miércoles, 17 de agosto de 2011

A 225 km/h

Sí. A eso mismo. Montado a 225 km/h sobre la exigüa superficie de dos pedazos de goma, se disipan todas las nieblas y se alejan los contratiempos, los recientes y no digamos ya los dejados un largo puñado de lunas atrás. Así también se logra joder al tiempo porque lo ralentizas y lo insultas dejándolo en una momentánea porción parcelaria del olvido. Y hasta la memoria resulta hartamente insignificante porque se confunde con el silbido enloquecido del viento que te llega por todas las rendijas de tu propia conciencia de hombre volador.



Esas tres cifras, montadas sobre uno de los más famosos quebrados de la Física, adolecen del principio presocrático del yo, y conecta con la esencia de la locura vital y necesaria en un momento que es igualmente necesario y, sobretodo, consecuente. Como los aceleradores de partículas, el propio campo magnético del caos te impulsa a la velocidad de ese rayo simbiótico, hombre-máquina, que amenaza tanto como es capaz de liberar de la podredumbre de algunas circunstancias que se presentan así, sin ser invitadas. Fascina y enloquece ver tragarse el asfalto bajo tus pies como si fuese un dulce manto de chocolate negruzco: sin forma, sin textura, inacabable, una negra, esta vez, alfombra roja, extendida para los elegidos por la irracionalidad de un impulso cuyos ingredientes están milimétricamente encadenados al deseo. La visión lateral no existe, tan solo se percibe un punto de fuga convergente que se acerca y se aleja como el Tao, esa esfera sensorial jodidamente inalcanzable para todos los seres pensantes. Y entre el torbellino y la enajenación, una sensación dulzaina de triunfo te incita continuamente a mantenerte así, en inquietante equilibrio sobre el mismo filo de la navaja.



Debe ser en un principio porque cuando la vida no resulta demasiado satisfactoria puede sernos útil ese tipo de herramienta que acelerándola con suficiente indolencia se logre dejarla atrás, a la vida insulsa digo.



225 km/h es un desplazamiento obligadamente lineal que nos permite recorrer 62 metros en un solo segundo, y algo más de 300 en lo que dura un bostezo. Pero no es esa la cuestión ni la conciencia por mucho triunfo que se sienta en ese atisbo de huída. El tiempo también huye. Y lo hace de nosotros, no de las piedras ni de las aguas.



Cuando se está extrujando ese puño que hace vibrar y rugir a todo el conjunto como si se fuese impulsado por la misma marabunta, se dejan atrás muchas cosas y si uno pudiera cagarse sobre ellas la estela de mierda sería inacabable, un señuelo para que lo pudiesen seguir los que andan en parecidas guerras o entretelas. Se dejan atrás los pesares, los amores fatuos, las conocidas y disfrutadas mujeres putas y virtuosas -en ese orden-, la soledad, las decepciones, los sinsabores, las pesadillas de la noche anterior, los genomas, las carcomas, melanomas, y demás "omas" de sospechoso aparejo, el vomitivo asco hacia los políticos y las fachadas de los bancos-porque ya casi no entro en ellos- y todo aquello que huele a rancio, a podrido o a infeccioso, y también, ¡cómo no! a todo lo aburrido.



A225 Km/h, jugándote el pellejo, apretada la mandíbula y con la vista puesta en el más allá, porque el más acá se vuelve confuso y bastante impropio de uno mismo, se siente un poder liberador, indescriptible, cuasi orgásmico, una larga corrida sobre los centenares de metros del asfalto en que dura la pulsión irrefrenable sobre el puño. Y finalmente, solo, solo se gira la muñeca con violencia cuando se encaraman de golpe en el cerebro todos los tuyos. Sí, esos que se cuentan siempre con la misma mano, con esa mano en la que algunas veces hasta sobran dedos. Solo por eso vuelve uno a la jodida normalidad. Por ellos.