jueves, 27 de agosto de 2009

Anoche soñé


Anoche soñé que escondías tus dedos entre los míos. Fue algo inesperado. Rocé tus manos y se produjo el milagro. Es como si llevásemos los dos toda una eternidad aguardando la señal. Cogistes las mías, sin mirarme, casi ausente, y sin embargo, sentí que intentabas detener el tiempo. ¡Qué momento más maravilloso! Un ínfimo chasquido de dos deseos en medio del Universo. ¡Tan esperado e inesperado! ¡Tan al borde de la prescripción más irreversible! Después, recostastes tu cabeza sobre mi hombro, sin mirarme de nuevo, sin hablar, en perfecto silencio y armonía con lo que ambos ya sabíamos desde un segundo antes. Apenas otro después, ya me sobraban todos los mundos del mundo. Se hizo un silencio sobrecogedor. El silencio perfecto solo apto para escuchar los latidos del alma de quién deslizaba lentamente sus dedos entre los míos. Te miré dos o tres veces fugazmente para no romper el hechizo y temiendo verte desaparecer como una asustada utopía a punto de ser alcanzada. Fue entonces cuando observé tu serena belleza, tu rostro recostado sobre la propia felicidad que, agradecida, nos envolvía en la tela de todas sus esencias. Durante el profundo minuto que te tuve sobre mi hombro y entre mis dedos, apretastes mis manos con todo tipo de intensidades, sin parar, supongo también que recreando en ese levísimo contacto carnal el llanto silencioso que proclamaba desde lo más adentro, desde lo más intenso, la repentina felicidad tantas veces soñada e idénticas veces frustrada, como el Tao, esa esfera extrasensorial de placeres y conocimientos que se aleja en la medida en que te acercas a ella. Durante ese cortísimo e inolvidable minuto encontré toda la razón de mi existencia, comprendí al resto de la humanidad y se me hizo muy pequeño el Universo. Agradecí a todo tipo de providencias los ímprovos esfuerzos de los últimos tiempos para lograr seguir en pie, sin los cuales no hubiese sido capaz de dar contigo. Y la muerte se me antojó como un mero y secundario asunto. Durante ese valiosísimo minuto soñé que ya no tenía que soñar nunca más, y absorbido en la espiral de tu poderoso influjo, todas las fuerzas gravitatorias del planeta me parecieron ridículas. Volví a mirarte, a recrearme en la mirada baja y en tus labios temblorosos henchidos de carne rosa como los pétalos de una flor anhelantes de rocío. No dejabas de acariciar mis manos y tal vez también de agradecer con tu silencio el ruído apocalíptico de dos almas que por fin lograban entrecruzarse robándole al esquivo amor la única probabilidad que distraídamente había puesto en juego entre un millón de millones. Durante ese amadísimo minuto, si existe, dejó Dios de existir y tuve la certeza de que jugó a dejarnos que fuésemos Él para no volvernos locos de deseo y felicidad.

Después, al cabo de ese minuto, desperté. Dios volvió a su extraño y sospechoso sitio, tus manos dejaron de acariciarme, tu cabeza ya no reposaba sobre mi hombro, el amor regresó a su morada de inútiles esperas y profundos llantos, el Universo volvió a parecerme una caja de Pandora, me odié a mí mismo y al resto de la humanidad, desprecié todos los sentidos de mi existencia y me conjuré para no hacer ningún esfuerzo por seguir en pié.

Tao, Dios, amor, mujer callada, o lo que seas, ¿por qué me has abandonado?

martes, 25 de agosto de 2009

Un relatillo.


- Hijo, no me has hecho caso. ¿Por qué te empeñas en la marcha? ¿Qué sabes tú de esas tierras y esa gente? No son como nosotros. Te mirarán como se mira al enemigo, recelarán de tí, despreciarán tus obras y tus pasos y jamás sabrán lo que llevas dentro.
- Que más, madre...
- ¿Qué más? Ahora mi sufrimiento no tendrá fin hasta que logres volver. Tú aquí eres un hombre, alguien con nombre y con cara. Allí no serás nada, una sombra más y tú lo sabes. Yo no necesito nada y tú tampoco, pero ahora me voy a quedar sin lo que siempre he tenido. Lloraré cada uno de mis días y de mis noches pensando en ti. Imaginaré con dolor las peores desgracias y sufriré con tu sufrimiento desde la distancia. Aquello no es el paraíso y tú lo sabes. Tu fuerza y tu sabiduría no se verá crecida entre aquellas gentes y pan no nos falta, ni sol, ni aire, ni paz. Ya sé que los jóvenes sois así, impetuosos, rebosantes de sueños y de vida, pero siempre he dicho que tu camino está aquí entre nosotros, junto a tu madre que te adora y reza por tí. Ya sé que no te voy a convencer, pero recelo tanto de este viaje...
- No, madre, no voy allí en busca de paz ni de sueños, solo sé que he de ir. Es algo que está por encima de mi condición y de mi raza, una llamada desde mis propias entrañas y te juro que no son cantos de sirena. Necesito saber lo que hay al otro lado del horizonte por mí mismo y no por lo que me cuenten otros. Necesito probar otras suertes y respirar otros aires, sacar todo eso que tú dices que llevo dentro y luchar contra todos los imposibles. Solo así sabré de lo que soy capaz. Y luego regresaré, más hombre, más sabio, más hijo y con más dinero.Y cuando llegue seré de nuevo tu amado hijo, y tu serás mi amada madre, y seremos más felices, y ya nunca más regresaré a esa tierra. Permaneceré aquí junto a tí, en mi casa, con mis cosas, leyendo como tantas veces a la sombra del olivo centenario los cuentos de nuestros sabios ancestros, envejeciendo juntos y cuidando de los animales que tanto nos dan. Ya sé que poco te consuela, pero antes de partir ya estoy pensando en volver. ¿Cómo podría olvidar tus abrazos y tus caricias, los amigos, esta casa y todo lo que ha crecido conmigo? No madre, no voy a abandonarte, pero he de saltar al otro lado del horizonte aunque solo sea para contarte a ti lo que hay allí. Yo sé que lo entiendes madre y comparto tu dolor, pero es el sino de los hombres y la maldición de nuestro pueblo. Solo creceré llegando hasta el otro lado, y una vez allí, seré yo mismo más que nunca, me haré respetar y daré todo lo que llevo dentro, llegarán a quererme y a buscarme, haré amigos y compartiré con ellos el pan y las vivencias, aprenderé cosas nuevas, desterraré las malas, formaré parte de sus clanes como uno más, y muchos tendrán mi nombre siempre en la boca. Después volveré cargado de mundos y vacío de miedos para estar a tu lado hasta el final.
- Ve entonces hijo mío. Pero quiero que sepas que solo seré feliz el día de tu regreso.
- Gracias madre por tu paciencia y tu comprensión. Procuraré que la espera sea corta.
Madre e hijo se despidieron entre sollozos.

La espera se está haciendo interminable. En una aldea cercana a la ciudad de Jiffa, al sur de Mauritania, vive Shabanna Fouad, la mujer que despidió a su hijo hace ahora tres años y que nunca más volvió a saber nada de él. Desde aquel instante, su nombre que significa "mujer que pertenece a la noche", logró alcanzar su verdadero sentido.

sábado, 22 de agosto de 2009

...el rico, el pobre y hasta el obispo y el Papa.


El novelista japonés Natsume Soseki contaba a principios del siglo XX que uno de los grandes placeres de la existencia era el hecho de ir a obrar cada mañana en uno de esos retretes de estilo japonés desde donde se podía contemplar el azul del cielo y el verdor del follaje. De jovenzuelo, yo disfruté muchas veces de parecido paisaje mientras llevaba a efecto la obra en cuestión. Después, me limpiaba con una piedra o con alguna hoja del naranjo que tenía encima y que casi siempre se me quedaba pequeña. Algunas veces también lo hice desde la copa del algorrobero más alto del cortijo familiar, ahora que lo pienso, creo que fué para cagarme sobre todos los de abajo y disfrutar haciendo cábalas sobre el fatídico punto de impacto de la carga. Ni siquiera estas cosas me pasaban entonces desapercibidas. Tanto es así que cuando a principios de los sesenta llegábamos a la casa de Albanchez por San Roque, lo primero que hacía era entrar en aquel cuarto diminuto y maloliente a comprobar si el agujero seguía en su sitio. Los abuelos, durante muchos años, no necesitaron de otro asiento. Luego, bajaba a los corrales y comprobaba la pila de estiércol y paja que acreditaba sin ningún género de dudas que el agujero seguía vigente. Tras esa comprobación, tomaba cumplida conciencia de que habíamos llegado al pueblo porque los abrazos y la ensalada de pimientos con orégano del Barranco del Orégano ya los daba por hechos desde muchas curvas antes de llegar. Algunos años después, el agujero fue sustituído por un flamante retrete y la pila de paja y estiercol desapareció para siempre. Desde entonces, la esencia de esa casa ya no volvió a ser la misma.

Parece mentira que a un hecho que nuestra refinada modernidad ha confinado hasta los límites del ocultismo social concediéndole la condición de un acto casi irreverente e innombrable, le neguemos su verdadero alcance al margen del fisiológico alivio que lleva implícito. Me refiero al verdadero placer que comporta. Cagar es como sentarse a una mesa con suculentos y variados manjares, pero en un sentido involucionista que no es capaz de restar ni un ápice la emoción de ambos encuentros. Los romanos y otros pueblos de la misma época lo tenían ya muy presente. Las conversaciones más trascendentes se llevaban a cabo sentados en grupo sobre el agujero, ajenos a los ruídos y a las pestilencias, confabulados con el acto y la posición, en cuya guisa se debían sentir más auténticos y despojados de cualquier mierda, nunca mejor dicho.

Ir al retrete es un acto, no obstante, que refrenda hoy en día la individualidad. Cada uno de nosotros lo hace a una hora, de ésta u otra forma, con lectura o sin lectura, con lavatorio o sin él, con poco o con mucho papel higiénico, rápidos como el rayo o embobados y anestesiados hasta que otro echa la puerta abajo, pero en cualquier caso, plenamente conscientes de un momento cuyo repunte de inequívoca felicidad poco ha de envidiar al de otros menos escatológicos y más absurdamente agradecidos, con la ventaja añadida de que mañana lo volveremos a disfrutar. O pasado mañana en el peor de los casos.

La Historia del hombre se ha forjado desde la propia metafísica de sus deseos, pero tan importante es amar como cagar, el viejo principio de acción y reacción, el cerebro acciona y el culo reacciona. Es la vital y periódica consecuencia de un reciclaje consciente y a su vez correspondidamente placentero. Y jodidamente inevitable también. Si no que se lo pregunten a mi primo Paco cuando le acució tan repentina necesidad en plena Plaza de San Pedro de Roma con miles de personas a su alrededor. Aguantó, resopló, bufó, suspiró, corrió de aquí para allá, y finalmente llegó de mierda hasta los tobillos cuando alcanzó los retretes. Después se limpió con su propia camiseta y no se le ocurrió otra cosa que guardarla en el bolso que su mujer le había dado un rato antes. Supongo que lo hizo -lo de la camiseta digo- en pro de perpetuar, luego ya en casa, la dignidad de un momento que el hombre jamás debería olvidar como uno de los más sublimes y a la vez sencillos de su existencia.

viernes, 7 de agosto de 2009

La chica de los bolsos y las bragas de lunares.


De repente, entre las luces, ha aparecido una chica en medio de la visión circular del objetivo. Me detengo, acerco el ojo al ocular y enfoco con precisión. Debe estar a algo menos de un kilómetro, pero observo con detalle el nº 5 que lleva grabado en el bolso blanco que acaba de colgarse mientras se contornea coquetamente mirándose al espejo. Lo pasa de uno a otro hombro y adopta la postura adecuada para mirarse desde ese lado. Sacude la cabeza y bambolea sus caderas. Deja el bolso sobre la cama y se desprende con decisión del vestido azul oscuro arrancándoselo por encima de la cabeza. Sus pechos, algo pequeños, quedan al descubierto exhibiendo la turgencia que otorga casi siempre la juventud. Luce unas braguitas blancas con lunares oscuros que en un repentino giro de su cuerpo revelan que, sorprendentemente, no son un tanga. Se disfruta durante unos instantes mirándose al espejo desde los cuatro puntos cardinales que le permiten sus giros. Abandona con rapidez la última pose, e inclinándose sobre la cama, coge otro vestido y se lo engancha por arriba. Éste, tiene más vuelo que el anterior y muestra unos colores estampados de rojo y blanco con motivos florales. Vuelve a girarse hacia todos los lados posibles, se lo arremanga con precipitación hasta la cintura y se mira por detrás y por delante. Agarra el bolso del número cinco y se lo cuelga dejando caer el vestido. Lo cambia de hombro, le acorta y alarga sucesivamente la correa mirándose de nuevo. Lo deja sobre la cama. Coge otro, ahora es un bolso negro o azul oscuro, y vuelve a posar repitiendo los gestos anteriores. Se mira por aquí y por allá y vuelve a dejarlo sobre la cama al tiempo que se engancha un nuevo bolso de lunares. Antes de que llegue a colgárselo del todo, se lo arranca con violencia y lo arroja hacia el suelo. Se quita el vestido, otra vez por encima de la cabeza. Vuelve a mirarse y a contonearse, observándose sobretodo por detrás. Se encasqueta un nuevo vestido color beige, y sin pérdida de tiempo, se cuelga el bolso oscuro. Se mira de un lado, del otro, da como unos pasos hacia atrás y hacia adelante, gira las caderas e inicia una especie de baile. Repite los mismos movimientos con los dos bolsos anteriores y, finalmente, se cuelga ambos a la vez. Ahora se observa de este lado, ahora del otro, se pone en jarras y bascula hacia ambos lados y de atrás hacia adelante. Parece reir. Se siente feliz, se ve guapa sin duda e intenta, confabulada con el espejo, sacarle el mayor partido a su atractivo. Parece que adivina mis cábalas a través de la mirada indiscreta del objetivo y se despoja de los bolsos y el vestido. Se ha quedado quieta ante el espejo, lo mira fijamente e inicia un leve giro de la cabeza acompasado hacia ambos lados. Piensa lo que piensa y se baja las bragas con decisión. Ahora más que mirarse parece recrearse, se vuelve a poner en jarras y bascula las caderas como un péndulo haciéndole un coqueto guiño a la linealidad. En uno de eso giros se queda quieta seguramente refrendando todo el universo que ella quería ver. Solo la puedo ver de perfil. La forma de sus pechos se dibuja con deseada precisión en el visor. Lleva así un largo rato. De repente, vuelve a girarse dándome ahora espalda. La visión de su culo me conduce hasta el punto más excitante de toda la muestra, bien redondeado, prominente e imagino que primorosamente apretado y terso. Ahora se da media vuelta y se pone frente a mí. ¡Qué espectáculo más completo desde el punto de vista de las perspectivas y desde el sorprendente de un pubis azabache con el vello bien triangulado y abundante! En ese momento se contornea, gira, baila, mueve lascivamente las caderas y me emborracha de visión y hasta de cuentos de las mil y una noches. Coge el bolso del cinco y lo coloca sobre el pubis, se lo quita y se lo pone con la alternancia que, supongo, le sugiere en lo más profundo de su encanto el deseo y la excitación. Coge cada uno de los vestidos y se los pone simplemente por delante, se gira mirándose por detrás, y parece estallar en una carcajada, imagino que viéndose así con el culo al aire caminando por las calles. Se embute en sus braguitas de lunares, echa una última mirada hacia el espejo, esta vez sin contorneos, y apaga la luz de su habitación y, con ella, también las de un dulce momento en la soledad de una noche más, del largo, cálido e insípido verano.

miércoles, 5 de agosto de 2009

La resurrección de los héroes.


Hola. Me llamo Casto Aurelio Wilson de Balboa y mi vida, hasta ayer, ha sido algo menos sonora que mi nombre. El hecho absurdamente extraordinario que acabo de vivir, me condujo de inmediato a una primera reflexión: si el Universo es infinito, existe la absoluta y certera probabilidad de que un número finito de planetas estén habitados por seres humanos, y en alguno de ellos y en un momento determinado que podría ser ahora mismo, por una humanidad cuidadosamente idéntica a la que puebla hoy la Tierra. Si el Universo, en cambio, es finito, esta última probabilidad carece de cualquier sentido, es decir, resulta aleatoriamente imposible. Pero entonces, ¿qué es lo que hay al otro lado? Algo o alguién ha pretendido darme la respuesta y ahora tengo vuelta del revés la piel de la conciencia. Pero voy a atreverme, todavía algo tembloroso, a contarlo mientras sea capaz de evitar salir huyendo del gran diablo de mí mismo del que ahora me siento tributariamente poseído.

La otra noche, anteanoche, creo, alguién que no soy capaz de describir, me llamó en medio del sueño, para invitarme a una reunión extraordinaria, "trascendente, universal y definitiva", según su sosegada y propia voz. Me habló del sitio y de la hora, al amanecer del día siguiente, y me dijo que una vez allí, aún siendo yo el personaje menos significativo, me convertiría en el oído de toda la humanidad, el fiel y único testigo del mayor debate en la historia del hombre y de su particular tragedia. Comenzó a nombrarme algunos de los asistentes y, cuando escuché los nombres de los primeros cuatro o cinco, salté como alma en pena de la cama. "¿Pero qué es esto?", pregunté entre la sorpresa y el terror. La voz continuó nombrando, y yo, con cada nombre, daba un paso más hacia el abismo de una convencida y repentina locura. Cuando acabó con la lista, dejando atrás el tono sosegado del mensaje, ordenó con voz severa: "Debes estar allí. Tú no eres menos importante que cualquiera de los nombrados. Descubrirás el origen del mundo, la materia de la mente humana, la verdadera historia de tu raza y la dimensión del Universo. Si no lo haces, morirás en el transcurso de ese día".

Con el manto más oscuro de la noche aún sobre mis espaldas, completamente fuera de mí e imbuído por una extraña mezcla de terror y de felicidad, me encaminé presuroso hasta el lugar de la cita, un lugar que se me ha prohibido nombrar y desde donde se divisa un vasto paisaje.



Así comienza la narración de un hecho que cambiará inevitablemente el curso de la historia del hombre y pondrá una luz en la comprensión del entorno que le ha rodeado desde el principio de su existencia. Todo ello quedará fielmente reflejado en un libro que la misteriosa voz de la medianoche aún no ha ordenado escribir.