lunes, 26 de diciembre de 2011

Estoy harto de estar harto




Son tiempos de hartura. ¡Qué felicidad si fuesen tiempos de altura y no de hartura! Pero no. La gente vulgar, o sea, todos esos que no exprimen sus momentos hasta las últimas consecuencias, viven encapsulados en sus propias burbujas, ahogándose en esa mierda que como es la suya, es deliciosa y punto, y no necesitan más.

La directora de conserjería del imponente hotel París de Las Vegas, lleva más de 20 años en el cargo. Elegante, como exige su encomienda y el entorno, y en un perfecto castellano, fué explicándole a la cámara las distintas dependencias y edificios del complejo: una réplica exacta a escala de la Torre Eiffel, el Arco del Triunfo, el Palacio de la Ópera, etc,etc. Pero,¡ay!, que el ladino periodista detectó algo así como una anomalía, una herejía digna de achicharrar las culpas de la señora en la mayor y más caliente de las hogueras: al ser preguntada por el ladino, la elegante jefa de conserjes, poniendo cara de circunstancias y agachando la cabeza, respondió que no, que nunca había estado en París. Este es el milagro americano y no otro. Habiendo cargos vitalicios, billetes con cara de dólar e inquietudes con cara de culo, no hace falta moverse del sitio, sobretodo si se es jefa de conserjería en el Hotel París de Las Vegas o Broker con zapatos de charol rojo y pajarita plateada en la Bolsa de New York. Vamos, que si a mi, por esas extrañas locuras que dicen los astrónomos que ocurren en el universo a 100 millones de años luz, me nombrasen de pronto el Director de tan sugerente hospedería, lo primerísimo que haría sería comprar 100 billetes de avión al París de verdad y, acto seguido, se los haría tragar uno a uno a la señora hasta que reventase por dentro a causa de la ingesta transatlántica, y se muriese por fuera después debido a la insoportable vergüenza. Puedo parecer un borde por poner un ejemplo que parece sacado del libro Guinnes de los records, pero

les juro por mi honor, aunque no sepa bíen la cara que tiene y donde se esconde, que hay millones de ejemplos como ese en la pelota sobre la que todos nos cagamos y, luego, ponemos los pies.

Así que estamos en la Era de la hartura, de estar hartos de estar hartos, de decir que estamos hasta los cojones y disponernos mañana a decir lo mismo, y también dentro de un mes, y de un año, y de muchos años más.

Estoy harto de esa farfolla ideológica de lo políticamente correcto que los nauseabundos mandatarios de cada guerra de guerrillas intentan acoplar a nuestro pensamiento y por ende a nuestro lenguaje, del espectáculo circense y chabacano de la dualización del lenguaje despreciando las herramientas legítimas de que siempre hemos dispuesto, de no llamar a las cosas por su nombre, y llamar a otras de mil maneras para enmascarar la realidad, de tener que recordar y mencionar continuamente que hay hombres y hombras, miembros y miembras, compañeros y compañeras, soldados y soldadas, y la puta y el puto que los parió.

Estoy harto de tocar puertas que no se abren por no ir vestido con el traje ideológico del que hay dentro, o no llevar un fajo de billetes bajo el sobaco y bien a la vista. Estoy harto de esos y esas de las medallas del pueblo que salen siempre en la foto repartiendo bendiciones por aquí y por allá, encomendados a la divina gracia del expolio que han llevado a efecto en nuestras cavernas y el espacio circundante, y que se agarran sin soltarse a ese pillaje indiscriminado perpetrado en todos los bolsillos de donde se pueda sacar, séase a saco roto o poniendo el cazo a cocer en los fogones de los canallas y sinvergüenzas. Y cuando no hay suficientes de éstos últimos se promulgan las leyes necesarias, y aquí paz y después gloria.

Estoy harto de gentuza, la nuestra y la que va viniendo sin cesar, allende los mares o las tierras, y que con tanto susto y señales subliminales de conculcado silencio apartan de su lenguaje aquellos, los de la foto.

Estoy harto de hartarme de la indefensión a diestro y siniestro, de joderme un mes tras otro con los atracos a factura armada de las eléctricas, las telefónicas, los putos bancos y las haciendas públicas, y tantas veces, impúdicas.

Estoy harto de tragarme lo intragable, con los amigos -esos seres que es mejor no necesitarlos nunca-, con la familia, ese rebaño que hay que llevarlo por cojones en el bolsillo, con los vecinos que no dan los buenos días y tampoco pagan la comunidad, y ya en casa, con toda esa podredumbre que nos vomita encima el televisor, la caja tonta, que de tanto tonta que es, está resultando la lista para muchos colectivos, y oportunamente embrutecedora para los que ya están a las puertas.

Estoy harto de las mujeres, ¡y mira que me gustan! Aún no he sido capaz de dar con alguna que hable con independencia y folle, simplemente, como justa consecuencia -lo siento, pero como no creo en el amor, no puedo aplicarle a la acción otro verbo más primoroso-, una mujer con cojones, de las de verdad y no de moldeable plastilina, que no te persiga ni te insulte porque has dejado de saltar sobre sus espaldas colmándola de besos. Aún no he sido capaz de dar con alguna que me entretenga como a los niños traviesos, que entre con pasión y con coraje al trapo de un lícito y bienintencionado señuelo, que esté dispuesta a subir contigo al Everest sin decirte que hay que quedarse a vivir allí con ella toda la vida. Estoy harto de ellas, de todas ellas, las conocidas, las rubias, las morenas, las castañas y las inexistentes. Tal vez sea culpa mía por haber nacido hombre corriente, pero...¡es que me gustan tanto! La primera me dijo adiós de improviso a los 16 años y luego vino a buscarme 30 años después, y la última se desenganchó por un pálpito en pleno nudo, como el de los perros, porque le pareció que había oído gritos y susurros de una hija adolescente -esas niñas con cuerpo de mujer y alma de bicho que solo permiten que les apaguen el fuego a ellas mismas-, y ya nunca más se supo. Así que estoy harto de no entender a las mujeres, pero en la cama, ¡ay, eso si! todas dan el mismo gusto, y lo peor es que ellas no saben que es ahí, precisamente, donde menos nos sirven.

Estoy harto de mí mismo, como veis. Y eso sí que tiene mal arreglo. Pero bueno, un buen jamón de jabugo, una botella de vino, y unos cuantos cuentos escritos y luego contados mirando a quién te mira y te escucha con especial atención, lo van arreglando. De momento. Lo que venga después, ya lo he dicho, no es ni importante ni trascendente. Espero que la hartura de uno mismo, que esa sí que es esencial, vaya disminuyendo con el tiempo. Ojalá.