jueves, 24 de septiembre de 2009

El acompañante



Fue en esos días en los que uno no está. Caminaba a media tarde por un sendero bordeado de palmitos y flores liliáceas sobre la cresta de un cerro, a cuyos pies, allá en lo hondo, se extendía el azul inmenso de la bahía de Los Genoveses. Y esa era mi única conciencia: la del paisaje. Una vista sobrecogedora que se abría paso a lomos del viento y de su silbido hasta acabar estrellándose contra la línea del horizonte. Era inútil llegar más allá. Todos los mundos del hombre se encuentran a poca distancia y gravitan hacia él, o eso es lo que creemos. La línea del horizonte no es si no el perpetuo testigo de nuestra propia inutilidad, el referente a la vista de unos seres alienados de fugacidad y de falta de entendimiento en un envoltorio que, sin embargo, intenta jactarse de la naturaleza y aprovecharse de ella. Así iba yo esa tarde: consciente tan solo del envoltorio y sin nada en el interior. Dejé de caminar y me senté en unas piedras. Nadie estaba allí, ni siquiera yo mismo. Entonces intenté ser piedra, o flor, o palmito, o mar azul o lejanía, cualquier cosa menos la línea del horizonte con su insondable perfil de incertidumbre. Por un instante, creí ser algo del paisaje. Tal vez por la gracia del silencio y de la inmovilidad, tal vez por no hacer preguntas o, finalmente, quizás también por pura compasión. Fue entonces cuando sentí una palmada en las espaldas que me devolvió soliviantado a la condición de todos mis momentos anteriores. Miré hacia atrás y no ví a nadie, pero alguién había llegado hasta allí y yo ahora lo sabía. Sin excesivo terror esperé a que se mostrase de nuevo. ¿Quién podría ser a estas alturas de la vida y a esas horas de la tarde?. No hubo más palmadas, pero el ser invisible, o acaso la propia conciencia de las piedras y las plantas parecía jadear a mi lado insuflándome de preguntas y deseos como si pretendiese rellenar de nuevo la conciencia perdida del momento. Al cabo de un rato y como no se adelantaba, lo hice yo:
- ¿Quién eres? -pregunté sin escuchar respuesta alguna.- ¿Porqué has venido si no te atreves a descubrir tu identidad? ¿Tienes alguna identidad o eres tan solo un espectro procedente de algún cuerpo indigno de otros tiempos?-. Repentinamente el viento aumentó su intensidad y el silbido se transmutó en un lamento. Al cabo de unos segundos dejó de soplar y una voz muy cercana rompió el silencio:
- ¿Es que no me conoces?. Llevo muchos años contigo.
- ¿Eres mi otro yo?
- ¿Tu otro yo? ¿Pero cuántos pretendéis ser? ¿No tenéis bastante los hombres con ser uno mismo? ¡No! No soy tu otro yo.
- Entonces, ¿quién eres? ¿Eres mi angel de la guarda?
- No. Soy mucho más que eso.
- ¿Eres acaso Dios?
- ¿Cómo puedes considerar esa posibilidad tú que precisamente has recelado continuamente de su existencia?
- Porque eres alguien y estás aquí, y además dices que no eres mi otro yo, y además aún no me has fulminado con uno de tus rayos de fuego, y encima me estás escuchando sin que sienta terror alguno.
- Ya veo que los años te siguen permitiendo pararte a pensar y ser consecuente con el momento.
- No sé realmente si eres Dios, pero ahora hablas como uno de ellos.
- ¿Como uno de ellos? ¿Cuántos crees que hay?
- ¡Ah, no sé! Siempre me dijeron que había uno solo, pero ya no sé qué pensar.
- Los hombres como tú siempre contestan con un "no sé" cuando se les deja en evidencia.
- ¿Crees que me has dejado en evidencia? Sería una acción impropia de Dios. Si verdaderamente eres Dios debes darme una prueba de ello, porque con la sola invisibilidad puedo imaginarme cualquier cosa.
- ¿Y si me niego?
- Entonces esa será la prueba inequívoca de que eres tan solo un usurpador.
- ¿Me estás insultando?
- Aún no. Además aunque lo hubiese hecho, no se puede insultar a los espíritus, solo a los humanos como yo.
- Bueno, esa consideración ya nos reconcilia en cierto modo...pero voy a darte la prueba. Hablaremos de tí. Aquí estamos los dos solos, bueno, yo a medias según tus ojos, y tu otro yo no existe, así que solo ese dudoso Dios puede saber cosas de tí. ¿Te vale la prueba?
- Veremos...depende. Dime algo de mi vida, pero no de ayer ni de antesdeayer, algo de cuando era niño.
- ¿Pero has dejado de serlo alguna vez?
- ¿Cómo?
- Bueno, vamos allá. ¿Recuerdas cuando descabalgastes al motorista aquel con un tirachinas?
- ¿Cómo puedes tú saber eso? ¿A ver si eres capaz de decirme con qué lo descabalgué?
- Con un grano de panizo.
- ¡Ostias! ¿Cómo puedes saberlo?
- Porque no soy como tú, soy infinitamente más. ¿Por qué lo hicistes? Ya sabes que de nada te serviría mentirme.
- Lo hice para reafirmar mi propia identidad, tenía que demostrarme a mí mismo y a los amigos esa cierta necesidad de liderazgo que ha viajado siempre conmigo porque al balón le dábamos todos la misma clase de patadas.
- ¿Y así es como tú pensabas conseguir el liderazgo? ¿No estás hablando de un simple ejercicio de vanidad o de una estúpida gamberrada?
- Bueno, tú me has preguntado y te he contestado como se le contesta a un Dios, diciendo la verdad, aunque ésta no te guste. Pero dejemos quieta a la niñez y vayamos un poco para adelante a ver si entonces, cuando tenía más o menos veinte años, seguías siendo un Dios. Anda, dime algo de aquella época.
- ¿Recuerdas aquella tarde de verano en el cortijo cuando salistes de la casa y vistes debajo de uno de aquellos ficus a tu padre hablando con aquel hombre y aquella mujer que él no conocía, pero a los que tú conocías muy bién? ¿Recuerdas lo que sentistes?
- ¡Es increíble! ¿Cómo puedes saber eso? ¿Como puedes saber lo que sentí? ¿Cómo puedes ser tan cruel al recordármelo? Sí, cómo no voy a recordarlo por más que he pretendido borrarlo de la memoria intentando aminorar inútilmente el disgusto de mi padre. Volví sobre mis pasos y salí de la casa por la puerta de atrás, como los delincuentes, o como los desagradecidos, que ahora no sabría decir bién, avergonzado, queriendome morir, pensando una y otra vez en la entereza de mi padre y en la forma con que acababa de pagarle sus abrazos y sus sacrificios. No quiero hablar más de eso aunque seas Dios. Además tú ya lo sabes todo de aquel momento.
- Sí, tienes razón, yo lo sé todo, pero es necesario que te pronuncies sobre ello, y desde la ridícula perspectiva que tenéis los humanos del tiempo, es preciso que definas tu acción, y no me refiero al motivo de aquella visita, si no a como te enfrentastes en ese momento al hecho en cuestión. Y te diré más, alejarte de tu padre durante toda la tarde, deambulando como un zombie por los caminos de otras fincas, pretendiendo inútilmente que te tragase la tierra, solo fue un acto de asquerosa cobardía. Si crees que te estoy insultando yo ahora, dímelo.
- No ofende quién dice la verdad. Esa es la triste verdad y no otra.
- ¿Te vas convenciendo ya?
- ¿De qué?
- De que soy Dios.
- Bueno, al menos estás superando todas las pruebas, aunque no precisamente con esa infinita misericordia de la que nos han hablado siempre los curas.
- ¿Y quién dice que uno haya de ser exactamente como le ha retratado la Iglesia?
-¡Ah, bueno! Ahora al menos pareces un Dios independiente y universal.
- ¡Claro! Eso mismo es lo que soy el Dios universal, independiente, magnánimo, glorioso y omnipotente. ¿Acaso no te lo estoy demostrando con divina precisión?
- Eso parece...hasta ahora. Voy a hacerte una última pregunta: ¿Qué crees que soy yo ahora a mis cincuenta y tantos años? ¿En qué piensas que me he convertido? ¿Crees que me he ganado a tus ojos la salvación, o habré de pagar mis muchas faltas y desvaríos en alguno de esos infiernos que tú también has creado tan inoportunamente?
- Eso deberías contestarlo tú, pero voy a ser generoso y te voy a evitar el discurso. Así verás finalmente que soy un verdadero Dios, el único Dios de la Tierra y del cielo, de los paraísos y de los infiernos, el Dios de todas las cosas, tu Dios, tu sombra y tu yo. Contestándote, te diré que al hecho de cumplir cincuenta años no le concede créditos el cielo, ni a tu niñez atropellada y consentida le puede dar cobijo la inocencia, esa repetida recurrencia a la que tantas veces de mayor has echado mano alegando hipócritamente que nunca has dejado de ser un niño. Y ahora resulta que te sientes una víctima. ¿Por qué? ¿Por no recoger los frutos adecuados? ¿Cuántas veces te has puesto a sembrar la tierra con humildad y con sacrificio? No voy a pasar por alto tus escasos méritos. Algunos de ellos tan dignos como tus vicios, algunos de ellos tan extraños como tus obsesiones, pero nada de eso te ha hecho crecer. Tan solo ha servido para atormentarte. Es verdad que los hombres que se atormentan a sí mismos son algo más que los que no son capaces de hacerlo. Es verdad que a ti se te ha premiado con una capacidad de emoción de la que otros no gozan. Es verdad que has sido un perfecto gilipollas y no un tonto, como les ocurre a todos los que son capaces de averigüar que se van a escaldar antes de meter la mano en el agua hirviendo. Y es verdad que a mi me gustaría parecerme a tí en ese minuto del día en el que resultas brillante, casi un Dios, pero ¡es tan poco tiempo en una jornada! En resumen, tenías que haber sido algo menos de eso mismo y un mucho más de lo otro. Si hubiera de juzgarte ahora mismo, lo tendrías complicado, porque por tu propia capacidad, el juicio se vería salpicado de agravantes. Sin embargo, aún estás ahí. Si logras alejarte del amparo de la inocencia y apartar el victimismo, podrías alcanzar algo de la condición divina de un Dios. Todavía estás a tiempo, aunque algunas cosas habrás de cambiarlas, y conociéndote como yo te conozco, lo veo complicado. Pero amigo, no debes afligirte, si no lo consigues no habrás de preocuparte. De momento estás en mis manos, en buenas manos, ja, ja, ja.
- ¿A qué vienen esas risas? ¿No tienes bastante con todo lo que me has dicho? ¿Qué clase de Dios eres tú que lo sabes todo de mí y encima te regodeas con ese fracaso que acabas de estamparme sobre el alma y la frente? No, no creo que seas Dios. Dime, ¿quién eres tú?
- No. Es verdad. No soy Dios. Soy el diablo. ¿No has visto cómo he hurgado en todas tus miserias? Ahora ya estamos los dos en igualdad de condiciones. Bien pensado, y seguro que lo vas a hacer, después de lo que has visto y oído, deberías considerarme igual que a Dios, al fin y al cabo entre Él y Yo se mueve todo el pensamiento de los hombres, y tú, aunque te duela, no eres ninguna excepción.


"Llamo inocencia a esa enfermedad del individualismo que consiste en tratar de escapar de las consecuencias de los propios actos, a ese intento de gozar de los beneficios de la libertad sin sufrir ninguno de sus inconvenientes. Se expande en dos direcciones: el infantilismo y la victimización, dos maneras de huir de la dificultad de ser, dos estrategias de la irresponsabilidad feliz. En la primera, hay que comprender la inocencia como parodia de la despreocupación y de la juventud; culmina en la figura del inmaduro perpetuo. La segunda es sinónimo de angelismo, significa la supuesta falta de culpabilidad, la pretendida incapacidad para cometer el mal, del que siempre son culpables los otros; culmina en la figura del mártir autoproclamado".

P. BRUCKNER: La tentación de la inocencia.

jueves, 17 de septiembre de 2009

IVA


Iba y venía, va y viene, irá y vendrá, tres tiempos para describir el movimiento casi pendular de un viento desangelado que ha entrado en esta España carca y carcomida, a través de sus cuatro puntos cardinales. Los meteorólogos lo han definido como un siroco, es decir, gestado en lo más profundo del desierto del Sahara, en los crisoles de viejos brujos versados en la alquimia y en la farmacopea, y enviado hacia España a través del incesante soplido de centenares de salvapatrias, colocados en cadena, que esperan pacientemente su recompensa por el esfuerzo. El viento, como todos los sirocos, provoca sequedad e inesperadas tormentas allí por donde pasa, y las personas que se ven inmersas en medio de su torbellino huracanado, sufren repentinos cambios de humor y dolores intensos de cabeza. Sopla igual de noche que de día, y va y viene siguiendo una trayectoria impredecible, casi caótica, rebotando, ajeno a la geometría, por todas las esquinas del territorio nacional. El Gobierno de la nación ha decidido frenar la marabunta de esa masa de aire en movimiento que está volviendo loca a toda la población, y para ello ha recurrido a la forma verbal de su arranque en tiempo pasado, con la única convicción de que para lograr el efecto deseado habría que cambiar la letra central: IVA -Irremediable Vacíado de Alcancías-. Acto seguido, y como dicho efecto no parecía resultar suficiente, ha incrementado la dosis.
Para abreviar y hablando en términos económicos: nos han subido el IVA. No hace falta ser un pariente lejano de aquellos brujos del Sahara para predecir las consecuencias: los más pobres, los parados, los indigentes, los mileuristas, los autónomos, los pequeños empresarios, los que no llegan a fin de mes, los de las hipotecas, los de los inacabables insomnios, los inmigrantes, las putas y los 2.460.584 funcionarios, serán, desde ahora, algo más de la mísera parte de su condición, con cierta exención para estos últimos por su carácter vitalicio. Sin embargo, nadie debe rasgarse las vestiduras ni salir a la calle con guadañas o fusiles, porque la leche, el pan y los huevos han sido indultados con la caridad de un Gobierno que sabe muy bién señalar a los tontos y distinguir a los productos de primera necesidad. En resumen, el Gobierno acaba de perpetrar un atraco "a mano desgobernada" de 6.000 millones de Euros a la clase más pobre de este país. Es algo así como si yo mismo me doy cuenta mañana de que mi casa no tiene los muebles adecuados y para fascinar a mis vecinos de arriba cuando vengan a cenar, en vez de atracar un banco, o asaltar la casa de un ministro, o la de un presidente de Gobierno, o la sede central de la petrolera más grande del país, o la caja de caudales de cualquier laboratorio farmaceútico, o las oficinas del Real Madrid o las del F.C. Barcelona el día del pago de las nóminas, me voy derechito a casa de Paca la de los Cañamones, le atizo un estacazo en la cabeza y después le robo los arenques fritos en aceite rancio que tiene sobre la mesa para cenar. A continuación, perpetro el mismo acto con todas las "Pacas" de España hasta que la montaña de arenques, aunque algo maloliente, alcance valores significativos. Algo, más o menos, así.
Un día salió en la prensa británica la noticia de la muerte del escritor George Bernard Shaw. Cuando esa misma mañana se presentó en su casa un periodista para darle las condolencias a la viúda y abrió la puerta el propio Bernard Shaw, el periodista, perplejo, le enseñó el titular del periódico, a lo que el escritor contestó: "Caballero, me parece una noticia prematura y sobretodo exagerada". Pues bién, a esta nueva acción gubernamental para salvar a las patrias y los pellejos de todos sus mandatarios, lamentablemente, no le podemos asignar ninguno de esos dos adjetivos tan oportunamente mentados por Bernard Shaw, sino que habremos de hablar de una acción certera, precisa, puntual en el tiempo, es decir de ahora en adelante, y en el espacio, o sea en todos y cada uno de los hogares donde la noche se ha hecho eterna bajo el cielo sin estrellas de esta puta España. Y al amparo de la medida todos los pillos harán su Agosto, como suele suceder. El Gobierno acaba de dar un puñetazo sobre la mesa sabiendo que andamos todos debajo, pero los ciudadasnos -digo ciudadasnos y digo bién- continúan con las bocas abiertas esperando que, como el maná, les caigan dentro las migajas prometidas, con el llanto en los ojos, el voto agazapado en el fondo de un bolsillo, los pantalones bajados, y esa mirada inexpresiva que exhiben los idiotas cuando habla o se ventosea el gran patrón. Tanto les da lo uno o lo otro.
España, como la bella durmiente, está sumida en un profundo sueño: nos hallamos bien jodidos y escrupulosamente callados, la ciudadasnía ideal para cualquier gobierno pícaro y traidor.
Lo dijo hace algunos años Félix de Azúa: "Ha llegado la hora de tirar el televisor por el hueco de la escalera y ¡despertar!". Cuando abramos los ojos, veremos lo que queda.

Moscatel y Tordesillas



Moscatel es una variedad de uva blanca o morada de grano liso y sabor muy dulce. Tordesillas es un pueblo de Valladolid que hace ya algunos siglos se ganó la consideración de " muy ilustre, antigua, coronada, leal y nobilísima villa". Pero hoy no voy a hablar de lo uno o de lo otro. Moscatel era un toro de la ganadería de Victorino Martín con 540 Kg. que el pasado martes fue lanceado en todos los resquicios de su brava anatomía por una turba de "cristianos exaltados" hasta morir hecho un lacerico. Entrecomillo para hacer un símil legítimo con la misma turba de "cristianos exaltados " que en el siglo IV después de Cristo apresaron en las calles de Alejandría a la filósofa Hipatia por enseñar gratuítamente la filosofía de Aristóteles, y tras desnudarla, la arrastraron con un carro por toda la ciudad hasta darle muerte y descuartizarla después. Es en esto último donde radica la benévola diferencia a favor de la turba de "cristianos exaltados" del Tordesillas del siglo XXI. Permítaseme que en tal entronque de siglos, finados y espectáculos no distinga entre personas y animales. Y permítaseme igualmente el uso de la palabra "cristianos" porque los asesinos de Hipatia lo hicieron en el nombre de Dios, y los asesinos de Moscatel lo han hecho "como Dios y la tradición manda".
Los muchos años que uno ha cumplido ya, no dejan de ser pródigos con la perplejidad y, lastimosamente, también con el espanto. A base de darme calabonazos contra la pared, desde mis primeras y reconocibles lunas, he conseguido alejarme o ignorar cualquier tipo de detracción, desde los holocaustos y las hambrunas consentidas hasta los genocidios o los señalamientos con un dedo al hijoputa de turno. En unos casos por la distancia insalvable con el hecho pasado, y en otros, por la propia inutilidad de unos gritos -los tuyos- que siempre son ahogados en el clamor infecto y multitudinario que provocan los poderosos. Esta es la nuestra, nuestra España con todas sus zarabandas y las viejas tradiciones. Debiéramos haber perpetuado también a la Inquisición, tan restitutoria, tan ejemplarizante, tan tradicional y tan nuestra. Aquí le llamamos tradición a lo que divierte y conviene, y detractores a los que molestan, pero es que en la viña sospechosa del Señor, sobretodo en este fracturado país con forma de piel de toro, hay fiestas, espectáculos, payasadas, y actos nauseabundos parapetados tras la cortina de la regulación oficial. El escarnio sangriento de la fiesta del Toro de la Vega en Tordesillas es uno de éstos, sino el que más. San Sebastián, el que murió asaetado por decenas de flechas hace ya bastante tiempo, viendo esto, debe haber implorado a su Patrón para que eleve a la más justa santidad la condición de todos sus asesinos. La alcaldesa de Tordesillas, en cambio, anda en otros menesteres. Exaltada, llena de tradicional orgullo y sobretodo feliz por el anual acontecimiento, ha declarado que "se trata de un torneo limpio en el que el toro no sufre", añadiendo respecto a Moscatel que "el animal ha dado mucho juego". Yo, que ando con las referencias y las jerarquías a volteretas y espaldarazos, tomo debida nota, y si mañana me veo sorprendido por uno de esos ataques de exaltación y le pego un tiro en la sien a alguien, diré que ha sido limpiamente, sin mediar palabra alguna, y que el animal, en este caso la persona, obviamente no ha sufrido. Las consecuencias para mí, también obviamente serían distintas porque los toros, al menos en Tordesillas, no forman parte del reino de Dios ni de la justicia. El espectáculo está escrupulosamente regulado por el Ayuntamiento del pueblo y por el Reglamento Taurino de la Junta de Castilla y León, así que todas las manos resultan lavadas como Pilatos en un agua que después de veinte siglos aún sigue ponzoñosa. Es el pacto del diablo con la evolución: el tiempo pasa y la maldad permanece.
Miles de personas han vuelto a correr y a gritar enloquecidas en Tordesillas detrás de un toro que solo podía huir hacia su propia muerte entre espasmos y alaridos, cosido a lanzazos, vitoreado con cada bocanada de sangre y de vísceras, insultado, alabado, escupido, elevado a los tristes altares de una memoria vergonzante que viene a validar, una vez más, nuestra recordada condición de pueblo salvaje y aniquilador. Luego, el más salvaje de todos, el del lanzazo final, le corta los cojones, porque los toros tienen cojones y no testículos, y los enristra en su lanza como fiel recordatorio de la imagen de un héroe que, ay infelice, va a cabalgar todo el año con muchos atributos y vaciada cabeza.
Y hasta aquí llego porque el hedor a sangre fresca y desatino no me deja avanzar más. España mira para otro lado, los detractores han perdido el habla de tanto gritar inútilmente y los exaltados seguirán corriendo tras el astado mientras vocean "¡Viva el toro de la Vega!". Debieran gritar también "¡Viva mi padre y mi madre!" y luego correrlos, alancearlos y conducirlos en un remolque rodeados de una muchedumbre para que nadie pueda contemplar lo que ya nunca más podrá erigirse en un divertimento y ni siquiera campar a sus anchas.

viernes, 11 de septiembre de 2009

Imaginario


Laoz es un pueblo imaginario que esconde su realidad tras un recodo, al final de todos los paisajes. Hasta allí he ido a parar. No sé cómo ni me importa en demasía. Se encuentra en medio de una inmensidad, una nada de puntos referentes o nostálgicos enclaves por parecidos a aquellos otros donde fueron enraizando mis años anteriores. Sus casas parecen haberse levantado a partes iguales entre el abandono y la precariedad. Algunas, sin embargo, están pintadas con fuertes colores como reivindicando, entre el resto, el derecho a una voluntaria anomalía. Esta excepción me preocupa más que la extraña gente que camina por sus calles. Todos andan cabizbajos y a lo suyo. Nadie mira al otro, andan deprisa y visten ropas andrajosas que parecen de otra época. Ninguna de esas sombras me ha mirado aún y por eso me he palpado ingenuamente. Es posible que mi presencia no les aliente nada, ellos, ya lo he dicho, van a lo suyo, o lo aparentan. Corre un vientecillo frío, desangelador como el paisaje, y la noche está a punto de caer. Algunos gatos -hay muchos deambulando por las calles- me han mirado regalándome un maullido. No hay coches. Solo me he cruzado con una moto sin matrícula que estaba apoyada sobre la fachada de una casa, y con dos mulas de las que tiraba de un ronzal un viejo con un sombrero de paja. Sigo caminando y, poco a poco, el pueblo se está quedando desierto. Lo más extraño de todo es que nadie ha pronunciado una palabra, solo escucho las puertas de las casas abriéndose o cerrándose, los maullidos de los gatos y la ladra lejana de un perro. ¿Se habrán conjurado para llevar a cabo una conspiración multitudinaria y silenciosa contra mí? Creo que he venido a romper el funesto equilibrio de un pueblo que anda más muerto que vivo. O a lo mejor he sido enviado para contribuir a su resurrección. Si se trata de esto ultimo, ellos aún no lo saben. Continúo caminando haciendo zigzagueos sobre una calzada de polvorientos adoquines y, casi sin darme cuenta, he llegado hasta el final, las casas se interrumpen de improviso y no hay nada más allá. Es inútil mirar a la lejanía, nada se intuye, ni gente, ni animales, ni montañas, todo parece haber quedado atrás, a mis espaldas. Tengo la sensación de haber llegado al fin del mundo. Este pueblo y su desolado envoltorio deben constituir el centro de algún universo que aún no ha sido descubierto por el hombre, por otros seres ajenos a los que viven dentro de él. Entre las dos opciones que tengo: marcharme por donde he venido, o tocar la puerta de alguna casa, he decidido hacer esto último. Voy mirando hacia uno y otro lado. Las dudas de siempre me están haciendo caminar como un imbécil, trastablillado entre las fachadas y esperando esa señal que nunca llega. Por fin me detengo ante una de esas casas de colores. El rojo intenso que presentaba a media tarde ahora se muestra como un sucio marrón. Debe ser ésta la que guarda el secreto, si no, ¿por qué me he detenido frente a ella? El secreto de una extraña e innecesaria razón de ser, de la existencia de un enclave que carece de indicaciones en el mapa, una siniestra parada en el camino que ha hecho de mi presencia el elemento transgresor, el perturbador de un oscuro y tenebroso mundo donde las gentes no hablan, o se ignoran, o murieron ya hace mucho tiempo y ahora tienen que deambular de aquí para allá como pequeños fantasmas que han de pagar sus culpas tributando silencio y procurando no alzar la vista más allá de las puntas de sus zapatos. Ninguna luz se intuye a través de las ventanas de la casa. Toco a la puerta y espero. ¿Que diré cuando me abran? ¿Lograré satisfacer mi curiosidad o acaso intentarán matarme por haber llegado hasta allí sin salvoconductos para robarles su secreto? Retrocedo, pienso en salir corriendo ahora que estoy a tiempo y nadie se va a jactar de mi cobardía. Pero, ¿y si el secreto soy yo mismo, la legítima razón de ser de toda esta gente y del carcelario y desalentador paisaje que los cobija? Me adelanto unos pasos y vuelvo a tocar. Nadie abre. Instintivamente palpo una llave en uno de mis bolsillos. No la reconozco, pero instintivamente también la introduzco en la cerradura y la hago girar. Asombrosamente la puerta de la casa se abre. Intuyo sombras irreconocibles en el interior. Los pelos se me ponen de punta, doy unos pasos hacia dentro y digo ¡hola! dos veces y en voz alta. Nadie responde. Me estarán concediendo los últimos minutos por compasión a mi osadía, o a mi estupidez, o a ¡quién sabe qué extraños designios o rechazadas herencias desde otras vidas! Milagrosamente, entre las sombras y los escalofríos, palpo una llave de la luz. Enciendo, y al instante, se despojan todos los fantasmas de sus máscaras: las sombras toman su verdadera forma, la resurreción imaginada del principio comienza a transmutar su condición, y el secreto y la memoria se miran avergonzados, descubiertos por esa repentina iluminaria donde las luces y las sombras se confunden, y los hombres carentes de referencias son engullidos por su incomprensible realidad. De nuevo estoy en casa.



martes, 8 de septiembre de 2009

Los antídotos.


Frente a la cotidiana franja de un tiempo atropellado que exige proporcional eficacia y público aprovechamiento, yo hago crugir la tapa de una lata de cerveza. Muy fría, por supuesto. Frente a las prisas por llegar a ningún sitio y quedar bien con la carrera, yo ahora cuento hasta tres antes de lanzar el primer paso. Frente al discurso que allana el camino políticamente correcto de los oyentes y espera paciente su correspondido aplauso o parabién, yo me meto las manos en la nariz hurgando en los volúmenes y en mis historias. Frente a los alardes, los exorbitantes patrimonios y los proyectos adornados de lujo y dispendio, me pellizco en el ombligo para ahuyentar posibles querencias y acto seguido le propino un soberano puntapié a la envidia de otros tiempos. Frente a los sueños de otros pensando en la rentabilidad de mañana, yo espero que corra la noche y, en su larga desvelada, solo intuyo del día siguiente su precariedad. Frente a los que son incapaces de emocionarse con algo que no sean números, claves bancarias, reverencias y deber cumplido, yo me inclino obscenamente ante la clave del último número deshonesto que he montado y me siento emocionado y con el deber bien jodido. Frente a los que son insensibles al ruído de una música o de todas las músicas, a mí muchas de ellas me hacen llorar. Frente a los que te miran con desprecio por no atisbar otros prometedores instersticios, yo les enseñaría sin dudar el redondo y orondo instersticio del culo. Frente a los que solo les interesa progresar, ascender, subir, escalar, alcanzar o conseguir, yo disgredo y transgredo como las cabras, a saltos entre las normas y a risas entre los saltos. La última vez que escalé, socialmente, fué el otro día que me engarranché a una higuera para coger una breva delante de los amigos. Frente a la crisis, un buen polvo y un buen libro. Los libros siempre están llenos de polvo. Frente a los años, más años y que lleguen muchos más. Frente a los tontos, yo miro para otro lado. Frente a mí mismo, también miro para otro lado. Frente al Gobierno, un buen casting pornográfico. Frente a la oposición, un buen Gobierno y más casting pornográfico. Frente a la soledad, una buena sartén de papas con huevos estrellados. Frente al amor, imaginación y la libido bien cubierta. Frente a las mujeres, deseos perversos en la mente y distancia para el olvido. Frente a los amigos, lo que dijo Pitágoras: "El hombre solo puede tener una mujer y un amigo. Las fuerzas del cuerpo y del alma no dan para más". Frente a la muerte, resignación y venganza desde el más allá. Frente a la vida, no hay antídotos. Frente a uno mismo, el Universo entero postrado e incomprensible. Frente a la desesperación, la poesía. Frente a la poesía y junto a ella, entre otros, Jose Manuel Caballero Bonald. Ésta es su espectacular visión de los antídotos:

Tiempo de los antídotos

La edad me ha ido dejando
sin venenos, malgasté en mala hora
esa fortuna,
¿qué más puedo perder?

Llega el tiempo ruín de los antídotos.
Materia devaluada, la aventura
disiente de ella misma y se aminora.

Ya solo quedan rastros de peligros,
una zona prohibida apenas frecuentada,
la pauta exigua de lo inconfesable,
cierto amago fugaz de furia y desacato.

La osadía de bordes delictivos,
los deseos gastados
en los bruscos dispendios de la infelicidad,
la virtud y su inercia depravada,
el amor consumiéndose
como un licor impuro, la excitante
trastienda de la noche,
¿qué se hicieron?

Los años, ay de mí, me han desmentido.

jueves, 3 de septiembre de 2009

El viaje.


Alejo Cienfuegos se recostó sobre la hamaca y volvió a mirar a las estrellas. Fijó la vista en aquella que parpadeaba sobre la vertical de su cabeza y comenzó a imaginar. Primero pensó en la distancia inconmensurable que los separaba y después fue dibujando extraños paisajes sobre su faz. ¿Por qué algo que está ahí todas las noches se nos antoja tan inacanzable? ¿ De qué pretenden las estrellas ser testigos con su inagotable parpadeo? se preguntaba Alejo con nulas esperanzas de obtener respuesta como tantas noches a lo largo de su vida. Absorto en la contemplación, se sintió la parte más ínfima de todo el Universo y, sin embargo, tuvo la conciencia plena de que todos los mundos confluían en él. ¿Qué sería de todo lo existente sin la conciencia de una mente inteligente observadora? Tal vez había llegado el momento de entender la realidad, la realidad que se desplegaba a los ojos de Alejo, y que por tanto, legitimada por la propia observación, quedaba vinculada a su existencia dotando a ambos, el observador y lo observado, de un sentido cosmogónico, una indescifrable fuerza de correspondencia entre los dos, Alejo y la estrella.
Entonces, quiso llegar más allá. Centró toda su visión en el débil parpadeo, se enajenó del mundo cotidiano que le rodeaba, despreció todas sus misiones en la Tierra, olvidó por un instante a la familia y los amigos, y gritó en lo más profundo del deseo y las entrañas: "¡Llévame hasta alli! ¡Elévame en esa línea vertical hasta desaparecer en lo insondable y alcanzar aquella luz! ¡Demuéstrame tu poder, seas quién seas, y complace definitivamente mi curiosidad! ¡Hazlo siquiera una vez! ¡Por esta vez!". Alejo aguardó unos instantes y después sintió un escalofrío. Sin apartar la vista de la estrella comenzó a notar que su cuerpo se vaciaba, se despojaba de toda la materia haciéndose intangible. No sentía nada en su interior salvo el peso ingrávido de la mente. De repente, observó que se despegaba de la hamaca, muy lentamente, en total silencio y en medio de un repentino e insoportable terror. Segundos después ya volaba unas decenas de metros sobre su casa. Intentó moverse, pero fué inútil, tan solo su cabeza podía girar hacia los lados y hacia abajo como otorgándole el postrero beneplácito de la despedida. Su ascensión fue cogiendo velocidad a pasos agigantados. Apenas había transcurrido un minuto y ya no distinguía las luces de la ciudad. Sumido en el más extraño de los trances, Alejo pensó que había muerto repentinamente y esa era la primera escena del viaje sin retorno. Miró hacia arriba y allí permanecía su estrella en la misma vertical. De repente, se hizo la oscuridad total a su alrededor y un zumbido intensísimo comenzó a estallarle en los oídos. Al poco, observó esferas de cegadora luz que pasaban vertiginosas a su lado. Primero unas pocas, y después incontables, casi infinitas. De vez en cuando, alguna de esas fuentes de luz presentaba un tamaño muy superior al resto. Resignado con su nuevo estado de muerte o vida, y aún preso de un cósmico terror, hizo un último esfuerzo por despertar, por alejar de su mente tan terrible pesadilla, pero el tremendo espectáculo a su alrededor de vertiginosas luces e inquietante oscuridad continuaba incesante. Miró hacia su cuerpo y, entre los resplandores de las bolas de fuego y luz que cruzaban como el rayo, vio que lo tenía intacto. Llegó a tomar conciencia de la increíble velocidad a la que viajaba cuando, alzando de nuevo la vista, observó a su estrella como una pelota de tenis con toda su redondez. Instantes después, todo el espacio se iluminó cegándole por completo. El zumbido dejó de oírse y comenzó a sentir que la materia volvía a su cuerpo por todos los instersticios. Cuando la luz se disipó, alzó de nuevo la vista y contempló algo inaudito: una esfera gigantesca se mostraba en el cielo suspendida sobre la misma vertical de su cabeza. La velocidad del tránsito pareció aminorar y el planeta o lo que fuese se encontraba casi al alcance de su mano. Por primera vez comenzó a sentir un calor intenso. Instantes después el calor le quemaba las entrañas. El zumbido volvió a sus oídos y Alejo rodeado ahora por un denso manto de vaporosas nubes comenzó a perder la conciencia. Tuvo entonces la certeza de que había llegado el momento final. Después pareció recobrar vida y abrió los ojos. Miró hacia arriba y contempló el cielo azul y luminoso que ya conocía de otras veces. Miró entonces hacia abajo y observó un prado verde flanqueado por pequeñas manchas boscosas a las que se acercaba cayendo lentamente desde unas centenas de metros más arriba.
Suavemente, sin ninguna brusquedad, Alejo cayó sobre la hierba al tiempo que sentía todo su cuerpo y podía mover brazos y piernas. El viaje había concluído.
Trastornado y confuso, hizo un esfuerzo por regresar a la razón. Durante un tiempo estuvo observando el paisaje que le rodeaba hasta caer en la cuenta de que le resultaba un tanto familiar. Recordó que tan solo unos minutos antes se encontraba en el patio de su casa, contemplando las estrellas sobre una hamaca a las doce de la noche, y ahora, en cambio, un sol radiante brillaba sobre un prado y un bosque cuyo silencio solo alteraban los cantos de los pájaros. ¿Adonde habría ido a parar en medio de su locura? ¿Había alcanzado su estrella, o tal vez se hallaba de nuevo en casa perdido en medio de un bosque al que le habría conducido un repentino ataque de enajenación mental? Alejo se puso de pié, y armándose de valor, decidió averiguarlo. Atravesó el prado y el bosque colindante y, a lo lejos, descubrió lo que parecía una carretera. Comenzó a correr hacia allí y en el horizonte se perfilaron unas montañas que él conocía muy bién. Entonces se detuvo y se puso a llorar como un niño. Aliviado, supo entonces que estaba de nuevo en casa. ¿Pero cómo había llegado hasta allí, a unos 40 km. de su ciudad y pasando de la noche al día como se pasa del dos al tres? En cualquier caso se avino a considerar que mejor sería haber perdido el juicio o la memoria que haber muerto o aún algo peor como encontrarse en una estrella a millones de años luz de distancia y sin posibilidad de volver.

Cuando llegó a la carretera un camionero lo llevó hasta su ciudad. Alejo, todavía tremendamente confundido, se dirigió a su casa con rapidez. ¿Cuánto tiempo habría transcurrido desde su ensoñación en la hamaca? Todos los miembros de su familia deberían andar buscándole como locos. ¿Qué podría decirles ahora cuando le viesen aparecer?

Llegó jadeante hasta la puerta y comprobó que no llevaba encima las llaves, así que tocó el timbre y esperó sudoroso con una montaña de preguntas y respuestas amontonadas en su cabeza. Al cabo de unos segundos la puerta se abrió y Alejo sintió que se le helaba la sangre en las venas. El mayor rictus de terror de toda su existencia lo envolvió por completo: la persona al otro lado de la puerta era él mismo. Ambos se quedaron impávidos, mirándose con unos ojos que parecían querer escapar de sus órbitas. El Alejo de la casa se desplomó quedando sentado sobre el suelo mientras se golpeaba la cabeza. El otro Alejo, aún en pie, preguntó:
-¿Pero quién eres tú?

-¿Qué es esto?-. Atinó a decir por fin el Alejo sentado.-¿Qué locura es ésta? ¡Oh Dios mío, me he vuelto loco!

Alejo de pié comenzó a comprender al mismo tiempo que su desesperación alcanzaba límites indescriptibles. Miró con cierta compasión al Alejo sentado y poniendo una mano sobre sus hombros le dijo en tono de aparente calma:

- No has de preocuparte. No estás loco. He sido yo el que ha usurpado tu espacio. Es algo difícil de explicar. He venido desde muy lejos para darme de bruces con mi otro yo. ¡Qué extraordinaria falacia! Lo pedí y se me concedió. Y aquí estoy. Es inútil que te lo explique a pesar de que debemos tener idénticas capacidades para entenderlo, pero yo he sido el invasor. Jamás podría imaginar una cosa así. No digas nada, no llores, no cuentes nada de esto a los tuyos que en cierta forma también son los míos. Algún día lo entenderás. Ahora debo marcharme. ¿Qué pensarían tus hijos -los míos- si nos vieran juntos ahora a los dos? Entiéndelo como un jodido y puto milagro del cielo. Ya lo dijo Aristóteles hace muchos años: "¡Qué asco, si más allá de las bellísimas formas de Alcibíades, viésemos sus vísceras!". Yo acabo de verlas, las vísceras del Universo entero y de la tragedia del hombre. Debes olvidarme a mí y a este momento. Ya sabes algo más que el resto de la humanidad. Confórmate con eso. Ahora debo marcharme. Aquí solo puede permanecer uno de nosotros, y ése eres tú. Vive la vida de la mejor forma posible. Ahora ya sabes que no estás solo. Antes de marcharme te daré un consejo: No mires jamás con fijación a las estrellas, son pequeños diablos que nos vigilan desde la distancia. Ahora levántate.

Alejo y Alejo se fundieron en un abrazo despidiéndose sin una palabra más. Uno de ellos, se dirigió presuroso hasta el acantilado más alto que conocía y desde allí se arrojó al mar. Jamás fué encontrado.


Si el Universo es infinito, existe la absoluta y certera probabilidad de que algunos de sus planetas estén habitados por seres humanos, y en un momento dado que podría ser ahora mismo, por una humanidad idéntica a la que puebla hoy la Tierra.