Desde nuestro encuentro, allá por la primavera del 2005, siempre he logrado reprimir los deseos de escribir esta carta, pero ya ves como el hombre, prodigiosamente, logra traicionarse a sí mismo. Hacerlo, ha supuesto también una cierta transgresión, no de principios sino de contribución a un obligado exhibicionismo que tú, sin duda, mereces. Y sí, hablo de transgresión porque a las personas como tú, es decir a los mediáticos sin más, parece que no os corresponde otra exhibición que las correspondientes al agasajo, la lisonja, el galardón y las reverencias miles de los miles que se alimentan con ese propio tufillo de lo mediático.
No pretende esta carta transportar entre sus frases ninguna carga de resentimiento. No, al menos, en este momento. Tal vez lo hubo en cierto modo en el pasado, pero ha sido tanta la evidencia que ésta se ha bastado por sí misma para no dejar que los malestares puedan confundir la realidad. Y la realidad, desde mis ojos, es la que es por mucho que tú andes pescando cada día en el manantial purpúreo de los dioses en la Tierra. Porque tú ahora eres uno de esos que hace ya mucho tiempo dejó de posar sus pies en el suelo para volar sobre todos aquellos que no han sido capaces de forjarse unas alas y por eso han de reptar tributariamente por debajo de tus pies y de otros pies.
Antes de conocerte en aquella mencionada primavera yo ya sabía de tí. ¿Quién no? Había escuchado algunas veces retazos de tus entretenidos programas en la radio y había visto tu careto con bigote varias veces en revistas y en la televisión. Pero fíjate que el crédito no me lo dió ni tu fama ni tu verborrea chistosa y ocurrente. Fue leyendo uno de tus artículos en un semanario en el que creo recordar que hablabas de la abuela de un soldado de esos que la madre patria exilia a un frente de fuego muy lejos de esa misma patria, cuando me dije "¡Ostias, este tío sabe también escribir!", lo cual ya me pareció más importante que tus discursos cotidianos arengando a todo lo cutre de este país contra cualquier atisbo de socialismo. Confieso, importante Carlos, que aquel artículo me conmovió, por el envoltorio literario y por su mensaje contundente, hasta tal punto de llegar a quitarme mi humilde sombrero. Ante tí, sí. Y fue esa y no otra la referencia que propició algo más tarde que yo tocase a tu puerta aprovechando la estela de aquel efímero momento en que tuviste a bien visitar mi casa gastronómica llevándote una pluma estilográfica Dupont grabada con tu nombre en un bolsillo. Una visita que también cumplía con el deseo y el compromiso familiar de quién tú sabes y tanto quieres.
No creo que haya que explicarte a estas alturas, importante Carlos, lo que es tocar a la puerta, algo ya para tí innecesario desde la noche de los tiempos, pero, en cualquier caso, cuando alguien toca a la puerta de alguien, éste último puede: abrir la puerta y escuchar al que está al otro lado, abrir la puerta y rechazar la visita, preguntar desde dentro sin abrir la puerta, o limitarse a no abrir la puerta y agazaparse tras la misma procurando no hacer ningún ruido. Cuando yo toqué a tu puerta, tú sabías quién estaba al otro lado, y sabías también qué me llevaba hasta allí, y te habían prevenido oportuna y favorablemente desde muchos días antes de esa inminente visita. Pero tú no abriste la puerta, ni hicistes el más mínimo ruído, ni escuchastes el consejo de quién tanto te importa, haciéndole desaparecer, además, ante nuestros ojos por mor de tu propio decreto ley.
Y ¿por qué?, me he preguntado muchas veces. ¿Acaso estar más de tres años hurgando en todo tipo de fuentes históricas y devanándose los sesos para parir finalmente un libro es algo que dé vergüenza? ¿Acaso tal ejercicio de honestidad y valentía merece un soberano portazo en las narices de quién no puede volar como haces tú? ¿Acaso no tocastes alguna vez una de esas puertas como la que tú luces ahora? ¿Acaso tú precisamente que gozas de mil y un argumentos para excusarte debías esconderte silencioso tras la puerta? ¿Acaso no tenías tiempo para leer algunas páginas y comprobar que algunos de los muchos que reptamos bajo tus pies también podemos dar, de vez en cuando, pequeños vuelos? ¿Acaso tu fama, tu dinero, tu poder y tu credibilidad se iban a menoscabar por apoyar, aconsejar o recomendar a los que comen de tu misma olla el citado libro? ¿Acaso no has encontrado las palabras adecuadas para decir simplemente que tal asunto no era de tu incumbencia o adornarlo con uno de esos manidos "ya veremos qué se puede hacer".
Verdaderamente, importante Carlos, ese portazo silencioso ha dejado al descubierto esa otra parte de tu personalidad, la que sin duda alguna has intentado ocultar siempre ante los tuyos, la plebe y los señores feudales que te propician. No lo esperaba, desde luego, sobretodo por innecesario, lo cual da la justa medida de tu capacidad descomunal para el desprecio y, en consecuencia, también del resto imaginable de todas las miserias que se alimentan de esa condición. Pero ahí andas, riyéndote del mundo, desde tu mediática y bienpagada atalaya, desde el firme cobijo de un endiosamiento que te convierte simultáneamente en pillo y en bobo sin importarte los que puedan quedar malheridos tras tu paso, autoproclamado como el gran Torquemada de las ondas mientras te paseas a diario montado en ese carro que se mueve a partes iguales por precisos impulsos de dinero y narcisismo.
Quiero que sepas que el libro sigue su largo camino. Con tu ayuda, éste hubiese sido más corto, pero el destino permanece ahí, invariable, a pesar de tu bigote y tu portazo. Ni yo voy a ser menos ni tú más. O viceversa. Pero ahora yo sé bien quién eres por mucho que tú creas que resulta un hecho intrascendente. Esa esencia de la que está hecha nuestra esencia, esa condición inalienable que nos pide cuentas por la noche, ese espejo silencioso e invisible al que solo puede asomarse nuestra propia individualidad, te va a pedir de tarde en tarde algunas cuentas. Sí, ahora yo sé hasta donde alcanzas. Cuida tus alas y acicálate convenientemente, ante los tuyos, ante tu jefe, ante la plebe y ante tu parafernalia radiofónica. Andas volando muy alto y yo, en cambio, sigo aquí abajo, pero ya sabes que la gente como tú y como otros pueden llegar, más por atolondramiento que por pretensión, a voltear su propio mundo dejándolo patas arriba. Ya lo predijeron los alquimistas: "Como es arriba es abajo y como es adentro es afuera". Y ahora yo sé quién eres, importante Carlos.