Antón Chejov decía que solo había dos clases de obras de arte: las que lograban emocionarle y las que no. Sentado frente a Entrelobos he sentido lo primero. El film de Gerardo Olivares me ha resultado una rareza, algo inúsual en la particular filmografía española tan recurrente y tan a medio camino en el logro de los aspectos esenciales. Desde esa atalaya de sorpresa, me he recreado en sus ambientes casi lascivamente, adormecido a voluntad en su imponente regazo de fauna y naturaleza, y fascinado por una fotografía que en algunos planos me ha parecido sublime. El principal enemigo de la cinta y a todo lo largo de ella es su historia verídica, un contratiempo que lejos de resultar un referente se ha erigido en algo imposible de plasmar a lo largo de dos horas y a pesar de los esfuerzos. Y es que los doce años de miseria, soledad y supervivencia vividos por un niño pastor en plena Sierra Morena de finales de los 50 es algo imposible de describir. Marcos Rodríguez Pantoja se llamaba y aún se llama la criatura, el hombre que dice entender más a las bestias que a los hombres.
Por una vez he dejado a un lado los enjuiciamientos para dejarme llevar por la inquietante mirada del búho y el aroma intenso a musgo y a jaras que se percibe con solo entornar los ojos y respirar hondo, el viejo anhelo asilvestrado que esperaba su momento para despertar.
Entrelobos me ha conmovido profundamente dejando a un lado sus discutibles componentes tecnológicos y su falta de ortodoxia narrativa. Bien es verdad que una parte de los sueños de Félix Rodriguez están proyectados en esta película, y más aún conociendo las dotes de documentalista de su director, algo no necesariamente malo que vuelve a resaltar la belleza del lobo y la espectacularidad paisajística de la Sierra Morena cuarenta años más tarde, el vigoroso renacer de unas nieblas que sirvieron de cobijo a lobos y bandoleros en aquella España tan triste que Olivares ha sabido rescatar.
La película transcurre enseguida y por eso quizás la quieras ver de nuevo al dia siguiente. Una rareza como ya digo y a pesar de sus cimientos narrativos, algo trompiconados y con un serio derrumbe en cuanto que el niño magistral (Manolete Camacho) deja paso al muchacho (Juan Jose Ballesta). Sancho Gracia, el pastor, apenas necesita hablar, se basta con su imponente presencia y la malafollá que le sirve de aparejo, un oportuno contrapunto a sus rudimentos y a su especial sabiduría.
La película no es un documental, pero lo parece, y las críticas siempre dicen que se podía haber hecho algo más. El que lo crea que lo intente, se eche las cámaras a las espaldas y recorra la Sierra Morena en busca de sentimientos. Toda novela se podía haber escrito de otra manera, como toda pintura podría mostrarse con diferentes colores. Esa Sierra, sus olores, sus misterios y su grandeza son tal y como la enseña Gerardo Olivares que para eso, además, es cordobés, y, muy, muy al final, deberá estar la trama -que habrá pensado él. Por eso los diálogos son justos y las peripecias escasas.
Como ha dicho alguién por ahí, en las manos de Clint Eastwood esta historia hubiese resultado algo grandioso, pero al yanqui, entre tanta maquinaria tecnológica, se le habría escapado lo esencial: la sutil captación de vientos que a ese cordobés pujante, como a un buen perro de caza, le ha permitido traernos la pieza a casa, un envoltorio de pura e hispánica naturaleza y un pedazo de nuestra Historia, en este caso tan mísera como cercana.
Fue en esos mismos parajes cuando hace ya algunos años, mi hijo David y yo, apostados en el puesto a la sombra de un chaparro, escuchamos, ya en las últimas, los gritos lastimeros del perrero llamando a la Pantoja y al Cadenas, dos canes que, al igual que aquel otro Pantoja, ya no quisieron volver a escuchar las monsergas de los hombres.