lunes, 22 de febrero de 2010

The road ( La carretera)


La literatura, una vez más, vuelve a conceder oportunos préstamos al cine. La novela homónima de Cormac McCarthy, que obtuvo el Premio Pulitzer en 2007, ha cedido con inusual fidelidad sus cimientos narrativos a una cinta que, inusualmente también en estos tiempos que corren, ha logrado conmoverme. Un cataclismo deja a la humanidad superviviente en un estado de absoluta desolación donde la vegetación, las fuentes de energía y los alimentos han desaparecido. A partir de aquí, la degradación del género humano irrumpe con todo su desenmascarado esplendor situando a un padre -Viggo Mortensen- y a su hijo, en medio de una vorágine que tiñe el fondo de todos sus escenarios de un tétrico color gris.

La Carretera es una historia de familia, la lucha desmedida de un padre que se mueve entre dos mundos antagónicos sabiendo que el horror y la falta de esperanza no son suficientes para doblegar las fuerzas de quien ya solo persigue que su hijo pueda morir unos instantes después que él.

La Carretera es una sospechosa e inquietante pesadilla en la que uno penetra con el primer fotograma y ya no abandonará casi nunca del todo. Tan es así, que cuando se sale del cine y saltan a la vista todos los refulgentes colores de los neones de los anuncios y la gente habla y ríe a tu alrededor, piensas si acaso no será ese el escenario supremo de una ficción: la gran mentira que supone tenerlo todo aún a mano. Tomar conciencia de esta película requiere, tras escapar del ahogo existencial en el que uno se ve envuelto, volver a respirar una vez finalizada, mirar en derredor, observar a los tuyos y a los otros saciados y hastiados de tantas y tantas cosas, y preguntarnos cuánto nos queda para llegar hasta ese momento en que nuestros hijos serán devorados por otros humanos que no tienen otra cosa para comer. Confieso que, en algún momento, la recreación y hasta la frase precisa, lograron traerme a la memoria algunos amargos y emotivos pasajes de aquellos tiempos en los que yo, aún siendo un hijo bien arropado entre las caricias y los juguetes, sentí que algo también moría dentro de mí.

La Carretera es una película que hay que ver, un mal trago que pasar como la ingesta de algunos nauseabundos medicamentos. Curiosamente fui a verla con uno de mis hijos. Cuando llegué después a mi casa y me meti en la cama, caí en la cuenta de que 3300 noches durmiendo solo, no deben producir el más minimo terror o desaliento cuando se tienen otras razones para luchar o se disfruta conversando cada día con quienes te miran a los ojos sin preguntarse si eres o no de los buenos, tal y como hacía el chico de La Carretera cada vez que miraba a los ojos desgastados de su padre.

martes, 9 de febrero de 2010

Integreitor y Termineitor.

Dentro de 20 o 30 años, en los corrillos tertulianos de los pueblos y en las hordas pandilleras de los campus universitarios, se hablará de la nefandad de los dos personajes más payasos de la política de aquella cercana España al filo de su desmembramiento. Aznar y Zapatero, Santiago y cierra España, el bigotes y el cejas, integreitor y termineitor, los salvapatrias de sus propias y respectivas patrias. Dará escalofrío recordarlos. Al uno y al otro. A cada cual por lo suyo, que no es poco. Al final de cada tertulia, y a pesar de sus diferentes componentes de estatura e ideológicos, serán devueltos a un mismo saco, el que les corresponde a los deshechos que no cumplieron con su momento mágico y acabaron en meros despojos de un naufragio que cada uno de ellos diseñó por mor de sus desatinos y sus obscenas obsesiones. Aznar y Zapatero. Uno el hijo tonto de Atila, el que mandó a todas sus huestes y sus deseos en ordenada sumisión a congratular al Atila americano, procurando que no creciese la hierba ni en la mesa donde tributariamente aposentaba sus cortos pies delante del jefe. El otro, un advenedizo con cara de rosa incipiente, o sea de capullo, e instintos mesiánicos de absoluto convencimiento, que nos condujo a la absoluta ruína por el sendero de su estúpida sonrisa y el vientecillo favorable del beneplácito de la imbecilidad nacional. Ambos, líderes de su trasnochada y sosa idiosincrasia, perfectos estudiosos de los beneficios vitalicios del voto, descafeinados apologistas encubiertos del fascismo y el comunismo de los tiempos modernos y sendos sheriff de unas legislaturas que dejaron al pueblo sin credibilidad y sin pan, pero con muchos chorizos campando a sus anchas.
Y se recordarán entre risas y rechinar, no obstante, de dientes, con la memoria de la mala leche aguantada. Y se guardará un minuto de silencio por cada uno de ellos a mitad del discurso para cerciorarse, desde la quietud, de que están en los infiernos, cada uno en el suyo como ha de ser, cada uno a contentar a sus brasas como a sus jefes de antaño: el Atila americano, los señores feudales, los bancos, las putas, los chorizos, los maricas, los corruptos, las adolescentes, Manolo Chávez, y toda la jerarquía planetaria de todos los espacios siderales con todos sus agujeros negros incluídos. Y alguién llorará en silencio desde cualquier recóndito rincón recordando al que murió muy lejos en aquella cruzada ajena. Y otros, apretadas las mandíbulas, murmurarán palabras ininteligibles en honor de la satánica santidad que les dejó sin negocio, sin trabajo y sin razones para seguir adelante. Ambos también, el bigotes y el cejas digo, contribuyeron al paradigma de la dicotomía nacional de imposible vuelta atrás, el dibujo esperpéntico de los dos bandos ideológicos, los indios y los vaqueros, la España inculta y la España boba, arcaicas y obscenas reminiscencias de antiguas guerras civiles en cuya mierda ahondaron y ahondaron buscando razones para otra nueva.
Aznar, el gran fundador de la filosofía patética, que no peripatética, con su cansino tratado del "váyase señor González" y ese emperifollado pragmatismo que le imposibilitaba poderse reir como Dios manda, acojonó a toda la clase obrera del país. Zapatero, el capullo de la sonrisa tonta e inoportuna, algo más tarde, los remató. Sus respectivas legislaturas resultaron, no obstante, sinfónicas, acomodadas a diferentes principios, pero orientadas a parecidos desastres. Uno contra el pueblo, el otro para el pueblo, el pueblo progresivo y el pueblo corrosivo se entiende, la acción en cada caso del disparate exento de razonabilidad, el gobernar en aras exclusivas de la apología del voto sin importar en uno u otro caso los daños colaterales, los poseedores de la gran verdad que es esa gran mentira en cuyo espejo recreaban lascivamente cada noche sus tristes figuras y se metían en la cama santiguándose el uno y besando a su foto de carné el otro.
¿Qué hicimos nosotros Señor en aquellos tiempos para merecer a tan babancas dirigentes? Los españoles somos así, multiculturales, pralinés como el chocolate falso, estúpidos y orgullosos a un tiempo, de gatillo fácil e inexcrutables cuernos, de aborregadas costumbres y criptográficos dialectos capaces de sublimar expresiones como el "ven acá pacá" tan en boga entre los agentes secretos del CNI. Sí, ya sé que tuvimos lo que merecíamos, pero ¿tanto merecimos Señor? ¿Cómo pudistes ponerlos tan consecutivamente en nuestras vidas? El tonto, el feo y el malo. Sí, ya sé que son dos y no tres, pero se lo repartieron. Tú dijistes: "¿No queréis caldo? ¡Pues entonces tomad dos tazas!", y nos enviastes a tu nueva versión de los mesías, uno la metamorfosis de Charlot con cara de culo y sonrisa de gringo de las praderas, y el otro un alienado ser mitad de Mr. Bean y tres cuartas partes de un advenedizo idiota inculto aún por llegar al mundo.
Nos han jodido Señor, entre los dos y a partes iguales para que no se molesten ni ellos ni sus secuaces. El integreitor fundamentalista, talibán de las más altas consignas facistoides de la patria, y el termineitor conciliabulista, el angel exterminador del pan, de las pensiones, de los negocios, de la alegría, y de la familia tal y como ya la entendía Aristóteles en sus preclaros discursos del siglo IV antes de que Tú llegaras con aquellos indicios de esperanza.

domingo, 7 de febrero de 2010

El espejo mágico.


Hoy he vuelto a ver a Irina Shutova y, expectante, me ha preguntado si se me habían arreglado ya las cosas. Parecía estar segura de mi respuesta antes de que pudiese abrir la boca. Cuando le he contestado, ha sonreído a medias. Como la medida, más o menos, de la solución de mis problemas. Me sorprende tanto como me hace feliz que alguién, que he visto dos veces en mi vida, se interese por mis cosas mucho más que los que veo a diario. Aquella primera vez, me miró con fijeza a los ojos, se puso de pie y, acercándose, me dijo que yo era un hombre con una gran fuerza interior y que tuviera paciencia para esperar a que se resolviese lo que me estaba quitando el sueño. Y yo tan solo le había dicho mi nombre y comprado una de sus piedras. Después me regaló una de ellas con un árbol en el centro diciéndome que, cómo el árbol, la vida también ha de dar sus frutos, pero en la estación adecuada y no cuando a cada uno le interese. Hoy me ha regalado una postal de su cosecha con una diosa griega junto a una fuente rebosante de flores y frutas. Dice que significa la abundancia. La he puesto en mi casa junto a la piedra del árbol, como tributo a su sonrisa y sus deseos antes que a cualquier creencia mojigata en los conjuros. Irina mira a los ojos desde dentro, desde lo más hondo. Ella dice, no sin cierto pudor, que lee en el alma de la gente, que lo aprendió de niña al pie de las montañas del Altai y lo supo años después en su peregrinar por medio mundo. Yo creo que es su propia alma la que ella puede contemplar a capricho, y lo que ve, intenta entonces reflejarlo en el alma de los otros, si es que de verdad poseemos esa especie de apéndice interestelar. Mi maestro Bramante ya lo refiere en su particular teoría del espejo mágico: " Solo lo bueno y lo malo que hay dentro de nosotros mismos es lo que podemos ver proyectado en los demás, así que cuando mires a los otros intenta tomar conciencia de ellos con tus mejores deseos e intenciones". Por eso creo en lo que dice Irina, porque sus buenos augurios no son sino la propia felicidad que refleja su mirada, una inequívoca paz interior que ella pretende transmitir a los que, como yo, sabe que andamos a saltos entre el desasosiego, el movimiento caótico y la falta de horizontes.

¿A qué se puede encomendar un hombre cuando no se siente satisfecho de sí mismo? En otros tiempos tal vez hubiese nombrado a todo lo que se mueve alrededor y no a uno mismo, pero es el propio tiempo el que se encarga de advertirte que estás solo en el mundo. Como los naúfragos en una isla desierta, los humanos somos capaces de fabricar un muñeco de paja para echarle siempre la culpa al otro y exasperarnos aún más ante su silencio. ¡Cuán tonta es a veces la inteligencia! Si fuésemos capaces de hacer un cómputo nos daríamos cuenta de que a cada jornada solo le corresponden unos cuantos instantes de verdadera lucidez, es decir, aquellos momentos en los que uno deja de ser un gilipollas propinándole, de paso, un puntapié a la vanidad y los intereses. Es cierto que somos algo grande, tan grande como todas nuestras congojas y alegrías desparramadas a lo largo de un desierto inacabable, tan grande como una música que inesperadamente te rescata del más sobrecogedor de los abismos, tan grande como un padre o una madre o ese hijo que lleva tu sangre y porta tus apellidos, tan grande y oscuro como el amor, y quizá también, tan inexistentes. La imaginación puede ser más grande que la realidad entera. ¿Qué parte de una y otra nos corresponde a nosotros? Al final, ¿qué habremos aprendido o qué habremos de contar?. No veo que los hombres se vuelvan más sabios con los años, aunque sí más resignados. Llegamos llorando al mundo -intuyendo ya lo que nos espera- y nos vamos en silencio, viejos, feos y arrugados. La vida es un proceso contradictorio e involutivo como nuestra forma de pensar. La naturaleza evoluciona y el hombre involuciona: nace sabio y muere parkinsoniano y confuso dejando una estela de deshechos tras su paso y algún que otro recordatorio de onomástica. Desde ese resultado, ¡cuán inútil y ridículo resulta hablar de destino o de proyectos a largo plazo! Y el nacimiento de cada cual es un fenómeno aleatorio, de completo azar, en el que nadie puede mandar a priori. Así que a poco que miremos hacia adentro habremos de concluir que la vida solo es el paso de cada día, la emoción de cada día, la ilusión momentánea, la carcajada sobrevenida, el beso imprevisto, el latido de otro corazón que se ha acercado inesperadamente, el vaso de vino que se apura sin esperar al siguiente, la pulsión instantanéa e injustificada a todas luces de la felicidad, el proyecto del minuto siguiente, o el cuerpo que jadea entre nuestro cuerpo esa misma noche. Lo demás, lo que se espera, lo que ha de venir, lo que se desea, lo que se ansía, es el preciso resultado de esa imperfección que nos va alejando de la trascendencia con el paso de los años. Un guiño burlesco a nuestra propia existencia. ¿Aún no nos hemos dado cuenta de que somos pequeños Dioses y que tal vez la suma de todos nosotros, los presentes, pasados y futuros, constituya la esencia de todas las esencias: el propio y verdadero Dios? ¿Cómo, si no, entender todo esto: la pasión, el deseo, la emoción, el llanto, la tristeza y la carcajada, encerradas en un espacio tan chiquito como un traquetreante corazón?

El ser humano es más feliz en tanto que es capaz de soltarse de todos sus lastres y no exigirle tributos al de enfrente o al momento inmediato anterior o posterior. Por eso procuro morder a la manzana que está aún en el árbol, o jugar al golf ahora mismo en la alfombra de mi casa antes que mañana en las verdísimas praderas de Valderrama, o decirle sin decirle a la mujer que ha decidido compartir conmigo un fugaz momento que es la mujer más importante de mi vida, o querer a los míos de un atracón y no a pequeños sorbos como los seres preventivos idiotizados por los apartijos y el racionamiento. Por todo eso nos llaman a los que somos así, hombres sin cabeza, araganes arrebatados por la catarsis del momento que no saben administrar la larga vida del falso rey, los impetuosos que como las putas nos vamos de bareta con la primera carantoña.

Nada me ha de cambiar. O al menos lo procuro. Irina también lo ha visto: esa fuerza interior no es más que ese atropellado ímpetu que otros no entienden, un deseo exacerbado de vivir el momento, en cuyo momento, también se recuesta y se acomoda la tristeza y, a veces, también la alegría.

lunes, 1 de febrero de 2010

Avatar.


El cine, como la música y la paella, es algo mágico. Suculento, embriagador, caústico, reconstituyente y oportuno. Así es algunas veces. Por eso me permito ir tan solo algunas veces al cine. Bastante tiempo pierdo ya mirando a las estrellas. Hacen falta muchos medios y una cantidad suficiente de talento para poner en escena una obra como Avatar. James Cameron llevaba mucho tiempo intentando parir algo diferente y acaba de estamparnos sobre las incómodas gafas 3D el augurio de que aún no está todo inventado. Como en la literatura o en la música y en el sexo. Que se lo pregunten si no en esto último a un paisano que en su febril deseo de contribuir a la eficiencia de los placeres terrenales, se enroscó un cojinete en estado de calma y se lo tuvo que sacar -ante la inoperancia de los médicos- el jefe de mantenimiento del hospital cuando se presentó la tormenta en todo su estrangulante esplendor. Pero Avatar no ha necesitado de esos mecanismos para producir ciertas dosis de ensoñación en las conciencias de los espectadores. A nosotros los humanos -alienígenas en la película- nos sobra robotización y nos falta sentimiento, conciencia de las cosas en un estado no necesariamente puro, y más aún conforme avanza la rueda demoledora del transcurso de los siglos que nos va acercando a lo salvaje antes que a la santidad.

En Avatar, fuera de su tridimensional concepto visual, se participa a un mismo tiempo de lo místico y de los salvaje, de la exuberancia abrumadora del paisaje y de los entresijos cansinamente egoístas del corazón de los humanos, el hombre y la naturaleza febrilmente enfrentados cuando deberían sostenerse a sí mismos como dos siameses que comparten un único corazón. El argumento no resulta especialmente novedoso, pero la puesta en escena y el mensaje, apenas si necesitan de estructura narrativa. El mundo se mueve en Avatar con los mismos impulsos que en la vida misma: el amor y la ambición tiran del carro, como casi siempre, en sentidos contrapuestos. Pero en medio de esa conocida vorágine desde la noche de los tiempos, surge el milagro: el alienígena de la cinta y el mortal espectador -alienígena de sí mismo- logran conectar asombrosamente con lo más esencial de la naturaleza que les rodea durante algunos cortísimos instantes de la historia. Cameron ha tocado una puerta ancestral: la de nuestros terrarios orígenes y a ella nos remite, prodigiosamente, en unos momentos cuya pulsión nos inunda , sobretodo, de una abrumadora quietud, el ensamblaje audiovisual de un origen y un destino -el nuestro- que está irremediablemente en perfecto equilibrio con una naturaleza que, en Avatar, es una gigantesca fábrica de sueños y de vida. La estruendosa batalla final rompe en parte ese equilibrio y nos recuerda, una vez más, nuestra jodida actualidad. Los grandes cineastas parece que no pueden escapar a ese recurso, aunque no sea precisamente eso lo que queda en la retina cuando uno, a regañadientes, se levanta de la butaca.

Avatar es un gran parque temático colmado de Alicias en el País de las Maravillas, edenes que lamentan su particular cuenta atrás desde el momento en que los humanos se suben a la vagoneta. Un día antes de ver la película, curiosamente, estuve leyendo a Henry David Thoreau en Walden, la vida en los bosques, la ruptura del hombre con el hombre para indagar en las esencias de la naturaleza que son también las suyas. La épica de Avatar y sus facciones de alienígenas humanos no se apoya en el fragor catártico de la gran batalla final, sino en el milagro de la abstracción que muchos espectadores van a sentir en esos contados instantes de la cinta en los que uno quisiera ser bosque, lluvia o savia antes que mortales humanos alienados de egoísmo e insatisfacción. Algo desde luego inusual dentro y fuera de una sala de cine.

Thoreau, en el siglo XIX, también sintió algo parecido: "Una vez que el hombre es calentado ¿qué más puede desear?".