viernes, 11 de diciembre de 2009

A Carlos Herrera

Importante Carlos:

Desde nuestro encuentro, allá por la primavera del 2005, siempre he logrado reprimir los deseos de escribir esta carta, pero ya ves como el hombre, prodigiosamente, logra traicionarse a sí mismo. Hacerlo, ha supuesto también una cierta transgresión, no de principios sino de contribución a un obligado exhibicionismo que tú, sin duda, mereces. Y sí, hablo de transgresión porque a las personas como tú, es decir a los mediáticos sin más, parece que no os corresponde otra exhibición que las correspondientes al agasajo, la lisonja, el galardón y las reverencias miles de los miles que se alimentan con ese propio tufillo de lo mediático.
No pretende esta carta transportar entre sus frases ninguna carga de resentimiento. No, al menos, en este momento. Tal vez lo hubo en cierto modo en el pasado, pero ha sido tanta la evidencia que ésta se ha bastado por sí misma para no dejar que los malestares puedan confundir la realidad. Y la realidad, desde mis ojos, es la que es por mucho que tú andes pescando cada día en el manantial purpúreo de los dioses en la Tierra. Porque tú ahora eres uno de esos que hace ya mucho tiempo dejó de posar sus pies en el suelo para volar sobre todos aquellos que no han sido capaces de forjarse unas alas y por eso han de reptar tributariamente por debajo de tus pies y de otros pies.
Antes de conocerte en aquella mencionada primavera yo ya sabía de tí. ¿Quién no? Había escuchado algunas veces retazos de tus entretenidos programas en la radio y había visto tu careto con bigote varias veces en revistas y en la televisión. Pero fíjate que el crédito no me lo dió ni tu fama ni tu verborrea chistosa y ocurrente. Fue leyendo uno de tus artículos en un semanario en el que creo recordar que hablabas de la abuela de un soldado de esos que la madre patria exilia a un frente de fuego muy lejos de esa misma patria, cuando me dije "¡Ostias, este tío sabe también escribir!", lo cual ya me pareció más importante que tus discursos cotidianos arengando a todo lo cutre de este país contra cualquier atisbo de socialismo. Confieso, importante Carlos, que aquel artículo me conmovió, por el envoltorio literario y por su mensaje contundente, hasta tal punto de llegar a quitarme mi humilde sombrero. Ante tí, sí. Y fue esa y no otra la referencia que propició algo más tarde que yo tocase a tu puerta aprovechando la estela de aquel efímero momento en que tuviste a bien visitar mi casa gastronómica llevándote una pluma estilográfica Dupont grabada con tu nombre en un bolsillo. Una visita que también cumplía con el deseo y el compromiso familiar de quién tú sabes y tanto quieres.
No creo que haya que explicarte a estas alturas, importante Carlos, lo que es tocar a la puerta, algo ya para tí innecesario desde la noche de los tiempos, pero, en cualquier caso, cuando alguien toca a la puerta de alguien, éste último puede: abrir la puerta y escuchar al que está al otro lado, abrir la puerta y rechazar la visita, preguntar desde dentro sin abrir la puerta, o limitarse a no abrir la puerta y agazaparse tras la misma procurando no hacer ningún ruido. Cuando yo toqué a tu puerta, tú sabías quién estaba al otro lado, y sabías también qué me llevaba hasta allí, y te habían prevenido oportuna y favorablemente desde muchos días antes de esa inminente visita. Pero tú no abriste la puerta, ni hicistes el más mínimo ruído, ni escuchastes el consejo de quién tanto te importa, haciéndole desaparecer, además, ante nuestros ojos por mor de tu propio decreto ley.
Y ¿por qué?, me he preguntado muchas veces. ¿Acaso estar más de tres años hurgando en todo tipo de fuentes históricas y devanándose los sesos para parir finalmente un libro es algo que dé vergüenza? ¿Acaso tal ejercicio de honestidad y valentía merece un soberano portazo en las narices de quién no puede volar como haces tú? ¿Acaso no tocastes alguna vez una de esas puertas como la que tú luces ahora? ¿Acaso tú precisamente que gozas de mil y un argumentos para excusarte debías esconderte silencioso tras la puerta? ¿Acaso no tenías tiempo para leer algunas páginas y comprobar que algunos de los muchos que reptamos bajo tus pies también podemos dar, de vez en cuando, pequeños vuelos? ¿Acaso tu fama, tu dinero, tu poder y tu credibilidad se iban a menoscabar por apoyar, aconsejar o recomendar a los que comen de tu misma olla el citado libro? ¿Acaso no has encontrado las palabras adecuadas para decir simplemente que tal asunto no era de tu incumbencia o adornarlo con uno de esos manidos "ya veremos qué se puede hacer".
Verdaderamente, importante Carlos, ese portazo silencioso ha dejado al descubierto esa otra parte de tu personalidad, la que sin duda alguna has intentado ocultar siempre ante los tuyos, la plebe y los señores feudales que te propician. No lo esperaba, desde luego, sobretodo por innecesario, lo cual da la justa medida de tu capacidad descomunal para el desprecio y, en consecuencia, también del resto imaginable de todas las miserias que se alimentan de esa condición. Pero ahí andas, riyéndote del mundo, desde tu mediática y bienpagada atalaya, desde el firme cobijo de un endiosamiento que te convierte simultáneamente en pillo y en bobo sin importarte los que puedan quedar malheridos tras tu paso, autoproclamado como el gran Torquemada de las ondas mientras te paseas a diario montado en ese carro que se mueve a partes iguales por precisos impulsos de dinero y narcisismo.
Quiero que sepas que el libro sigue su largo camino. Con tu ayuda, éste hubiese sido más corto, pero el destino permanece ahí, invariable, a pesar de tu bigote y tu portazo. Ni yo voy a ser menos ni tú más. O viceversa. Pero ahora yo sé bien quién eres por mucho que tú creas que resulta un hecho intrascendente. Esa esencia de la que está hecha nuestra esencia, esa condición inalienable que nos pide cuentas por la noche, ese espejo silencioso e invisible al que solo puede asomarse nuestra propia individualidad, te va a pedir de tarde en tarde algunas cuentas. Sí, ahora yo sé hasta donde alcanzas. Cuida tus alas y acicálate convenientemente, ante los tuyos, ante tu jefe, ante la plebe y ante tu parafernalia radiofónica. Andas volando muy alto y yo, en cambio, sigo aquí abajo, pero ya sabes que la gente como tú y como otros pueden llegar, más por atolondramiento que por pretensión, a voltear su propio mundo dejándolo patas arriba. Ya lo predijeron los alquimistas: "Como es arriba es abajo y como es adentro es afuera". Y ahora yo sé quién eres, importante Carlos.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Lo esencial.

A veces alargo la vista más allá de lo que se mueve delante de las narices y veo cosas. No sé bien si son como se muestran o reflejan tan solo una apariencia engañosa por saberse encueros ante mis ojos. Es curioso, con el montón de años que tengo y aún no he sido capaz de averiguar qué es lo esencial. Debe ser porque he andado casi siempre entretenido intentando conciliar los aspectos pasados y presentes de mi vida. Ahora, en cambio, aborrezco de ese juego de referencias y por eso me he alejado del mundo para no enfangarme, precisamente, en él. Yo tampoco sé de donde hemos venido ni por qué estamos aquí, pero ese Principio Wagensbergiano que dice que el mundo se divide en dos partes: yo y el resto del mundo, nos acerca, al menos, a entender la sustancia de la que estamos hechos. Desde esa obligada simbiosis de escenario e individuo, la soledad es una condición irresistiblemente natural de los humanos, el amor un espejismo, la ambición una pérdida de tiempo y la tristeza nuestro más abundante y jodido componente. Por eso Benedetti decía que la alegría es una hazaña y a mi maestro Bramante le gusta tanto hacerle trampas a su propio desaliento.
¡Vaya tormenta la de estos tiempos impregnados hasta su noche más lejana de dogmatismo! Nuestro desaliento, como los mercados, también se ha globalizado y cuando buscamos el hierro ardiendo para aferrarnos a él, resulta que algunos códigos universales se han dado la vuelta. Dicen los moralistas que hay que tener fé, y los políticos, que hay que tener paciencia. La fé es algo escabroso, un caminar sin saber lo que hay debajo de los pies, y a la paciencia hay que escupirle en la cara cuando la recomiendan tan abyectos y aprovechados personajes. No, no voy a seguir el camino trazado por otros. Me basto con el mundo completo que nace, fluye y muere en uno mismo, todo un universo individual cuya diversidad -el sufrimiento, la alegría, las emociones, la meditación y la plena conciencia del ser- debiera hacernos crecer en vez de hacernos morir. Pero se nos niega la comprensión de lo esencial y lo cierto es que con el paso de los años la importancia de las cosas se aminora. No logro, sin embargo, atenuar otras miserias. La tristeza cuando llega, llega de verdad, y todo lo que huele a humano se convierte en algo sospechoso. Tal vez ande sumido en una infructuosa indagación, la búsqueda inútil de una identidad que puede ser gemela a la de tu peor enemigo. Solo hay que mirarse al ombligo para aceptar las condiciónes miserables de los otros. Por eso a los errores hay que dotarlos de derechos y de legitimidad siempre y cuando no se pierda la cabeza, es decir, no se pretenda ser un dios en esta maltrecha Tierra en la que nosotros somos los hijos de...su parte más prostituída. Los ínfimos supervivientes de una madre Tierra que hace ya muchos años extinguió, como a los dinosaurios, a sus dioses. En tal escenario estamos, sin saber qué es lo esencial y llorando, ya de viejos, como niños. Algunas veces, ingenuamente, creo saberlo: cuando miro a los ojos a mi perro, o cuando revivo el fuego de antiguos besos, o cuando escucho alguna música en esas madrugadas que convierten en cantos los aullidos de la noche, o cuando veo a los míos radiantes de felicidad, o cuando pienso en mi padre, o cuando...Y, sin embargo, nadie me rodea el cuello con sus brazos antes de que salga el sol, ¿para qué quiero entonces que asome?
La mitad de mis exigüos conocimientos se deben a mi maestro Giulio Bramante. Él siempre ha seguido el consejo de Séneca: "Sigue a tu voluntad" y, en ese camino, se ha hecho un hombre centauro: mitad sabio y mitad bestia. Después de conocerle ya no he vuelto a ser el mismo. Él vive, como Cósimo Piovasco, en las copas de los árboles, "un ejercicio de funambulismo necesario para entender el mundo fuera del alcance de su podredumbre". Yo, en cambio, tan solo fui capaz de subirme a los árboles en aquellos años que, desde las copas, me cagaba sobre los de abajo. Es precisamente lo que hace ahora mi maestro. Lo cual viene a indicar que él ha ido a más y yo a menos. Una evolución, la suya, que tampoco parece haberle indicado el camino capaz de conducir hasta lo esencial. La alquimia, los libros, el enigma de la Historia, su gato Casanova y las curvas deseadísimas de su mujer, son todas las partes de su yo. Lo demás son los residuos del resto del mundo y a ese mundo apenas si se asoma. Así que cada uno nos agarramos al carro por donde más o menos nos escuece. Dicen que el sexo y el dinero son los mecanismos que mueven a toda la humanidad. El Bosco ya lo pensaba hace unos cuantos siglos. Desde luego el virtuosismo no asegura triunfo alguno, y las súplicas a unos y otros dioses de los hombres con decencia, casi siempre caen en saco roto. Tales esencias, las relativas a lo carnal y material, puede que sean las únicas previstas para que no podamos salirnos del tiesto y evolucionar. Y lo demás no es sino la paja, la materia de la que está hecha la otra parte del yo, o sea, el resto del mundo.