martes, 15 de febrero de 2011

El hundimiento

A-7...tocado. A-8...tocado. A-9...tocado. A-10...tocado. A-11...tocado y hundido. Fué más o menos así, con esa secuencia, como logré ganar mi última partida al juego de los barquitos. Después, vencedor y vencido nos fuimos a tomar unas cervezas.
De aquella simpleza alguién ha sacado partido y los números, esa secuencia mágica de razones y consecuencias encadenadas, han logrado el milagro, demoníaco esta vez, de volver a repetirse. Desde el año 2007 hasta el año 2010, los españoles -patriotas o apátridas- hemos sido dolientemente tocados, y en éste del 2011, estamos siendo miserablemente hundidos. ¿Quién es el bello durmiente que aún no lo ve? Los tontos, los corruptos, los sindicalistas, los asesinos, los de las pensiones vitalicias y los ensimismados monjes benedicitinos de San Salvador de Leyre -en el otro extremo del apartheid del callejerismo humano- serán algunos de esos que siguen durmiendo, por unas u otras razones, el sueño soporífero de los justos. La conveniencia humana -porque los animales no convienen sino que se atienen a lo que da la naturaleza- es un factor multiplicador de pequeños y sucesivos desastres que conducen al gran expolio final: la vida destruída por falta de alimentos o de razones para seguir adelante. No se trata de ver el mundo desde su perspectiva bipolar: los buenos y los malos, el optimismo o el pesimismo como única alternancia entre los mil y un estadios de la condición cognitiva del ser humano. No, no estamos hechos de tan vulgares simplezas como para situarnos dóciles y aborregados a uno u otro lado del muro. ¡O no deberíamos! gritaré para hacerme notar aún. Se trata de ponerle un marco a la realidad y colgarla junto a la ventana, y una vez allí, que la mire quien quiera de frente o de soslayo, o entrecruzando los dedos por delante de los ojos para entreverar sus más abyectas vergüenzas.
La identidad de un país no radica en los colores de su bandera sino en el modo en que son capaces de convivir sus habitantes. Es ésta una consideración facultada, al menos, por el paso del tiempo, por haber alcanzado la era de esa modernidad cuya principal característica es el derrumbe de las fronteras y la alienación de las razas. Pero es ahí también, en esa prueba fehaciente de los nuevos escenarios, donde la codicia y el canibalismo se muestran al descubierto con todo su impune y españoleto esplendor.
La vieja Hispania, aquel marasmo de tribus con los cojones bien puestos y ninguna otra seña de identidad, ha revertido en esta cosa nostra hispaniae con el paso de los siglos. Hay que ser un tonto muy tonto para no sentir el aliento del desastre en el pescuezo. Muchos ya preparan las maletas para evitar el hedor, la impostura vergonzante de unas normas -subliminales acercamientos del ascua a las sardinas de algunos- en cuyo acato se sostendrán los cimientos de las nuevas fortunas o se disipará la niebla histórica de aquellas sectas que siempre estuvieron bajo sospecha. Porque aquí, hacia los adentros geográficos de la piel del toro, cualquier raíz del problema es posible, dado el cariz que están tomando las cosas.
Nos han jodido, Señor, como tantas otras veces a lo largo de la Historia, pero ahora sin despellejamientos ni ruídos de navajas y arcabuces, sino en silencio, en ordenado silencio y educadísimas composturas para no alterar el sueño del dios de la sumisión. Esta vez nos han bajado los pantalones con sutileza y nos han puesto frente a un espejo para que nunca se olvide la identidad del desvirgador. Y dentro de otros cien años los nostálgicos de aquellos embites podrán echarle la culpa al maestro armero del Conde-duque de Olivares, como fue siempre costumbre.
¿Por qué este silencio? ¿A qué viene tanta doblegación? ¿A donde han ido a parar la casta y el orgullo que siempre supimos llevar en las entrañas o en los bolsillos? ¿Qué extraño aire está entrando en el pensamiento anulando nuestra terca voluntad? Algunos países se ven obligados a cambiar sus fronteras y nosotros, los españoles, estamos cambiando nuestra condición, la dignidad identitaria de otros tiempos a pesar de la sangre y de los muertos de entonces.
¿Hay algo, Señor, que no nos esté jodiendo y hundiendo ahora mismo en el onceavo año del siglo luminoso XXI, que no aquel otro XVIII de las luces en cuya Ilustración se procuró disipar las tinieblas de la humanidad mediante las luces de la razón? Hace algún tiempo todo lo poseíamos y nada poseíamos, pero ahora, el tiempo de las hadas madrinas ha tocado a su fin. España es un maratón sin trazados ni puntos de llegada o salida donde todos corren en busca de algún maná que les saque del apuro. Y vale todo o casi todo, lo importante es la polar, es decir, el brillo propio que da lustre y esplendor a tus propias conveniencias. En cabeza, no obstante, y ex aequo de los unos y los otros, cabalga la clase política aplastando, como el caballo de Atila, todo aquello que se pone por delante. Jamás he visto un PSOE tan sinvergüenza y un PP tan gilipollas como estos nuestros de ahora. Los adalides de la salvación imposible, los redentores de las culpas de sus anteriores correligionarios, nos están volviendo locos con tamaña humillación.
¿Tanto merecemos, Señor? ¿Merecemos ser odiados por los bancos y resultar escupidos en la frente al cruzar el umbral de sus refulgentes despachos? ¿Merecemos ser robados una y otra y otra vez por las mafias eléctricas e hidroeléctricas que nos traen la luz a casa? ¿Merecemos el chantaje de las Cías telefónicas que no nos dejan respirar ni a la hora de la siesta? ¿Merecemos que haya gente que nos ponga un "hijoputa" como tercer apellido por no ser catalán o vasco? ¿Merecemos que la lengua castellana se prohíba y ya no limpie, o fije o dé esplendor, como dice el viejo lema? ¿Merecemos a tantos corruptos en el Gobierno, la oposición, las Juntas, las Autonomías, los ayuntamientos y todas las Delegaciones oficiales del país? ¿Merecemos la mala educación de nuestros hijos en las escuelas y la falta de civismo y solidaridad de los mismos cuando salen de ellas? ¿Merecemos ser los últimos de Europa en eso que llamamos Cultura con mayúscula o minúscula? ¿Merecemos la tragedia inminente de 5 millones de parados y los que habrán de venir? ¿Merecemos el asco televisivo que se cuela en nuestras casas tarde tras tarde y noche tras noche? ¿Pagamos, acaso, el precio justo de algo? ¿Llegarán nuestros hijos a cobrar sus pensiones o habrán de inmolarse como en las sectas, llegado el tiempo, para cobrar en el más allá? Al final solo quedarán los vértices, Cabo de Gata incluído, los símbolos taumatúrgicos del Reino que siempre lo fué hasta que llegaron éstos espadas de hoy manejando los recursos y el capote como los malos toreros: con la paga en el bolsillo, bien protejidita la cojonancia y una buena distancia hasta la cornamenta.
Todo hombre se parece a su dolor, decía André Malraux. Pero España se hunde y con ella sus millones de dolores. Los de fuera nos señalan con el dedo y buscan, entre los suyos, dirigentes que se parezcan a estos nuestros para echarlos a la hoguera. ¿Cómo hemos permitido que nos hagan tanto en tan poco tiempo? No hay trabajo, no hay Cultura, no hay vergüenza...¿Qué hay en esta puta España de ahora?
Entre todos la prostituímos y ella sola se murió.Todos esos proxenetas de las Cortes habrán de rendir cuentas algún día, pero nosotros, los hombres de a pié, los contribuyentes de pro a los patrimonios de aquellos, seguimos en silencio, el silencio frío e inútil de los muertos en vida.