahora que me he detenido un instante para otear el horizonte, resulta que mi camino se esconde de mí. El acopiador de emociones, el buscador incansable de cuentos y de tesoros, el niño aviejado que casi nunca se hizo hombre, ahora se encuentra perdido en medio del laberinto que él mismo construyó a base de caprichos, azañas e insatisfacciones. ¿Y los méritos, qué fue de ellos? ¿Y los años, a qué cuenta se han sumado? Todo parece haberse alineado con el tiempo para mofarse desde la distancia, y uno, la víctima de tal improperio, agacha y agacha la cabeza avergonzado con la confusión, dejado a merced de un viento de recuerdos y de aullidos que siempre te pregunta dónde está la recolecta.
Debí huir hace tiempo, dejar de ser honesto y atrochar los caminos del través buscando la suerte de los delincuentes y los poderosos, y ser violento de verdad y no a fuerza de tímidos atisbos. Debí revolcarme con todas aquellas pieles que me lo sugirieron y robarle las espeteras a todos los que hicieron vergonzantes patrias a mi alrededor, no ponerme colorado como un tonto ante las chanzas ajenas y beber en las fuentes de los negocios fáciles. Debí llevar siempre la lisonja adecuada en el bolsillo y la correa floja para gusto y disfrute del que siempre estaba algo más arriba, y debí, en definitiva, haberme transmutado desde lo normal a la idiotez y no, tercamente, al revés. Los hombres normales no servimos para nada, resultamos carne de mediocridad que es devorada al instante por los otros: los tontos y los listos. Los primeros te ponen el culo, los segundos te dan por él ¡Vaya par de escenarios esenciales sin posibilidad de escapatorias intermedias!
Sí, ahora lo veo con jodida claridad: la lucidez a un lado y la vida desmoronada al otro cuán fieles testigos que siempre se pedirán cumplidas cuentas. De ambas lindezas gozo, de ambos escenarios estoy hecho. No hay nada que joda más que darse uno cuenta de su propia estupidez, aunque siempre reconforte que haya otros que se la ignoren. Sí, lo voceo y lo proclamo sin pudor, sin acritud y sin entusiasmo: ahora soy el hombre SIN. No hablo de síndromes de inmunodeficiencias notables, ni de contenidos sin graduación alcohólica alguna. Ahora soy el hombre sin trabajo, sin camino, sin amor, sin energía y sin credenciales, y por tanto y a los ojos de tantísimo vidente, también sin futuro. Ahora soy el hombre sospechoso, la sombra evanescente del héroe de antaño, el que se dejó engañar por sus propios cuentos y sus legítimos esfuerzos, el mártir indecente que no supo guardar debidamente los frutos de los méritos y se inmoló premeditadamente ante todos sus despilfarros. ¿Donde está esa inteligencia emocional que debió reconducirme hacia lo práctico? ¿Por qué no me previno ese otro yo debidamente? ¿A qué vino tanto romanticismo inútil y tanto mirar a las estrellas sabiendo que unos pies en el fango poco saben de destellos en el cielo?
¿Y los otros? Sí, esos que te miden por la máscara, los que se alejan o se acercan según huelan a llanto o a risas y pan caliente. Siempre han estado ahí, pero a veces se distraen a voluntad para evitar ser alcanzados por cualquier tipo de daños. Hablo, claro está, de los amigos, ese vocablo tan cándido, tan manido y tan humano, el ser por excelencia que siempre hemos sobrepuesto a los parientes, los matrimonios, las queridas y los perros. Yo también los he tenido y aún los tengo, pero ninguno de ellos ha movido un solo dedo por el hombre sospechoso desde que fueron conscientes de esa jodidita condición. Ninguno de ellos ha querido perturbar sus cómodos status ni tocar a puertas donde puedan esconderse inciertas y diversas consecuencias. Y los comprendo porque, tal vez, yo en su lugar no habría sabido hacer una cosa diferente, pero ¡ay! la memoria es la memoria, una mosca cojonera que cada día y con cada nubarrón te lo recuerda. Ahora, a estos amigos de antes se han sumado algunos nuevos, pero a unos solo les sirves en la partida de golf y los otros acaban aburriéndote. Y es que cada cual tiene en su cabeza o en su casa las tabarras que merece o que pueda soportar. Mi maestro me hablaba de estos asuntos cuando decía que había que cambiar de amigos, de caminos, de escenarios, soltar lastres y recoger otros nuevos. Al final, la razón siempre encuentra su parada en los clásicos: Pitágoras dijo que solo se puede tener una mujer y un amigo porque las fuerzas del cuerpo y del alma no dan para más. Y eso, más o menos, es lo que tengo y he tenido siempre: un amigo y varios proyectos inútiles con aspecto de mujer.
Y mi camino, como ya dije, se esconde de mí. Comienzo a oler a piltrafa y ya no creo en las referencias. Los políticos, una vez más, nos han vuelto a engañar, esta vez con el puto beneplácito de todos y por eso siguen ahí, envilecidos, aprovechados, risueños y creyéndose inmortales ¡Qué lástima que no se hubiesen creído libertarias aves para verlos arrojarse a todos, los de uno y otro lado, desde lo más alto de sus obscenas azoteas!
¿Y el trabajo, donde se esconde? ¿Y los derechos del hombre, en qué nuevo código de Hammurabi están siendo escritos para orientarnos en el próximo milenio? No debemos permitir que los banqueros y las organizaciones mundialistas cercenen nuestros últimos derechos. Si mañana se abriese una lista de aspirantes a terroristas bancarios yo estaría, felizmente, en el grupo de cabeza. Sin embargo, nada habrá de preocuparnos, los millones de parados in crescendo acabarán por asaltar las reservas federales y hacer barquitos de papel con las normas de conducta.
¿Y la familia, siempre está ahí? A veces sí y a veces no tanto, a veces te empuja y otras se encarama a las espaldas jodiéndote un equilibrio que empieza a estar harto de tanta cabriola. Es la unidad social por antonomasia y, en cambio, ignora casi siempre las mierdas del que tiene al lado porque no es de educancia preguntar por los problemas.
¿Y el amor, esa mitad de tu otro yo, es algo que exista de verdad o es el mayor cuento jamás contado? Porque yo veo a todos esos que tanto alardean de enamorados que lo que en verdad están es jodidos en el anverso y amorosa y felizmente doblegados a un mandato en el reverso, tal y como "érase un hombre a una nariz pegado". Pero el amor es una vieja proclama de la que el hombre no puede escapar, o no debe, porque llegado ese momento, un insoportable nihilismo acabaría en un plis plas con la raza humana. Conmigo, desde luego, el cuento nunca fué pródigo, y ni las hadas, ni la complicidad, ni esa mitad trasvestida de tu propio yo, aparecieron ni siquiera fugazmente en alguno de mis sueños. Tal vez andemos todos en un error en estas cosas de comer y fornicar. Tal vez alguién, allá por la noche de los tiempos, sugirió que debíamos buscar tan solo lo adecuado, el engranaje sin más, pero no, ninguno pareció escucharle, y ahí andamos, tras el sórdido ruido de culos y de tetas, de orgasmos anónimos y narcisistas conquistas, por los siglos de los siglos. Ni siquiera a mi se me ha privado de ese fragor, el fragor de la carnaza fácil y el puntazo rápido, algo necesario para el momento, pero completamente inútil para el futuro y aún menos para la supervivencia, ya que ambas cosas no son la misma.
Un hombre sin destino es el jardin sin flores que las tuvo en otro tiempo, un páramo de viejas e inservibles vanidades para el que ya no sale el sol, y su única y miserable salvaguarda es que ya no forma parte del rebaño de los mansos que nunca habrá que temer. Las panzas llenas no suelen alentar a los malos pensamientos, pero algunos, muchos quizá, nos estamos saliendo del tiesto. El primer síntoma es llamar a las cosas por su nombre y medir al cornudo por sus cuernos, no tener pelos en la lengua ni dudar en escupirle al que merece tal insulto. La creatividad, el que la tenga, viene al rescate algunas veces, ella es siempre un acicate, algo que en España no da de comer, pero que te hace pensar por la noche haciéndote que olvides momentáneamente el atentado. La "vividad", al contrario, es lo que da aquí de comer. Los "vivos" con buenos padrinos, o con suculentas cajas de caudales que custodiar o administrar, son los que se pavonean ante la necia masa aplaudidora, y siempre, siempre, al final de la cadena están las putas, especie que en este país no se encuentra en las esquinas o los burdeles, sino en los más altos platós de la televisión, de la moda, del glamour, y de los directorios del móvil de ministros, secretarios, subsecretarios, banqueros, y empresarios billonarios.
Así que lo dicho, el hombre SIN está de moda. Yo que confieso que nunca pensé alcanzar tal honor, soy uno de ellos. ¿A quién echarle la culpa? ¿Al lucero del alba? ¿Al maestro armero? ¿Al primer y fallido amor? ¿O a la puta madre que nos parió? (No te preocupes mamá que no eres tú) Y ahora Stephen Hawking viene a arreglarlo diciendo que puede demostrar cientificamente que el Universo no fue creado por Dios, pero se ha guardado escrupulosamente de no nombrar al demonio. ¿Por qué será? ¡Vaya notición querido Stephen!

jueves, 2 de diciembre de 2010

To de moon and back.

No debe ser nada fácil llegar hasta la luna y aún menos volver. Pero la luna es algo nuestro, un misterioso talismán que aparece y desaparece cuando las nubes y la creciente oscuridad lo permiten. Un río de sueños que es capaz de fluir desde el lejano iris que contempla su invariable redondez, a veces con precario aspecto de media naranja. Es el viejo guardián de las pasiones y los desenfrenos, de los amores sin esperanza y los llantos de la medianoche, el testigo implacable de los genocidios y de los crímenes impunes, el recordatorio cotidiano de la perfecta inutilidad de todos nuestros sobresaltos y el único dios para muchos hombres que inclinaron suplicantes sus espaldas bajo su luz de plata y que ya no gozan de mención ni de memoria.
He deseado llegar hasta ella incontables veces, pasear por los caminos que aún no han sido creados y asomarme a su cara oculta en busca de los amores perdidos, los deseos insatisfechos y las cosas innombrables. Algunos seres queridos, muy queridos, es posible que puedan campar por allí, ajenos a las prisas y a las tormentas, entretenidos en fabricar desde la nada pequeñas estrellas para que no se nos apague la noche a los que aún seguimos abajo.
A la luna y vuelta, eso es, un vertiginoso y expectante viaje para poder hablar con los sabios, con el amor transparente y puro, con la trascendencia al desnudo y los enigmas hechos trizas como por arte de una lunática magia, un viaje para sentir la caricia envolvente de lo esencial y escuchar el susurro cercano que te dice: "¡abre los ojos y contémplate a ti mismo!". Un viaje para volver a tiempos remotos y sentir de nuevo muy cerca lo que fue tuyo en otros tiempos y que se perdio en los entresijos de la jodida incomprensión.
Pero no conozco a nadie que haya llegado hasta allí, porque esos emisarios con escafandras montados en la grupa soberbia de los petrodólares fueron a otra luna: la pelota inútil y esteparia donde solo ondea una bandera y un puñado de basura con aspecto de broma futurista.
Ir a la luna es otra cosa, es el mérito agazapado de los parias que esperan con paciencia les sea reconocida su autenticidad, el de los que saben sufrir en silencio y morir un poco cada día sin rechistar, el de los que saben mirar a las estrellas intuyendo en la diversidad de sus pináculos de luz someros destellos de esperanza, el plateado destino de los que guardan aún el encanto de las emociones en el saco roto de la vida como único equipaje.
Hay que haberse derrumbado varias veces para poder optar a esa lista de embarque, y haber sido capaces de levantarse después sin que el barro y las heridas inquieten tus próximos pasos. Hay que saber que el agua fresca lo limpia todo y que nuestra presencia aquí es tan irrisoria como indescifrable es su porqué, y tragarse sin atragantarse toda la puta rabia que le sobra a tu corazón. Y hay que creer, en el amor, en uno mismo, en la belleza de las cosas que no lo parecen, en la inminente calma de un mar encrespado, y en ese Dios incomprensible que cada uno ha de fabricar a su manera.Pero sobretodo hay que brincar, como las cabras, a risas entre los saltos y a saltos entre las normas, pasándote por el forro del saco de las esencias a todos los que intenten joderte la emoción y viviendo a bocados cada uno de los asuntos cotidianos que se te ponen por delante.
Para llegar a la luna hay que estar hecho de lo mejor y lo peor, los méritos y los deméritos zarandeados y enfrentados como un puñado de locas moléculas en el interior de una burbuja y que, sin embargo, saben coexistir sin denostación alguna.
Ir a la luna es la utopía de los tristes, el sueño de los apasionados y la tontería de los tontos. Ahora yo sé que he llegado hasta allí y que he podido regresar. Los méritos de los que siempre han estado muy cerca lo han hecho posible.

lunes, 18 de octubre de 2010

La paciencia de las ostras cria perlas

Como somos tan conscientes de nuestro efímero tiempo, no sabemos esperar y, entonces, movidos por la inquietud, abortamos ese tipo de procesos que encierran la lenta formación de una ilusión. Los anhelos confrontan continuamente a los humanos con su propio devenir y las frustaciones fustigan una y otra vez a sus conciencias de seres imperfectos. Y muchas veces se abre la caja de Pandora porque ya no puede contener a tan inútiles deseos, a tan lunáticos e inmerecidos sueños sustentados sobre una base que no fue parida con nuestro propio carácter. Cuando eso sucede aparece el decaimiento del hombre en toda su dimensión, la dura constatación de un fracaso global que carece de cualquier resquicio por donde pueda colarse alguna esperanza. Cuando eso sucede, el ser involuciona hacia el trágico epicentro de sus propias entrañas y, como el avestruz, mete su cabeza y sus instintos en la nada.
Debiéramos de haber sido programados a base de milimétricos impulsos de tiempo y de emociones, encapsulando a estas últimas dentro de unos límites que impidieran alcanzar la exaltación. Pero, ¿qué sería entonces de nosotros? Desaparecería nuestra propia imbecilidad, la tontuna cotidiana que nos aprieta repentinamente las pelotas y nos hace llorar y reir a un tiempo. Le diríamos adiós a la impaciencia, a las pasiones, a los altercados y a las premeditadas alevosías de la noche anterior. Y dejaríamos de disfrutar montados en esa marcha que tanto nos va del dinero, del poder, o del ascenso a los montes de Venus de todas esas mujeres que ingenuamente creemos chorrean por sus entrepiernas porciones alícuotas de su condición.
Pero la paciencia de las ostras cría perlas y un día, ya tardío, nos damos cuenta de ello. La vida es un proceso, corto o largo, que goza en ambos casos de todas sus etapas. Si lo hubiésemos sabido, habríamos sabido también esperar, y nos habríamos evitado el embite de inesperados disgustos y la lacra de un buen puñado de arrugas.
De cualquier forma, no hay día más grande que aquel en el que abres esa ostra cuya perla ha estado toda una vida formándose para ti. Y aún más cuando se tiene la plena conciencia de haber aguantado cientos de vidas esperando el momento. Algunas veces sucede. Como el viejo mensaje en una botella que un día se pone a tu alcance en la soberbia soledad de una playa que carece de horizontes y, cuando lo lees, resulta que ha sido escrito para tí y viene al rescate de tu propio naufragio, origen y destino confundidos durante un montón de años en la caverna translúcida de un cristal que te ha permitido ver, pero no te dejado salir. Es entonces cuando alzas la vista al cielo y, soltando una sonora carcajada, tomas por primera vez conciencia de que existes.
Lo importante no es que las cosas trascendentes sucedan pronto o tarde, si no que lleguen a suceder.
A todos los que aún no han perdido la esperanza.

lunes, 9 de agosto de 2010

Sin rémoras

- Mira, necesito...sí, necesito hablar contigo. Tengo muchas cosas claras y tengo también un buen lío en mi cabeza.
- Ya. Los líos se deshacen pronto. Solo hay que preguntarle a las emociones. Ellas los deshacen enseguida.
- ¿Enseguida? ¿Así es como tú entiendes las cosas?
- Así es como me ha enseñado la vida y los traspiés, y así es como lo hace mi maestro.
- Siempre estás hablando de tu maestro. Estoy loca por conocerlo. Debe ser como una bola de cristal con barba blanca y bien recortada.
- Sí, es más o menos así, pero también es un proscrito que te roba el alma y la voluntad cuando a él le place. Y esto último es lo que más me fascina de él.
- ¡Vaya hombre...o lo que sea! Pero estamos desviándonos. Quiero que me mires fijamente a los ojos y me hables. Necesito que me hables, escucharte, saber que es lo que te inquieta, saber por qué has dado este paso. Saber por qué me has soliviantado cuando menos lo esperaba, cuando no sabía nada de tí, cuando pensaba que los hombres eran como un páramo de árboles caídos que esconden sobre la tierra sus vergüenzas. Saber por qué has logrado desestructurarme los sentimientos y tambalear mi condición de mujer aferrada a unas circunstancias y un orgullo. No soy capaz de averiguar si escondes un bien o un mal bajo tu sonrisa y esa mirada cargada de deseos. No pensaba que debería enfrentarme a este momento...y, en cambio, lo deseaba, había soñado con él un número incontable de madrugadas. Y ahora, ¡ja! llegas y no sé qué hacer contigo.
- Es muy fácil. Solo tienes que hacer una de dos cosas: dejar que te cuente y sucumbir, o dejar que me marche sin escuchar siquiera un adiós.
- ¿Crees que es fácil elegir? ¿Ahora que me has inundado de horizontes al alcance de la mano? ¿Ahora que has logrado descifrar los trasfondos de mi vida y acertar con precisión los colores insondables de mis ojos? Nadie ha sabido hacerlo nunca y tú me has biseccionado como a una libélula en una noche de radiante luna. Pero yo no soy capaz de saber lo que te hurga por dentro y por eso necesito palabras y señales, esas luces diferentes que encienden tantas cosas apagadas durante casi toda una vida. Así que cuéntame que llevas dentro y por qué has elegido a una pagana entre tantas diosas.
- Yo no te he elegido. Hubiese querido pasar de largo y conformarme con un instante de perfume y un lejano deseo inconcreto. Hubiese sido la forma de que el corazón se mantuviese indemne y la vida vacía, como siempre. Pero no. Al presentirte, al tenerte muy cerca y traspasar con indecente violencia ese mar amarillo de tus ojos ribeteados de un verde imposible, he proclamado a todos los vientos del mundo: ¡¡Fuera rémoras!! Y todos los obstáculos, los temores, los recuerdos, las nostalgias, y las sombras, se han echado para un lado. Y no necesito hablarte, ni contarte cuentos de dulces hadas y enamorados príncipes. Solo tienes que mirarme y observar en qué me he convertido. ¿No ves que ya no soy yo? ¿No ves que soy ya una parte de tí? ¿Acaso sabíamos el uno del otro? Pero el Universo ha logrado expulsarnos de nuestras respectivas órbitas y conducirnos, en sentidos contrapuestos, hacia una inminente e inevitable colisión cuando supo que las fuerzas adecuadas del uno y del otro eran las estrictamente necesarias.
Es el nacimiento de esa precisa energía que los humanos llamamos amor, el carro de fuego que pasa, como el cometa Halley, cada tropecientos años por delante de tu puerta ofreciéndote un instante de futuro y trascendencia, la razón de ser esencial de todas las cosas, la vida justificada, el sentido de la vida, la inmortalidad plena mientras dure esa inabarcable percepción. Lo siento. Siento haberte robado esa parte que fue siempre tuya, pero ahora soy algo más de mi mismo, el hombre sin amor que, sin embargo, ha logrado el milagro de transgredirlo.
- Vamos, dame tu mano y caminemos hacia aquel árbol. Y no hables, no digas nada, solo apriétame de vez en cuando la mano para que sepa que sigues ahí. ¿Sabes? Ese árbol lo planté yo misma hace mucho tiempo y ahora, agradecido, nos va a dar la sombra y el cobijo con el que siempre soñé.
- Vamos.

viernes, 30 de julio de 2010

Ruído de latidos

Sin cadencia, apresurados y amontonados uno tras otro, se escuchan los latidos de un nuevo y diminuto corazón. Es la vida emergente que quiere abrirse paso en la vorágine de otras vidas, el sonido incipiente de una nueva melodía que hará llorar y reir cuando el obligado alimento de las emociones irrumpa una y otra vez en ese mundo hostil que, al principio, todos queremos dulcificar abriendo un telón con decorado de paraíso. Y late para él y para otros, los que lo escuchan de cerca, aquellos que se estremecen con el estruendo de una vida que apenas tiene forma y que ya hace llorar. Aquellos que se imaginan mundos de seda y de rosas, de cabriolas y caprichos, de pequeñas carcajadas y repentinos enojos. Aquellos que se verán reflejados en el iris de sus ojos y querrán hacer suyos casi todos los matices de la genealogía. Y ya sabemos que late con un toque femenino y, por tanto, poderoso, dejando entrever en la música los ecos de un matriarcado de oficio, como habría de haberles correspondido a todas las mujeres del mundo si la Historia hubiese tenido en cuenta las igualdades y hubiese dispuesto la eliminación de los necios.
Y late con murmullo de olas y un cierto tacto de espuma, sedoso corazón que se va aferrando a sus propios componentes, los de la coquetería y el pudor, la pasión disimulada y el deseo, la zalamería, el feliz diseño de curvas, colinas y hendiduras sobre una piel granulada y prohibida para casi toda la humanidad y, sobretodo, con una femineidad sin límites como arma consustancial a la conquista. Así son ellas, así es ya ella.
El mundo se aparta y prepara un diminuto regazo para recibirla, entre miradas y sonrisas, emociones contenidas y deseos de triunfo. La vida descomplicada, desatada y deseada durante un tiempo que pareció una eternidad, un soplo de energía en los aviejados desalientos y una nueva razón de ser para seguir adelante. En Diciembre, en esos días candorosos de dulces y de lumbres, nos hará a todos un poco más felices. Su llegada será como la irrupción del amor, algo sublime e inesperado que nadie ha podido jamás explicar con palabras.
Cuando alguien desea algo fervientemente, Dios, el Universo, y todos los Oráculos del mundo se confabulan para que eso llegue a suceder.
A May.

martes, 22 de junio de 2010

La poética de la insatisfacción.

Reconciliarse con el mundo, sí, eso es. Después de tantos años, las nieblas estériles se disipan y allá, a lo lejos, se ve uno a sí mismo. Es una lejanía de encadenadas cercanías que fueron pasando desapercibidas en su mayor parte. Me pregunto si no debiéramos descontarnos los años de aquellas etapas que no se han vivido. Si ello se nos permitiese, algunos volveríamos a ser niños. ¿Y para qué? Nadie quiere volver a la niñez, ese escenario de las risas y los llantos confundidos, de los juguetes amontonados y maltrechos víctimas de la codicia y del aburrimiento, el mundo de los sustos y de la insatisfacción. ¡Qué lejos queda ya todo eso!
Algunas noches, el laberinto de los sueños nos tortura con su incomprensible máquina del tiempo y nos vuelve a sentar en la escupidera. Cuando eso sucede nos despertamos sudorosos y estremecidos por un salto que la conciencia rechaza enseguida porque va contracorriente del paso testarudo de la vida. Un paso tan corto como pesado donde tan solo el sentimiento exige infinitud, ausencia de límites, la vida concebida como algo inacabable. Y al abrir de vez en cuando los ojos solo vemos el hiriente estigma de una confrontación: escenario e individuo, el cuerpo y el alma. ¿Cómo definir donde empieza el uno y acaba lo otro? Mientras tanto, vamos haciendo enemigos invisibles a uno y otro lado del camino, al tiempo que los optimistas, los clérigos y la consanguíneidad encienden antorchas a nuestro paso. Son en muchos casos las guías aparentes e inservibles de la vida porque nada alumbra más que el fuego propio. Y no es esa una llama que tienda a apagarse con los años como algunos nos han dicho.
Siempre supe que había comenzado de verdad a envejecer cuando me di cuenta de que en el fondo del saco se acurrucaba una última esperanza. Una esperanza incierta, sin forma ni historia, tal vez esa exigüa orden de mérito con que se nos premia al final de todos los trayectos para evitar la obligada asepsia de la autodestrucción. Se trata de la esperanza incompartible de cada uno, el legado de un millón de vidas anteriores, soñadas, deseadas o vividas, el poso amargo que ha ido quedando como único testigo del trasiego continuo de las vivencias y de las ideas. Debe ser ahí mismo donde se guarda el secreto, la respuesta a tantas preguntas, la verdadera materia de la que estamos hechos, y el destino de cada cual. Y a eso le llamamos esperanza, la última esperanza, un soplo de aire viejo que debemos mantener y conservar. Ella es la que, después de un largo tramo recorrido, deberá proveernos de las armas esenciales para luchar contra la insatisfacción, aquel estado que conocimos cuando niños y que ya nunca supo o quiso abandonarnos. Y ella es también la que llama ahora, tal vez tardíamente, a la reconciliación.
Reconciliarse con el mundo es una tarea que no por global resulta más dificultosa, pero reconciliarse con uno mismo es un penoso trabajo identitario que nos avisa de que estamos claudicando. Esta nuestra es una guerra que se disputa al revés. La gran batalla final es el principio, los primeros despuntes de la verdad, de esa única y gran verdad que cuando venimos a descubrirla en el último y sonoro estruendo de la batalla, resulta que ya estamos muertos.
Hay, no obstante, en toda esa hecatombe de la incomprensión, un cierto murmullo melodioso que nos transmite verdadera paz con cada punzada, con cada recuento de lo que no fuimos capaces de alcanzar o conseguir, con cada una de esas pérdidas que nos dejaron al desnudo el frío puñal de la soledad, con cada uno de los segundos siguientes al estado consciente y pleno del desánimo. Es algo así como una especie de poética de la insatisfacción, las migajas de pan que se escaparon desde la mesa de un Dios que andaba distraído en otras cosas.

lunes, 10 de mayo de 2010

Ahora

Ahora, a la una y cuarenta y cuatro de la madrugada, suena en la radio Jehtro Tull. Mi perro duerme como un perro viejo, junto a mi cama, a todo lo largo de su mantica. La mesa es un marasmo de pequeños desórdenes: cables por todas partes, libros, papeles en blanco y papeles escritos, periódicos de hace semanas, las dos cámaras de fotos, pilas gastadas, el trapo de limpiar las gafas, los libros que he escrito yo y los que han escrito gente que no conozco, polvo por aquí y por allá, una navaja de Victorinox y no sé cuantas cosas inservibles más. Esta noche no se ve la luna en la ventana, pero seguro que está siendo observada por otros muchos. He llegado jodido a casa sin ninguna razón que lo justifique, porque nada ha cambiado. Por eso he llegado jodido a casa. Durante esos primeros instantes he tenido que luchar con aviejado sacrificio y la cansina entereza de otras veces contra ese nauseabundo desaliento. Después, me he metido en la cocina, ese pequeño espacio que aleja el aburrimiento y despereza la conciencia. El chocolate, como casi siempre, ha puesto dulce final al refrigerio. Durante media hora he estado hurgando en el portátil en uno de esos escaparates de mujeres en busca del que les dé brillo y esplendor. ¡Cuán petardas son la mayoría! Y que me perdonen las pocas que no lo son. Hace rato que me he pasado a la vera de la madre, la del portátil digo, para ver las fotos que, a falta de una buena Cuccinotta, les he soplado al edificio Carrida que, con la luz sesgada de la tarde, se mostraba de un azul lascivo que encendía. Como siempre, dos o tres tomas adecuadas entre un ciento. Ayer no fué un mal día: fotos a un chalet de imposible venta, un arroz a mediodía con rape y gambas cuyos granos robaban de vez en cuando los gorriones, regado hasta verle el culo a la botella de Paco y Lola, un albariño sabroso de nuevo cuño. Y risas, conversación intrascendente, es decir, buena conversación, continuada con la ayuda de un buen vodka y un café con Tía María junto a la piscina de verdísimas aguas del club de golf Playa Macenas y la ruidosa melodía shakesperiana de cuarenta ingleses borrachos a nuestro alrededor. Quería escribir esta noche sobre algo trascendente, o sea, sobre la ruda belleza de una katana o acerca de la vida de un mosquito que lleva clavado en el techo desde que he llegado, pero no ha sido posible. La falta de inspiración y de estímulos para llevar hasta la pantalla algún texto con sentido, comienza a ser preocupante. Así que ahora, a las dos y treinta y tres, tal vez sea más provechoso hacer lo que hace el perro y soñar solidariamente con él. ¡Qué jodida linealidad sobresaltada por fastuosas pesadillas que nunca sé ni quiero interpretar! ¡Cuánto envidio a los que duermen plácidamente! ¿Será porque la tienen muy chica, la conciencia digo? Pet Shop Boys están cerrando el concierto radiofónico y hoy mi madre nos ha mandado a la mierda tantas veces como ha abierto la boca, pero ya estamos acostumbrados y ojalá que el entrenamiento dé para muchos años. Y ahí sigo, tambaleante, pero en pié todavía, rodeado de cosas inservibles, desordenándome a mí mismo en cada instante, persiguiendo luces utópicas y apagando cada noche las que andan al alcance de la mano. Pero en pié, al fin y al cabo. Y eso es lo trascendente, la convenida trampa para seguir adelante. Así que corto, cierro, meo y hasta mañana si Dios, como siempre, quiere.

sábado, 1 de mayo de 2010

Chac-mool el intermediario.

"Españoles, el Estado ha dejado de existir. Reconstruyámoslo". Lo dijo Ortega y Gasset en el justo y oportuno momento del propio deceso. Varias décadas después -quién lo diría- vuelve a repetirse la historia a pesar de las wii, los gps, las monedas comunitarias y los spas de agua de vino y rosas. Y es que la corteza de las cosas humanas ha cambiado el maquillaje, pero no ha podido con el interior.
La otra noche, trasnochando junto al teclado y el transistor, escuchaba a los Beatles su Eleanor Rigby y, envuelto en esa magia suave y trascendente de la música, me abducí a mí mismo hasta el principio de la década de los setenta. Una vez allí, intenté hacer un balance comparativo, como las dos fotos de una misma cara que se ponen juntas para atestiguar el drama del paso implacable del tiempo. Sí, ahora soy 40 años más viejo -más evolucionado que diría benévolamente Mr.Darwin-, debo ser también algo más experto y algo menos vehemente, pero sigo con las mismas obsesiones, no acaban de cumplirse los sueños esenciales, y encima he perdido muchas cosas y algunos seres queridos por el camino. La vida tiene poco de recolecta y un mucho de naufragio, pero Ortega y Gasset con su frase, nos invita, como al Estado, a la reconstrucción. Y en eso ando, a trompicones por el mal estado del camino y la permanente amenaza de inciertas tormentas sobre la línea del horizonte.
Esta noche ha hablado Mario Conde de su celebérrima caída, sin pelos en la lengua ni los necesarios adornos dialécticos de otros tiempos. Luis María Ansón, invitado especial a la tertulia, ha sido el convidado de carne y hueso que ha refrendado una gran parte del testimonio. Nunca fuí un admirador, ni del uno ni del otro. Pero el tiempo pone a todos en su sitio. Acojona la entereza y la humildad de Mario Conde, forjada como el acero a base de buenos golpes. Fue el enemigo de muchos, y tal vez lo siga siendo también ahora, pero la evidencia es la que es y a esa grandeza hay que rendirse por mucho que no nos gusten los terratenientes y los untados con gomina hasta las cejas. Es más, pienso que es la persona más lúcida, coherente e inteligente de toda la raza hispánica actual. Y jode, sí, decirlo de alguién que ha sido vilipendiado y encerrado durante varios años entre barrotes y asesinos. Esta noche ha hablado sin tapujos, sin acritud y sin recelos, como corresponde a quién acabo de definir, como corresponde a quién ha aprendido escrupulosamente unas lecciones que quizá no necesitaba ni merecía. Mario Conde no acusa, se limita a analizar y a narrar los hechos con precisión milimétrica de fechas, horas y personajes, y finalmente sonríe para ocultar su llanto interior. Los contertulios le tientan una y otra vez con lo de la conspiración política y él vuelve de nuevo a sonreir. No necesita hacer proclamas porque sabe que es poseedor de la verdad de los hechos y a eso se remite. En el camino, él también ha perdido muchas cosas, las que todos, más o menos, venimos a perder, pero el norte lo llevó siempre en el bolsillo, esa guía que ahora asoma alevosamente con cada uno de sus juicios. ¿Habríamos de pasar todos alguna vez por algún carcelario purgatorio para crecer como hombres, sabedores de nuestras culpas? Esta noche ha sido capaz de retratar la situación social y política de la España del 93 y compararla con la del 2010, la sobrevenida tras las dos legislaturas de los gobiernos socialista y pepeísta. Y se repite la historia del 93 con el agravante de que estamos peor en todos los campos. Así que si Ortega levantase la cabeza volvería a pronunciar su visionaria y triste frase.
¿A quién podemos echar mano? El otro día leyendo la historia de los mayas lo descubrí: a Chac-mool, el intermediario entre los dioses y los hombres, un alienígena mitad hombre y mitad dios que ponía paz entre ambos mundos porque los dioses y los hombres jamás se han entendido. Pero claro, ahora, los Chac-mool del siglo XXI, los que habrían de ponernos como aquellos otros en sintonía con la divinidad, han transmutado su papel, y la línea de comunicación hombre-dios se ha perdido indefectiblemente. ¡Ay, aquellos intermediarios de los mayas! ¡Ay si pudiéramos darle la vuelta a la piel de la Historia! Podríamos comunicarnos con los dioses y contarles nuestras cuitas, y escuchar emocionados su consejo, y seguir con razonable pasión el camino trazado por ellos, y preguntarles si debemos matar al mensajero o sentarlo a nuestra mesa. Pero no. Los Chac-mool de los mayas han desaparecido y nuestra españoleta sociedad anda perdida, sin guía, sin consenso y con muchos resentimientos.
El Estado ha dejado de existir porque los intermediarios entre los dioses y los hombres hace mucho tiempo que abandonaron la mitad de su condición. Mientras tanto, los modernos usurpadores de tan dignísima y ancestral tarea, andan al acecho pertrechados de todo tipo de infamias. Se mueven y remueven en las altísimas esferas del poder, reptan por todos los resquicios del dinero, se disfrazan de pontífices sectarios cuyas consignas religiosas garantizan la salvación del alma y vociferan desde sus refulgentes estrados teorías en las que nunca creyeron.
¡Pobre del que no sea capaz de fabricarse su propio Chac-mool, aunque esté hecho de esas mismas imperfecciones que todos llevamos dentro. ¿Cómo si no creéis que Mario Conde fué capaz de rescatarse de toda esa podredumbre que varias docenas de satanases prepararon con esmero y sutileza para él?

miércoles, 21 de abril de 2010

Privilegios inesperados.


El fotógrafo Robert Hupka solicitó ser encerrado junto a La Piedad de Miguel Angel durante toda una noche para poder fotografiarla desde todas las perspectivas posibles. Contra pronóstico, y muy extrañamente, accedieron a su petición. Realizó todas las fotos en blanco y negro buscando sin duda no soliviantar el claroscuro de la sala que albergaba tan extraordinaria obra. A lo largo de la noche se encaramó en diversos andamios, se contorneó una y otra vez bajo la escultura buscando el ángulo perfecto, reptó como las culebras junto a los pies de los personajes, sintió miedo y escalofríos, se abrazó por momentos a ellos buscando calor y sosiego y permaneció durante muchos minutos absorto en los volúmenes y las texturas de tan imposible grandeza escultórica. Él, como tantos otros, se preguntó una y otra vez el porqué de haber esculpido el rostro de la Virgen tan joven como el del Hijo yaciente en sus brazos. Miguel Angel ya lo explicó al decir que cuando alguién está enamorado de Dios jamás envejece. Hupka llegó a confesar que después de su experiencia ya no volvió a ser el mismo. ¿Qué le rondó en la cabeza? ¿Fué tal vez elegido para escuchar, entre toma y toma, algún inesperado susurro de revelación en el oído? ¿O alcanzó a sentirse tocado por la conciencia de una profanación que llegó a estremecer la merecida quietud de unas figuras marmóreas dormidas hasta entonces?
Los verdaderos privilegios se presentan así, sin avisar, pero su viejo deseo de multiplicar los puntos de mira y los mil y un detalles de una obra inconmensurable, se alienó con el Universo haciendo posible el encuentro de un hombre con la "belleza inaccesible". Viviría después toda su vida recordando aquella noche en la que fue capaz de escapar de lo cotidiano, de los rudimentos de un pensamiento que esa misma noche le permitieron hacer un guiño a los propios resortes de la mortalidad.
Esta mañana he contemplado la experiencia fotográfica de Hupka con razonable emoción. Tal vez por eso, a media tarde, he recibido una buena noticia.

lunes, 29 de marzo de 2010

Solución y disolución.

Parece ser, al menos un correo de internet así lo atestigua, que un alumno de química contestó en un examen lo siguiente acerca de la diferencia entre una solución y una disolución: "Una disolución es introducir a dos de nuestros políticos para que se disuelvan en una cuba llena de ácido. Y una solución sería meterlos a todos." Parece ser también que se convocó inmediatamente una especie de cónclave entre todos los profesores del centro para pensar en una inédita condecoración que fuese capaz de premiar en el futuro tan alto grado de coherencia, valentía, y contundencia dialéctica, algo que fomentase, si no el esfuerzo didáctico de la propia materia, sí el refrendo triunfante de la verdadera utilidad de la materia gris, que para eso también ha de estar.
Peligrosa incipiencia de conciencia social la de este alumno, se habrán adelantado a pensar algunos de sus profesores más carcas. Desde luego, éste se ha salvado del enorme saco en el que el filósofo Agapito Maestre metió el otro día a la clase juvenil española calificándola como una de las más primitivas y salvajes del continente europeo.
Cuesta trabajo pensar en lo que están pensando ahora mismo los jóvenes españoles, olvidados de sus padres y éstos de ellos, alentados por las consignas de unas tribus callejeras cuya máxima obsesión es ir mostrando los piercing y los tatuajes por las esquinas, y cuya última esperanza de sentido común resulta aniquilada a diario por los ecos mediáticos de la basura televisiva a cuya ponzoña se inclinan idolatrando la imagen totémica de un disparate continuo que nadie es capaz de frenar. ¿A dónde van nuestros jóvenes? ¿A donde vamos nosotros, los que dejamos de serlo hace tiempo, cuando agachamos la cabeza y levantamos la voz tan solo en la soledad de nuestras alcobas? ¡A la mismísima mierda! que diría mi madre en ese proverbial lenguaje que entienden hasta las ranas desde sus charcas. Los políticos, los padres, el sistema educativo, el sistema socio-económico, el metasistema en definitiva, esa palabra de las dos semánticas según convenga hablar de ideologías o de bolsillos, están volteando a la sociedad, y los jóvenes son las esponjas que absorben de inmediato las aguas residuales para darse en ellas un baño de heroicidad. Ser rebelde sin años y sin cultura es el contrasentido universal de los tiempos modernos, la merecida herencia de todos los que no hemos sido capaces de mover un solo dedo para impedirlo. Algunos dirán que las aguas fluyen y que hay que dejarlas correr. El partidismo político vive para sí mismo y los jóvenes son a menudo las carnazas oportunas cuando conviene el alboroto en casa del enemigo o el certero escupitajo en la frente del que propugna consignas para la reconducción. Los jóvenes se encuentran abducidos por la falta de horizontes, una carencia que ha justificado el puntapié a los principios fundamentales, tradicionales, religiosos, laicos, o de la propia comunidad del barrio de cada uno. Y en ese panorama de penosas certidumbres se ha instalado un aburrimiento que emborrona a diario cualquier atisbo de crecimiento personal.
Cuando yo tenía la edad de ellos, seguramente era bastante más gilipollas porque me ponía rojo cuando alguna de mis correligionarias me llamaba por mi nombre, y porque un condón me parecía un innombrable instrumento de tortura barriobajera, y porque pensaba continuamente en lo que quería ser de mayor para devolver el favor a mis padres. Pero jamás se instaló en mi mente la desidia o el aburrimiento. Jugaba al fútbol en el barrio dos o tres horas diarias, sí, pero también esperaba ansiosamente la llegada, cada fin de mes, de los libros escogidos del catálogo del Círculo de Lectores. Obras como Viento del Este y del Oeste, o Un Yanki en la Corte del rey Arturo, o Narraciones Extraordinarias, o Buenos días tristeza, entre otras muchas, fueron devoradas noche tras noche en la cama, recostado sobre la almohada, hasta que vencido dejaba caer la cabeza. Recuerdo la emoción con la que cada año, en Septiembre, hojeaba los nuevos libros del curso que luego forraba con aquel papel azul de rugosa textura, alguna de cuyas páginas sirvió también para dar cobijo a más de una carta de póker con tías en pelotas. Pero éramos entonces igual de gilipollas que de apasionados: con los libros de texto, con los atlas, con los cómics o con los naipes prohibidos. Sabíamos lo que queríamos y sobretodo sabíamos lo que nos emocionaba, respetábamos con temor a todos los que parecían tener algunos años más que nosotros y pensábamos continuamente en el futuro, en ser mayores como nuestros padres y ser padres de provecho para otros hijos. Y soñábamos y soñábamos, con alcanzar metas, con viajar en verano en el seiscientos atestado de chiquillos y tortillas hacia esa playa que estaba al otro lado del horizonte, y con verle el culo a la chacha en ese prodigioso y voluntario descuido que se daba una vez al año, y también, ¡cómo no! con que el jefe de la casa se plegase a nuestros deseos comprándonos la enciclopedia cuyos folletos había dejado en la casa aquel vendedor charlatanesco que comía a la par de cada una de sus precarias ventas. Y crecíamos más con los sueños que con los años. Y así hasta que nos hicimos mayores, mayores con no muchos años, pero cargadas las espaldas de referencias y bien ordenaditas las jerarquías: el profesor en su intocable estrado, los viejos en su arrugada coraza de experiencia y sabiduría, los sueños y los libros siempre a punto, y los padres en el centro de todos los posibles universos. Así, al menos, me ocurrió a mí, un jovenzuelo de mediocres notas que disfrutaba perpetrando refinadas gamberradas en el barrio tanto como hurgando en las proezas de Robin Hood o en los maltrechos escenarios de El Diablo Cojuelo. Un buscador empedernido de emociones y, a veces, atropellado, eso es lo que fui entonces y quisiera ser también ahora. Por eso me asola esta juventud que no lee, que no sabe y que no quiere saber.
En 4º de ESO, que no sé bién lo que es eso, con dieciséis años y la libido haciendo palmas, no saben cuál es la capital de Chile, ni quién pintó Las Meninas, ni qué es el Ganges, ni quién escribió Bodas de Sangre, ni qué es un géyser o una pinacoteca, ni quién fué María Antonieta, ni dónde se encuentra el uréter. Pero sí saben qué es el punto G aunque dudo que sepan hurgarlo como él merece. Y es que he tenido ocasión de preguntárselo a algunos de ellos para salir de inútiles dudas.
Nosotros, los mayores, los subsidiarios, los guías en quienes habrían de haberse fijado esos jóvenes, hemos fracasado ante el estrépito de su voluntaria y terca incultura. No saber es un problema, pero no querer saber es una tragedia. En esos trayectos la crueldad se reaviva, la tolerancia se aminora y las conciencias se adormecen. Y en esa calma estamos, resignados los unos, aburridos los otros, y envilecidos los demás.
Pero el alumno de química, al menos, ha sido capaz de dar una solución. ¿Quién da más?

miércoles, 24 de marzo de 2010

Un cuento.

- Abuelo, háblame de tu tiempo.
- Ya... ¿Mi tiempo? ¿Cuál de ellos?
- No sé, ya sabes, ese tiempo que fué tuyo en otros tiempos.
- ¡Ah! ¡Mi tiempo! Debería haberlo guardado en un arcón con un buen candado y abandonar la llave después en cualquier recodo del camino.
-¿Para qué?
- Para no malgastarlo como hice siempre olvidándome de mantenerme alerta.
- ¿Alerta? ¿Y para qué querías estar alerta?
- Pues para ser aún joven cuando tu llegaras y explicarte las cosas desde poca distancia.
- Pero abuelo, si siempre hemos estado muy cerca.
- ¡Claro! Ahora mismo nos separan apenas las alas de una mariposa...La distancia no es eso, pequeño saltamontes.
- ¿Por qué me llamas pequeño saltamontes?
- ¿No te gusta? Bueno, entonces te llamaré rana gigante.
- ¿Qué dices abuelo? Ese me gusta aún menos.
-¿Ah, sí? Pues mira, eso es lo que tú eres: un pequeño saltamontes y una rana gigante.
- ¡Anda ya! Aunque lo fuese no podría ser las dos cosas a la vez.
- ¿Que no te lo crees? Pues eres esas dos cosas y muchas más.
- Me estás decepcionando, abuelo. Nunca pensé que me veías como a un bicho.
- Es que los saltamontes y las ranas no son bichos.
- ¿No? Entonces, ¿qué son?
- Son...gente, gente encantadora disfrazada con alas y traje de agua que juegan saltando de arbol en árbol los unos y croando por la noche cuentos de futuro a las estrellas las otras.
- No te entiendo, abuelo.
- Pero ellos a ti sí. Yo en mi tiempo hablaba de vez en cuando con ellos y aprendía cosas que no sabía enseñarme la otra gente, esa que va disfrazada de gente.
- ¿Y qué cosas aprendías?
- Pues mira, fueron ellos los que me dijeron que tú llegarías algún día. Y eso me hizo sentirme feliz, muy feliz, tanto que desde entonces pensé que yo en otro tiempo mucho más lejano del que tú me preguntas, había sido un saltamontes y algo más tarde una rana.
- Pues ahora que te miro, no te molestes abuelo, pero de cintura para arriba te pareces a un saltamontes y de cintura para abajo a una rana.
- ¿Serás desvergonzado? A ver, explícame las razones de esa partición corporal.
- Pero si tú estás orgulloso de ser dos bichos a la vez...Verás, esos ojillos, así, hundidillos, y tus brazos que casi siempre están encogidos me recuerdan al saltamontes. Y lo de la rana, es que cuando vas andando te mueves como las ranas: más hacia los lados que hacia adelante.
- ¿Ves como tengo razón? Eres un buen observador, aunque...un poco cabroncete.
- No, abuelo. Soy tu nieto. Por eso he visto lo que llegaste a ser en aquellos tiempos tan...tan raros. Pero yo te preguntaba al principio por tu tiempo de antes, cuando no eras ni una rana ni un saltamontes, cuando eras ya una persona como ahora y yo aún no había llegado.
- Ya lo sé que me preguntas por ese tiempo. No fué un buen tiempo y no lo digo porque lloviera o hiciese mucho frío. Los tiempos no son ni buenos ni malos, tan solo se viven o se desviven, y esto último sí que es una desgracia.
- ¿Y como se vive o se desvive un tiempo?.
- Pues mira, ahora mismo, escuchándote y teniéndote tan cerca, yo estoy viviendo el tiempo. Pero cuando no llegabas y ni siquiera se habían acercado hasta mi el saltamontes y la rana para hablarme de ti, entonces estuve un día tras otro desviviendo el tiempo. Y eso no es otra cosa que el tiempo se da la vuelta y se aleja de tí, y te deja huérfano de toda conciencia, de su transcurso, se hace irrisorio, se convierte en un enemigo, se te atraganta de día, te horroriza de noche, y aleja finalmente las ilusiones que se esconden detrás de los árboles o de las estrellas. Yo sé que te resulta dificil entender estas cosas, pero algún dia lo entenderás.
- No, abuelo. Creo que las entiendo, pero no llores, no me molesta ser un saltamontes y una rana.
- No estoy llorando.
- Sí, si lo estás. Me lo ha dicho la rana. Pero el saltamontes también me ha dicho que no me preocupe, que también se puede llorar de alegría. ¿Sabes una cosa? Que no me molesta ser esos dos bichos a la vez porque si tu también lo fuiste en otros tiempos, yo también, y además acaban de decirme donde está el arca en la que guardaste aquel tiempo malgastado para que te lleve hasta ella y lo puedas volver a utilizar.
- ¿Ah, sí? ¿Y donde está?
- Abuelo, no seas tonto. Dame la mano y cierra los ojos que yo te conduciré hasta ella. Me lo han dicho nuestros parientes, esos bichos que saben más que la gente. Tu arca del tiempo y la mía son la misma, abuelo. La abriremos y aquel tiempo perdido será de nuevo tuyo y, entonces, saltaremos de árbol en árbol y le contaremos cuentos a las estrellas desde las charcas. Y la gente...¡qué nos importa a nosotros la gente!

lunes, 22 de marzo de 2010

Tres miradas.

Toni Blair es un hombre que se dedica a ganar dinero hablándoles a la gente de cómo ganar dinero. Lucio es un anarquista español afincado en París que vivió con intensidad el Mayo del 68 y cuya premisa, de entonces y de ahora, es la de que robar a los bancos es un ejercicio de inequívoca altura moral. Yo, en cambio, soy un hombre vulgar, el hombre en busca de sentido sin más. No soy anarquista ni he sabido nunca ganar dinero dando conferencias o susurrándole trasnochadas consignas a los oídos de los que me parecieron más poderosos que yo. Sin embargo, en los sueños de los tres, esa especie de aúrea de amanecer que olvida sus paisajes de inmediato, trasciende un factor común, un elemento compartible que disiente y se aparta de lo material y de sus logros: la absurda necesidad de sentirse útil a uno mismo. Y cada cual utiliza los medios a su alcance y aprovecha las diferentes atmósferas a su alrededor, sean o no la mera consecuencia de su paso por el sitio, para conseguirlo.
Blair aprovecha una posición social de absoluto privilegio: la que permite haber sido Presidente de una de las naciones más poderosas de la Tierra, con el añadido incluído del ruído mediático que le propició su perfecta alineación y alienación con Mr. Bush, el Terminator de los hombres con cara de sospecha. Desde esa herencia y ese ruído permanente de aplauso en los oídos, piensa que goza de una nueva dimensión, la visión que facultan los avatares y las volteretas en la primera línea de fuego y que, además, es extensible a todos los ámbitos. No le afectan los errores ni las críticas y aún menos los muertos en su cuenta indirecta. Reúne momentos estelares en su pensamiento y amortiza y amortiza delante del espejo con una indudable mueca de triunfador. Entonces hace la maleta y se lanza al mundo encasquetado en su sonrisa, conecta con los aplausos y prepara las consignas que vomitará a los embelesados que en el fondo siempre pensaron como él. A continuación, otros se encargan de cobrarles a esos mismos entre 4 y cinco mil euros por asistir a la sala donde con muchas palabras y pocas ideas les indicará el camino para llegar hasta la diosa fortuna. De esta manera, el Sr. Blair se ha embolsado en los últimos tres años 22 millones de euros y los que D.m. te rondaré morena.
Lucio tiene ya un marasmo de arrugas en la cara pero no las muestra en su verborrea. Mira con ojillos de pícaro y se pavonea ante las preguntas. Se considera el centro neurálgico de lo políticamente incorrecto y ante esa desvergüenza se arrodilla. No le tiembla ni la voz ni el pulso, pero deja entrever de vez en cuando los repuntes de haber sido siempre un hombre apasionado. Los imaginables zarandeos no le han movido del sitio: nació atravesado y ahí sigue, sin dobleces, rebelado ante todo lo rebelable, llamando a las cosas por su nombre, volteando los términos para que queden las intenciones al descubierto, y sabiendo siempre en el lugar que se parapetan los malos. Lucio no parece odiar a nadie, pero se ríe de los delincuentes que la gran mayoría entiende como los salvadores del mundo: la Banca, los políticos y sus respectivos órdenes establecidos. Y sigue viviendo en París por estricto mandato del cumplido deber con la tierra que le rescató del aire enrarecido y carca de aquella otra de su antiguo origen, y además, dice también, por las carantoñas impagables de algunos de sus nietos.
Yo, ahora, quisiera ser como ellos: conferenciante y anarquista. O sea, recorrer el mundo visitando todo tipo de templos gastronómicos, soltando arengas y mentiras por mi boca, hipnotizando e idiotizando a las audiencias, lamiendo a domicilio por la noche pieles tersas de alto standing, y pasándome por el forro de las texturas y los escrotos las leyes establecidas, las promesas de los políticos y las carnazas de los bancos. Pero no. Soy el hombre en busca de sentido. Uno más. Como esos dos. A los tres, como a tantos otros, nos une ese sexuado deseo de ser útil a uno mismo. Por eso Mr. Blair es pródigo en conferencias de autoayuda y los 22 millones de euros le parecen irrisorios ante su enorme contribución al enriquecimiento virtual de los ignorantes. Y por eso también, Lucio luce ese sarcasmo de hombre sobreviviente y camina cansinamente por las calles del barrio de Belleville levantando, no obstante, la barbilla, en señal de respeto y admiración exclusivamente hacia sí mismo. Y por eso finalmente yo también, levanto y agacho la cabeza alternativamente conforme voy intuyendo la grandeza y la miseria que confluyen en ese buscado sentido, una jodida ambigüedad que me lleva amargada la mitad de la mitad de mi vida. Un porcentaje, en cualquier caso, ciertamente esperanzador.

miércoles, 10 de marzo de 2010

10 de Marzo.

Un beso desde las descarnadas raíces de la memoria inagotable que tú mismo sembrastes en este alocado corazón. Un abrazo desde la infinita distancia que se hace ridícula cada vez que me sobresaltas con ese aliento que no cesa. Una mirada desde tus ojos que ahora son los míos y que me indican el camino a seguir. Un inabarcable agradecimiento: el de haber podido disfrutarte en toda la plenitud de tu inconmensurable sabiduría, paciencia, sacrificio y generosidad. Una revelación: la que me permitió saber de la condición divina de algunos hombres. Un deseo: el que volviéramos a nacer para tenerte de nuevo en casa. Y un mensaje innecesario: te queremos.

viernes, 5 de marzo de 2010

Mujeres


Son como las moléculas de oxígeno que transporta la sangre: fluyen en nuestro interior proporcionándonos alternados y sucesivos impulsos de vida, y cuando nos faltan, confusos y temerosos, nos ahogamos en el vómito de la soledad. Son como las ninfas aúreas de Juan Ramón Jiménez en el clímax de su vecindaria melancolía: moradas y carnosas como una noche al caer, jugosas y blancas a la luz del día, aterciopeladas, acuosas como el rocío, providenciales y precursoras. Son de otros mundos. Llegaron desde muy lejos y por eso siempre van más allá. Presienten las cosas esenciales, adivinan futuros y adivinanzas, arremeten con brío contra la corriente, dejan pasar el aire, rompen los silencios, susurran mensajes en lenguas desconocidas, se convierten en estatuas de sal para que pase el enemigo, tejen ardides, dosifican las energías, caminan sin poner los pies en el suelo y se abren de piernas a modo de puentes entre mundos antagónicos. Atienden a las brujas y a las flores con idénticos mimos, sonríen por dentro cuando nadie las mira, y se preparan a sí mismas para el combate pertrechadas sin ridículas ni aparatosas armas, sin temor, sin ruído de sables ni vacilantes arengas rescatadas de las gestas de la Historia. Se acomodan entre ellas, se abren paso a golpes de besos en la maleza, tejen telas de araña donde acaban los incautos, guardan primorosamente sus ropas, dibujan los paisajes que convienen, borran de un plumazo las vergüenzas y allanan sus propios caminos. En los extremos de las cosas, ocupan prodigiosamente el centro y se transforman en aire en el filo de las navajas. Leen el futuro como las náyades mirando siempre a las aguas, hablan desde los ojos, lloran por pura rabia, se incomodan con la calma, prometen falsas esperanzas y hacen préstamos de lágrimas. Su tacto es sedoso y delicado y a menudo exhiben múltiples colores y texturas como las flores carnívoras. Transportan savia como los árboles, atesoran viejas ofensas y prohibidos recuerdos en lo más hondo de ellas mismas, se acicalan indistintamente para lo bueno y lo malo, aturden a los hombres con su belleza, los vuelven locos con nimias porciones de vello púbico, juegan con sus ridículos atributos y cabalgan sobre ellos a golpe de fusta y de chanza. Se confabulan con las jerarquías haciéndolas todas suyas, pactan en plena nocturnidad para no despertar a los niños y lloran con lágrimas ajenas cuidando de ahorrar sentimientos. Se desnudan en ínfimas partes que encienden hogueras en su justa medida, exhalan proporcionales raciones de perfume, manipulan las atmósferas haciéndolas respirables y enhebran agujas increíbles en todo tipo de pajares y aposentos. A menudo regurgitan los improperios recibidos y sonríen mientras juguetean con la venganza, rechazan las cosechas que no llevan sus nombres, hacen crecer yerbas amarillas en los desiertos, beben en el néctar de sus tragedias históricas y sientan variadas y múltiples jurisprudencias que les permiten esconder los rostros bajo invisibles burcas. Aparentan añoranzas de no haber sido hombres de otro tiempo, invocan continuamente al dios de la femineidad para que no baje un ápice la guardia y se miran con lascivia en los espejos dibujando orgasmos de luz en la superficie. Cuando la noche se acerca entornan los ojos, desconfían del aire, reabren sus heridas, establecen conjuros que las acerquen a la inmortalidad y finjen dormir plácidamente. Y cuando llega la luz, una vez más, continúan a lo suyo.

Llegaron desde muy lejos y, en sus orígenes, jamás necesitaron de costilla alguna, ni barro, ni Dios para moldearse, y a esa fuente sin nombre, remiten las consecuencias de sus actos. Fluctúan como los parámetros de las leyes inciertas de la ciencia, como la llama de una antorcha en el cabo de todas las tormentas, bailan al son del terrible poder de cada uno de sus enhiestos encantos, suspiran de triunfo cuando nadie las ve, hacen el amor cuando conviene y la guerra cuando está ganada de antemano, y cuando sucumben en el combate, se regeneran en zombies que serán útiles y provechosos en las siguientes cosechas. Su poder está fuera de toda duda y su misión fuera de todos los entendimientos, recolectan influencias poco a poco como las hormigas y van dejando un rastro por donde pasan indicando el nuevo camino a seguir. Amarran a los hombres anudándoles a la miel de la punta de sus lenguas y estrangulan las voluntades que se resisten con una somera presión de sus entrepiernas.

Pero dan brillo y esplendor. Y otorgan razones para vivir. Y se regeneran mudando la piel como las serpientes sin esfuerzo alguno. Y paren hijos legítimos que perpetúan la especie y, a veces, hijos anónimos que son el fruto perfecto del instante de una voluntad que hizo saltar por los aires las leyes establecidas. Y son verticales u horizontales, según se mire, insondables, navegables, luminosas, oscuras y, a fin de cuentas, esenciales para que nada pueda escapar de sus órbitas y perderse definitivamente en un mundo sin pasión y sin razones.

Son las mujeres, las cariátides que llevan a todos los seres del mundo sobre sus hombros y al mundo entero bajo sus pies.Nosotros, los hombres, no supimos nunca venir desde tan lejos, pero ellas, las mujeres, se bastan a sí mismas.
"Cualquier hombre puede ser feliz al lado de una mujer, con tal de que no la ame". Oscar Wilde.

lunes, 22 de febrero de 2010

The road ( La carretera)


La literatura, una vez más, vuelve a conceder oportunos préstamos al cine. La novela homónima de Cormac McCarthy, que obtuvo el Premio Pulitzer en 2007, ha cedido con inusual fidelidad sus cimientos narrativos a una cinta que, inusualmente también en estos tiempos que corren, ha logrado conmoverme. Un cataclismo deja a la humanidad superviviente en un estado de absoluta desolación donde la vegetación, las fuentes de energía y los alimentos han desaparecido. A partir de aquí, la degradación del género humano irrumpe con todo su desenmascarado esplendor situando a un padre -Viggo Mortensen- y a su hijo, en medio de una vorágine que tiñe el fondo de todos sus escenarios de un tétrico color gris.

La Carretera es una historia de familia, la lucha desmedida de un padre que se mueve entre dos mundos antagónicos sabiendo que el horror y la falta de esperanza no son suficientes para doblegar las fuerzas de quien ya solo persigue que su hijo pueda morir unos instantes después que él.

La Carretera es una sospechosa e inquietante pesadilla en la que uno penetra con el primer fotograma y ya no abandonará casi nunca del todo. Tan es así, que cuando se sale del cine y saltan a la vista todos los refulgentes colores de los neones de los anuncios y la gente habla y ríe a tu alrededor, piensas si acaso no será ese el escenario supremo de una ficción: la gran mentira que supone tenerlo todo aún a mano. Tomar conciencia de esta película requiere, tras escapar del ahogo existencial en el que uno se ve envuelto, volver a respirar una vez finalizada, mirar en derredor, observar a los tuyos y a los otros saciados y hastiados de tantas y tantas cosas, y preguntarnos cuánto nos queda para llegar hasta ese momento en que nuestros hijos serán devorados por otros humanos que no tienen otra cosa para comer. Confieso que, en algún momento, la recreación y hasta la frase precisa, lograron traerme a la memoria algunos amargos y emotivos pasajes de aquellos tiempos en los que yo, aún siendo un hijo bien arropado entre las caricias y los juguetes, sentí que algo también moría dentro de mí.

La Carretera es una película que hay que ver, un mal trago que pasar como la ingesta de algunos nauseabundos medicamentos. Curiosamente fui a verla con uno de mis hijos. Cuando llegué después a mi casa y me meti en la cama, caí en la cuenta de que 3300 noches durmiendo solo, no deben producir el más minimo terror o desaliento cuando se tienen otras razones para luchar o se disfruta conversando cada día con quienes te miran a los ojos sin preguntarse si eres o no de los buenos, tal y como hacía el chico de La Carretera cada vez que miraba a los ojos desgastados de su padre.

martes, 9 de febrero de 2010

Integreitor y Termineitor.

Dentro de 20 o 30 años, en los corrillos tertulianos de los pueblos y en las hordas pandilleras de los campus universitarios, se hablará de la nefandad de los dos personajes más payasos de la política de aquella cercana España al filo de su desmembramiento. Aznar y Zapatero, Santiago y cierra España, el bigotes y el cejas, integreitor y termineitor, los salvapatrias de sus propias y respectivas patrias. Dará escalofrío recordarlos. Al uno y al otro. A cada cual por lo suyo, que no es poco. Al final de cada tertulia, y a pesar de sus diferentes componentes de estatura e ideológicos, serán devueltos a un mismo saco, el que les corresponde a los deshechos que no cumplieron con su momento mágico y acabaron en meros despojos de un naufragio que cada uno de ellos diseñó por mor de sus desatinos y sus obscenas obsesiones. Aznar y Zapatero. Uno el hijo tonto de Atila, el que mandó a todas sus huestes y sus deseos en ordenada sumisión a congratular al Atila americano, procurando que no creciese la hierba ni en la mesa donde tributariamente aposentaba sus cortos pies delante del jefe. El otro, un advenedizo con cara de rosa incipiente, o sea de capullo, e instintos mesiánicos de absoluto convencimiento, que nos condujo a la absoluta ruína por el sendero de su estúpida sonrisa y el vientecillo favorable del beneplácito de la imbecilidad nacional. Ambos, líderes de su trasnochada y sosa idiosincrasia, perfectos estudiosos de los beneficios vitalicios del voto, descafeinados apologistas encubiertos del fascismo y el comunismo de los tiempos modernos y sendos sheriff de unas legislaturas que dejaron al pueblo sin credibilidad y sin pan, pero con muchos chorizos campando a sus anchas.
Y se recordarán entre risas y rechinar, no obstante, de dientes, con la memoria de la mala leche aguantada. Y se guardará un minuto de silencio por cada uno de ellos a mitad del discurso para cerciorarse, desde la quietud, de que están en los infiernos, cada uno en el suyo como ha de ser, cada uno a contentar a sus brasas como a sus jefes de antaño: el Atila americano, los señores feudales, los bancos, las putas, los chorizos, los maricas, los corruptos, las adolescentes, Manolo Chávez, y toda la jerarquía planetaria de todos los espacios siderales con todos sus agujeros negros incluídos. Y alguién llorará en silencio desde cualquier recóndito rincón recordando al que murió muy lejos en aquella cruzada ajena. Y otros, apretadas las mandíbulas, murmurarán palabras ininteligibles en honor de la satánica santidad que les dejó sin negocio, sin trabajo y sin razones para seguir adelante. Ambos también, el bigotes y el cejas digo, contribuyeron al paradigma de la dicotomía nacional de imposible vuelta atrás, el dibujo esperpéntico de los dos bandos ideológicos, los indios y los vaqueros, la España inculta y la España boba, arcaicas y obscenas reminiscencias de antiguas guerras civiles en cuya mierda ahondaron y ahondaron buscando razones para otra nueva.
Aznar, el gran fundador de la filosofía patética, que no peripatética, con su cansino tratado del "váyase señor González" y ese emperifollado pragmatismo que le imposibilitaba poderse reir como Dios manda, acojonó a toda la clase obrera del país. Zapatero, el capullo de la sonrisa tonta e inoportuna, algo más tarde, los remató. Sus respectivas legislaturas resultaron, no obstante, sinfónicas, acomodadas a diferentes principios, pero orientadas a parecidos desastres. Uno contra el pueblo, el otro para el pueblo, el pueblo progresivo y el pueblo corrosivo se entiende, la acción en cada caso del disparate exento de razonabilidad, el gobernar en aras exclusivas de la apología del voto sin importar en uno u otro caso los daños colaterales, los poseedores de la gran verdad que es esa gran mentira en cuyo espejo recreaban lascivamente cada noche sus tristes figuras y se metían en la cama santiguándose el uno y besando a su foto de carné el otro.
¿Qué hicimos nosotros Señor en aquellos tiempos para merecer a tan babancas dirigentes? Los españoles somos así, multiculturales, pralinés como el chocolate falso, estúpidos y orgullosos a un tiempo, de gatillo fácil e inexcrutables cuernos, de aborregadas costumbres y criptográficos dialectos capaces de sublimar expresiones como el "ven acá pacá" tan en boga entre los agentes secretos del CNI. Sí, ya sé que tuvimos lo que merecíamos, pero ¿tanto merecimos Señor? ¿Cómo pudistes ponerlos tan consecutivamente en nuestras vidas? El tonto, el feo y el malo. Sí, ya sé que son dos y no tres, pero se lo repartieron. Tú dijistes: "¿No queréis caldo? ¡Pues entonces tomad dos tazas!", y nos enviastes a tu nueva versión de los mesías, uno la metamorfosis de Charlot con cara de culo y sonrisa de gringo de las praderas, y el otro un alienado ser mitad de Mr. Bean y tres cuartas partes de un advenedizo idiota inculto aún por llegar al mundo.
Nos han jodido Señor, entre los dos y a partes iguales para que no se molesten ni ellos ni sus secuaces. El integreitor fundamentalista, talibán de las más altas consignas facistoides de la patria, y el termineitor conciliabulista, el angel exterminador del pan, de las pensiones, de los negocios, de la alegría, y de la familia tal y como ya la entendía Aristóteles en sus preclaros discursos del siglo IV antes de que Tú llegaras con aquellos indicios de esperanza.

domingo, 7 de febrero de 2010

El espejo mágico.


Hoy he vuelto a ver a Irina Shutova y, expectante, me ha preguntado si se me habían arreglado ya las cosas. Parecía estar segura de mi respuesta antes de que pudiese abrir la boca. Cuando le he contestado, ha sonreído a medias. Como la medida, más o menos, de la solución de mis problemas. Me sorprende tanto como me hace feliz que alguién, que he visto dos veces en mi vida, se interese por mis cosas mucho más que los que veo a diario. Aquella primera vez, me miró con fijeza a los ojos, se puso de pie y, acercándose, me dijo que yo era un hombre con una gran fuerza interior y que tuviera paciencia para esperar a que se resolviese lo que me estaba quitando el sueño. Y yo tan solo le había dicho mi nombre y comprado una de sus piedras. Después me regaló una de ellas con un árbol en el centro diciéndome que, cómo el árbol, la vida también ha de dar sus frutos, pero en la estación adecuada y no cuando a cada uno le interese. Hoy me ha regalado una postal de su cosecha con una diosa griega junto a una fuente rebosante de flores y frutas. Dice que significa la abundancia. La he puesto en mi casa junto a la piedra del árbol, como tributo a su sonrisa y sus deseos antes que a cualquier creencia mojigata en los conjuros. Irina mira a los ojos desde dentro, desde lo más hondo. Ella dice, no sin cierto pudor, que lee en el alma de la gente, que lo aprendió de niña al pie de las montañas del Altai y lo supo años después en su peregrinar por medio mundo. Yo creo que es su propia alma la que ella puede contemplar a capricho, y lo que ve, intenta entonces reflejarlo en el alma de los otros, si es que de verdad poseemos esa especie de apéndice interestelar. Mi maestro Bramante ya lo refiere en su particular teoría del espejo mágico: " Solo lo bueno y lo malo que hay dentro de nosotros mismos es lo que podemos ver proyectado en los demás, así que cuando mires a los otros intenta tomar conciencia de ellos con tus mejores deseos e intenciones". Por eso creo en lo que dice Irina, porque sus buenos augurios no son sino la propia felicidad que refleja su mirada, una inequívoca paz interior que ella pretende transmitir a los que, como yo, sabe que andamos a saltos entre el desasosiego, el movimiento caótico y la falta de horizontes.

¿A qué se puede encomendar un hombre cuando no se siente satisfecho de sí mismo? En otros tiempos tal vez hubiese nombrado a todo lo que se mueve alrededor y no a uno mismo, pero es el propio tiempo el que se encarga de advertirte que estás solo en el mundo. Como los naúfragos en una isla desierta, los humanos somos capaces de fabricar un muñeco de paja para echarle siempre la culpa al otro y exasperarnos aún más ante su silencio. ¡Cuán tonta es a veces la inteligencia! Si fuésemos capaces de hacer un cómputo nos daríamos cuenta de que a cada jornada solo le corresponden unos cuantos instantes de verdadera lucidez, es decir, aquellos momentos en los que uno deja de ser un gilipollas propinándole, de paso, un puntapié a la vanidad y los intereses. Es cierto que somos algo grande, tan grande como todas nuestras congojas y alegrías desparramadas a lo largo de un desierto inacabable, tan grande como una música que inesperadamente te rescata del más sobrecogedor de los abismos, tan grande como un padre o una madre o ese hijo que lleva tu sangre y porta tus apellidos, tan grande y oscuro como el amor, y quizá también, tan inexistentes. La imaginación puede ser más grande que la realidad entera. ¿Qué parte de una y otra nos corresponde a nosotros? Al final, ¿qué habremos aprendido o qué habremos de contar?. No veo que los hombres se vuelvan más sabios con los años, aunque sí más resignados. Llegamos llorando al mundo -intuyendo ya lo que nos espera- y nos vamos en silencio, viejos, feos y arrugados. La vida es un proceso contradictorio e involutivo como nuestra forma de pensar. La naturaleza evoluciona y el hombre involuciona: nace sabio y muere parkinsoniano y confuso dejando una estela de deshechos tras su paso y algún que otro recordatorio de onomástica. Desde ese resultado, ¡cuán inútil y ridículo resulta hablar de destino o de proyectos a largo plazo! Y el nacimiento de cada cual es un fenómeno aleatorio, de completo azar, en el que nadie puede mandar a priori. Así que a poco que miremos hacia adentro habremos de concluir que la vida solo es el paso de cada día, la emoción de cada día, la ilusión momentánea, la carcajada sobrevenida, el beso imprevisto, el latido de otro corazón que se ha acercado inesperadamente, el vaso de vino que se apura sin esperar al siguiente, la pulsión instantanéa e injustificada a todas luces de la felicidad, el proyecto del minuto siguiente, o el cuerpo que jadea entre nuestro cuerpo esa misma noche. Lo demás, lo que se espera, lo que ha de venir, lo que se desea, lo que se ansía, es el preciso resultado de esa imperfección que nos va alejando de la trascendencia con el paso de los años. Un guiño burlesco a nuestra propia existencia. ¿Aún no nos hemos dado cuenta de que somos pequeños Dioses y que tal vez la suma de todos nosotros, los presentes, pasados y futuros, constituya la esencia de todas las esencias: el propio y verdadero Dios? ¿Cómo, si no, entender todo esto: la pasión, el deseo, la emoción, el llanto, la tristeza y la carcajada, encerradas en un espacio tan chiquito como un traquetreante corazón?

El ser humano es más feliz en tanto que es capaz de soltarse de todos sus lastres y no exigirle tributos al de enfrente o al momento inmediato anterior o posterior. Por eso procuro morder a la manzana que está aún en el árbol, o jugar al golf ahora mismo en la alfombra de mi casa antes que mañana en las verdísimas praderas de Valderrama, o decirle sin decirle a la mujer que ha decidido compartir conmigo un fugaz momento que es la mujer más importante de mi vida, o querer a los míos de un atracón y no a pequeños sorbos como los seres preventivos idiotizados por los apartijos y el racionamiento. Por todo eso nos llaman a los que somos así, hombres sin cabeza, araganes arrebatados por la catarsis del momento que no saben administrar la larga vida del falso rey, los impetuosos que como las putas nos vamos de bareta con la primera carantoña.

Nada me ha de cambiar. O al menos lo procuro. Irina también lo ha visto: esa fuerza interior no es más que ese atropellado ímpetu que otros no entienden, un deseo exacerbado de vivir el momento, en cuyo momento, también se recuesta y se acomoda la tristeza y, a veces, también la alegría.

lunes, 1 de febrero de 2010

Avatar.


El cine, como la música y la paella, es algo mágico. Suculento, embriagador, caústico, reconstituyente y oportuno. Así es algunas veces. Por eso me permito ir tan solo algunas veces al cine. Bastante tiempo pierdo ya mirando a las estrellas. Hacen falta muchos medios y una cantidad suficiente de talento para poner en escena una obra como Avatar. James Cameron llevaba mucho tiempo intentando parir algo diferente y acaba de estamparnos sobre las incómodas gafas 3D el augurio de que aún no está todo inventado. Como en la literatura o en la música y en el sexo. Que se lo pregunten si no en esto último a un paisano que en su febril deseo de contribuir a la eficiencia de los placeres terrenales, se enroscó un cojinete en estado de calma y se lo tuvo que sacar -ante la inoperancia de los médicos- el jefe de mantenimiento del hospital cuando se presentó la tormenta en todo su estrangulante esplendor. Pero Avatar no ha necesitado de esos mecanismos para producir ciertas dosis de ensoñación en las conciencias de los espectadores. A nosotros los humanos -alienígenas en la película- nos sobra robotización y nos falta sentimiento, conciencia de las cosas en un estado no necesariamente puro, y más aún conforme avanza la rueda demoledora del transcurso de los siglos que nos va acercando a lo salvaje antes que a la santidad.

En Avatar, fuera de su tridimensional concepto visual, se participa a un mismo tiempo de lo místico y de los salvaje, de la exuberancia abrumadora del paisaje y de los entresijos cansinamente egoístas del corazón de los humanos, el hombre y la naturaleza febrilmente enfrentados cuando deberían sostenerse a sí mismos como dos siameses que comparten un único corazón. El argumento no resulta especialmente novedoso, pero la puesta en escena y el mensaje, apenas si necesitan de estructura narrativa. El mundo se mueve en Avatar con los mismos impulsos que en la vida misma: el amor y la ambición tiran del carro, como casi siempre, en sentidos contrapuestos. Pero en medio de esa conocida vorágine desde la noche de los tiempos, surge el milagro: el alienígena de la cinta y el mortal espectador -alienígena de sí mismo- logran conectar asombrosamente con lo más esencial de la naturaleza que les rodea durante algunos cortísimos instantes de la historia. Cameron ha tocado una puerta ancestral: la de nuestros terrarios orígenes y a ella nos remite, prodigiosamente, en unos momentos cuya pulsión nos inunda , sobretodo, de una abrumadora quietud, el ensamblaje audiovisual de un origen y un destino -el nuestro- que está irremediablemente en perfecto equilibrio con una naturaleza que, en Avatar, es una gigantesca fábrica de sueños y de vida. La estruendosa batalla final rompe en parte ese equilibrio y nos recuerda, una vez más, nuestra jodida actualidad. Los grandes cineastas parece que no pueden escapar a ese recurso, aunque no sea precisamente eso lo que queda en la retina cuando uno, a regañadientes, se levanta de la butaca.

Avatar es un gran parque temático colmado de Alicias en el País de las Maravillas, edenes que lamentan su particular cuenta atrás desde el momento en que los humanos se suben a la vagoneta. Un día antes de ver la película, curiosamente, estuve leyendo a Henry David Thoreau en Walden, la vida en los bosques, la ruptura del hombre con el hombre para indagar en las esencias de la naturaleza que son también las suyas. La épica de Avatar y sus facciones de alienígenas humanos no se apoya en el fragor catártico de la gran batalla final, sino en el milagro de la abstracción que muchos espectadores van a sentir en esos contados instantes de la cinta en los que uno quisiera ser bosque, lluvia o savia antes que mortales humanos alienados de egoísmo e insatisfacción. Algo desde luego inusual dentro y fuera de una sala de cine.

Thoreau, en el siglo XIX, también sintió algo parecido: "Una vez que el hombre es calentado ¿qué más puede desear?".

martes, 26 de enero de 2010

Noticias de humanos.

La diversidad no pertenece a la naturaleza. Es una propiedad de los humanos, un acicate a la vez que un estúpido recurso para escapar de todo tipo de amenazas inciertas. Se ve reflejada a diario en los periódicos y uno la mastica cada día con solo echar la vista hacia los lados. Un día cualquiera como hoy, podemos leer en noticias de última hora asuntos tales como que 2000 turistas han quedado aislados en Macchu Picchu, o que una menor recibe 100 latigazos en Bangladesh al quedarse embarazada tras una violación, o que la ministra Salgado contradice al FMI mostrándose optimista ante el futuro económico inmediato de España, o que Ferrán Adriá va a cerrar dos años el Bulli para regenerarse debidamente, o que, finalmente, Imanol Arias se ríe de sus cuernos comentándole a Carmen Alborch que no caben ni en la Plaza de las Ventas. ¡Con dos cojones! como diría el caústico Pérez Reverte. Como en la vida misma o en los partidos de fútbol, leyendo las noticias, hay un tiempo para cada cosa, para reír y para llorar, para echarse a dormir o para salir corriendo y no echar nunca más la vista atrás. Que el mundo está patas arriba, ya lo dijeron Sócrates y, ayer mismo, Eduardo Galeano, lo cual da idea de que el mucho tiempo no ha sido capaz de darle la vuelta, y así nos movemos, con la torpeza de las tortugas, y la postura premonitoria de las cucarachas.
En cada sitio un letrero y en cada mente una intención, el calidoscopio humano por antonomasia, el mundo divergente que hace que unos cuenten los escasos días que les quedan para morir y otros planeen entre bambalinas el divino derecho a tomarse dos años sabáticos. En la selva unos mueren para que otros puedan seguir viviendo. En la jungla humana unos se arrojan por las ventanas y otros abren los paraguas para que no les alcancen las salpicaduras rechinando los dientes por la molestia.
2000 turistas atrapados en Macchu Picchu parece rendir tributo a la maldición de Pachacútec, el primer emperador inca. La fascinación paisajística e histórica de tal enclave se ha transmutado en un infierno para todos los que llevan durmiendo dos días bajo las estrellas en la plaza principal del poblado pidiéndole explicaciones a la Piedra Hintihuatana (donde se amarra el sol), símbolo taumatúrgico de aquel reino.
Y en Bangladesh perdonan al violador y condenan a la víctima, una menor que había quedado embarazada, a recibir 100 latigazos, y a sus padres a pagar una multa para no ser expulsados del pueblo. Siempre sospeché de las raíces tercomachistas islámicas de alguien que me dijo una vez que él cuando veía a una mujer caminando solo veía un chocho andante. La justicia de ese país debe haber visto lo mismo y algo más: la pecaminosa consecuencia de que tal objeto pueda campar a sus anchas.
Y la ministra Salgado, una vez más, vuelve a intentar meter la burra de culo en el pajar de hojalata de esta triste España, contradiciendo y contraviniendo a los que saben mucho más que ella y a todos los preceptos de la ética y el sentido común. ¿Será por exigencias de su jefe o porque desde sus ojos lánguidos y su rostro bonancible ve lo incultos y gilipollas que son la mitad más uno de todos los españoles?
Y Ferrán Adriá, el gurú de las cazuelas y las espumas criogénicas, anuncia a bombo y platillo que cierra su santuario ¡Pero amenaza con volver dos años después! Dos años de nada donde la panza no mermará ni un ápice y algunos de sus contertulios pensarán momentáneamente en el suicidio. ¿Qué puede inventar ya Ferrán a estas alturas más allá de lo que se mueve a modo de impulsos espirales en la gastronomía del universo conocido? Los genios autoproclamados y, no obstante, consensuados como él, necesitan estar llamando continuamente la atención. Será que debe estar aburrido. La fama guarda también en el armario su disfraz de mosca cojonera. Si cuando vuelva, en el 2014, fuese capaz de sorprender con una buena pipirrana y unos huevos fritos estrellados con chorizo, nos haría a todos un poco más felices.
Y ya, finalmente, en ese mismo marasmo panfletario de noticias, Imanol Arias se palpa unos soberbios cuernos en la cabeza -dónde si no-, y en vez de arrojarse por la ventana, estalla en una sonora carcajada. Hombres como él es dificil encontrarlos. Su Pastora nos ha engañado a todos porque no lo parecía, que es una mujer normal digo, y además siempre he pensado que tenía un no se qué, eso que nos resulta a los hombres tan importante en una mujer y que no sabemos bien qué es.
Pero así son las cosas y así nos las cuentan las noticias de última hora: entreveradas, frescas, de rotundo contraste, emocionantes a dos bandas entre lo dulce y lo amargo, secretas en sus verdaderos ingredientes y sobretodo, sobretodo, milimétricamente estudiadas en sus contenidos proteicos para que disfruten los que verdaderamente tienen que disfrutar. Algo así como cualquier plato del gran Ferrán Adriá.

Ni miedo, ni pereza, ni vergüenza.


De repente, me han entrado unas andariegas ganas de hacer el Camino de Santiago. A mi manera. No conozco otra que sea altamente recomendable para un perezoso señalado con el dedo como yo. Va a ser, si el santo lo tiene a bien, en la próxima canícula. Ahí mismo, con las calores y el soponcio de la caminata. Ni antes ni después, para que uno se sienta bien jodido con las inclemencias y el viaje merezca alguna pena.

No busco necesariamente el itinerarium mentis in Deo, sino el itinerarium corporis in Terra. O sea que la gracia de ser iluminados por el Espíritu Santo solo les está reservada a unos pocos privilegiados. Los demás tan solo pretendemos andar, sufrir, respirar y, sobretodo, volver a las patrias respectivas. Andar y andar. Parada y fonda. Viaje, viaje en definitiva. Nada de redención, ni presunta, ni venial, ni conveniente. Andar y andar, eso es, como la vida diaria que compone su particular camino de miles de Santiagos para olvidar a golpetazos la pesadez. Andar haciendo camino que no siempre se hace camino al andar.

Y ya, mucho antes de dar el primer paso, me siento cansado. ¿Pero adonde voy yo con estas hechuras? Pienso arrancar en Villafranca y ya está bien. Siete u ocho días de camina o revienta si aguantan los pies o no lo impiden las brujas maléficas de los Ancares. Dicen que el símbolo más genuíno del Camino de Santiago es el ahorcado, un peregrino que fue ahorcado en la calzada de Santo Domingo por haber robado una copa a la mesonera. Sus padres, al volver desde Santiago camino de Colonia, lo encontraron medio muerto en la horca, es decir, no muerto del todo. Lo descolgaron y "revivió". Y ese es el milagro del Camino de Santiago: pasar de estar medio muerto a viviente pleno. Ahora se entiende por qué tanta gente emprende este calvario de cuestas, pedregales y albergues con un insoportable hedor a humano desgastado. Cualquier paisaje, cualquier ampolla ulcerosa en los pies, cualquier ataque de pánico y soledad, y todos los posibles desalientos del camino, son mejores que la situación tambaleante del ahorcado bailando sobre una soga y muriéndose medio muerto. ¡Gracias Santiago por extraerle a todos tus peregrinos tan jodida y contemporánea podredumbre!

Para emprender el camino tan solo hay que echar adelante un pié y darle una patada momentánea al miedo, a la pereza y a la vergüenza. Una proeza, esto último de la patada, que pienso llevar a cabo cuando el orto helíaco de la constelación Can Mayor coincida con el orto de la estrella Sirio, un fenómeno que ya se conocía hace 5300 años y que anunciaba la llegada inminente de los días más abrasadores del verano.

Ya lo he dicho: con la canícula a Santiago, el hermanísimo de Jesús, según afirmó Fray Luis de León en una lunática noche sin luna.

lunes, 18 de enero de 2010

A cuento de Almería.


Sí, es el título de un libro de relatos y no la historia de los últimos chismes sobre la antigua tierra de las legañas. Ha sido parido como casi todo en esta provincia: sin pensarlo mucho, huérfano de grandes padrinos e impulsado por un viento -de poniente en este caso- que nunca se sabe a donde va. En él se acurrucan, sin molestarse demasiado, dieciseis relatos de cosas que han pasado en la tierra del ronquío silencioso, de la luz cegadora y los viejos sabios de las cavernas que un día osaron coger el arco iris con sus manos. No hay muchos lugares para ubicar en la literatura, ni siquiera humildemente, a esta Almería nuestra que ahora es también de todos esos otros de fuera. Debe ser por nuestra jodida indiferencia, por esa pobreza enmarañada que hemos pretendido inútilmente ocultar tras los refulgentes contraluces de los días luminosos, reventados de viento y de aridez, días de susto y de espanto donde temerarios viajeros, desoyendo los cantos preventivos de las musas, decidieron hacer parada y fonda, uniendo sus huellas con las llagas de un paisaje que, por puro desolador, siempre les pareció de una belleza inaudita.

Almería siempre ha sido algo insustancial, carente de una esencia definida y sin fastuosos monumentos que la identifiquen desde la distancia. Una perla anónima surgida de un mar cristalino que nunca quiso reconocerla como a un hijo legítimo. Por eso es más perla que otras perlas y por eso reluce con un brillo genuíno que no debe vasallajes ni ha de pagar tributos salvo aquellos mismos de la fealdad asignada por otras colindantes y envidiosas tierras. Almería está ahora siempre al otro lado. No hay nada más allá. El que quiera comprobarlo que tome asiento cerca de un palmito en la punta más alta del Morrón de los Genoveses y se trague a sorbos lentos cualquier amanecer. Desde allí, entre el silencio y la atención, podrá escuchar en la lejanía vocear a Fernando Fernán Gómez: "Se ponen culos a las sartenes...Se ponen culos a las señoras", cuando viajaba aquel verano desde Las Negras hasta La Isleta cargando con su bicicleta y su flamante flauta de afilador. Menuda película "Los gallos de la madrugada", menudo retrato, y menudo preámbulo anunciador de la inminente invasión que nos inundó después de cientos de melenudos marijuaneros e imponentes chochos peludos rompiendo la calma y el orden de todas las playas inaccesibles. Casi todo llegó al mismo tiempo: los chochos, el cine, Henri Fonda, Claudia Cardinale, Lee Van Cleef y el Habichuela, por supuesto. ¡Qué gran tierra la de aquellos tiempos! ¡Y qué putos dirigentes los de entonces y los de ahora! Algunas cosas no cambiarán nunca.

A Cuento de Almería rememora algunos chispazos sobre su quebrada línea del horizonte. De aquellos tiempos, de otros mucho más lejanos, de la Guerra Civil, que esa -contrariamente al resto de la humanidad- no se molestó en olvidarnos, o de ayer mismo. Historias de amor y de guerra, de gatos y de familias, de viajes, de llegadas, de marineros desahuciados, de edificios y de la punta telúrica del Cabo de Gata. Escritos con el sentimiento y la leche mamada por cada cual, pero aferrados a la causa común de un regazo al que hoy miran desde fuera miles de ojos añorando no ser parte de un caldo de cultivo hecho a base de jirones de piel, de sol, de miseria, de ramblas, de bodas de sangre y de pistoleros de paja y cuento.

Los autores de esos relatos somos gente normal, demasiado normal para haber llegado hasta esas páginas y robarles las hechuras a los autores de verdad. Pero el sentimiento carece de ornamentos y de cartas credenciales, y ahí estamos, nacidos o llegados desde otros mundos, pero asentados firmemente en una tierra que nada pide y con nada obsequia. Hemos sido valientes al recordarla en insignificantes retazos mejor o peor escritos, procurando que la piel y las entrañas queden siempre al descubierto. La miseria de otros tiempos que enjuagaba en las mismas aguas la incultura y el hambre, ahora se ha dado la vuelta. Como el mundo, Almería está patas arriba, añora su identidad, recela de todos sus caminantes, llora desde la más puta rabia la desolación y el abandono de algunos de sus enclaves, pero mantiene enhiesta la silueta taumatúrgica del Cabo de Gata, ese falo amigo de las culebras y los pájaros que se adentra desvergonzado en el mar hasta rozar con sus labios la Punta de las Sirenas.

Los de aquí somos los hijos de aquel desorden narrado en las páginas de Campos de Níjar, y los que han llegado de fuera para quedarse sin más, son los padrinos que han venido a testificar el milagro. Algunos de los autores de A Cuento de Almería son de estos últimos. Llegaron dubitativos con la maleta presta para volver y cayeron en la trampa. Sorprende y acojona a un mismo tiempo ver con qué sentimiento escriben sobre una tierra que no es la suya. Miguel Naveros, el autor del prólogo, es uno de estos. Nació en Madrid pero piensa en almeriense y respira solo viento de levante. El Instituto de Estudios Almerienses, que él dirige, ha patrocinado el evento, y la recientísima editorial ejidense Lagartos Editores ha puesto el resto. Mónica Sánchez, la coordinadora del libro, logró ponerlos a todos en marcha. Miembro también de la Asociación Narrativa Ejido que integra a los dieciseis autores, Mónica -que tiene una mirada con trasfondo, muchos méritos y también un no se qué- ha sabido capear el temporal de una asociación que, más que un colectivo, ha resultado una catástrofe por mor del decreto ley de los que siempre están dispuestos a joderlo todo. Ni siquiera los intentos culturales están libres de esta clase de gilipollas, narcisos de su propia mierda, en cuyos continuos embites, acomodan su arrogancia los perdedores solitarios que intentan hacerse notar. Pero A Cuento de Almería ha logrado finalmente ver la luz, de una vez y para siempre, y sus contadores de historias caminan de nuevo entre el revienta y la esperanza de una tierra luminosa sin más que, muy pronto, les llenará la capaza con nuevas cosechas.