domingo, 15 de abril de 2012

Puta vida, dulce vida

Es un jodido misterio ese intrincado laberinto que nos impide llegar hasta el fondo de las cosas, hasta ese ansiado más allá donde deben encontrarse las partículas secretas del origen y de nuestra propia razón de ser. Ni sabemos ni entendemos. Nada es nada y no hay nada más. Escribimos, dialogamos, discurrimos, alegamos y exponemos para nada. La verdadera esencia de las cosas sigue ahí, incólume, inalcanzable, indescifrable. ¿De qué nos sirve que alguien se devane los sesos intentando averiguar inútilmente la estructura atómica y la densidad de un agujero negro si no sabe decirnos para qué estamos aquí y adónde vamos a ir a parar? Puede ser que todo lo que tenemos delante sea una puta fantasía, un espejismo diseñado para una sociedad idiotizada que solo aprendió a tirarse piedras a la cabeza con el paso de los siglos. Sí, es un jodido y puto misterio que el hombre, el ser más inteligente de todo el Universo según el propio hombre, no haya sido capaz de dar un paso adelante y asomarse al abismo de su propia causa y efecto.

Hace tiempo que dejé de alzar la vista intentando llegar más allá. Ahora cierro los ojos y miro resignado hacia mis adentros. Entonces siempre tengo la sensación de que llego algo más lejos, de que si queda algo de ese laberinto por algún sitio está ahí, en lo profundo, en lo oscuro, en lo más inalcanzable de las entrañas, en el núcleo más indivisible de la individualidad de cada uno y no en esos espacios siderales que nos rodean y que no son más que el juguete calidoscópico al que se asoman los ilusos una noche sí y otra también. Así que el secreto viaja irremisiblemente con nosotros.

Somos poseedores de un tesoro que jamás llegaremos a disfrutar y ahí radica la tragedia de la raza humana. Por eso, quizá, estamos hechos de pedazos y jirones de tristeza y a veces también de nauseabundas oleadas de melancolía. Alberto Durero ya lo sintió en el siglo XVI cuando expuso su doctrina de "los cuatro humores", los cuatro fluídos que conforman el equilibrio del cuerpo humano: sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra. El exceso de esta última sustancia aquejaba al afectado de una profunda melancolía y Durero era casi todo bilis negra, aunque también solía alzar la vista hacia el cielo cuando decía que su temperamento estaba dominado por el planeta Saturno.

No hay planetas, no hay estrellas, ni soles, ni agujeros negros, ni millones de años luz. No existe nada de eso ni existirá jamás al alcance de la mano de un terrícola. Entonces, ¿qué es lo que somos? Somos dos cosas: tristeza y emoción, emoción y tristeza. Benedetti se quedó solo en la tristeza cuando logró definirnos tan poéticamente. Eso es lo que somos. Solo hay que echar la vista atrás o muy atrás y observar entre la niebla todo lo que ha ido quedando en el camino. La condición humana ha sido diseñada para que no pueda satisfacerse a sí misma jamás, tan solo podemos vivir la plenitud de ese instante al que luego echamos mano para que nos alargue la sensación de alegría en días futuros como el que desesperadamente pretende sacar agua de las piedras. Por eso, para que no nos arrastre al primer embite la tristeza haciéndonos desaparecer y despojando al Hacedor de toda referencia, se nos ha dotado de esa pulsión cuasi histérica que llamamos emoción. Pero la emoción es una pompa de jabón a merced del aire y a punto de explotar, una fantasmagoría que, sin embargo, es capaz de conectar escrupulosamente con esa necesidad nuestra que, como el aire, nos da un soplo de vida para seguir adelante.

Siempre lo supe, y siempre procuré agarrarme a esas volteretas para salvar los obstáculos. El buscador de emociones es como un buscador de tesoros en posesión del mapa certero. Siempre las encuentra. Las hay de muchas clases y colores y a lo largo de todos los mojones del camino. Solo hay que estar preparado para sentirlas en lo hondo y luego hacerlas estallar a la menor de cambio, y que la onda expansiva alcance a los que hay cerca por esa cuestión tan extrañamente humana que llamamos generosidad. Con la familia, con las mujeres, con los proyectos, con la comida, ¡cuántas fuentes para beber a lo largo del camino! Buscamos inútilmente la felicidad sabiendo que esa tontuna no existe.

Cuando deseas algo no eres feliz porque no lo tienes y cuando lo alcanzas deja de emocionarte, y cuando vuelves a perderlo lo deseas aún con más fuerza sin acordarte de que te pasó desapercibido cuando lo tenías en las manos, y así una vida y otra y otra. Uno se acuerda de los amores pasados con dolor, pero cuando estaban allí, tan cerca, no fueron más que el lógico paisaje del momento, la obligada prebenda que había de cumplir con los méritos dudosos de cada uno. Dicen que las cosas que uno abandona te abandonan ellas a tí, y qué verdad que es. No hace falta que una mujer con la que hayas jugado entre las sábanas hace un día o dos, te diga que te quiere del todo, tú sabes que en esos momentos eres tú lo único del mundo y de su mundo y no hay nada más. No es la permanencia, ni el estado, ni la condición. Es la emoción y es la tristeza, dos jinetes sobre un mismo caballo que galopa desbocado por los siglos de los siglos sin que nadie acierte a pararlo ni se sepa adónde va.
Sin embargo, no hay emoción más grande que la del amor inminente.