viernes, 18 de marzo de 2011

Entrelobos

Antón Chejov decía que solo había dos clases de obras de arte: las que lograban emocionarle y las que no. Sentado frente a Entrelobos he sentido lo primero. El film de Gerardo Olivares me ha resultado una rareza, algo inúsual en la particular filmografía española tan recurrente y tan a medio camino en el logro de los aspectos esenciales. Desde esa atalaya de sorpresa, me he recreado en sus ambientes casi lascivamente, adormecido a voluntad en su imponente regazo de fauna y naturaleza, y fascinado por una fotografía que en algunos planos me ha parecido sublime. El principal enemigo de la cinta y a todo lo largo de ella es su historia verídica, un contratiempo que lejos de resultar un referente se ha erigido en algo imposible de plasmar a lo largo de dos horas y a pesar de los esfuerzos. Y es que los doce años de miseria, soledad y supervivencia vividos por un niño pastor en plena Sierra Morena de finales de los 50 es algo imposible de describir. Marcos Rodríguez Pantoja se llamaba y aún se llama la criatura, el hombre que dice entender más a las bestias que a los hombres.
Por una vez he dejado a un lado los enjuiciamientos para dejarme llevar por la inquietante mirada del búho y el aroma intenso a musgo y a jaras que se percibe con solo entornar los ojos y respirar hondo, el viejo anhelo asilvestrado que esperaba su momento para despertar.
Entrelobos me ha conmovido profundamente dejando a un lado sus discutibles componentes tecnológicos y su falta de ortodoxia narrativa. Bien es verdad que una parte de los sueños de Félix Rodriguez están proyectados en esta película, y más aún conociendo las dotes de documentalista de su director, algo no necesariamente malo que vuelve a resaltar la belleza del lobo y la espectacularidad paisajística de la Sierra Morena cuarenta años más tarde, el vigoroso renacer de unas nieblas que sirvieron de cobijo a lobos y bandoleros en aquella España tan triste que Olivares ha sabido rescatar.
La película transcurre enseguida y por eso quizás la quieras ver de nuevo al dia siguiente. Una rareza como ya digo y a pesar de sus cimientos narrativos, algo trompiconados y con un serio derrumbe en cuanto que el niño magistral (Manolete Camacho) deja paso al muchacho (Juan Jose Ballesta). Sancho Gracia, el pastor, apenas necesita hablar, se basta con su imponente presencia y la malafollá que le sirve de aparejo, un oportuno contrapunto a sus rudimentos y a su especial sabiduría.
La película no es un documental, pero lo parece, y las críticas siempre dicen que se podía haber hecho algo más. El que lo crea que lo intente, se eche las cámaras a las espaldas y recorra la Sierra Morena en busca de sentimientos. Toda novela se podía haber escrito de otra manera, como toda pintura podría mostrarse con diferentes colores. Esa Sierra, sus olores, sus misterios y su grandeza son tal y como la enseña Gerardo Olivares que para eso, además, es cordobés, y, muy, muy al final, deberá estar la trama -que habrá pensado él. Por eso los diálogos son justos y las peripecias escasas.
Como ha dicho alguién por ahí, en las manos de Clint Eastwood esta historia hubiese resultado algo grandioso, pero al yanqui, entre tanta maquinaria tecnológica, se le habría escapado lo esencial: la sutil captación de vientos que a ese cordobés pujante, como a un buen perro de caza, le ha permitido traernos la pieza a casa, un envoltorio de pura e hispánica naturaleza y un pedazo de nuestra Historia, en este caso tan mísera como cercana.
Fue en esos mismos parajes cuando hace ya algunos años, mi hijo David y yo, apostados en el puesto a la sombra de un chaparro, escuchamos, ya en las últimas, los gritos lastimeros del perrero llamando a la Pantoja y al Cadenas, dos canes que, al igual que aquel otro Pantoja, ya no quisieron volver a escuchar las monsergas de los hombres.

martes, 15 de marzo de 2011

Ora et labora

En Zaragoza, la capital, donde La Pilarica y el viento frío y aullador del Moncayo reparten a diestro y siniestro sus diferentes gracias, se encuentra el monasterio cisterciense de Santa Lucía. Lo puso en marcha Pedro II de Aragón, también llamado El Católico, a finales del siglo XII, y lo alegran hoy una veintena de monjas en un moderno edificio del barrio de Casablanca.
Se levantan muy temprano, comen poco, rezan mucho, saben guisar, zurcir, planchar, sembrar, restaurar, encuadernar y pintar. Y sus pequeños sobresaltos se ciñen tan solo al timbre de Vigilias, Laúdes, Misa, Sexta, Nona, Vísperas y Completas que viene a marcar el fin de la fervorosa jornada a las nueve muy en punto de la noche. Después, solo silencio y el ruído apagado de alguna cisterna, por los siglos de los siglos, durante todas las noches.
Pero la calma, que no el fervor, ha saltado por los aires. A maitines, o sea cuando todo el mundo duerme aún, llamaron la otra mañana a la policía. Unos ladrones habían violentado las puertas y descerrajado un armario de donde se habían llevado varias bolsas de plástico. Personados de inmediato en el convento, comprobó la policía que el asunto era tal cual y que toda la comunidad se encontraba sana y salva. Pero, ¿qué había en las bolsas? se aprestó a preguntar el comisario. Pues verá -contestó dubitativa la abadesa-, los ahorros, el esfuerzo y el trabajo de la comunidad. El comisario arguyó que le faltaban datos para llevar a buen puerto la investigación. Finalmente, la abadesa cedió a las súplicas: las bolsas contenían un millón y medio de euros en billetes de curso legal y sobretodo de una sola cuantía: 500 euros. El comisario tomó asiento enseguida y resopló mirando al otro lado del viento de la noticia. La abadesa, consciente del asombro, lo justificó: son los ahorros de toda la comunidad durante más de 40 años -volvió a decir, evitando esta vez el cruce de las miradas-.
Cuesta creerlo a pesar de los dogmas y de la Fe, pero al igual que Santo Tomás concretó las cinco vías para demostrar la existencia de Dios, observando detenidamente la web de las monjitas y sacando conclusiones, podemos poner sobre la mesa otras cinco vías, más versadas esta vez en el materialismo que en la trascendencia, a través de las cuales se demuestra que en un puñado de años, no necesariamente muchos, a base de rezar y trabajar se pueden llenar unas bolsas con un millón y medio de euros. A saber:
1.- Pequeñas ayudas recibidas desde otras colectividades y las propias enviadas desde el Clero.
2.- Donativos en metálico de una y otra índole efectuados por simpatizantes, cooperantes, altruístas y personas anónimas.
3.- Facturación de trabajos profesionales por restauración de libros, manuscritos, códices y otros documentos, así como por la encuadernación de los mismos en piel, pasta española, gualflex, telflex, oro, sepia, pergamino, etc,etc.
4.- Venta a galerías de arte, particulares, obispos, organismos oficiales y a través de portales de internet de las obras pictóricas de inquietante realismo llevadas a cabo por Sor Isabel Guerra conocida como "la monja pintora".
5.- Suma de todo ello a lo largo de los últimos quince o veinte años.
Pero, ¡ay!, que un millón y medio de euros parece mucha recolecta para un convento, excesivo premio a la virtuosidad y el fervor, un botín impropio de seguidores de Cristo con toca y hábito en pleno siglo XXI.
¿Pero como una congregación religiosa de clausura que ha hecho votos de obediencia, de castidad y de pobreza confunde la palabra de Dios con el negocio? Debió llegar un día en que postradas todas ellas ante los frutos incesantes de sus méritos, lograron caer en trance y, entonces, convinieron avenirse al sincretismo religioso que facultaría su nuevo status: armonizar, ¿por qué no?, el sacrificio y la riqueza dejando que la oración redimiese de las culpas. Así debió de ser en sus inicios hasta el mismísimo dia de autos en el que la virtud y la necedad se soltaron de la mano.
Juntar unos ahorrillos nunca ha sido algo dificil, pero entalegar 250 millones de aquellas pesetas por el trabajo de algunas monjas, parece un guiño eclesiástico a toda la clase empresarial. Un ejemplo a seguir que dirían los brokers si tal milagro llegase a cotizar en bolsa. Sin embargo en este caso no habrá peregrinaciones al uso porque el milagro del convento está desentrañado con solo asomarse a su web y a los cuadros de su monja más insigne. La maquinaria que aparece en las fotos para encuadernar y restaurar cuesta más que un cáliz de oro y brillantes y la maestría y especialización de los diversos trabajos que ofertan no deja muchas dudas a los Organismos, bibliotecas y particulares cuyas joyas literarias deseen vestirlas de gala. Algunos de estos trabajos no tienen precio, imaginémonos el trabajo de restauración de un viejo códice o un incunable. Estas monjas identifican, desinfectan, desmontan, limpian, eliminan, fijan, blanquean, desacidifican, neutralizan, secan, reintegran, montan y finalmente...cobran, como Dios manda.
Pero un convento no es solo, como ellas dicen, un lugar de espera y encuentro, también puede ser una fuente inagotable de inspiración, un nudo entrelazado de silencios y oración oportunamente alterado por la luminosa creatividad de uno de sus miembros: Sor Isabel Guerra, la monja pintora del cenobio. La excelencia de esta mujer ha sido capaz de llegar hasta los confines vaticanos de Benedicto XVI que posee uno de sus cuadros; los presidentes de la Conferencia Episcopal y otros altos prelados gozan también de sus obras pagadas a baremo de la santa voluntad. El resto de los clientes, en larga lista de espera, no va pagar menos de 15.000 euros, según la cotización actual, por un hiperrealismo inquietante que en el universo pictórico español han intentado minimizar calificándole de un cierto género "demodé". Y así lleva cotizando con su arte al santo armario desde hace más de cuarenta años.
Con estos burdos análisis podemos, no obstante, concluir que el origen del montante resulta justificado y hasta corto en su cuantía. Es un dinero ganado al tiempo y a la virtud, al trabajo bien hecho y a la maestría, a la humilde apariencia y a la graciosa gracia de toda exención de impuestos. Fue una noche aciaga aquella en que a deshoras decidieron conspirar contra el demonio de los números postradas esta vez frente a un armario. Sería la mejor manera de renunciar a las costumbres mundanas y a los exabruptos de Fiscos, Haciendas y obispados. Pero Dios cuida de las almas y no de los dineros y por eso el pájaro ha volado y ahora nadie sabe donde está.
Estar primorosamente dotado para la oración, el sacrificio, la vida insulsa y rutinaria, la creatividad, la meticulosidad, la iluminación, y el rechazo a los placeres de la plebe de extramuros, no exime de otras cosas, especialmente de la santa necedad de la que ahora habrán de dar cuentas, ante su Jefe Supremo, las altas esferas del Clero y esos inspectores con cara de culo que van a tomar a saco el convento cual si fuese un nuevo sitio como aquel de Zaragoza, tan heroicamente salvado por otra mujer, que con más arrojo y menos fervor que éstas, salvó, no obstante el honor y de paso también la vergüenza de las amargas derrotas en la casa de uno.
"Este lugar es una tierra de encuentro" es el lema que encabeza la portada de la web del monasterio cisterciense de Santa Lucía. Los ladrones han sabido interpretarlo con exquisita precisión.