lunes, 29 de diciembre de 2008

El mundo patas arriba

Lo dijo no hace mucho Eduardo Galeano en TV: "El mundo está patas arriba". Los mares, a veces, están revueltos, encrespados, gruesos o amenazantes, pero nosotros, el mundo, estamos patas arriba. Cuando Galeano pronunció la frase sin duda la ilustró en su pensamiento con ese estado ridículo que adoptan las cucarachas antes de morir. Para darnos cuenta de ello no hay que haber pasado por la Universidad ni gozar del beneplácito de las arrugas, tan solo hay que estar en el mundo y mirar hacia cualquier lado: a derechas o a izquierdas, arriba o abajo, adentro o afuera de todos esos submundos que nos acogen a pesar de las dolorosas huellas que vamos dejando atrás. Nadie puede negar a estas alturas que estamos hechos del bien y del mal en una mezcla cuyas proporciones manejamos según nos deja la conciencia o nos aprieta la ambición, y que por tanto justo es hacer uso de ese inherente y dual espíritu que viaja desde siempre con nosotros, pero la responsabilidad del equilibrio, la lucidez básica para evitar la catástrofe y la propia conciencia de nuestra condición de seres superiores, están desapareciendo para dar paso a un nuevo horizonte, una emergente monstruosidad que se refleja dia a dia en el pensamiento y en las actuaciones individuales, colectivas o estatales. ¡Un nuevo orden mundial! parece ser el nuevo grito salvador que propugnan algunas sectas esotéricas y algunas otras gubernamentales. Sería parafraseando a Giuseppe di Lampedusa "dejar las cosas como están para que todo cambie", pero en este caso hemos sobrepasado ese pensamiento: "hay que desordenar todas las cosas para que vuelva el orden a algunos sectores, algunos países, o cuando menos, a algunos cortijos". Y ese parece ser el camino trazado por los que todo lo pueden, sin ser siquiera dioses, implicando a los menos poderosos en un continuo rechinar de dientes, en actitudes suicidas bajo el paroxismo de la iluminación, en lanzamientos de piedras y de cuchillos, y entre desastre y desastre, en millones de llantos que nadie escucha como música de fondo.
Ahora, en pleno siglo XXI, solo vale el resultado, la cuenta de explotación, los ratios de rendimiento que nos indican que somos más poderosos que los de al lado mientras éstos últimos se tiran desde las azoteas cuando toman conciencia de la desventaja. Y en medio del tumulto corre la sangre por casi todos los rincones de la Tierra, y el hambre y la miseria aniquila a los que llevan ya decenios revolcándose en su propia mierda. Pero ya estamos acostumbrados.¡Qué fácil resulta mirar hacia otro lado cuando la barbarie corre tan lejos y el frigorífico rebosa de alimentos!
Dulce bellum inexpertis! que dijo el poeta griego Píndaro cinco siglos antes de Cristo -dulce es la guerra para quienes no la han vivido-, y qué fácil es diseñarla desde los despachos donde jamás van a salpicar la sangre y las vísceras contra los cristales. En El nombre de la rosa los hombres mataban por un libro, y ahora, ocho siglos después casi nadie está a salvo de los efectos secundarios y devastadores que genera el dinero, el poder, o el odio entre los pueblos y las culturas. Países completamente arruinados por la corrupción y el tráfico de drogas, otros en la agonía de no tener ni agua ni alimento, otros en continua guerra por usurparle al vecino un puñado de bancales, las grandes multinacionales contaminando los acuíferos y desertificando los espacios verdes, y nosotros, los ciudadanos anónimos de a pie, pensando en como joder al que parece que pudiera hacernos sombra alguna vez. ¡La bellum internecinum! la guerra hasta la exterminación. ¡Mirad si no a los telediarios! Ayer volví a quedar sobrecogido viendo pedazos de cuerpos que aún se retorcían y se movían sobre el asfalto en la franja de Gaza en Israel, troncos aún suplicantes y niños con solo media cabeza en medio del aullido de unos padres que vivirán el resto de sus días clamando venganza. Una acción "ejemplarizante" según el Gobierno israelí con trescientos muertos de nada, asumida en plena correspondencia por el portavoz de la Casa Blanca. Aún así, los tiempos cambian y las esperanzas de los hombres se renuevan: el futuro Presidente Barak Obama ya tiene designados los tres nombres para la elección del que será el nuevo hombre en las relaciones entre Palestina e Israel, y los tres son judíos.
Alea iacta es, la suerte está echada que dijo Julio César, y bien echada.

jueves, 25 de diciembre de 2008

El Mayo

Ha muerto El Mayo y no hablo de primavera. Hablo de un hombre que vivió como su apodo: barruntando días felices uno tras otro. La última vez que lo vi, había perdido muchos kilos, "el sobrante" que me decía con su risa de siempre atropellada e inocente. Y entonces le dije: "¿Pero qué has hecho con la barriga?", y él se miró hacia abajo con un gesto de nostalgia poniendo de nuevo esa cara de niño de la que nunca fue capaz de despojarse y diciendo "¡No sé...no sé! La verdad es que nunca sintió necesidad de saber de muchas cosas ¿Para qué? El mundo era un tio vivo de objetos y personas sencillas que giraban a su alrededor mientras él las observaba sin más pretensión que las de dejarlas bailar al son de su inacabable sonrisa. Un Mayo complaciente, inofensivo -cosa rara entre la especie-, desorganizado por su propio derecho y voluntad, y sobretodo feliz con la "poca cosa" de una familia de mujeres chicas y grandes en la casa que siempre lo manejaron con afecto y admiración. Quizás por eso mismo, cuando se le preguntaba por su mujer y sus hijas, decía que vivía "más rodeado de chochos que de aire". Era un hombre joven, de nariz aguileña y un dedo menos en la mano izquierda o derecha -que ahora no recuerdo bien- y que a requerimiento, solía mostrarla siempre con una mueca de resignada nostalgia. Procedía de una de esas familias humildes y auténticas de pescadores de Roquetas ya al mismo borde de la extinción, y él que de jureles y sardinas sabía más que nadie, logró despistarse de la faena cuando dejó de ser niño y ahora andaba de "relojero" de aquí para allá, que en estas tierras suele ser el que abre la llave de los pozos para echar el agua. Me contaba que el suyo era un trabajo cómodo como ninguno, pero que pasaba la intemerata cada vez que tenía que ir al pozo a las dos de la mañana. El Mayo sentía verdadero terror por las sombras y la noche. Algo de lo que yo solía hacer un uso desdichado cada vez que averiguaba que le tocaba ir al pozo esa noche: "mira que si cuando llegues te encuentras esto o lo otro...". Entonces parecía adelantar el estado de terror que le esperaba horas más tarde y, con el gesto bonachón de siempre, me decía" ¡Calla...Juanico, calla! Contó que una noche al llegar al pozo escuchó algo así como un zambombazo y que entonces se tiró por la ventanilla dentro del coche y salió a toda marcha camino abajo sin encender ni luces ni nada y llevándose pedrizas y matorrales por delante. ¡Y era verdad! ¡Cuánto me habré reido con él por esas cosas! Aunque en los últimos tiempos nos habíamos visto muy poco, yo se bien que me apreciaba y él también sabía lo mismo de mi, por eso la noticia de su inesperada muerte me dejó casi inconmovible, absorto en la contemplación de uno de los auténticos paisajes de la nada, el vacío de una estela luminosa que pasa fugaz y desaparece al instante. Estela se llama precisamente su hija más pequeña.
Dicen que solo se mueren los buenos y es verdad, porque cuando se mueren los otros, a esos nadie los echa de menos. Ha muerto El Mayo y no hablo de primavera.

lunes, 15 de diciembre de 2008

"Los muertos que vos matáis gozan de buena salud"


Todo se reduce a lo mismo en esta y en pasadas vidas: maquinar avara o lujuriosamente alrededor de una chimenea, una lumbre o un fogón, contra los demás, contra la pared, o contra uno mismo, que también resulta gratificador y a veces hasta conveniente. La fascinación más primitiva de los humanos fue la que les produjo la primera hoguera. Desde ese lejano momento, todos nos convertimos en idólatras del fuego y aún hoy sigue siendo para muchos su único dios. Tal vez para los menos equivocados. El fuego es algo mágico, inexplicable, doloroso y, al mismo tiempo, purificador. No existe ninguna otra cosa -la cosa es todo aquello que no se sabe bien qué es- que aglutine tantas propiedades, tantos usos, tantas reverencias, y además incite tan oportunamente a la transgresión, es decir, a ser caníval de tus propios instintos cuando se siente muy cerca su llamarada.
El otro dia pudimos constatarlo en medio de esos llanos inauditos dominados por el frío y la soledad al norte de Las Cañadas de Cañepla. Cuando bajamos de los coches a la puerta del cortijo, soplaba el viento y crujía la tierra con cada paso. Una inmensa alfombra blanca de escarcha se extendía desde nuestros pies hasta donde alcanzaba la vista que no era mucho por el obstáculo de la niebla. A 2º bajo cero la intemperie no parecía el mejor refugio, así que corrimos hasta el cortijo, y allí, en una de aquellas habitaciones cochambrosas con una chimenea a punto de venirse abajo, encendimos una lumbre. Todos en corro alrededor de las llamas, apenas si hablábamos mientras extendíamos las palmas de las manos y acercábamos las botas a las ascuas. En pocos minutos, la habitación pareció recobrar vida y nosotros tomamos conciencia del alivio de esa nueva fuente de energía. Fue entonces cuando el fuego mostró la antigua complacencia que los humanos siempre hemos devuelto en forma de chanzas, verborrea, mentirijillas y conspiración. Junto a la chimenea, había una cama con un colchón mugriento y unas mantas deshilachadas, y entonces, alguien imaginó en voz alta el chasquido de unos cuerpos revolviéndose jadeantes entre la mugre y el fuego sin importarle ni lo uno ni lo otro. Otro imaginó el chisporroteo de unos chorizos y unas morcillas entre las brasas, chorreando grasa y alimento, hasta el justo punto de ser retiradas para engullirlas. Otro se asomó por la ventana para cerciorarse que no se acercaban los nuevos socios del coto y, a continuación, propuso mil métodos para reducirlos a comparsas en la nueva sociedad. Otro imaginó al mandatario político de turno en pelota picá a la vera del cortijo mientras gritaba y aporreaba la puerta suplicando algo de calor antes del rictus agónico de la "risica". Y el último, el que más callado estaba, al propinarle un violento palmetazo en las espaldas para sacarle del letargo, respondió echando mano del refranero picantón y popular: "Cuando hay nieves en las cumbres, hay más pollas en los coños que ollas en las lumbres", y se quedó tan tranquilo ensimismado en el fuego.
En definitiva, un momento, un lugar, mucho frío, unos palos, la mano final que los prende, y ¡¡zas!! aparece victoriosa la lujuria, la lascivia, el deseo, la soberbia, la gula, la trampa, la conspiración ...y ¡¡la gloria!!. Todas ensambladas, todas convenientes, todas tan humanas.
Ya se dijo una vez alrededor de un buen fuego: "Los muertos que vos matáis gozan de buena salud". Para escapar de esas muertes, solo tenemos que acercarnos a una buena lumbre y escuchar al mensajero por enemigo que sea. ¡Mirad si no en las fotos de arriba y veréis lo que nos despachamos esa misma tarde!

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Cuando los filósofos advierten que ya todo está dicho hay que ponerse a temblar



En el año 415 de nuestra Era, Hypatia de Alejandría fue brutalmente asesinada por una turba de cristianos exaltados. Matemática, astrónoma y filósofa, Hypatia enseñaba en su propia casa y por las calles de la ciudad la filosofía de Platón y de Aristóteles a todos aquellos que quisieran escucharla. Fue la última filósofa y científica pagana del mundo antiguo. Tras su muerte, que coincidió con la caída del Imperio romano, sucedieron los mil años de caos y barbarie del oscurantismo. Ochocientos años después, Santo Tomás de Aquino escribe la Summa Theologica donde describe las cinco vías para demostrar la existencia de Dios, pretendiendo aunar, no obstante, los conceptos de Fe y de Razón, reinterpretando la filosofía de Aristóteles y reconciliándola con la de san Agustín y con los eruditos islámicos Averroes, Avicena y Maimónides. Seis siglos después, Hegel propugnaba la idea de un conocimiento absoluto y espiritual de carácter metafísico, consituyéndose en el paradigma del Idealismo filosófico. A esa corriente se le opuso de inmediato la filosofía materialista de Karl Marx que solo le concedía créditos a lo empírico, es decir, a lo que resulta científicamente demostrable. Es entonces cuando irrumpe Schopenhauer con su filosofía voluntarista: "No es la inteligencia lo que determina el deseo sino el deseo lo que determina la inteligencia y el conocimiento, pero un deseo cósmico, infinito, ha de ser por definición un deseo insatisfecho, lo cual nos ha de conducir al pesimismo". Y finalmente, contemporáneo también a estos últimos, aparece Nietszche con su famosa frase de "Dios ha muerto", propugnando el nihilismo, la doctrina de la nada y cerrando el otro extremo de la cadena del pensamiento filosófico del siglo XIX: el mundo firme, ordenado, espiritual y compacto de Hegel.
Ya en el siglo XX, los filósofos se han untado, con más o menos resignación, del pragmatismo que ha marcado esta era nuestra de la modernidad. Las teorías filosóficas han estado irremisiblemente entroncadas con las tecnologías y los movimientos vanguardistas, los mercados, la rentabilidad, la economía, el consumismo, y en definitiva, la figura del hombre despojado de su romántica espiritualidad, pero atrozmente acosado por las exigencias de la eficacia.
De cualquier forma, los filósofos, antes y después de los tiempos de Hypatia, han formado siempre la parte esencial del tejido de los luchadores del pensamiento, los cruzados contra la inconciencia y los insensibles al conocimiento, un grito permanente de atención contra los bobos amorfos que jamás se han parado a hacerse alguna pregunta. Y ese es su gran mérito a pesar de la incomprensión y el desprecio que a muchos les han suscitado a lo largo de los siglos.
Las corrientes filosóficas, al igual que las personas, se han enfrentado tradicionalmente desde muchos siglos atrás estableciendo en muchas ocasiones, desde su propio antagonismo, una dualidad que en su conjunto constituía la propia comprensión de la idea: Platonismo y Aristotelismo, Positivismo y Negativismo, Idealismo y Materialismo, y una serie de corrientes que, aún antagónicas, han sabido coexistir sin denostación alguna: el Nihilismo, Agnosticismo, Existencialismo, la Filosofia Escolástica y la Teología como materia esencial del Catolicismo.
Parece ser que andamos en unos tiempos en los que se ha despojado al hombre de su papel. Las nuevas corrientes del realismo, el oportunismo, el imperialismo y ese concepto tan poético de la globalización nos están despojando de nuestra propia individualidad, esa parte tan inalienable de la que los filósofos nunca se han olvidado. Sin embargo, el feroz enmascaramiento al que nos está sometiendo la modernidad parece que está acallando también sus voces, las voces tantas veces difíciles de entender, pero siempre alejadas del tumulto de lo banal y de la ambición pura.
Cuando los filósofos hablan, con razón o sin ella, comprensible o incomprensiblemente, tan solo están reivindicando la reconquista de nuestro bien más preciado: la condición individual de un ser que es capaz de pensar y emocionarse aunque nunca llegue a saber cómo ha llegado hasta aquí. Hypatia lo intentó hace más de mil seiscientos años, pero un puñado de "virtuosos " lo evitarón. Todavía sigue habiendo "virtuosos" y afortunadamente también seres que piensan más allá de lo que algunos llaman la frontera de la pérdida del tiempo y a los que en la Grecia Clásica les llamaban "los amantes de la sabiduría".
Aclaración: Para quién no entienda, no admita, no esté de acuerdo, o simplemente se ría de lo que se dice arriba, el filósofo Jacques Derrida pone paz en el asunto cuando dice: "Las intenciones de un autor no pueden ser aceptadas sin condiciones ni críticas, y esto, multiplica obviamente el número de interpretaciones legítimas de un texto".

lunes, 8 de diciembre de 2008

Gobierno y oposición


Mi amigo Giulio Bramante se preguntaba un día que cómo podía haber tantos imbéciles desde Liguria hasta la Patagonia. Se refería a todas las gentes que acuden entusiasmadas a escuchar los mitines de los políticos a los que piensan votar, y yo pensando en esta España nuestra, lo comenté en una reunión familiar añadiendo que su calificación había resultado excesivamente respetuosa, lo cual me acarreó algunas críticas instantáneas. Pero al igual que le dije al acusador, no me voy a retractar. En primer lugar por la objetividad palmaria de varias razones: los que asisten a los mítines políticos saben de antemano lo que van a escuchar, les van a decir todo aquello que ellos quieren oir, llevan muchas legislaturas escuchando idénticos argumentos, y se encuentran perfectamente programados para aplaudir en todos los momentos álgidos del discurso, que es como decir cuando se ridiculiza y pisotea al rival de turno. Y en segundo lugar por el derecho a refrendar dos sentimientos in crescendo con el paso de los años: la pasión y la pena. La pasión de ejercer de uno mismo sin que nadie nos tenga que reconducir las actitudes, y la pena de observar a tantos rostros boquiabiertos y expectantes mientras procede el aprendiz de mago y maestro de tejemanejes a sacar el conejo podrido de la chistera. Ya sé, ya sé, que algunos me van a machacar cuando se enteren, pero como soy un don nadie a todos estos niveles, espero reconstruirme al instante y sin daños colaterales que pudieran hacerme pensarlo en la siguiente ocasión. No puedo ocultar que tengo amigos y familiares en uno y otro bando, y que ninguno es más que el otro por estar al otro lado del río, pero aquellos de éstos que mientan al oponente político cual rezo obligado, como en los conventos, antes de comer o de dar los buenos días, invitan más a la patada momentánea que a la sonrisa complaciente por el vínculo.
Gobierno y oposición son dos palabras sinónimas, equivalentes, concupiscentes a similares magnitudes en los medios y en el fin, la sociedad de dos individuos -si tuvieran cara y piernas- que enfrenta a una parte del Pueblo con la otra mientras proyectan juntos en una capea el reparto de los dividendos del País. Así es, y que nadie le de más vueltas por muy simplista que parezca la conclusión. Ya sabemos que todos son necesarios, y que en algunas ocasiones han emergido desde ambos lodos pensadores lúcidos extrañamente abanderados por el sentido común y la honestidad, pero la filosofía general es la que es y se viene cumpliendo cíclicamente como una premonición borgeana en cada legislatura, venga el viento de poniente o de levante. El poderoso siempre lo tendrá de culo y a todos los demás les vendrá de cara, y ¡qué falacia que suelan ser estos últimos los que presuman de ideología! Gobierno y oposición son los componentes andróginos del nuevo orden político: no tienen sexo, no tienen alma, carecen de historia y, sin embargo, enfrentan en luchas dialécticas inútiles a todo el país, mientras esbozan la sonrisa de los triunfadores que se confabulan además con el transcurso del tiempo: hoy en el Gobierno... mañana en la oposición. O viceversa.
Solo hay dos clases sociales o raciales en el mundo: los que mandan y los que son mandados. Y no hay que estar hecho de carne de escepticismo para saber estas cosas. Solo hay que ver y observar, echar la vista atrás o muy atrás, recordar las puertas de las sedes de los partidos en las noches electorales, los discursos de los unos y los otros, las sonrisas, el rechinar de dientes, hoy por esta boca y mañana por la otra, y dibujar finalmente el escenario: los poderosos siempre en el mismo barco, los banqueros en la nave espacial, y el pueblo zarandeado en una chalupa. Pero al menos a los románticos, en estas cosas de la política, siempre les quedará echar mano del refranero popular que, como todos sabemos, nunca yerra, y en esos momentos del cabreo con el dirigente de turno, siempre será oportuno recordar aquello de: "Otro vendrá que bien nos joderá". Y así por los siglos de los siglos.

viernes, 5 de diciembre de 2008

El hombre que nunca soñaba. Un cuento oportuno.





Hace ya muchos años, dicen que más de cincuenta o de sesenta, jugaba un niño con un escarabajo a la sombra de un naranjo mandarino. Tenía el pelo rubiasco y ensortijado y vestía un jersey arlequinado de colorines que le había confeccionado a la puntilla una tía suya que vivía en la ciudad. Le empujaba suavemente con uno de sus dedos intentando hacerle caminar hasta una casita de cartón que él mismo había fabricado, pero el escarabajo siempre se daba la vuelta. El niño insistió pacientemente más de un centenar de veces hasta que por fin lo consiguió. En esas comenzó a reir y a dar saltos de alegría y con el alboroto se acercaron tres gallinas y una minina que andaba siempre molestándole con sus inoportunos picotazos. El niño se puso de pie gritándole a la minina que se fuese y ésta, en uno de los revoloteos, cayó sobre la casita y de un certero picotazo se tragó al escarabajo mientras corría pavoneándose entre los troncos de los naranjos. El niño estuvo todo el día llorando sin querer comer hasta que su padre le explicó que el escarabajo había muerto para que la minina viviese y pudiera cuidar a su vez de los pollitos. Aunque no tardó mucho tiempo en entenderlo, ya nunca más volvió a jugar con los escarabajos. Solo lo hacía con las mariposas que se paraban en sus pequeños brazos extendidos sabiendo que a ellas no las podía alcanzar la minina.
Pasaron los años y el niño se hizo mayor. De vez en cuando recordaba la casita de cartón, la minina y el escarabajo, y aquellas palabras tiernas de su padre que le hicieron volver a comer esa noche lo que más le gustaba en el mundo: la tortilla de cáscaras tiernas de habas. Y desde la nostalgia siempre sonreía recordando los saltos de aquellos primeros tiempos entre las copas de los árboles y los tazones de leche de cabra con sopas de pan que solía tomar antes de acostarse Desde aquella infancia asumió el papel de todos los seres vivos sobre la Tierra: los animales, las plantas, los árboles frutales, como los azafaifos y los peretos ¡su gran pasión!, las personas, la familia, los amigos... todos en su lugar y él en el de todos cada vez que fuese menester. Fue entonces, ya a plena conciencia de los trajines de la vida, cuando dejó de soñar. En realidad dejó de hacerlo al poco de ya no ser un niño. La gente sueña con alcanzar metas, conseguir fortunas y despojarse de las miserias, pero él nunca tuvo necesidad de esos sueños. Su única meta fue servir a los demás y aprender lo suficiente para conseguir emocionarse leyendo un poema de Becquer o de Ramón de Campoamor. Y así fueron pasando los años, los días, y las noches sin dulces o amargos sueños, siempre paciente, con los hijos, con las penas, con la recogida de las cosechas, a veces tan escasas, a veces tan tardías, pero siempre sin perder ni el norte ni la sonrisa, acicalado de paciencia y de generosidad para darle a los suyos un ejemplo que a veces también resultó inútil. El hombre que nunca soñaba y que nunca mentía, el de las palabras precisas, el sufrimiento disimulado y la felicidad desparramada cuando se sentía rodeado por los suyos y una cazuela de gachas sobre la mesa. El que atravesó toda la ciudad para devolver en comisaría un monedero anónimo con setecientas pesetas en su interior, el hombre de los mil favores, como los vientos, a poniente o a levante sin importarle a donde irían a parar.
Un día que jamás debiera haber amanecido, como el escarabajo, él también se marchó, en silencio y sin molestar, tal y como había vivido. Y en ese largo trayecto hacia otros mundos fue pensando a quienes habría alimentado él con su partida. Y un buen dia, como su padre aquella mañana entre los naranjos, alguien se lo explicó. Le dijo "¡Anda ven, asómate aquí y mira allí abajo a los tuyos! Ninguno es como tú, pero cuando andan perdidos todos caminan tras tus pisadas, cuando les abraza la noche recuerdan que tú nunca tuviste pesadillas, cuando se sienten solos saben que no estás muy lejos, cuando les advierte el miedo saben que tú nunca lo tuvistes, cuando sueñan con las cosas grandes saben que tú fuiste feliz con las sencillas, y cuando de vez en cuando lloran recordándote, son felices un instante después por haberte disfrutado". Fue entonces cuando el hombre que nunca soñaba se traicionó a sí mismo y soño por primera vez que volvía una vez más a la Tierra.Todos sus hijos sintieron esa noche una extraña felicidad, el augurio de una nueva vida, un aire puro que penetraba por todas las rendijas cargado de lo que él había estado siempre hecho: de emociones, de cariño y de dignidad.
Aún no logro saber cómo fue posible, pero yo también fui un hijo de ese padre.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Los templarios también jugaban al golf


Cuentan los historiadores francmasónicos de la Alta Provenza que los templarios ya jugaban al golf en el siglo XIII, pero cuando alguno de ellos hacía trampas, le cortaban inmediatamente la cabeza y jugaban con ella el resto del partido. Siempre colocaban una estaca en el lugar del vertido de la sangre, como mera referencia del trayecto que le quedaba a otro jugador para salvar la suya hasta la bandera, manteniendo así también incólume su honor.
Las cosas no han cambiado mucho, pero las consecuencias de tan humana tendenciosidad se han suavizado con los siglos. Y en algunos casos incluso resultan alentadoras a juzgar por los beneplácitos, las ovaciones y los beneficios momentáneos. Siempre pensé, a pesar de mi fascinación por los templarios, que éste del golf era un deporte de señoritos y gilipollas con apariencia de tiempo libre y dinero sobrante, pero no hay nada más que meter la nariz en el asunto para darse cuenta de que todos los colectivos tienen su encanto. Y así, como las moscas, caí preso de patas en el pastel. ¡A la vejez, viruelas! o cómo diría Arturo Pérez Reverte: "¡Con dos cojones!".
Los amigos de la caza no lo entienden. Me dicen que me he vuelto una maricona petulante que está sospechosamente cambiando el estruendo de la pólvora por el sonido cursilero que produce el impacto del palito con la bola. Y que ahora ya no huelo a sudor y a tomillo, sino a pijo vestido de Burberrys que se adereza con aromas de Giorgio Armani mientras tira del carrito. Yo me limito a callar y a sonreir. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Ni siquiera he intentado demostrarles que las modas de otros tiempos también han quedado atrás en estas cosas del golf. Todo ha cambiado: las vestimentas, las colonias, los palos, las bolas, las clases sociales, las tarifas, la camaradería, el elitismo, todo, todo...menos las trampas. Dice el diccionario de la Lengua Castellana: trampa: "Plan concebido para engañar a alguien", o dice también: "Contravención de una ley, norma o regla", o la que más me gusta a mí: "Puerta en el suelo que comunica con una dependencia inferior", es decir, la trampa es el acceso más directo e inmediato desde una posición baja hasta un estadio inferior. Pero algunos , en vez de descender, ascienden, y por eso la trampa, en esto y en otras cosas, seguirá estando vigente. La gente que juega hoy al golf es gente normal aunque a muchos les pese, o como sería más castizo decir, aunque a muchos les joda. ¡Qué decir si no de mi mismo que he sido admitido entre esa especie sin pedir permiso alguno! Y ahora pago las consecuencias: la columna y las costillas se niegan a hacer el giro, me cabreo una y otra vez, tiro los palos, parto alguna varilla, blasfemo contra el dios de los estúpidos, y finalmente, como en el cuento de los siete enanitos, vuelvo feliz a casa. Ese es el auténtico espectáculo. Como Uróboros, uno muere y renace al mismo tiempo en cada partida de golf. Es insaciable y deleznable, te sube hasta los altares con cada vuelo triunfal de la bola o te programa para la autodestrucción después del siguiente golpe. Es jodidamente fascinante, un dulcísimo cabreo en cada partida...pero no puedo con las trampas. ¡Un deporte de caballeros! se ha proclamado siempre como consigna mediática entre sus elitistas bastidores. pero aquellos caballeros templarios que ya jugaban al golf, se extinguieron en el 1307, la mayoría aniquilados por el Papado y el rey de Francia, y los tramposos, por ellos mismos en el campo de batalla. Sin embargo, no hemos de preocuparnos porque remedios para este mal, haberlos no haylos. Hay mil y una maneras de hacer trampas en el golf dieciocho veces en cada recorrido, con la connivencia del amigo de turno y el beneplácito silencioso de los prudentes o los tímidos. Así, bajan los handicap, ganan torneos y babean después en las tertulias una ostentación que no les corresponde. Suelen tener nombre y apellidos, pero nadie se atreve a señalarlos.
Acabo de llegar de la final del torneo de Onda Cero en Islantilla -supongo que he viajado por algún errrático designio-, y al menos he podido disfrutar de una gran fiesta y un gran campo: padres haciendo de caddys para sus hijas, maridos haciendo lo mismo con sus esposas, mujeres enamoradas, esposos embelesados, langostinos de Sanlúcar y jamón de jabugo hasta las orejas, frio, viento, lluvia, golpes buenos, golpes malos, la fiesta del golf en definitiva...y la trampa, la delirante obsesión de quitarse golpes al amparo de los distraídos, o los consentidos, que para ser más exactos en esto último, deberíamos llamarnos los cornudos del golf cada vez que silenciamos la tropelía del golfante, y digo bien, de turno.
Dentro de pocos años, todo el mundo jugará al golf, pero si hiciésemos como los templarios, algunos se lo pensarían. Y mis amigos de la caza que no se preocupen, en cada recorrido llevo siempre una ramita de tomillo en el bolsillo para no oler a pijo acicalado con Armani o con Gautier.

jueves, 27 de noviembre de 2008

"¡Gran milagro, oh Asclepio, es el hombre!" Hermes Trimegisto.






De la obra Entre la oscuridad y el cielo, pag. 257:
" Había llegado paseando hasta las puertas de San Francesco della Vigna, en un extremo del sestière de Castello. Justo detrás de la iglesia, se extendía el canal de la Fondamenta Nueva, y al fondo, se veía la silueta del cementerio de San Michele, más o menos desde la misma posición que lo había pintado Turner 160 años antes, esbozando su perfil entre amarillentas neblinas que hacían aún más fantasmagórica su visión.
Alguien dijo una vez que la vida es un zurcido de dias dispersos. La entidad de la Venecia renacentista, de los artistas, la magnanimidad de los pensadores, el microcosmos autónomo de Bramante, las curvas perfectas y deseadas de su mujer, y el milagro de Alina, me habían despojado de una gran parte de mi conciencia anterior. Los dias dispersos de mi estancia en Venecia, allí y ahora, formaban entre los recuerdos y las reflexiones un todo de esplendor. Me había volcado en este teatro de búsquedas, ávido de señales, intentando mantener la curiosidad para atajar la maldición del tiempo. Me encontraba cansado, pero la percepción ahora era de un inequívoco rejuvenecimiento. Supongo que el derivado de la creatividad puesta en juego al aceptar el reto del maestro, y el de la vanidad añadida de sentirme aceptado por mujeres como Marlène y Alina, a lo que ciertamente no estaba acostumbrado. Mi condición de ser humano esencialmente impaciente que detesta la rutina y no le gustan los convencionalismos, había hecho de la introspección en el pasado y presente de esta ciudad y sus personajes, una razón de vivir, un camino que parecía alejarse definitivamente de los vacíos reconocibles, del horizonte de una nada que en los últimos tiempos se había revelado más acechante que nunca.
La última respuesta podría conducir o no hacia ese nuevo horizonte. Al dia siguiente por la mañana, mi maestro, el hombre misterioso, el alquimista, el criptólogo, el políglota, el artesano vidriero, el esposo de la bella Marlène, me daría la oportunidad, esta vez la última, de averiguarlo."

Entre la oscuridad y el cielo es la historia fascinante de una búsqueda esencial. Una obra vertiginosa de introspección en el pensamiento humano que, a partir de una experiencia real vivida por el propio autor en un monasterio benedictino español, se adentra prodigiosamente en un hecho insólito sucedido en la vida de artistas y personajes relevantes del Renacimiento italiano. A partir de ahí, y buscando su propia identidad, el autor viaja a Venecia y transgrede una y otra vez las fronteras del tiempo y los preceptos del Arte, de la Historia, y de los sentimientos humanos para darse de bruces, como en un milagro, con las claves de su búsqueda esencial. Es entonces cuando decide retratar las pasiones y los terrores a lo largo de su vida, sin pudor, a corazón abierto, sin importarle las miserias propias o las grandezas ajenas que quedan flagrantes al descubierto.

lunes, 24 de noviembre de 2008

¡Fuera máscaras!



Un dia, hace ya bastantes años, redacté pacientemente en mi casa un documento con diez apartados, donde desmenuzaba con un descaro inusual y toda la precisión semántica de la que fui capaz, todas las quejas al sistema inaceptable de presión al que me tenía sometido el "Gran jefe" en su obsesivo intento de detectar "chapuzas" entre los complejos bastidores de la Empresa. Lo convoqué yo esta vez a la sala de juntas y le leí con parsimonia el documento. Cuando acabé, le dije sin ningún pudor que ahora ya podía ponerme de patitas en la calle. Él, que llevaba toda la vida viendo temblar a todos sus subalternos, se quedó mirándome con los ojos enrojecidos sin decir nada y a continuación se levantó diciéndome: "Mañana seguiremos hablando de rendimientos y de cuotas de mercado". Desde aquel instante, jamás volvió a las andadas ni yo a redactar arriesgados documentos. Y con el tiempo, creo que llegamos, a pesar de los orgullos y del rechinar de dientes, a ganarnos una mutua admiración.
Fue aquel uno de los momentos en el que descubrí la libertad. Sí, la libertad con minúscula, la libertad que nos pertenece y que tantas veces se nos antoja inalcanzable. Después de aquello y con el paso de los años he procurado alimentarla para evitar ser uno más de los peones del rebaño, a pesar de las muchas contrapartidas acarreadas por no hincar la rodilla ante tan diversos, cercanos y lejanos mandatarios. No tardé mucho en darme cuenta que por la boca muere el pez y vive el hombre. Si nos la taparan, moriríamos antes de ansiedad que de inanición. Es a la palabra a la que tememos los hombres porque es ella misma la que mueve el mundo. La persona que dice lo que piensa corre el riesgo de ser aniquilada pero asciende de inmediato a un estadio superior. He podido constatarlo muchas veces, a pesar de las miradas recelosas, de la exclusión intempestiva del banquete, y del pago de innobles tributos. pero el poso que te queda, a pesar de la indigencia momentánea, es de un regusto abrumador. Ahora que tengo ya un montón de años puedo decirlo sin mirar de reojo hacia ambos lados. Nunca me han gustado las limosnas, ni las lisonjas y aún menos las migajas, esas que a muchos obcecados parecen colmarles los estómagos y alargarles la sonrisa. Esos mismos que felicitan antes al político de turno que a su mujer, o esos otros que babean en las rodillas de los jefes mientras hacen gurú con el rival de turno, o los que propician encuentros en la tercera fase de clubes y lugares de reunión para allanar el camino de sus nuevos negocios. Por eso mismo sigo siendo un paria, un indoblegado y gilipollas transeúnte, aturdido por la contaminación y marginado por su propia y tal vez miserable voluntad. Mi amigo Bramante me lo dijo en Venecia: "Si alguna vez te sientes desubicado, sal corriendo o meterás la pata". ¡Cuantas veces me he sentido así escuchando a otros las alabanzas al prócer de turno, las reverencias al acaudalado de moda, y el desprecio a los condecorados con las medallas de la normalidad! Casi da asco, pero sigo siendo un tonto según marca la etimología de la palabra ubicación, la posición social, el progreso absurdamente entendido.
Cuando acabé de escribir Entre la oscuridad y el cielo alguien me llamó a medianoche rebosante de emoción por la lectura. Al día siguiente alguien también me escupió a la cara diciéndome: "¡Vaya mierda de libro que has escrito!". La vida en blanco y negro sin matices intermedios, que pensé yo ante tan dispares sentimientos. Supe entonces que había logrado escribir algo trascendente capaz de levantar pasiones, como los vientos, en direcciones contrapuestas. Finalmente imaginé que alguna de esas personas no decía lo que pensaba, se había despojado de su libertad interior para ocultarse tras la máscara de la sinrazón, el halago tendencioso, o el resentimiento aún no saldado. ¡Qué más daba! El efecto estaba conseguido y me sentía feliz por ello pensando en la importancia de un trabajo cuyos primeros repuntes resultaban alentadores. La verdadera intención que acompañó siempre a la pluma, desde los primeros párrafos del libro, fue la de pegarle un soberano puntapié a los tapirujos y las entretelas para dejar al descubierto las miserias como ellas se merecen. Procuré ser yo mismo gritando: "¡Fuera máscaras!"para no faltar a la verdad y a pesar del esperpento de muchas situaciones personales.¡Qué otra cosa si no le puede uno ofrecer a los lectores cuando se adolece del estilo y de la brillantez en el lenguaje! Así que finalmente he logrado ser correligionario de mí mismo. Nada ni nadie me obliga a hablar o a escribir, pero cuando lo hago procuro decir lo que siento aunque no sea lo que convenga decir.
Hace algún tiempo, me senté frente a una mujer a la que conocía bastante bien pero que nunca había cortejado. Me quedé mirándola durante unos largos segundos sin decir nada y entonces bajé la mirada. A continuación ella, un tanto confundida, me preguntó que en qué pensaba. Volví a mirarla, me mantuve así durante otros cuantos segundos y le dije sin pestañear: "Pues en que estoy loco por follarte". Ella permaneció impasible, sin ningún gesto que delatase un estado especial de la emoción y sin dejar de mirarme. Uno o dos días más tarde se hicieron realidad mis deseos. Y no fue una proposición indecente, ni una ofensa a la integridad moral y corporal de tan respetable persona. Tan solo creo que fue un simple acto de autenticidad, de valentía en un fragmento cortísimo del tiempo y del espacio. Ni aquel era mi estilo ni yo andaba así con las mujeres por el mundo, pero fui valiente al despojarme de la máscara y ello, entre otras cosas supongo, supo ser bien valorado.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Carretera a ninguna parte


Antonio anduvo durante muchos años levantándose a las cuatro y poco de la mañana. Apenas si recordó alguna vez que había sido también niño porque sus primeros juguetes fueron herramientas para trabajar y a eso se dedicó desde siempre. Al amparo de la familia, de los abuelos, de los cuñados... de esos terratenientes que surgen providenciales a veces desde la sangre y exigen el sufrimiento y la responsabilidad como fiel tributo a las porciones de parentesco. Pero a él nunca le importó. Ni el parentesco ni el sacrificio. Los sudores de cada día, las jornadas inacabables, los sacos y las reses a las espaldas, los sábados y domingos vestidos de lunes, las vacaciones inexistentes, los dientes apretados, las espaldas anchas y el bienestar de los otros, fueron su única guía durante muchos momentos, el camino adecuado, la carretera a destino. Antonio después se hizo mayor, es decir, se hizo un hombre cuando llevaba ya mucho tiempo ejerciendo de eso mismo. Entonces descubrió que los sueños existían. Soñó con soltar amarras, con poseer algun día el exiguo territorio que pisaban las plantas de sus pies, y con sudar para él y no para los otros. Con los años, le habían crecido el corazón, las ambiciones y las espaldas, y aquella escuela que le faltó en su día, procuró alimentarla con cada paso que fue dando, mirando y escuchando siempre alrededor y sacando conclusiones. Nada le pasó nunca por alto. Antonio trabajaba como un burro pero siempre pensó como un humano inteligente. Un hombre centauro, mitad sacrificio y mitad deseo. El humilde deseo de llegar a ser él mismo. Finalmente, un buen dia lo consiguió. Soltó los cordajes y las amarras y le pegó un puntapié a toda su historia anterior. Trabajó para su propio bienestar y el de sus hijos. Fue respetado por los competidores y por los enemigos, temido por los jefes de otros tiempos, admirado por los escasos amigos y buscado para compartir cualquier botella de vino con el aderezo de sus estridentes carcajadas. Se compró el coche de sus sueños, viajó a las Pirámides de Egipto que nunca le parecieron muy grandes, recorrió Alemania de punta a punta, degustó durante muchas meriendas los mejores chocolates en el Hotel Pera Palas de Estambul, y le compró a un turco todo el puesto de correas que vendía en el puente Gálata, tras lo cual, éste le ofreció gentilmente a su mujer. Antonio tenía ahora nombre y apellidos, su propia empresa, todos sus hijos colocados en ella, el mercedes en el garaje, su mujer en la casa como una reina, y algun proyecto nuevo de viajes con sus amigos sobre la mesa. Una nueva vida, después de tantos años, comenzaba a sonreirle. Y él, desde todas las miradas exteriores, sin duda la merecía. Pero ¡ay Dios! que llegó presuroso a concedérsela el gran benefactor, el ente invisible, el elegido desde otros mundos para estas cosas, el que unos llaman destino y otros ingenuamente "la suerte", el signo inacabable de interrogación que abraza a toda la humanidad. Y dio certeramente en el blanco, la justa prebenda a tan odioso, abnegado y sufrido hombre de la risa amplia, que dirían todos los demonios del infierno. Un infarto cerebral acabó en un plis plas con todos sus nuevos sueños.
Pero Antonio no ha muerto. Es dificil que un hombre así pueda morir por más que le pese al mensajero. Camina despacio, pero camina. No mueve el brazo derecho, pero se apaña con el izquierdo. Mira y ve, oye y escucha, intenta hablar...pero no puede. Se esfuerza una y otra vez. intenta justificarse, zarandea desesperadamente la cabeza intentando decir lo que no le permite su lengua, y por la noche pide inutilmente explicaciones. Antonio ya no es el mismo, ahora es más lento, come poco, apenas ríe, y sin embargo, ahora también es más grande.
La carretera nunca lleva a ningún sitio. Ahora él lo sabe. Nosotros aún no.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Van Gogh y los estúpidos designios del Arte


Esa pintura de arriba que se parece a un Van Gogh, no es un Van Gogh obviamente. ¿O tal vez no lo sea tanto? Se me dice muy al oído que tan solo se trata de uno de los múltiples reflejos dejados en el camino del tiempo por la estela del paso por la vida de aquel hombre pequeñito y pelirrojo. El predicador de los mineros de Wasmes en Bélgica que años más tarde amenazó con una navaja a su amigo Paul Gauguin y esa misma noche se cortó una oreja, acabó con sus 37 años pegándose un tiro y cayendo desplomado entre la sangre, la miseria y el testigo de una ingente cantidad de cuadros y dibujos que nadie había sabido valorar. Una historia sin duda novelesca cuyo final trágico no se produjo en el instante del disparo, no, sino en los muchos momentos en que se han pagado, un siglo después, millones de euros por sus cuadros, si Vincent, claro, hubiese podido levantar la cabeza y contemplarlo. ¿Qué es lo que nos hace ignorar y despreciar una tras otra las obras de un artista y algo más tarde volvernos completamente locos por la posesión de alguna de ellas? ¿Qué o quiénes son los que diseñan esta locura colectiva que de la noche a la mañana encumbran en lo más alto del Olympo a unos y arrinconan en las más oscuras parcelas del olvido a otros? Los críticos se aprestarían altivos y vanidosos a dar cumplida respuesta, una respuesta bajo sospecha que a la postre no sabría decir porqué. Como la vida misma, sabemos de qué estamos hechos, pero no sabemos decir porqué estamos aquí. En 1961, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, un cuadro de Henri Matisse recién adquirido, titulado Le bateau, fue colgado boca abajo y así estuvo durante cuarenta y siete dias sin que los más de cien mil visitantes de esos dias reparasen en el error, incluídos los críticos de arte. Entonces, ¿qué es lo que valoramos si nos resulta indiferente que las líneas, los trazos, o las pinceladas vayan para arriba o para abajo? Mi amigo y maestro Bramante, el vidriero veneciano, intentó aclararlo una vez más: "Ninguno de esos visitantes tenía la obligación de comprender que el cuadro se había colgado al revés. El observador no tiene por qué leer en la mente del autor de la obra, sino en la suya propia. Recordando a Chejov "esto me emociona y esto otro no", con independencia de que las líneas vayan hacia arriba o hacia abajo". Desde luego, desde esta idea del vidriero, todos somos artistas, críticos, expendedores de opinión y además tenemos el derecho a pagar con media vida la posesión de una de esas obras, pero mucho me temo que todos esos agraciados compradores han sido movidos por la estupidez jerárquica de las nuevas corrientes capitalistas del Arte antes que por el impulso dignificador de la emoción pura.
Por eso mismo, ese cuadro de arriba, que lo ha pintado un don nadie en menos tiempo que dura un romance entre las sábanas, es un Van Gogh. ¿Quién se atreve a negarlo?


lunes, 10 de noviembre de 2008

Repostando paciencias: una extraña heroicidad


¡Quién me lo iba a decir! Yo a mis jodidos -por maltrechos y cansados- años, buscando en el estercolero de estas miserias tan nuestras de las ambiciones y los arrebatos la despreciada paciencia de otros tiempos para poder continuar, que es como diría Don Quijote: "para facer de nuevo el camino, Sancho". Nunca fui capaz de imaginarlo. De pequeño soñaba con ser mayor, con poder disparar la escopeta sin que me tumbase el retroceso, con poder acceder a los cines para ver esas películas de mayores, con tener un coche de verdad junto a los juguetes, y finalmente -porque quizás todo acabe siempre en lo mismo- con verle el culo a la chacha en uno de aquellos despistes intencionados. oportunos y gloriosos. Algunos años después soñaba con dirigir a tal o cual empresa puteando a todos los que andaran por abajo y sucumbiendo a los encantos de esa nueva secretaria que siempre está dispuesta a colocarse boca arriba. Más adelante soñaba con que los hijos dejaran de dar por ahí mismo en los bares y en las casas de los amigos, y en que la mujer estuviese más receptiva esa noche y no me diera el viaje en las vacaciones inminentes. Algo más tarde soñaba con el coche de mi vida, con una casita en el mar o en la montaña -que nunca lo tuve claro-, con viajar a la Patagonia o a Samoa sin tener que subirme en el avión, y ¿por qué no? con llegar a escribir un libro. Y ya algo después, es decir ayer mismo, soñaba con vivir tranquilo.
Todos mis sueños se han cumplido escrupulosamente salvo este último. De lo cual, al menos porcentualmente, debiera sentirme contento. Contento porque me he hecho mayor y no me tumba el retroceso de la escopeta, porque veo las películas de mayores desde el sillón de mi casa con la frescura de un whisky al lado, porque llegué a tener un coche de verdad junto a los juguetes, y porque le pude ver el culo y algo más a la chacha del momento. Contento también porque alcancé a dirigir más de una empresa y a putear a aquellos que se dedicaban a putear a los de abajo, y porque, con más o menos decoro, tambien sucumbió alguna de aquellas subalternas al embrujo cautivador de los galones. Contento porque los hijos se hicieron mayores y dejaron de dar por el culillo para hacerlo ya después por el culote, y contento porque mi mujer anduvo receptiva un mes más tarde y no me dio el viaje de las vacaciones porque ya nunca más viajó conmigo o yo con ella. Contento igualmente porque llegué a tener el coche de mi vida y luego otro y otro y otro y no sé cuantos coches más, y contento porque logré alcanzar la casa de la sierra y me prestaba un buen amigo la suya de la playa; y en esas, viajé a la Patagonia y a Samoa sin tener que transportarme en un avión porque la imaginación -que esa sí que la he tenido siempre grande- e Internet surcaron las fronteras sin peajes ni visados. Y contento por haber sido capaz de escribir también el libro tras agitar la coctelera de los porqués y las miserias de la vida con algo de coraje y un repunte inusual de valentía.
Pero el sueño de vivir tranquilo, el más reciente y en apariencia alcanzable, la aspiración más esencial del ser humano, no ha llegado a hacerse realidad, ni siquiera como fiel constatador del paso de los años. Y lo asumo como una derrota personal dentro de la gran debacle, esa misma que disfrazada con la cara sonriente de un payaso asola a toda la humanidad. ¿Quién vive tranquilo en estos tiempos? me dice inútilmente una voz consoladora que intento desoir para no corresponder con los balidos del rebaño, y entonces, después de tantos sueños, me limito a luchar contra esta nueva pesadilla repostando diferentes paciencias para luchar contra la falta de energía y el desaliento.
Una extraña heroicidad, sí, porque nunca, ni de niño ni de hombre, la he tenido. La paciencia de esperar, de aguardar, de estarse quieto, de comprender a los otros, de aguantar a los demás y a uno mismo, de no precipitarse, de dormir tranquilo porque hay muchas noches más, de aspirar a lo razonable, a lo que corresponde y a lo que es lícito según tus propios códigos. Uno no puede esperar de los demás aquello mismo que no es capaz de ofrecer. Por eso ya no busco, solo intento caminar, pero sigo expectante y miro a ambos lados del camino intentando descubrir un nuevo amanecer. Ya no espero más de los amigos, ni busco una mujer, ni imploro a la diosa fortuna o al Oráculo de Delfos para que oriente a mi futuro. ¿De qué futuro hablamos? Machacamos cada día las ideas y los instantes en pro de ese futuro que es como la esfera sensorial del Tao que cuanto más te acercas a ella más se aleja de ti. Tampoco espero recibir favores o escuchar al mensajero providencial de la buena nueva de otros tiempos. No hay pequeños favores sin putos tributos. Ahora solo me dedico a caminar y a cargarme de paciencia, de multiples y variadas paciencias como los sabores de una heladería. ¿Qué más se puede hacer? Eduardo Galeano ya lo dice :"La utopía está en el horizonte. Me acerco dos pasos a ella, y ella se aleja dos pasos. Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para eso mismo: sirve para caminar". Y eso es lo que intento hacer: caminar, repostar paciencias y ser yo mismo, por mucho que se empeñe en lo contrario ese otro yo que va enganchado siempre a las espaldas.

viernes, 31 de octubre de 2008

El tiempo transgresor


Me mantuve unos instantes mirándole de frente sin moverme. Procuré corresponder a su expresión dejando de pestañear y apretando la mandíbula y entonces me pareció que nos habíamos acercado. Me fascinaron sus formas, la textura, las cicatrices serpenteantes entre la herrumbre y el deterioro, pero sobretodo el rictus agónico que suplicaba una nueva vida, una nueva conciencia en el interior de tan tétrica coraza. O tal vez se conformara con la conciencia anterior, su viejo arcón de recuerdos y calamidades amontonados y ocultos tras el telón de algunos momentos fugaces de triunfo. El tiempo y los avatares mostraban todas sus heridas pero él silenciaba con orgullo su llanto interior. Como Uróboros, ese monstruo con forma de serpiente que se muerde la cola devorándose a sí mismo y que adoran los alquimistas, había muerto y renacido al mismo tiempo. Seguí mirándole abrumado por una extraña confusión. Por momentos, me pareció estar en el lugar de él y él en el mío. Por momentos también, creí que me despojaba de toda la materia pensante para trasmutarme a su cerebro fósil y así poder entenderle. Pero fue inútil y al mismo tiempo conveniente. Podría haber supuesto la trampa definitiva, una asomada al escenario de los abismos inacabables, del propio infierno, si éste, a su vez, tomara conciencia de que nosotros existimos y fuese complaciente mostrándose en todo su refulgente esplendor. ¿Qué estaría pensando él? pensé estúpidamente sabiendo que él no podía pensar. Por eso mismo, tal vez no fuí aniquilado por la ira de un escupitajo de su propio hierro al intentar ponerme a la altura de su testimonio imperecedero.
Los hombres no somos nada ante las esfinges y aún menos cuando tomamos conciencia de nuestro exiguo tiempo. Cuando desde sus ojos inanimados desvié la vista unos centímetros, observé de repente la fachada de la Salle donde había pasado seis años de mi vida cuarenta años atrás. Nos despedimos y lo comprendí.

miércoles, 29 de octubre de 2008

Se acerca la tormenta


Se acerca la tormenta. La tierra se prepara a recibir un nuevo frescor y los pájaros, estremecidos, se resguardan entre las hojas. Tímidos relámpagos centellean en el horizonte y el cielo se pone de luto, de un luto agradecido y momentáneo. Los colores se traicionan a sí mismos, los verdes se hacen más verdes, los negros más oscuros aún, y los blancos acaban desapareciendo. El paisaje es otro. Un nuevo calidoscopio ha descendido desde el cielo extendiendo su nuevo manto de penunbra que , sin embargo, acicala de una nueva belleza a las formas vegetales. Una sinfonía de pequeñas gotas cayendo comienza a sonar y el silencio inmediato y anterior desaparece. La imagen se aclara, el aire deja de estar enrarecido y los pájaros entonan nuevos cantos. esta vez parecen cánticos de fiesta. El viento rinde homenaje permaneciendo muy quieto. Nada se mueve. Todos contemplan. Pronto se acabará este nuevo espectáculo, pero no importa, todos ellos saben que volverá a repetirse. Yo estaba allí, y aunque no logré alcanzar el mismo grado de felicidad, al menos pude retratarlo.

viernes, 24 de octubre de 2008

Un rescate inesperado


Curiosos espectáculos estos de nuestros tiempos. Si los hombres primitivos, los peludos de Atapuerca sin ir más lejos, levantaran la cabeza, se darían en medio de ella con la quijada de un mamut: tres coches de la benemérita, otros tres de la policía municipal, dos camiones gigantescos de bomberos con toda su dotación, un coche cargado de técnicos de Medio Ambiente, varios veterinarios y una marabunta de trescientas personas pululando alrededor, expectantes, asombrados y finalmente felices por no haber pagado la entrada. Todos miraban a la terraza de una vivienda duplex donde un bulto grande y con alas descansaba sobre la baranda sin moverse. Uno de los asistentes se aprestó gentilmente a describir al individuo a la gente que llegaba: "un mochuelo gigante que se ha parao en la terraza", y todos ellos levantaban atónitos la mirada ante el descubrimiento de un nuevo ejemplar de nuestra inacabable -ya cada vez menos- biodiversidad. Pero como en las apariciones marianas y en las visiones espectrales de ultratumba, casi todo en esta vida goza de una desilusionante explicación. Se trataba de un buitre leonado desnutrido que ya no tenía más fuerzas para seguir volando, y finalmente quiso decir "¡basta!" yendo a buscar la muerte al sitio más antinatural de su salvaje vida. ¡Pero no! Ahí estábamos nosotros con nuestros imponentes vehículos y equipamientos tecnológicos, nuestros cuarteles policiales, agencias medioambientales, Ministerios de toda índole, y todo el aparente, sensiblero y falso amor a la naturaleza, para evitarlo. Debiéramos haberle preguntado al buitre antes de actuar. Tal vez algún dia, en sus lucubraciones voladoras, nos agradezca la movida de esa noche, pero no por haberle salvado la vida, no, si no por haber evitado que tan luctuoso desenlace sucediese tan lejos de sus colinas, de sus escarpadas paredes de piedra y tiempo, de sus mundos de viento y silencio, en fin, de todos esos escenarios a los que nosotros no pertenecemos.

martes, 14 de octubre de 2008

8 hombres felices y uno de ellos ...¿soy yo?

Pero ya no soy el mismo. Aquel que no dormía en las vísperas y se pasaba largos ratos junto a su padre oliendo los cartuchos disparados de cartón, ensimismado con la euforia de la pólvora y emocionado, una vez más, con el oficio más antiguo de los hombres. El que contaba uno a uno los perdigones que contenía cada cartucho imaginando mil hazañas en su diminuta redondez. El que soltaba de un zarpazo la pereza y las legañas y saltaba de la cama presuroso, preparando los arreos, y tentando con lascivia la escopeta, aquella Discoverer paralela que ¡ay infame de mí! vendí después a un colega por 5.000 pesetas. ¡Cuánto la habré echado de menos! La escopeta de mi padre ¡Cuán orgulloso se sintió cuando me vio abatir con ella mis primeras tórtolas en los tarays de el Toyo!
Aquel de entonces ya no es el mismo. Tampoco lo son los otros, Juanico Blanes, Manuel Blanes, mi tio Pepe, mi padre, mi abuelo, mis maestros...Algunos ya no están, y los cartuchos ya no invitan como antaño a esnifarlos. Tampoco las perdices son las mismas. Estas de ahora parecen afeminadas y edulcoradas, con colorantes en las patas que ahora muestran un sospechoso y poco alentador naranja corralino, y un vuelo torpe y cansino que me hace recordar aquella maricona que salió en un espectáculo aleteando con los brazos y cantando "Soy la reina de los mares". Recuerdo ahora con nostalgia el dia que fui invitado en la Mancha a un ojeo en una de esas fincas de renombre: 550 perdices con la fiereza y el bravío de lo salvaje, 36 liebres y no sé cuantos conejos para 16 emboscados tras un seto de esparto y sarmientos. Acabé con la cara hinchada, la mirada perdida, y el corazón partío de tanta felicidad. Pero eso fue hace más de veinte años Ahora los ojeos son otra cosa: insulsas veladas campestres de ciudadanos adinerados reunidos para limpiar el campo de objetos inservibles que vuelan de aquí para allá. ¿Qué no ha cambiado desde entonces? Como la modernidad, disfrutamos de novísimas tecnologías y alucinantes sistemas de comunicación, pero las papas ya no son las mismas, las yemas de los huevos presentan un color extraño, y la ilusión de la gente se encuentra bajo sospecha. Así que yo, como todas esas cosas, también he cambiado, y ahora ni siquiera soy feliz con el disfrute más antiguo de los hombres.
No hace mucho, en uno de los lances en la Mancha, me topé con un conejo despistado que a escasos 3 o 4 metros me miraba sin moverse entre unas jaras. El instinto venatorio me hizo apuntarle con urgencia a la cabeza y así estuvimos los dos durante muchos segundos, mirándonos sin movernos, ajenos a todo lo que andaba alrededor, enfrentados y, sin embargo, extrañamente conectados por un momento fugaz, una pulsión de vida cuya continuidad dependía del hecho tantas veces insignificante de apretar un gatillo. Estuve a punto de hacerlo, pero no lo hice, y el conejo finalmente inició su camino sin carreras, confundido entre la espesura y ajeno, supongo, a la enorme trascendencia de un instante inusual de compasión. Pero ahora que lo pienso, no fue por compasión, fue por derecho. Así que ya no soy el mismo, y no me he vuelto blando y tonto con los años, como algunos me dirán cuando se enteren. Pero es que ya no disfruto tanto con la caza, ni huelo los cartuchos, ni cuento los perdigones, ni salto de la cama como entonces, ni corro presuroso hacia la pieza que yace moribunda entre el esparto. Mis amigos de la caza están, sin embargo, en otra onda, hacen perfectamente su trabajo y siguen exhibiendo grandes dosis de ilusión. No sé por qué este cambio mío. Tal vez aquel conejo despistado pudiera darme cumplida respuesta si fuese, claro, capaz de hablarme. Nuestro mutuo silencio forjó un instante de extraña correspondencia, la misma que le salvó la vida, pero yo no espero alcanzar por ello ninguna recompensa.

viernes, 10 de octubre de 2008

A veces me dan ganas...

A veces me dan ganas de reescribir de nuevo mi historia: otro Universo, otra Tierra, otro paisaje, otra cara...Supongo que para ver si aún soy yo mismo y que nunca he sido parte de la nada ¡Qué absurdo y férreo abrazo con la propia identidad! Quisiéramos ser otro en un momento, pero no somos capaces de dejar de ser nosotros mismos a lo largo de la vida. La misma risa, el mismo llanto, idéntica emoción e idénticos terrores, una y otra vez, aunque cambien los escenarios y los días y los años. ¡Qué aburrida linealidad! Me gustaría ser mil seres a la vez: hombre, mujer, arroyo, montaña, nube, alquimista, mesías, monja, sabio, puta y pájaro ¡Y no sé cuántas cosas más! Sería la justa correlación, el digno mérito con la asombrosa diversidad que nos rodea, una sonora carcajada a ese barullo inútil que tantos proclaman como su propia identidad.
A veces me dan ganas de alejarme hasta el plano más perdido de la geometría y de la conciencia. Y una vez allí, mirar al frente, nunca atrás, para que no puedan saltar a las espaldas los recuerdos. Y llevarme algunas cosas como mera referencia, y hacer yo los caminos, y no escuchar a nadie...¿para qué? Y en ese sórdido silencio, en esa necesaria soledad, coger algo de agua de una fuente y untarla con la tierra, mientras juegan mis manos expectantes en el barro que se escurre entre los dedos, y modelar al fin tan solo dos figuras...¿podéis imaginarlas?: un nuevo hombre y una nueva mujer, una naciente humanidad. Y jugar a hacer de Dios...de un nuevo Dios.
A veces me dan ganas...

martes, 7 de octubre de 2008

La Norteamérica profunda.

Anoche en TV, en una entrevista en la Casa de América al escritor chileno Luis Sepúlveda, le oí decir que de los muchos países que había visitado desde el primer hasta el último mundo, tan solo se había sentido verdaderamente mal en uno de ellos. Preguntado que en cuál, respondió que en los Estados Unidos de América.
Antes de la respuesta y sin haber estado nunca allí, yo ya lo sospechaba. La bellísima entrevistadora que miraba al chileno con expectación desde unos ojos verdes y atigrados, quiso hurgar en los porqués. Sepúlveda, hablando con especial parsimonia, contó que nunca antes había sentido en sus huesos y en sus carnes tal alta mediocridad, un mundo de "papanatas" -me pareció entender-, gente ignorada e ignorante por su propia voluntad aún muy lejos de concebir la dignidad de entonar un mea culpa alguna vez. Se refería a las gentes de la América profunda, de los extensos escenarios rurales de la gran USA y, desde luego, a su experiencia viajera nadie podría asignarle el riesgo de un muestreo inadecuado por una localización concreta y poco significativa, ya que en su odisea de recorridos y vivencias había sido capaz de llegar desde un Océano hasta el otro, o como dirían los americanos "de costa a costa". Confesó, al hilo de la cuestión, que había visitado más de cien países buscando, en la mezcolanza con las gentes, razones para sus historias humanas, la última, el libro de cuentos que presentaba en la entrevista. Pero en la larga caminata a través de la América profunda, por primera vez, el saco estaba vacío.
Ya finalizando la entrevista, comentó que unos días antes, mientras viajaba en el AVE, un argentino que se sentaba tras él dijo en voz alta que habría que matar a todos los indígenas de Bolivia por ser los causantes de los desastres del país. Sepúlveda, llamando textualmente al argentino el "idiota inculto", reflexionó sobre la posibilidad de meterlo a él también en el lote ya que el 80% de la población argentina tiene ascendencia indígena.
Hasta anoche, nunca había sabido quién era Luis Sepúlveda, pero a pesar de que la América profunda, desde los ojos de mucha gente y de los míos propios, siempre ha estado bajo sospecha, no pude, escuchándole, más que otorgarle la justa credibilidad que algunas personas merecen cuando, entre otras cosas, le oí decir también: "Gijón es una ciudad sufrida e innoblemente castigada por la Historia y, a pesar de ello, resulta también maravillosa. Algunas mañanas desaparece envuelta en una densa niebla que ha llegado desde el mar, y cuando horas más tarde ésta se disipa, la ciudad emerge de nuevo desde las tinieblas, rejuvenecida, más fresca, más nueva, tal vez más humana. Entonces, busco a los amigos y nos vamos a una sidrería para disfrutar de ese nuevo despertar". (Luis Sepúlveda vive actualmente en Gijón).

domingo, 5 de octubre de 2008

La soledad de las luces

Cuando cada noche me asomo a la terraza para despedirme de las luces, eso es lo que veo. Un mar inagotable de pequeños resplandores se funde con el otro mar. No sé bien cuál de los dos abraza al otro y, sin embargo, se sostienen, cohabitan con voluntad o sin ella vigilados por la insondable negrura del cielo. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? me pregunto en el fragor sórdido de la escena. ¿Qué parte nos corresponde a nosotros? ¿La de las luces, la del mar, o acaso la del cielo? No sabría decirlo, ni siquiera echando mano a la pulsión frenética de la emoción del instante. Abrumado por el espectáculo, alzo la vista buscando señales. Siempre encuentro algo, tal vez el premio compasivo de la imaginación. ¡Qué portentoso instrumento! ¡Y cuán hiriente a veces! No sé lo que es más grande: si la realidad o el propio mecanismo para emborronarla. ¡Qué extraña imagen! Es la que veo todas las noches de asomada en busca de señales. Algunas las intuyo, entonces guardo silencio y, entre las luces, escucho el traqueteo de un corazón.
¡Ése es el auténtico espectáculo! Qué decir si en la cadencia se escuchase otro a su lado, pero eso ya sería ponerle música al paisaje.

viernes, 3 de octubre de 2008

Y tú te mueres, entre pócimas de sal y ráfagas de desolado viento, entre tu mar cercano y la gratitud de las miradas de soslayo.





La imagen de arriba corresponde a la eterna ruína, tan ruína como el letrero a sus pies que anuncia ilusamente desde hace años que va a ser restaurada. Tras la roca que vomita al mar, es el símbolo del Cabo de Gata, el Cabo de los almerienses, ese que dicen que su sal y su viento alejan la pesadumbre de los hombres...y es verdad.
La foto de abajo, a pesar de sus cien años, rememora una pasión: "pelando la pava" en Arcos de la Frontera a principios del siglo XX.

miércoles, 1 de octubre de 2008

La cocina del mundo

Todos estamos en el interior de una gran cazuela y como dice Adolfo Pérez Esquivel, Premio Nobel de la Paz, solo podemos elegir con qué salsa queremos ser cocinados. Es así de sencillo y así de dramático. Pero qué triste resulta observar la mucha gente que lo ignora. Y no suelen ser precisamente aquellos que andan apertrechados con ingentes cantidades de objetos ostentosos a su alrededor, abrumados por la conciencia de su ridícula y privilegiada posición, no, suelen ser aquellos otros a los que, allá en el fondo, les llega con más intensidad el calor que desprende el culo de la cazuela. Creo que no estoy hablando de cultura sino de conciencia y de reacción. La conciencia para darnos cuenta de que nos están ardiendo los pies y la carencia, por conculcada sumisión y vasallaje, a cualquier estímulo reaccionario ante el desastre.
La Historia nos recuerda permanentemente a los hombres y mujeres del siglo XXI que nos falta memoria y gratitud. No parece que sea mucho lo aprendido después de tantas centurias, y eso que desde Aristóteles hasta Nieszche, pasando por Santo Tomás, Maquiavelo, Ficino, Montaigne y otros se han escuchado muchas voces, palabras al viento que han quedado, como tantas cosas, revoloteando cual mariposas hechas de trozos de olvido. Algo que, sin embargo, no sucede con la ambición, las ansias de poder y la crueldad sobrecogedora indivual o colectiva que, como una burla, camina a hombros de la modernidad. Para eso han servido estos tiempos nuestros: para construir la gran cazuela donde todos vamos a ser cocinados con extraños ingredientes a los que llaman con palabras como Globalización, Libre Mercado, Banco Mundial, o Fondo Monetario Internacional. Los extraños códigos que en otros tiempos vincularon a Nosferatu con Dalí, o a la cabalística vida de San Virila con la imaginería de la obra de El Bosco, ahora resulta que aliena la sufrida vida de un agricultor del barranco del infierno en Albanchez con el tosido de un broker de la bolsa de Nueva York. Ya lo decía mi amigo Bramante, el vidriero veneciano: "Todo está relacionado en una parte o en el todo de todas las partes. Solo nos puede salvar la reacción, el movimiento, sea físico, creativo o intelectual. Un rayo láser exterminador nos está apuntando intentando detectar algo de ese movimiento en un escrupuloso proceso de limpieza de basura cósmica. Lo que poca gente sabe es que ese rayo láser justiciero y exterminador está dentro de nosotros mismos".
¡Hemos de despertar! ¡Salvémonos antes de que se nos cocine en la gran cazuela! La utopía al igual que el horizonte no se puede alcanzar, pero en el intento, al menos, conseguimos caminar. La sumisión debe ser cosa tan solo de los muertos.

lunes, 29 de septiembre de 2008

Solo dos minutos de lo que ha llevado tres años

De la obra Entre la oscuridad y el cielo, pag.317:
" Él continuó en silencio mirando hacia abajo y yo dejé de murmurar. Stefhen Hawking dijo una vez que todo es posible. Es posible también que Él me estuviera escuchando. ¿Por qué no? Nunca antes en toda mi vida me había atrevido con tal monólogo. Algo estaba ocurriendo. Era como si todos los sentimientos de una vida se revolvieran dentro de mí exigiendo un sentido.
Comencé a pasear junto a los estantes. Subí hasta la terraza abalaustrada de arriba desde donde se veía toda la sala, Cristo incluído. Todas las temáticas se encontraban en aquel recinto: el Trivium, el Quadrivium, obras teológicas por aquí y por allá, tratados de Parapsicología, de Criptografía, colecciones de Derecho Romano y Derecho Canónico, novelas, una sección de apócrifos, obras de Jung, de Nietszche, de Maquiavelo, y hasta Un Yanki en la Corte del rey Arturo de Mark Twain. La obra de miles de hombres y el resultado de millones de ideas, entendibles o no, provechosas o maledicientes, el jugo de la reflexión de los seres pensantes, como la buena o mala leche o el vino que dan las uvas, unos rojos y otros blancos, unos sedosos y aterciopelados y otros ásperos y con sabor a almendras amargas. Bramante lo hubiese dicho así, en su obsesivo intento de relacionar todas las cosas y otorgarle un auténtico sentido a las metáforas".

Uno no debiera contar nunca nada. Ya lo dice Javier Marías en uno de sus últimos libros. Las razones que me llevaron en su día a escribir Entre la oscuridad y el cielo -que actualmente se encuentra en proceso de edición- más que a esa vanidad mencionada en el artículo anterior, se debe a un mero instinto de supervivencia, a ese deseado hálito de aire fresco en medio de una atmósfera que cada vez se torna más irrespirable. La vida, y sobretodo en lo que atañe a las emociones puras, está estructurada a base de catástrofes. Qué decir, si no, de las primeras críticas recibidas de personas muy cercanas, por atreverme a contar algunos episodios trascendentes de mi vida. Uno no puede contentar a todo el mundo, y los hechos están ahí aunque pesen como una carga en las conciencias. La honestidad no vive en el lado bonito y aparente de las cosas, y lo vivido es lo que hay porque no podemos regresar. Por eso, y como ya se dice en el prólogo, escribir un libro es enfrascarse en la aciaga tarea de nadar contra la corriente del tiempo para convertirte finalmente en su cómplice mientras discurren pródigas las páginas. Tal vez, escribir un libro suponga haber alcanzado la gloria suprema de todos los anhelos: el estado perfecto de la idiotez por haber empleado tantas horas y tantos desafueros en fabricar un objeto insulso que se coloca en una estantería y que no sirve para quitar la sed o prolongar el coito, y que en el más esperanzador de los casos va a ser terriblemente criticado por el listillo de turno o por el pariente bastardo.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Los colores del pensamiento



¿Por qué estamos aquí?


Espatarrados sobre las páginas digo, que no en el mundo. Supongo que por una estricta y escatológica necesidad. No se me ocurre pensar en otras razones, y más aún, después de observar el ingente farfulleo de motivos esgrimidos por otros. Tal vez todo se deba a una cuestión de vanidad en un momento de entusiasmo para intentar mostrar a los demás aquello que finalmente acabas viendo siempre tú mismo. ¡Qué irrisorio escaparate! ¡Y cuán fugaz! Nos adula absurdamente que nos miren, que se nos observe, que nos valoren, que nos lean, que nos escuchen, que seamos vigilados en definitiva sin darnos cuenta de la consecuente masacre que acaba desplegándose a nuestro alrededor: el vilipendio, la crítica de destrucción masiva, el inútil pero hiriente intento de aniquilamiento de la personalidad que propicia un confuso campo de batalla en el que siempre quedan esparcidos y olvidados algunos restos de nosotros mismos.
Yo soy, como todo el mundo, uno más, y por eso estoy aquí: adecentando mi vieja vanidad a base de construir castillos de arena con las palabras que paren los sentimientos y se mueven de aqui para allá en el fragor de lo cotidiano. Una acción hasta cierto punto honesta y salvadora, casi épica, que nos hace ver sin concesiones a la duda la auténtica deidad que todos llevamos dentro, sobretodo, cuando miramos con buenos ojos a los otros, a los demás. Por eso escribo, por eso leo y por eso observo. Lo de respirar ya es una cuestión baladí.
La Recolecta es la radiografía del aire respirado por un hombre en el camino de un año. Un aire que ha entrado y salido por los pulmones y las entrañas según los estados del tiempo y de los ánimos, siguiendo inciertos atajos y temerarias vías de acceso, pero ajeno a las indicaciones previas en el mapa y a las consignas de la Iglesia, los consejos de los mandatarios, las músicas de los aduladores y la filiación de la familia y los amigos. Buena, mala, o redundante, ésta es su cosecha.