jueves, 27 de noviembre de 2008

"¡Gran milagro, oh Asclepio, es el hombre!" Hermes Trimegisto.






De la obra Entre la oscuridad y el cielo, pag. 257:
" Había llegado paseando hasta las puertas de San Francesco della Vigna, en un extremo del sestière de Castello. Justo detrás de la iglesia, se extendía el canal de la Fondamenta Nueva, y al fondo, se veía la silueta del cementerio de San Michele, más o menos desde la misma posición que lo había pintado Turner 160 años antes, esbozando su perfil entre amarillentas neblinas que hacían aún más fantasmagórica su visión.
Alguien dijo una vez que la vida es un zurcido de dias dispersos. La entidad de la Venecia renacentista, de los artistas, la magnanimidad de los pensadores, el microcosmos autónomo de Bramante, las curvas perfectas y deseadas de su mujer, y el milagro de Alina, me habían despojado de una gran parte de mi conciencia anterior. Los dias dispersos de mi estancia en Venecia, allí y ahora, formaban entre los recuerdos y las reflexiones un todo de esplendor. Me había volcado en este teatro de búsquedas, ávido de señales, intentando mantener la curiosidad para atajar la maldición del tiempo. Me encontraba cansado, pero la percepción ahora era de un inequívoco rejuvenecimiento. Supongo que el derivado de la creatividad puesta en juego al aceptar el reto del maestro, y el de la vanidad añadida de sentirme aceptado por mujeres como Marlène y Alina, a lo que ciertamente no estaba acostumbrado. Mi condición de ser humano esencialmente impaciente que detesta la rutina y no le gustan los convencionalismos, había hecho de la introspección en el pasado y presente de esta ciudad y sus personajes, una razón de vivir, un camino que parecía alejarse definitivamente de los vacíos reconocibles, del horizonte de una nada que en los últimos tiempos se había revelado más acechante que nunca.
La última respuesta podría conducir o no hacia ese nuevo horizonte. Al dia siguiente por la mañana, mi maestro, el hombre misterioso, el alquimista, el criptólogo, el políglota, el artesano vidriero, el esposo de la bella Marlène, me daría la oportunidad, esta vez la última, de averiguarlo."

Entre la oscuridad y el cielo es la historia fascinante de una búsqueda esencial. Una obra vertiginosa de introspección en el pensamiento humano que, a partir de una experiencia real vivida por el propio autor en un monasterio benedictino español, se adentra prodigiosamente en un hecho insólito sucedido en la vida de artistas y personajes relevantes del Renacimiento italiano. A partir de ahí, y buscando su propia identidad, el autor viaja a Venecia y transgrede una y otra vez las fronteras del tiempo y los preceptos del Arte, de la Historia, y de los sentimientos humanos para darse de bruces, como en un milagro, con las claves de su búsqueda esencial. Es entonces cuando decide retratar las pasiones y los terrores a lo largo de su vida, sin pudor, a corazón abierto, sin importarle las miserias propias o las grandezas ajenas que quedan flagrantes al descubierto.

lunes, 24 de noviembre de 2008

¡Fuera máscaras!



Un dia, hace ya bastantes años, redacté pacientemente en mi casa un documento con diez apartados, donde desmenuzaba con un descaro inusual y toda la precisión semántica de la que fui capaz, todas las quejas al sistema inaceptable de presión al que me tenía sometido el "Gran jefe" en su obsesivo intento de detectar "chapuzas" entre los complejos bastidores de la Empresa. Lo convoqué yo esta vez a la sala de juntas y le leí con parsimonia el documento. Cuando acabé, le dije sin ningún pudor que ahora ya podía ponerme de patitas en la calle. Él, que llevaba toda la vida viendo temblar a todos sus subalternos, se quedó mirándome con los ojos enrojecidos sin decir nada y a continuación se levantó diciéndome: "Mañana seguiremos hablando de rendimientos y de cuotas de mercado". Desde aquel instante, jamás volvió a las andadas ni yo a redactar arriesgados documentos. Y con el tiempo, creo que llegamos, a pesar de los orgullos y del rechinar de dientes, a ganarnos una mutua admiración.
Fue aquel uno de los momentos en el que descubrí la libertad. Sí, la libertad con minúscula, la libertad que nos pertenece y que tantas veces se nos antoja inalcanzable. Después de aquello y con el paso de los años he procurado alimentarla para evitar ser uno más de los peones del rebaño, a pesar de las muchas contrapartidas acarreadas por no hincar la rodilla ante tan diversos, cercanos y lejanos mandatarios. No tardé mucho en darme cuenta que por la boca muere el pez y vive el hombre. Si nos la taparan, moriríamos antes de ansiedad que de inanición. Es a la palabra a la que tememos los hombres porque es ella misma la que mueve el mundo. La persona que dice lo que piensa corre el riesgo de ser aniquilada pero asciende de inmediato a un estadio superior. He podido constatarlo muchas veces, a pesar de las miradas recelosas, de la exclusión intempestiva del banquete, y del pago de innobles tributos. pero el poso que te queda, a pesar de la indigencia momentánea, es de un regusto abrumador. Ahora que tengo ya un montón de años puedo decirlo sin mirar de reojo hacia ambos lados. Nunca me han gustado las limosnas, ni las lisonjas y aún menos las migajas, esas que a muchos obcecados parecen colmarles los estómagos y alargarles la sonrisa. Esos mismos que felicitan antes al político de turno que a su mujer, o esos otros que babean en las rodillas de los jefes mientras hacen gurú con el rival de turno, o los que propician encuentros en la tercera fase de clubes y lugares de reunión para allanar el camino de sus nuevos negocios. Por eso mismo sigo siendo un paria, un indoblegado y gilipollas transeúnte, aturdido por la contaminación y marginado por su propia y tal vez miserable voluntad. Mi amigo Bramante me lo dijo en Venecia: "Si alguna vez te sientes desubicado, sal corriendo o meterás la pata". ¡Cuantas veces me he sentido así escuchando a otros las alabanzas al prócer de turno, las reverencias al acaudalado de moda, y el desprecio a los condecorados con las medallas de la normalidad! Casi da asco, pero sigo siendo un tonto según marca la etimología de la palabra ubicación, la posición social, el progreso absurdamente entendido.
Cuando acabé de escribir Entre la oscuridad y el cielo alguien me llamó a medianoche rebosante de emoción por la lectura. Al día siguiente alguien también me escupió a la cara diciéndome: "¡Vaya mierda de libro que has escrito!". La vida en blanco y negro sin matices intermedios, que pensé yo ante tan dispares sentimientos. Supe entonces que había logrado escribir algo trascendente capaz de levantar pasiones, como los vientos, en direcciones contrapuestas. Finalmente imaginé que alguna de esas personas no decía lo que pensaba, se había despojado de su libertad interior para ocultarse tras la máscara de la sinrazón, el halago tendencioso, o el resentimiento aún no saldado. ¡Qué más daba! El efecto estaba conseguido y me sentía feliz por ello pensando en la importancia de un trabajo cuyos primeros repuntes resultaban alentadores. La verdadera intención que acompañó siempre a la pluma, desde los primeros párrafos del libro, fue la de pegarle un soberano puntapié a los tapirujos y las entretelas para dejar al descubierto las miserias como ellas se merecen. Procuré ser yo mismo gritando: "¡Fuera máscaras!"para no faltar a la verdad y a pesar del esperpento de muchas situaciones personales.¡Qué otra cosa si no le puede uno ofrecer a los lectores cuando se adolece del estilo y de la brillantez en el lenguaje! Así que finalmente he logrado ser correligionario de mí mismo. Nada ni nadie me obliga a hablar o a escribir, pero cuando lo hago procuro decir lo que siento aunque no sea lo que convenga decir.
Hace algún tiempo, me senté frente a una mujer a la que conocía bastante bien pero que nunca había cortejado. Me quedé mirándola durante unos largos segundos sin decir nada y entonces bajé la mirada. A continuación ella, un tanto confundida, me preguntó que en qué pensaba. Volví a mirarla, me mantuve así durante otros cuantos segundos y le dije sin pestañear: "Pues en que estoy loco por follarte". Ella permaneció impasible, sin ningún gesto que delatase un estado especial de la emoción y sin dejar de mirarme. Uno o dos días más tarde se hicieron realidad mis deseos. Y no fue una proposición indecente, ni una ofensa a la integridad moral y corporal de tan respetable persona. Tan solo creo que fue un simple acto de autenticidad, de valentía en un fragmento cortísimo del tiempo y del espacio. Ni aquel era mi estilo ni yo andaba así con las mujeres por el mundo, pero fui valiente al despojarme de la máscara y ello, entre otras cosas supongo, supo ser bien valorado.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Carretera a ninguna parte


Antonio anduvo durante muchos años levantándose a las cuatro y poco de la mañana. Apenas si recordó alguna vez que había sido también niño porque sus primeros juguetes fueron herramientas para trabajar y a eso se dedicó desde siempre. Al amparo de la familia, de los abuelos, de los cuñados... de esos terratenientes que surgen providenciales a veces desde la sangre y exigen el sufrimiento y la responsabilidad como fiel tributo a las porciones de parentesco. Pero a él nunca le importó. Ni el parentesco ni el sacrificio. Los sudores de cada día, las jornadas inacabables, los sacos y las reses a las espaldas, los sábados y domingos vestidos de lunes, las vacaciones inexistentes, los dientes apretados, las espaldas anchas y el bienestar de los otros, fueron su única guía durante muchos momentos, el camino adecuado, la carretera a destino. Antonio después se hizo mayor, es decir, se hizo un hombre cuando llevaba ya mucho tiempo ejerciendo de eso mismo. Entonces descubrió que los sueños existían. Soñó con soltar amarras, con poseer algun día el exiguo territorio que pisaban las plantas de sus pies, y con sudar para él y no para los otros. Con los años, le habían crecido el corazón, las ambiciones y las espaldas, y aquella escuela que le faltó en su día, procuró alimentarla con cada paso que fue dando, mirando y escuchando siempre alrededor y sacando conclusiones. Nada le pasó nunca por alto. Antonio trabajaba como un burro pero siempre pensó como un humano inteligente. Un hombre centauro, mitad sacrificio y mitad deseo. El humilde deseo de llegar a ser él mismo. Finalmente, un buen dia lo consiguió. Soltó los cordajes y las amarras y le pegó un puntapié a toda su historia anterior. Trabajó para su propio bienestar y el de sus hijos. Fue respetado por los competidores y por los enemigos, temido por los jefes de otros tiempos, admirado por los escasos amigos y buscado para compartir cualquier botella de vino con el aderezo de sus estridentes carcajadas. Se compró el coche de sus sueños, viajó a las Pirámides de Egipto que nunca le parecieron muy grandes, recorrió Alemania de punta a punta, degustó durante muchas meriendas los mejores chocolates en el Hotel Pera Palas de Estambul, y le compró a un turco todo el puesto de correas que vendía en el puente Gálata, tras lo cual, éste le ofreció gentilmente a su mujer. Antonio tenía ahora nombre y apellidos, su propia empresa, todos sus hijos colocados en ella, el mercedes en el garaje, su mujer en la casa como una reina, y algun proyecto nuevo de viajes con sus amigos sobre la mesa. Una nueva vida, después de tantos años, comenzaba a sonreirle. Y él, desde todas las miradas exteriores, sin duda la merecía. Pero ¡ay Dios! que llegó presuroso a concedérsela el gran benefactor, el ente invisible, el elegido desde otros mundos para estas cosas, el que unos llaman destino y otros ingenuamente "la suerte", el signo inacabable de interrogación que abraza a toda la humanidad. Y dio certeramente en el blanco, la justa prebenda a tan odioso, abnegado y sufrido hombre de la risa amplia, que dirían todos los demonios del infierno. Un infarto cerebral acabó en un plis plas con todos sus nuevos sueños.
Pero Antonio no ha muerto. Es dificil que un hombre así pueda morir por más que le pese al mensajero. Camina despacio, pero camina. No mueve el brazo derecho, pero se apaña con el izquierdo. Mira y ve, oye y escucha, intenta hablar...pero no puede. Se esfuerza una y otra vez. intenta justificarse, zarandea desesperadamente la cabeza intentando decir lo que no le permite su lengua, y por la noche pide inutilmente explicaciones. Antonio ya no es el mismo, ahora es más lento, come poco, apenas ríe, y sin embargo, ahora también es más grande.
La carretera nunca lleva a ningún sitio. Ahora él lo sabe. Nosotros aún no.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Van Gogh y los estúpidos designios del Arte


Esa pintura de arriba que se parece a un Van Gogh, no es un Van Gogh obviamente. ¿O tal vez no lo sea tanto? Se me dice muy al oído que tan solo se trata de uno de los múltiples reflejos dejados en el camino del tiempo por la estela del paso por la vida de aquel hombre pequeñito y pelirrojo. El predicador de los mineros de Wasmes en Bélgica que años más tarde amenazó con una navaja a su amigo Paul Gauguin y esa misma noche se cortó una oreja, acabó con sus 37 años pegándose un tiro y cayendo desplomado entre la sangre, la miseria y el testigo de una ingente cantidad de cuadros y dibujos que nadie había sabido valorar. Una historia sin duda novelesca cuyo final trágico no se produjo en el instante del disparo, no, sino en los muchos momentos en que se han pagado, un siglo después, millones de euros por sus cuadros, si Vincent, claro, hubiese podido levantar la cabeza y contemplarlo. ¿Qué es lo que nos hace ignorar y despreciar una tras otra las obras de un artista y algo más tarde volvernos completamente locos por la posesión de alguna de ellas? ¿Qué o quiénes son los que diseñan esta locura colectiva que de la noche a la mañana encumbran en lo más alto del Olympo a unos y arrinconan en las más oscuras parcelas del olvido a otros? Los críticos se aprestarían altivos y vanidosos a dar cumplida respuesta, una respuesta bajo sospecha que a la postre no sabría decir porqué. Como la vida misma, sabemos de qué estamos hechos, pero no sabemos decir porqué estamos aquí. En 1961, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, un cuadro de Henri Matisse recién adquirido, titulado Le bateau, fue colgado boca abajo y así estuvo durante cuarenta y siete dias sin que los más de cien mil visitantes de esos dias reparasen en el error, incluídos los críticos de arte. Entonces, ¿qué es lo que valoramos si nos resulta indiferente que las líneas, los trazos, o las pinceladas vayan para arriba o para abajo? Mi amigo y maestro Bramante, el vidriero veneciano, intentó aclararlo una vez más: "Ninguno de esos visitantes tenía la obligación de comprender que el cuadro se había colgado al revés. El observador no tiene por qué leer en la mente del autor de la obra, sino en la suya propia. Recordando a Chejov "esto me emociona y esto otro no", con independencia de que las líneas vayan hacia arriba o hacia abajo". Desde luego, desde esta idea del vidriero, todos somos artistas, críticos, expendedores de opinión y además tenemos el derecho a pagar con media vida la posesión de una de esas obras, pero mucho me temo que todos esos agraciados compradores han sido movidos por la estupidez jerárquica de las nuevas corrientes capitalistas del Arte antes que por el impulso dignificador de la emoción pura.
Por eso mismo, ese cuadro de arriba, que lo ha pintado un don nadie en menos tiempo que dura un romance entre las sábanas, es un Van Gogh. ¿Quién se atreve a negarlo?


lunes, 10 de noviembre de 2008

Repostando paciencias: una extraña heroicidad


¡Quién me lo iba a decir! Yo a mis jodidos -por maltrechos y cansados- años, buscando en el estercolero de estas miserias tan nuestras de las ambiciones y los arrebatos la despreciada paciencia de otros tiempos para poder continuar, que es como diría Don Quijote: "para facer de nuevo el camino, Sancho". Nunca fui capaz de imaginarlo. De pequeño soñaba con ser mayor, con poder disparar la escopeta sin que me tumbase el retroceso, con poder acceder a los cines para ver esas películas de mayores, con tener un coche de verdad junto a los juguetes, y finalmente -porque quizás todo acabe siempre en lo mismo- con verle el culo a la chacha en uno de aquellos despistes intencionados. oportunos y gloriosos. Algunos años después soñaba con dirigir a tal o cual empresa puteando a todos los que andaran por abajo y sucumbiendo a los encantos de esa nueva secretaria que siempre está dispuesta a colocarse boca arriba. Más adelante soñaba con que los hijos dejaran de dar por ahí mismo en los bares y en las casas de los amigos, y en que la mujer estuviese más receptiva esa noche y no me diera el viaje en las vacaciones inminentes. Algo más tarde soñaba con el coche de mi vida, con una casita en el mar o en la montaña -que nunca lo tuve claro-, con viajar a la Patagonia o a Samoa sin tener que subirme en el avión, y ¿por qué no? con llegar a escribir un libro. Y ya algo después, es decir ayer mismo, soñaba con vivir tranquilo.
Todos mis sueños se han cumplido escrupulosamente salvo este último. De lo cual, al menos porcentualmente, debiera sentirme contento. Contento porque me he hecho mayor y no me tumba el retroceso de la escopeta, porque veo las películas de mayores desde el sillón de mi casa con la frescura de un whisky al lado, porque llegué a tener un coche de verdad junto a los juguetes, y porque le pude ver el culo y algo más a la chacha del momento. Contento también porque alcancé a dirigir más de una empresa y a putear a aquellos que se dedicaban a putear a los de abajo, y porque, con más o menos decoro, tambien sucumbió alguna de aquellas subalternas al embrujo cautivador de los galones. Contento porque los hijos se hicieron mayores y dejaron de dar por el culillo para hacerlo ya después por el culote, y contento porque mi mujer anduvo receptiva un mes más tarde y no me dio el viaje de las vacaciones porque ya nunca más viajó conmigo o yo con ella. Contento igualmente porque llegué a tener el coche de mi vida y luego otro y otro y otro y no sé cuantos coches más, y contento porque logré alcanzar la casa de la sierra y me prestaba un buen amigo la suya de la playa; y en esas, viajé a la Patagonia y a Samoa sin tener que transportarme en un avión porque la imaginación -que esa sí que la he tenido siempre grande- e Internet surcaron las fronteras sin peajes ni visados. Y contento por haber sido capaz de escribir también el libro tras agitar la coctelera de los porqués y las miserias de la vida con algo de coraje y un repunte inusual de valentía.
Pero el sueño de vivir tranquilo, el más reciente y en apariencia alcanzable, la aspiración más esencial del ser humano, no ha llegado a hacerse realidad, ni siquiera como fiel constatador del paso de los años. Y lo asumo como una derrota personal dentro de la gran debacle, esa misma que disfrazada con la cara sonriente de un payaso asola a toda la humanidad. ¿Quién vive tranquilo en estos tiempos? me dice inútilmente una voz consoladora que intento desoir para no corresponder con los balidos del rebaño, y entonces, después de tantos sueños, me limito a luchar contra esta nueva pesadilla repostando diferentes paciencias para luchar contra la falta de energía y el desaliento.
Una extraña heroicidad, sí, porque nunca, ni de niño ni de hombre, la he tenido. La paciencia de esperar, de aguardar, de estarse quieto, de comprender a los otros, de aguantar a los demás y a uno mismo, de no precipitarse, de dormir tranquilo porque hay muchas noches más, de aspirar a lo razonable, a lo que corresponde y a lo que es lícito según tus propios códigos. Uno no puede esperar de los demás aquello mismo que no es capaz de ofrecer. Por eso ya no busco, solo intento caminar, pero sigo expectante y miro a ambos lados del camino intentando descubrir un nuevo amanecer. Ya no espero más de los amigos, ni busco una mujer, ni imploro a la diosa fortuna o al Oráculo de Delfos para que oriente a mi futuro. ¿De qué futuro hablamos? Machacamos cada día las ideas y los instantes en pro de ese futuro que es como la esfera sensorial del Tao que cuanto más te acercas a ella más se aleja de ti. Tampoco espero recibir favores o escuchar al mensajero providencial de la buena nueva de otros tiempos. No hay pequeños favores sin putos tributos. Ahora solo me dedico a caminar y a cargarme de paciencia, de multiples y variadas paciencias como los sabores de una heladería. ¿Qué más se puede hacer? Eduardo Galeano ya lo dice :"La utopía está en el horizonte. Me acerco dos pasos a ella, y ella se aleja dos pasos. Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para eso mismo: sirve para caminar". Y eso es lo que intento hacer: caminar, repostar paciencias y ser yo mismo, por mucho que se empeñe en lo contrario ese otro yo que va enganchado siempre a las espaldas.