miércoles, 26 de enero de 2011

Desgarros y zurcidos.

Cuando uno se queda en pelotas y se mira de arriba a abajo, o al revés, casi nunca aparecen los desgarros y los zurcidos amontonados a lo largo de la vida. Si tales prebendas hubiesen gozado de la impertinencia de dejar algunas señales sobre la piel, nuestro cuerpo parecería un mapa de carreteras carente de cualquier destino, un sinuoso galimatías de rayas e indescifrables símbolos salpicado por algunos puntos de parada, referencia y fonda.
Pero el agua corre impetuosa desde la cabeza hasta los pies dejándonos limpios cada mañana de los altercados del día anterior. Y es en esa acuosa regeneración donde nos conjuramos con nosotros mismos o con cualquiera de esos "yo" que llevamos siempre a mano en el bolsillo para arremeter con ciertas garantías contra los asuntos de la nueva jornada. No deja nunca de resultar sorprendente la fastuosa facilidad con que le damos mil vueltas a la tortilla, según convenga, nos susurre al oído el diablo cojuelo interior o, en último caso, simplemente apetezca. La coherencia, la independencia, la corrección, el sentido común y toda esa retahila de exabruptos ordenados por la jurisprudencia humana vienen a joder la calma confrontándonos con nuestra propia subjetivación de seres parciales y oportunistas, y aplastando el último y lícito instinto de seres salvajes del que también fuimos poseídos en nuestro primer estertor.
Y a esa condición apelo. A llamar a la insurrección de las normas impuestas por hombres partidistas y sectarios, a reclamar la parte alícuota de pura naturaleza de la que también fuimos hechos, a desviarnos continuamente del camino trazado por otros que no son más dignos que los demás y a beber a sorbos lentos, dulces o amargos, la única conciencia que hemos logrado alcanzar con el paso de los siglos: nuestra propia individualidad. Nadie es más grande que uno mismo y, sin embargo, cuantos son los que se esconden aterrados por su pequeñez. Es ésta una conciencia que cuesta muy poco hacerse con ella. Tan solo hay que observar a los encumbrados en lo más alto, dirigir la vista hasta los méritos oficiales y oficiosos que cuelgan por debajo de sus altivas cabezas y caer en la inequívoca cuenta de que entre sus miserias flanea la misma carne y la misma mierda que envuelve a toda la humanidad.
Desde el Papa Benedicto hasta el profeta Mahoma, desde J.F. Kennedy hasta Barak Obama, desde Shakespeare hasta Gabriel García Márquez, desde Bill Gates hasta el Sultán de Brunei, y ya en un terreno algo más cercano y escatológico, desde Jose María Aznar hasta Jose Luis Rodriguez Zapatero. Según lo trascendente, ninguno de esos seres mencionados es más que el más olvidado ser sobre la Tierra. Ni menos. Sin embargo, las religiones, todas, las teológicas y las mediáticas han logrado el objetivo de la santificación de todos esos y algunos más por orden de una oportuna gracia en un conveniente momento, la bisección garantista entre los dioses y el pueblo, el necesario y obligado "Principio de la Doblegación" a través del cual los poderosos, en todos los órdenes del ejercicio social, son autoproclamados como tales y se disponen a hacer sus respectivos agostos. Observarlos, como ya digo, hurgar en sus gestos y en sus vidas y descubrir bajo sus alfombras parecida porquería a la que se esconde bajo las nuestras, nos ha de devolver la autenticidad dejada con cada batacazo en el camino.
La individualidad hace parejas a todas las alegrías y la pena no entiende de ricos, de santos o de santones. El placer que puede experimentar el ser más rico del mundo a la hora de comer no es más grande que el de unos beduínos sentados en el suelo mientras rebañan con su mano izquierda una pasta de agua, moscas y harina. Ni la Monroe o la Lewinski le dieron más gusto a J.F.K y a Clinton que Paca la de los cañamones a aquel adolescente al que se tiró bajo el puente de la rambla acuciada por el aburrimiento y animada por la exaltación irresistible de la carne tierna y fresca.
Es una argucia del hombre que los derechos se hayan de repartir con arreglo a los derechos de cada uno, es decir, el viejo lema de "reparte Martín y deja pa tí", por eso hay ricos más ricos y pobres más pobres, pero la esencia, el núcleo de todos los sentimientos perceptibles, pertenece en idéntica cantidad y calidad a todos los humanos de la Tierra. Y ese es el patrimonio que podemos y debemos disfrutar y repartir. Las emociones nos enrasan a todos como esa línea del horizonte que jamás se pliega por mucho que volteemos la perspectiva para mirarla. En el epicentro de esa pulsión, los ricos, los pobres, los sabios, los tontos y los medianos igualamos nuestros méritos y hacemos insignificantes a todos los patrimonios. No hay más debate que el de la vida que se presenta delante de cada cual y, en medio de ese panorama, todos los tesoros ajenos y sus dueños dejan de existir.
La individualidad, por tanto, es nuestro más preciado tesoro y, a la vez, nuestra más cercana tragedia. La risa, el gusto y el llanto son incompartibles por mucho que ofrezcamos gentilmente de esa tarta un buen trozo a los demás. Es verdad que la asociación entre los humanos exige transparencia, transferencia y complicidad, y es en esos tránsitos donde los más pertrechados diseñan las castas, los órdenes jerárquicos que hacen que unos hombres devoren a otros hombres, pero que no se nos olvide que nada hay más grande que uno mismo y cuando se es consciente de ello todas las guerras están ganadas, al menos las comprensibles, las terrenales.
La vida hay que intentar vivirla, darle bocados antes de que ella te devore a tí y ese acto esencial lo mismo lo puede llevar a cabo un pastor de las estepas de Mongolia, mientras piensa en lo que piensa su rebaño, que un caminante solitario divagando sobre el crimen del Cortijo del Fraile al pasar junto a sus ruínas. Se trata pues de que cada cual se sienta ubicado donde exactamente le corresponde por derecho, por trascendencia y por confabulación: en el mismo centro de todo el Universo. Pero algunos, muchos quizá, estarán siempre en las esquinas, escapados con desprecio de sus órbitas, condenados a describir el movimiento de los que permanecen en las suyas mientras les cuentan sus dineros y sus orgasmos, al tiempo que lloran en silencio su tragedia interior.
No vale de mucho llenarnos de compasión por los zurcidos y los desgarros a lo largo del camino. Todo el mundo los tiene. El vidriero Bramante me lo dijo en la vieja Venecia: "La vida es un zurcido de días dispersos en los que la flexibilidad se erige en el mayor salvoconducto para la supervivencia". Se refería a esa condición del movimiento individual que ya recomendó una vez Cartier-Bresson a su joven discípulo Robert Capa "...y sobretodo nunca te agites, ¡muévete!". Supongo que todos hablan del movimiento interior, el zarandeo esencial de las emociones en cuya sacudida se siente el pulso de la vida o de lo que realmente importa de ella. Aprendí mucho del sabio Bramante en las poco más de dos semanas que estuve cerca de él. Y su bella mujer completó las enseñanzas mostrándome con parsimonioso endiosamiento los entresijos de su cuerpo, uno por uno, febrilmente envuelta entre los claroscuros de la tarde veneciana y sabiéndose dueña por completo de una situación que me dejó con la miel en los labios y la mueca de un bobo durante mucho tiempo. Pero la emoción y el regocijo del momento vinieron conmigo bien arropadas en el equipaje de vuelta.
El movimiento, la creatividad, la pasión por algunas cosas, algunos paisajes o algunas personas es lo que nos hace sentirnos grandes, únicos, diferentes a los demás y, sobretodo, auténticos en cuanto nos apercibimos de que las lunas y las charcas prohibidas nos pertenecen tanto o más que a aquellos otros que las pusieron en el camino.
Así que llegado el día comencé a reiventar el tiempo: se me puso en el núcleo de la testud escribir un libro y así lo hice, regodeándome en cada página con las vergüenzas ajenas de los escritores de verdad; y se me puso también gastar sin demora alguna lo ganado -menos en putas- en cualquier cosa; y fui capaz de recoger algunos nuevos amigos por el camino y soltar algunos otros por las cunetas; y en el trasiego, jamás agaché la cabeza ante jefes, talibanes, banqueros y gobernantes; y respeté a las mujeres tanto como fui capaz de gozar con ellas; y no he sabido andar con leches ni medianías cuando me he topado con la definición "bramantina" del amor:"el engranaje sin más", y en ese engranaje he volcado lo que pueda quedar de pasión y de generosidad; y sufro y disfruto con los míos, una y otra vez incansablemente, como ya hicieron y hacen ellos conmigo; y me siento aún más padre que mi hijo cuando tomo en mis brazos a su hija y sopeso con inusitada emoción los cuatro kilos de cielo.
El mayor tesoro del mundo está ahí, al alcance de la mano del que quiera extenderla un poco más allá. Tan solo hay que saber moverse, ser flexible, estrujar las emociones y darle marro a los aburridos y puntapiés a los usurpadores de la condición más esencial: tu inalienable e insustituíble individualidad.
Los desgarros y los zurcidos, en cualquier caso, tan solo son heridas superficiales, meros tatuajes en la piel.