lunes, 13 de junio de 2011

La noche de la farfolla. Un cuento de primavera

Se espatarró en aquel sillín trasero medio oxidado de la bicicleta y dejó que su fiel amigo Juanico Blanes le diese a los pedales. El joven viajero no hacía más esfuerzo por llegar que el de las cabriolas de su pensamiento imaginando como sería la prima que su amigo había prometido presentarle esa misma tarde. Casi todo el trayecto era cuesta arriba, pero Juanico tenía las piernas como la barra de hierro con la que hacía los agujeros en la tierra para levantar los cañizos, y las manos callosas y enormes como dos alpargatas viejas. Así que la bicicleta avanzaba sin titubeos camino del Barranco Hondo donde vivía aquella princesa que su primo, el ciclista, había descrito tantas veces como un panal de miel en mitad de un desierto de amargura.


- ¿Y qué le digo cuando lleguemos?- preguntaba temeroso el viajero.


- Tú no digas ná. Primero la miras, y si no caes muerto cuando veas los ojos que tiene, entonces dices ¡hola! sin que se te note el susto. Después ya hablaré yo.- Sentenció Juanico.
-¡Ostias! ¿Tan guapa es?
- Sí, ella no es de este mundo.


-¿Y dices que es prima tuya?- inquirió el muchacho con serias dudas fijándose en los rasgos rudos de su amigo y sobretodo en el par de orejas abuzadas que debían estar frenando seriamente la marcha de la bicicleta.
- Pos claro. Su abuelo y mi padre son primos terceros...o cuartos. No sé...
- ¡Joder!


Por fin llegaron al borde del barranco y comenzó la cuesta abajo. Juanico y su amigo parecían ir ahora montados en una flecha que sorteaba densos cañares a un lado y otro de la estrecha carretera. Al muchacho comenzaron a sudarle las manos y entonces abrió las palmas hacia el viento esperando que éste las secara. Ya se iba viendo otra vez febrilmente enamorado como cuando en el verano anterior consiguió aquel beso de su amor imposible después de atiborrarla de cubatas en la fiesta de otra prima de Juanico.
Llegando al cortijo, el muchacho, ya bien nervioso, le preguntó al amigo:
-Oye, Juan, ¿cuántos años tiene tu prima?
- ¿Mi prima? Por lo menos tiene quince.
- ¿Y los aparenta?
- Pos claro. No es más alta que tú, pero tiene muchas más tetas, ja,ja,ja...
-¿Sí?


El muchacho acabó guardando silencio cuando se apercibió de la proximidad de la casa. Entonces pensó en qué podría decirle a aquel milagro que parecía regalarle tan desinteresadamente su amigo. Se obsesionaba con no caer en el ridículo que tan malas pasadas le había jugado su cojonera timidez. Finalmente pensó: "Que sea lo que Dios quiera".


Llegaron hasta la misma puerta del cortijo, apoyaron la bicicleta en el tronco de un enorme pimentel y Juanico se acercó a la puerta semiabierta de la casa gritando "¡Pepa, pepa!". Nadie contestó. El muchacho miraba a todos lados y si no fuese por el primo de la prima, hubiese salido de allí como las balas, a toda leche corriendo barranco abajo o arriba.
-¡Tío José!-vociferó de nuevo Juanico-. Es su padre, buena gente...¿estarán farfollando?
- ¿Qué?- preguntó confuso el muchacho.


- Sí, pelando los pelos de las panochas y quitándoles las hojas. Anda que no pica la pelusilla de esas hojas, sobretodo si se te mete en los huevos...


- ¡Juan!-gritó una voz femenina a espaldas de los dos amigos al tiempo que asomaba una muchacha entre las matas de panizo de un bancal cercano.
- ¡Esta es! - chismó socarronamente Juanico.- ¡Hola prima! venimos a invitarte.


La muchacha llegó por fin hasta ellos. Su primo se acercó, le dio dos besos y entonces le dijo: "Mira, éste es mi tocayo, el hijo del señorico del cortijo vecino, pero que es mi amigo, se llama Juan".


- Ya lo sé -respondió ella mirando a la vez al muchacho y al suelo.- ¡Ah! ¿Sabías que se llama Juan?
- Pues claro, ¿no has dicho que es tu tocayo?


- ¡Por mi Caoba! ¿Estaré tonto hoy?- se preguntó Juanico dándose un collejón en la cabeza que le crujió como un tambor.


El muchacho estaba sin habla y casi sin alma, y el tiempo, que tan furiosamente pasaba siempre a sus ojos, se había detenido por completo. La prima y él volvieron a mirarse sin atreverse a nada más. Jamás había contemplado algo parecido. Los ojos azules de la muchacha parecían no caber en su cara. De pelo corto y negro como un tizón, su rostro, con unas cejas altas y bien perfiladas, era como un foco de luz, y sus labios carnosos le recordaron enseguida el aspecto que tenían los higos divisos cuando, llenos de rocío, los partía por la mitad antes de comérselos en esas cacerías de gorriones al amanecer.


- Mira, venimos a invitarte a la farfolla en mi cortijo el sábado por la noche. Nos vamos a juntar mucha gente y habrá de tó pa comer. Luego, nosotros, podemos jugar a las prendas o al parchís o...a robar fresas en el cortijo La Torre que ahora están en tó lo suyo. Después te traemos nosotros pacá con mi hermana y más gente...¿qué te parece? - concluyó Juanico.
A la muchacha se le encendieron los ojos, y a medio sonrisa contestó:
- Bueno, se lo diré a mi padre a ver.
- Llámalo, que voy a ahorrarte el trato.- ordenó su primo.


- No, no está aquí, pero no te apures...iré. Me gusta la farfolla y ya que os habéis dado el viaje...- concluyó mirando con interés al muchacho.


Se despidieron y el encandilado, sentado otra vez atrás, volvió la mirada sin encontrar lo que buscaba cuando el cortijo ya no estaba a tiro de piedra.
- Bueno, ¿qué me dices ? -comentó Juanico Blanes sin dejar de darle a los pedales.
- Juan, que me ha gustao tu prima, ¡ostia!


- Ya lo sé, no ta gustao, ¡tas quedao tonto! Y encima estudia como tú en un colegio en la ciudad. Le llaman El Milagro.
- ¿A quién, a ella?
- ¡No seas tonto, cojones! ¡al colegio!
- ¡Ah, claro! El colegio del Milagro, sé donde está.
- Pos ya sabes...


Y llegó la noche de la farfolla y con ella, a media tarde, llegó también el milagro junto a su padre, que no tardó en cerciorarse de que Juanico Blanes y demás gente la llevase después a casa. El muchacho, desde el día en que la vio aparecer entre el panizo, no había logrado apartarla de su cabeza. Ansiaba verla de nuevo, pero el miedo a no saber qué decirle queriendo decirle tanto lo estaba volviendo loco. El trabajo de la farfolla era en aquellos cortijos como la fiesta del trabajo, una labor de pelos y pelusillas, picantes en la piel como un ungüento de broma y ruidosa la labor como una orquesta de locos. Entretanto, la gente propia y la de los cortijos vecinos, reía, cantaba, contaba chistes, y comía y bebía de lo que hubiese que casi nunca era poco. Con la complicidad de ambos, los dos amigos buscaron el sitio más apartado y se sentaron flanqueando a la princesa. Entre panocha y panocha Juanico Blanes fué rompiendo el hielo con su proverbial verborrea y cuando fue consciente de que la cosecha había dado sus frutos, abandonó a los tórtolos diciendo, como casi siempre, que iba a cambiarle el agua a las aceitunas, su castiza expresión para indicar que no iba a otro sitio sino a mear. El muchacho, aunque tímido, no tenía un pelo de tonto, así que aprovechó su momento. Fue cuando se presentó oficialmente a la princesa y le dijo que estudiaba 6º de bachiller en el Instituto masculino de la ciudad, a lo que ella respondió con lo que él ya sabía, añadiendo que vivía allí durante el curso en casa de una tía suya. Ayudado por la sonrisa constante de la muchacha y abrumado aún con su belleza, no tardó en proponerle que se viesen de tarde en tarde en la ciudad una vez pasase el verano que comenzaba a enseñar por entonces sus calurosos dientes. Ella le dijo que sí, que le gustaría, y que fuese a recogerla a las puertas del colegio cualquier tarde en cuanto comenzase el curso. El muchacho ya no escuchó nada más. Pensó que quizás debiese salir corriendo ya para allí y montar guardia a las puertas del colegio por si a éste lo cambiaban de sitio.


Aquel verano del 69 fue caluroso y largo, muy largo, inacabable para el muchacho que soñaba entre los insomnios con el encuentro con tan dulce flor, una morena esperanza de gigantescos ojos azules surgida entre los páramos de sus constantes y fracasados amores y el regocijo visual de algún que otro episodio de espiamiento nocturno a las muchachas del tomate cuando Juanico Blanes dejaba a conciencia una rendija abierta en la ventana del cuarto donde dormían.


Pero, por fin, llegó aquel día. Nervioso como nunca y acicalado como en las bodas, el muchacho esperaba pacientemente a las puertas del colegio del Milagro. ¡Bonito nombre! pensaba. Entre una muchedumbre de uniformes, divisó sus ojos inmensos, un rostro sobresaliente que no tardó en darse cuenta de su presencia. Ambos se dirigieron al encuentro. Sonrientes, se dieron dos torpes besos y ahí, sin más tonterías, comenzó una historia de amor.


La esperó muchas más tardes. Fueron al cine, a los bailes del Instituto femenino y de la Escuela de Comercio, a pasear por el Parque y por el Paseo, y a llevarla, como era menester, a las puertas de la casa de su tía. Habían pasado dos meses. Un día ella, en el cine, le cogió la mano a él. El muchacho se sintió morir, no podía caberle más gozo en tan somero contacto y así estuvieron durante toda la película, cogidos de la mano y sin estremecerse. El cielo ya podía esperar. El fin de semana siguiente, en el baile del patio de la Escuela de Comercio, mientras los Ciclones tocaban a su manera "Nunca te cases con un ferroviario", el muchacho le cogió la mano, la apartó con disimulo hacia una esquina y la besó, la muchacha le correspondió como si llevase cien vidas esperando el momento, y él deseó morirse en ese instante, sabedor de que sería imposible encontrar mayores momentos de felicidad en el futuro.


Pero ¡ay! que al diablo siempre le ha jodido que la buena gente -porque de la mala ya se encarga él- disfrute de las cosas esenciales. El fin de semana siguiente al beso quedaron en un lugar del Paseo. El muchacho llegó con antelación sintiendo aún la dulce humedad de los labios de su amada en los suyos. Al poco llegó ella, su cara estaba desencajada, se acercó y lo primero que salió de su boca era que todo había terminado. Así, sin más explicaciones. Cuando el muchacho, a punto de morirse de verdad, le preguntó una y un millón de veces el porqué, la muchacha de los ojos inmensos, le dijo que tenían que dejarlo y que no le preguntase más, que la dejase irse sola a casa. Él la siguió durante un rato sin conseguir que ella le dijese otra cosa diferente hasta que, finalmente, la dejó perderse en la lejanía.


Fueron días, noches, semanas, meses y años, los que anduvo preguntándose el porqué sin encontrar la respuesta. La niña de sus ojos, la niña de su vida, el amor de sus amores, la razón que había fulminado todos sus traumas y encendido su alocado corazón, se esfumaba como había llegado, inesperada e incomprensiblemente, dejándolo como a un tonto huérfano de razones para seguir adelante. Lloró la pérdida montones de veces durante montones de días, siempre a escondidas, tragándose las lágrimas y toda la puta rabia que genera la insufrible incomprensión. Un día de aquellos, uno de sus pocos y buenos amigos, el más viejo y el más sabio, le dijo al hilo del desencanto: "Juan: fuerza, valor, orgullo, casta y coraje. No lo olvides nunca". Después, el tiempo fue aminorando la tragedia y nunca, nunca más, logró darse de bruces con ella.


32 años más tarde de aquella noche de la farfolla, aquel muchacho de entonces, había vivido ya un puñado de amores, una mujer, unos hijos, una carrera universitaria, y un trabajo en su propio restaurante que le permitía la mitad más uno de todos sus caprichos importantes. Fue precisamente también una noche al final de la primavera, cuando entre la muchedumbre que atestaba su local sonó una voz a sus espaldas que le dijo: "¡Hola! ¿Te acuerdas de mí?". El hombre se volvió como un resorte y allí, a un palmo, como un nuevo milagro, apareció ella, la prima de su amigo, la Pepa, imponente, con los mismos ojos y un porte que quitaba el sentío.


- ¡Hola, qué sorpresa! Claro, claro que me acuerdo de tí -balbuceó el hombre sumido en un trance que pretendió disimular con poco éxito-. ¡Qué guapa estás! ¡Como siempre! ¿Has venido por casualidad?


- No. Sabía que esto es tuyo y he venido a saludarte. Mira, allí, en el extremo de la barra, está mi familia, mi marido y mis tres hijas. Ahora después te los presento.


- ¡Ah! ¡Qué guapas son tus hijas! La verdad es que no sé que decirte, se me ha parao el tiempo como ocurrió hace ya muchos años...
- Ya, fíjate, así son las cosas, así es la vida, pero me ha dado mucha alegría verte, de verdad.
- Sí, a mi también.


El hombre comenzó a dar vueltas por su casa gastronómica como un molino a merced del viento, desorientado, confuso, eufórico...¿A qué puto designio del destino se debía aquel encuentro? Su dulce y fracasado amor de 32 años atrás se presentaba ahora en su propia casa para rendirle las cuentas que no fue capaz de darle en su momento, adornadas, esta vez, con el lastre de un marido y de unas hijas. ¡Qué agridulce destino para su causa perdida en aquella aciaga noche de los tiempos! Volvió a mirarla entre la gente y le pareció aún más guapa que en aquella exuberante adolescencia, la fruta jugosa que jamás comienza a madurar. Llevaba un vestido de raso blanco y unos grandes aretes plateados que hacían aún más salvaje su exotismo. El hombre hizo un esfuerzo y logró poner algo de orden en el caos de su pensamiento. Finalmente, se acercó hasta ellos. La Pepa le fue presentando a todos sin advertir en ningún momento el parentesco o relación que le asignaba al presentado. De entre las tres hijas, sobresalía la mayor, una muchacha altísima de unos 20 años, con una elegancia y una belleza digna de cabalgar por esas pasarelas que controlan los ogros de la moda. Aún así, después de mirar furtivamente a madre e hija, para él no había color: la madre seguía sin ser de este mundo. Al poco, se despidieron. La Pepa se rezagó y tras darle dos besos al que fue su primer y fugaz amor, le susurró al oído el lugar donde trabajaba. El hombre la miró con cierta compasión, algo todavía de vieja rabia y una catarata de deseo, y entonces le dijo: "Algún día iré a verte". Ella le contestó: "Ves", y desapareció tras los suyos.


Pero nunca fue a verla. Ni siquiera lo intentó. Todas las cosas tienen su tiempo y aquel tiempo había pasado por mucha que la belleza sobreponga sus resortes al naufragio. El corazón de un hombre es algo frágil, pero el tiempo y las heridas lo encallecen y entonces se vuelve tan ruidoso como testarudo, dificil de doblegar cuando los recuerdos avivan los malos momentos y la casta ha ido construyendo palo a palo y dia a dia su obligada coraza.


Cinco años más tarde de tan inesperada visita, o sea, 37 años después de la noche de la farfolla, el hombre, separado desde 6 años atrás, vendió su negocio y por esas cosas soberanas del destino, alguién, inesperadamente también, lo puso en contacto con uno de los hombres más sabios y eruditos de la Tierra, un centauro mitad dios y mitad bestia que se recluía y se recluye en una casa sombría y mohosa del barrio de Dorsoduro de Venecia. Pasó 20 días con él y con la bella mujer del sabio, visitándolos a diario con el fin de descifrar el juego que había propuesto el maestro, un juego de Arte, Historia, pasiones, desenfrenos y trascendencias, el momento mágico que ocurre a veces en la vida de las personas. Cuando finalmente, y con el triunfo del discípulo conseguido merced a la gratitud de su maestro, se despidieron, el sabio -que ya sabía toda la historia del hombre- le regaló un colgante de vidrio que él mismo había fabricado con sus propias manos, y le dijo: "Toma, guárdalo en un cajón hasta que creas que has encontrado a la mujer de tu vida. Cuando llegue ese momento, cuelgáselo tu mismo a su cuello y tu amor será correspondido de por vida. Se ha fabricado con esa intención y, por tanto, posee todas las propiedades químicas y alquímicas para que eso suceda".


El hombre regresó a su tierra con el colgante y lo guardó en un cajón. Cuatro años más tarde, o sea, 41 años después de la noche de la farfolla, conoció a una preciosa mujer cuando ya pensaba que se podriría el colgante en el fondo del cajón. Tras 9 intensos meses después del primer encuentro con ella, el 14 de Febrero, en plena noche de enamorados, él mismo se lo colgó al cuello de tan inesperada, pródiga y tardía mujer de su vida, la que le correspondía todas las noches desde la distancia diciéndole que él era su más preciado tesoro anhelando la llegada de cada fin de semana donde chasquearían las pieles y los sudores, como piedra y pedernal, entre millones de besos y de suspiros. Dos meses más tarde de aquella noche en que le colgó con tanto esmero el colgante, sin alternancias pasionales ni dilación alguna en la jugosa cotidianeidad de los "cariño", "tesoro" "tesorillo", "mi niño", "mi amor", y esos alientos entrecortados por los balbuceos ininteligibles en los momentos en que los humanos dejamos de serlo, el amor, así, tal como llega, se escurrió como agua de Mayo entre los dedos de ambos yendo a parar al pozo inmundo de los deseos insatisfechos, las emociones olvidadas, la gratitud aniquilada y las cosas innombrables. ¡Qué pernicioso destino y cuán amargo desatino! pensó una vez más el hombre.


Llamó entonces a su maestro, le contó lo sucedido y le dijo: "Maestro, sus leyes han fallado estrepitosamente". A lo que el maestro le contestó: "Querido y admirado Juan: No te equivoques, las leyes de lo trascendente nunca fallan. Somos los hombres los que fallamos. El colgante es infalible, asegura la felicidad y el amor de quién lo recibe de por vida, pero recuerda que te dije que cuando creyeras que habías encontrado a la mujer adecuada, tú mismo se lo colgaras a su cuello. Tan solo ha sucedido que te has equivocado de mujer y por eso has pagado las consecuencias. Haz que te lo devuelva enseguida porque no es digna ni de tí ni de llevarlo. Y si aún te sientes mal, solo puedo decirte una cosa: fuerza, valor, orgullo, casta y coraje. No todo el mundo los tiene. A tí, y a pesar del sufrimiento que acarrean los errores trascendentes de la vida, te sobran razones y méritos para aplicarte el antídoto . Un abrazo".


El hombre, esa noche, tan lejana y tan cercana a aquella otra de la farfolla, se repitió una y otra vez las palabras del maestro, respiró hondo, recordó la impagable herencia de su padre, miró a las estrellas y se prometió a sí mismo no volver a llorar por una mujer.


Dos semanas más tarde, apegado a su rabiosa terquedad, llamó de nuevo al veneciano y le preguntó:


- Maestro, ¿está seguro?


- Yo sí. ¿Acaso tú no lo estás?


- No, no lo estoy.


- Pues entonces debes volver a hacer el camino. Él te sacará de dudas, y si finalmente yo andaba equivocado, será la primera vez en toda mi vida en la que el fallo de una de mis teorías me produzca una justa felicidad.


Y hasta aquí fué lo que pudo saberse de La noche de la farfolla y todas las que vinieron después.





Nota del autor: Lo narrado aquí es un cuento. Cualquier parecido con la realidad obedece a una simple casualidad por mucho que algunos cineastas y escritores se empeñen en decir que la realidad supera casi siempre a la ficción. De todas formas, imaginando la belleza y la elegancia de la hija mayor de la Pepa cuando le fue presentada al hombre, me viene a la cabeza un inquietante parecido con la que fué un año más tarde Miss España, una chica de Almería llamada Vania, cuyos abuelos vivían y aún viven en un cortijo de los Llanos de La Cañada, en un paraje conocido como El Barranco Hondo, que por cierto tiene poco de hondo y aún menos de barranco, salvo cuando en otros tiempos se intentaba llegar hasta allí montado en una vieja bicicleta.