lunes, 26 de diciembre de 2011

Estoy harto de estar harto




Son tiempos de hartura. ¡Qué felicidad si fuesen tiempos de altura y no de hartura! Pero no. La gente vulgar, o sea, todos esos que no exprimen sus momentos hasta las últimas consecuencias, viven encapsulados en sus propias burbujas, ahogándose en esa mierda que como es la suya, es deliciosa y punto, y no necesitan más.

La directora de conserjería del imponente hotel París de Las Vegas, lleva más de 20 años en el cargo. Elegante, como exige su encomienda y el entorno, y en un perfecto castellano, fué explicándole a la cámara las distintas dependencias y edificios del complejo: una réplica exacta a escala de la Torre Eiffel, el Arco del Triunfo, el Palacio de la Ópera, etc,etc. Pero,¡ay!, que el ladino periodista detectó algo así como una anomalía, una herejía digna de achicharrar las culpas de la señora en la mayor y más caliente de las hogueras: al ser preguntada por el ladino, la elegante jefa de conserjes, poniendo cara de circunstancias y agachando la cabeza, respondió que no, que nunca había estado en París. Este es el milagro americano y no otro. Habiendo cargos vitalicios, billetes con cara de dólar e inquietudes con cara de culo, no hace falta moverse del sitio, sobretodo si se es jefa de conserjería en el Hotel París de Las Vegas o Broker con zapatos de charol rojo y pajarita plateada en la Bolsa de New York. Vamos, que si a mi, por esas extrañas locuras que dicen los astrónomos que ocurren en el universo a 100 millones de años luz, me nombrasen de pronto el Director de tan sugerente hospedería, lo primerísimo que haría sería comprar 100 billetes de avión al París de verdad y, acto seguido, se los haría tragar uno a uno a la señora hasta que reventase por dentro a causa de la ingesta transatlántica, y se muriese por fuera después debido a la insoportable vergüenza. Puedo parecer un borde por poner un ejemplo que parece sacado del libro Guinnes de los records, pero

les juro por mi honor, aunque no sepa bíen la cara que tiene y donde se esconde, que hay millones de ejemplos como ese en la pelota sobre la que todos nos cagamos y, luego, ponemos los pies.

Así que estamos en la Era de la hartura, de estar hartos de estar hartos, de decir que estamos hasta los cojones y disponernos mañana a decir lo mismo, y también dentro de un mes, y de un año, y de muchos años más.

Estoy harto de esa farfolla ideológica de lo políticamente correcto que los nauseabundos mandatarios de cada guerra de guerrillas intentan acoplar a nuestro pensamiento y por ende a nuestro lenguaje, del espectáculo circense y chabacano de la dualización del lenguaje despreciando las herramientas legítimas de que siempre hemos dispuesto, de no llamar a las cosas por su nombre, y llamar a otras de mil maneras para enmascarar la realidad, de tener que recordar y mencionar continuamente que hay hombres y hombras, miembros y miembras, compañeros y compañeras, soldados y soldadas, y la puta y el puto que los parió.

Estoy harto de tocar puertas que no se abren por no ir vestido con el traje ideológico del que hay dentro, o no llevar un fajo de billetes bajo el sobaco y bien a la vista. Estoy harto de esos y esas de las medallas del pueblo que salen siempre en la foto repartiendo bendiciones por aquí y por allá, encomendados a la divina gracia del expolio que han llevado a efecto en nuestras cavernas y el espacio circundante, y que se agarran sin soltarse a ese pillaje indiscriminado perpetrado en todos los bolsillos de donde se pueda sacar, séase a saco roto o poniendo el cazo a cocer en los fogones de los canallas y sinvergüenzas. Y cuando no hay suficientes de éstos últimos se promulgan las leyes necesarias, y aquí paz y después gloria.

Estoy harto de gentuza, la nuestra y la que va viniendo sin cesar, allende los mares o las tierras, y que con tanto susto y señales subliminales de conculcado silencio apartan de su lenguaje aquellos, los de la foto.

Estoy harto de hartarme de la indefensión a diestro y siniestro, de joderme un mes tras otro con los atracos a factura armada de las eléctricas, las telefónicas, los putos bancos y las haciendas públicas, y tantas veces, impúdicas.

Estoy harto de tragarme lo intragable, con los amigos -esos seres que es mejor no necesitarlos nunca-, con la familia, ese rebaño que hay que llevarlo por cojones en el bolsillo, con los vecinos que no dan los buenos días y tampoco pagan la comunidad, y ya en casa, con toda esa podredumbre que nos vomita encima el televisor, la caja tonta, que de tanto tonta que es, está resultando la lista para muchos colectivos, y oportunamente embrutecedora para los que ya están a las puertas.

Estoy harto de las mujeres, ¡y mira que me gustan! Aún no he sido capaz de dar con alguna que hable con independencia y folle, simplemente, como justa consecuencia -lo siento, pero como no creo en el amor, no puedo aplicarle a la acción otro verbo más primoroso-, una mujer con cojones, de las de verdad y no de moldeable plastilina, que no te persiga ni te insulte porque has dejado de saltar sobre sus espaldas colmándola de besos. Aún no he sido capaz de dar con alguna que me entretenga como a los niños traviesos, que entre con pasión y con coraje al trapo de un lícito y bienintencionado señuelo, que esté dispuesta a subir contigo al Everest sin decirte que hay que quedarse a vivir allí con ella toda la vida. Estoy harto de ellas, de todas ellas, las conocidas, las rubias, las morenas, las castañas y las inexistentes. Tal vez sea culpa mía por haber nacido hombre corriente, pero...¡es que me gustan tanto! La primera me dijo adiós de improviso a los 16 años y luego vino a buscarme 30 años después, y la última se desenganchó por un pálpito en pleno nudo, como el de los perros, porque le pareció que había oído gritos y susurros de una hija adolescente -esas niñas con cuerpo de mujer y alma de bicho que solo permiten que les apaguen el fuego a ellas mismas-, y ya nunca más se supo. Así que estoy harto de no entender a las mujeres, pero en la cama, ¡ay, eso si! todas dan el mismo gusto, y lo peor es que ellas no saben que es ahí, precisamente, donde menos nos sirven.

Estoy harto de mí mismo, como veis. Y eso sí que tiene mal arreglo. Pero bueno, un buen jamón de jabugo, una botella de vino, y unos cuantos cuentos escritos y luego contados mirando a quién te mira y te escucha con especial atención, lo van arreglando. De momento. Lo que venga después, ya lo he dicho, no es ni importante ni trascendente. Espero que la hartura de uno mismo, que esa sí que es esencial, vaya disminuyendo con el tiempo. Ojalá.

lunes, 21 de noviembre de 2011

La pregunta




"Una noche cualquiera, escuchando "Con su blanca palidez", sentado sobre el sofá, liberada la mente de ataduras y sin más compañía que el enemigo oportuno de tu otro yo, te preguntas qué mujer de todas las que han pasado por tu vida te gustaría tener a tu lado ahí y ahora, y resulta que no te sabes contestar, lo cual viene a indicar que, infaliblemente, no ha pasado la que tenía que pasar....todavía. La gente no sabe que una buena pregunta puede ser más trascendente que un millón de respuestas."



Marco Aurelio Wilson de Balboa. Filósofo existencialista de la Escuela del Conocimiento Supremo al Alcance de la Mano. O sea YO.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Anuncio

Anuncio, aquí y ahora, que voy a acometer una nueva tarea, un nuevo y excitante salto al vacío de los abismos insondables de los hombres...y de las mujeres. Voy a adentrarme, con toda la carga posible que pueda soportar a las espaldas, en esos territorios delimitados, desde los ancestros, por la palabra prohibición. Se trata de emprender un viaje cercano que sea capaz de llevarme lo más lejos posible hasta alcanzar ese abismo vertiginoso y confuso donde habitan las respuestas y descansan los fantasmas. Pero procuraré no despertarlos de su sueño porque se vuelven molestos cuando se les despierta sin algo de legitimidad.

No, no me voy a luchar contra talibanes de Oriente o de Occidente, ni me voy a las misiones, ni he encontrado un trabajo, ¡qué falacia!, y ni siquiera un nuevo amor y, además, mi sofá sigue exactamente igual de roto que hace unos meses. Voy a montarme en ese carruaje destartalado hecho a base de trozos dispersos de vida y, asomado como un niño curioso a la ventana, voy a describir el paisaje, a mi manera, a mi entender y a mi sentir, que pienso que no es poco. Tan solo es eso lo que voy a hacer, un paseo tan simple como esencial y al que no se atreve casi nadie. La gente viaja hasta los Polos, o a la Amazonia, o a las selvas de Borneo, o a disfrutar de un plácido crucero por las aguas mansas del Danubio. Pero yo no voy a llegar tan lejos: voy a mirar hacia dentro, muy adentro, y voy a sacar fuera todo el peso que puedan soportar los brazos de mi conciencia. Es un viaje para el que no hace falta billete, solo agallas y sacrificio porque el camino es pedregoso y las botas para caminar están ya algo roídas.

Voy a volver a contar historias, esta vez más entroncadas con nuestra errática y caótica modernidad que con aquellas otras que hablaban de la magia, de la Alquimia y de la búsqueda de antiguos manuscritos, y que tan oportunamente propició la fascinante amistad que conseguí con mi maestro veneciano Bramante y que, a la postre, hicieron posible el milagro de mi primer libro "Entre la oscuridad y el cielo". En este caso no lo necesito a él, me basto conmigo mismo, porque ya aprendí de él lo imprescindible, y a eso voy a recurrir, a eso y a la memoria, por supuesto.

Y voy a inventar una historia banal, tan banal que es capaz de hacernos llorar y reir a un tiempo. Porque es de eso de lo que estamos hechos: de una cruda y puta dualidad. La misma que voy a desnudar y abrir en canal para dejarla con todo al aire: lo adolescente, lo joven y lo adulto, la rabia y la pasión, el honor y el deshonor, la mentira y el amor, las suaves caricias y el desenfreno salvaje, la transgresión inesperada, la libertad enjaulada y la delincuencia de uno mismo hacia uno mismo, los hijos, los padres, los amantes, lo falso vestido de verdadero y su justa viceversa.

Todo es inventado y nada es incierto, así es la vida, así somos nosotros, una forma diferente según nos llegue una luz clara, sesgada o difusa. Las cosas se encajan a sus momentos y a la gente hay que entenderla en sus contextos y desde tus propios adentros.

Este nuevo libro va a intentar ser consecuente con ello y va a tratar de no enjuiciar. Existen historias que no necesitan de preámbulos algunos. Ellas mismas, desde su mera exposición, son capaces de facultar en el lector los pertinentes análisis que le permitan solidarizarse, compadecerse o asquearse con los personajes que las protagonizan. ¡Allá cada uno!

Es tan solo una novela que ya tiene nombre, principio y final. Un segmento entre dos puntos -llamémosles 13 y 45-, que resulta cruzado al azar por muchos planos que antes que desestabilizar, lo sustentan como se sustentan las vidas a sí mismas, así como por arte de magia. Los dos puntos tienen nombre de mujer, el mismo nombre en ambos casos. ¡Qué casualidad!

Salgo del 13. La novela verá la luz cuando llegue al 45. No es mucho. Paciencia y barajar, que me digo yo a mí mismo.

"Un alma de papel" cuenta Manolo García en esa preciosa canción de su último disco. Tal vez por eso, sea yo capaz de escribir, porque mi alma se está convirtiendo -como dice él- en un alma de papel y alambre.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Claro y oscuro

Mi hermana dice que mis escritos los entiende pocas veces ¡Y eso que escribo también para ella! ¡Vaya infortunio! Esperaba ser vapuleado por otros menesteres más livianos, más al uso con el hombre perezoso y vulgar con que siempre me he etiquetado yo a mí mismo, pero no, me dice con hermanada vehemencia que se pierde o, mejor dicho, que me pierdo y, en consecuencia, la pierdo cada vez que lee uno de mis jeroglíficos. Y yo, claro, sonrío mirando para otro lado porque resulta que su severa apreciación es completamente natural: ella apenas si sabe leer porque ha vivido muchos años alejada de todo tipo de signos, llámense cifras o letras, oyendo tan solo el gemido del viento y el ruído incansable de las aguas que se descuelgan por someros riachuelos desde las altas montañas, respirando pura naturaleza y hablando tan solo del tiempo que está al caer con esos pastores que, satisfechos, se descuelgan por las laderas llevando como única bufanda los chotos recién paridos. Por eso, supongo, no entiende mis escritos ¡Y a fé que le jode! porque también me lo dice. Y yo le respondo "¿Pero como vas a entender nada, si tú solo sabes de nubes y de vientos, de pan casero y de lumbres, de tempraneros amaneceres y ladras lejanas que anuncian que algo se mueve entre la maleza? Y nada más. "Pues ya es bastante" que pensará ella.





Pero no, ¡que nadie le coja envidia! porque el otro día, cuando aún tenía reciente en su cabeza el aroma a leche fresca de cabra y la vida campestre que carece de todos los sobresaltos que hay al otro lado del muro -ése al que pertenecemos los que escribimos sin que casi nadie nos entienda-, despertó de su sueño. Despertó, sí, soliviantada, y se vio vestida de universitaria con la panza bien cubierta de manera vitalicia, prestigiada por sus muchos años de enseñanza a todos los que no saben hacer la o con un canuto, y complacida con los que son capaces de convertir el mismo canuto en una ecuación; deshaciendo todo tipo de integrales y resolviendo, finalmente, ante sus incrédulos y cabreados alumnos, los mismos problemas que una semana antes sirvieron para cargárselos a todos menos a uno, el empollón de siempre. Pero qué curiosa es la vida: yo no entiendo sus números y ella no entiende mis letras. Me dice que enreveso mucho las cosas y que abuso de los adjetivos. ¡Pues claro! Cada uno enrevesa y abusa según le venga en gana o requiera la situación, o te vaya la vida en ello, o qué sé yo. Así que he determinado no contrariarla en modo alguno. Yo tampoco entiendo al Universo, ni a la infinita finitud del ser humano, ni a los teoremas de la geometría combinatoria, ni a las mujeres...¿por qué, entonces, habría de entender ella lo que pone en mis escritos? Sin embargo, siempre y desde siempre, para quedar bien -como los políticos en los estrados o los asesinos en los juicios- intentamos justificar nuestras composturas para dar fé de nuestra propia identidad y que, al tiempo, no parezca una más de todas esas cosas que están en el mundo como los baúles: ocupando tan solo un lugar en el espacio.





Entonces, aproveché la cercanía y el parentesco, y le dije: "Mira hermana, cuando yo escribo tengo siempre un diccionario al lado porque mi vocabulario, como el tuyo, no es borgiano, es limitado y alguna que otra palabra puede plantear duda, no por rebuscada, sino porque la semántica es una ciencia de expertos o de seres consagrados. No digamos ya, cuando leo. Pero ¡cuidado!, si ocurre que simultáneamente no sabemos lo que quiere decir -más o menos- "entelequia", "misoginia" o "apátrida", se corre el riesgo de no entender un escrito, sea página, párrafo o simple frase. Eso por una parte, que ya sé que no es la tuya. Si, además, se confunde la descripción impúdica de un sentimiento o de un paisaje con una sarta de adjetivos ininteligibles que solo intentan enmascarar un hecho banal para sacralizarlo literariamente, pues también se está equivocado, y si no que se lo pregunten al propio Borges o a Caballero Bonald, premio nacional de poesía y un completo exaltado de la adjetivación. Pero ya sé, aquí también, que no es tu caso. Y por último, sobre el enrevesamiento o esas frases que parecen desviarse descuidadamente del tema central, decirte que hay en la Literatura un asunto, en cierto modo mágico, que se conoce como metáfora. La metáfora es, siempre que esté bién encasquetada -como el vestido de fiesta de la Cenicienta-, la música del lenguaje hablado o escrito, la otra cara de ese espejo que te permite ver lo mismo desde otra perspectiva y, en consecuencia, te abre los puntos de mira y las referencias, pero sobretodo, ya te lo he dicho, es la música del lenguaje. Y a tal partitura recurro, porque me gusta y porque nadie me lo puede impedir, simplemente.





Así que, queridísima hermana, siento haberte despertado de ese sueño bucólico en el que a mí también me hubiese gustado verme inmerso, ese paisaje donde sobran los diccionarios y los teclados, los insidiosos móviles y las asquerosas hamburguesas, y donde ni siquiera caben las críticas bienintencionadas.





Yo no entiendo tus números y tú no entiendes algunas de mis letras, pero ya ves, cada uno tiene sus razones, aunque a mí me falte esa ocupación vitalicia que, tal vez, me hubiese permitido dejar de cabrear a los pocos que me leen y que encima van y no entienden mis escritos.





Esto de las entendederas es una cosa difícil de entender. Mira, el filósofo austriaco Wittgenstein estaba un día en una estación conversando con una amiga. De repente, el tren comenzó a alejarse y Wittgenstein corrió tras él logrando, por fin, subir. Detrás se quedaba su amiga en el andén.





-No se preocupe, señora -le dijo un empleado de la estación-, dentro de diez minutos sale otro.
- Usted no lo entiende -le contestó ella-, él había venido a despedirme.
¿Te das cuenta, querida hermana? ¡Qué dificil es entenderse! Besos y buenas enseñanzas.

jueves, 27 de octubre de 2011

Motivos para cambiar

"¿Qué es la riqueza? Nada, si no se gasta; nada, si se malgasta. De nada vale estar vivo si hay que trabajar". Era éste uno de los pensamientos favoritos de André Bretón. pero por mucho que lea uno a estos sabios, a estos eruditos de la vida mundana y del día a día eficiente, no logramos escarmentar, y acabamos colgando los ojos en la ventana. Lo que se tiene es para gastarlo, lo que se sabe hay que contarlo y lo que te duele hay que sufrirlo, y esto último, mejor en silencio, sin generosas comparticiones. ¿Para qué habrán servido todas las luchas dentro de un puñado de años, y no digamos ya, dentro de unos cuantos siglos? Nadie nos recordará y las guerras de la barbarie de hoy serán reseñadas en los libros futuros como meras fórmulas recordatorias de un pasado insulso, y sobretodo, adornado de una lejana y falsa inocencia.




A los españoles nos falta pragmatismo y nos sobra frustración. Hoy más que nunca. Tal vez porque tengamos más motivos que otras veces. Esta España nuestra de hoy es un país desolado y desmembrado, y por eso a mí me importa una mierda carecer de cualquier atisbo de esa rancia pedantería que algunos han venido a llamar el espíritu patriótico. La Patria no ha hecho otra cosa que jodernos hasta la saciedad a través de todas sus estructuras, y por ende, a través de todos los elementos de éstas más representativos. Mi perro ha muerto y eso es para mí lo trascendente. Podían haber reventado los Bancos, o saltada por los aires la Hacienda Pública, o desaparecidas bajo un sunami de mierda y de fango todas las grandes multinacionales del mundo, pero no, nada de eso ha sucedido, para desgracia de todos los que vivimos obligados a clavarnos de rodillas ante semejantes espectáculos, esas máquinas que aniquilan la emoción de la gente vulgar. A veces no le queda a uno más remedio que llorar, a veces, ¡menos mal! Tanizaki escribió un libro elogiando a la sombra y previniéndonos contra todo lo que brilla: la riqueza, la ostentación, el protagonismo, todo eso que se airea a diario en los periódicos, o en los platós de la televisión, o en las reuniones de los G8. G20, o Gmierda. Por eso y por otros oportunos contratiempos aprendí desde pequeño a gastarme todo aquello que llevaba en los bolsillos, y a desear a la vecina soltera o casada del quinto, y a meterme en todo tipo de charcos, y a quemarme al jugar con fuego ¡con qué si no!, y a no aprender con los años a moderar tales locuras, tan dulcísimas esencias de tu vida individual e inalienable.




Así que hoy, vividos, disfrutados y sufridos ya un puñado de años, sigo igual: asqueado con la corrupción y la ineficacia de todos los políticos -municipales o gubernamentales-, imaginando certera la cruz del visor, como en aquellos otros tiempos de la caza de inocentes animales, en el centro de esas cabezas que se yerguen con absoluta indecencia en las fotos de cabecera de los periódicos anunciando que van a arreglar el mundo o que solo van a subir medio punto los tipos de interés. El interés supranacional, o dicho en términos más en consonancia con el progresismo y la modernidad, el interés global, el ínterés que permite que se den la mano las grandes fortunas del mundo para desgracia del 99% de toda la humanidad.




Por eso y por una justa y digna gana, alguna que otra noche me lleno medio vaso de vodka con mucho hielo y, entre onza y onza de chocolate, brindo por mi perro y por su impagable compañía, lloro por su ausencia, le pido a mi Dios por los míos, mando a tomar por culo a la Patria y a sus salvadores, miro lo que llevo en los bolsillos para gastarlo mañana, intento recordar los pubis bien triangulados y abultados de los últimos embites, olvidar los cerebros deshinchados, y sobretodo, sobretodo, intento mantenerme de pie aunque sea apoyado meramente sobre mis propias miserias y las puntas hirientes de algunas ausencias que ni los años ni mis juguetes de niño y de hombre han logrado ni lograrán jamás desterrar.




Me dice el otro, mi otro yo, que es el momento propicio para el cambio, pero no voy a cambiar, prefiero sucumbir empachado con mi propia esencia, la que siempre ha viajado conmigo ondeando a todo tipo de vientos como la bandera de los piratas, robándole las emociones a todos los asuntos que, mereciendo la pena, se me han puesto por delante.

martes, 11 de octubre de 2011

De madrugada

- Maestro, usted sabe que a estas horas uno está solo, o sea, consigo mismo y con nadie más. Es la hora convenida para violentar ciertas barreras y amedrentar a esos sentimientos que casi siempre prefieren permanecer escondidos. ¡Vaya veranito, querido maestro! ¿Anda usted por ahí?


- Tienes el don de la inoportunidad para cogerme oportunamente a tiempo. Sí, esta noche también estoy yo enredado por aquí, aunque supongo que en otros menesteres... seguramente algo menos onerosos que los tuyos. ¿Aún sigues en pié?


- Usted me ha enseñado a soportar los tambaleos, pero le he pedido al viento que me arrastre de una puñetera vez hasta donde ya no se divise el horizonte. Quizás allí ya no sea tan trascendente mantenerse en pié como usted dice.


-Pues mira, cuando un hombre está dispuesto a perderlo todo es cuando comienza a estar preparado a ganarlo todo también.

- ¡Qué bien habla usted siempre!


- Yo nunca pierdo el tiempo hablando, me limito a contestarte y a procurar ensancharte los caminos porque un día te ganaste mi confianza y mi afecto. A partir de ahí, me da lo mismo que me llames maestro, discípulo o aprendiz.


- Pues resulta intrascendente lo que le llame o no. Yo sé muy bien lo que representa para mí; y perdone porque aún no le he preguntado por Marlène.


- Con tanto vendaval, ¿vas a preocuparte ahora por ella? Es una mujer mimada que vive ajena a las tragedias de los hombres...y hace bien. ¿Sabes que me tienes sorprendido?

-¿Con qué maestro?

- Con la manera extraordinaria con la que estás aguantando el palo corroído de la vela.


- ¡Joder maestro! Es lo más alentador que me han dicho en los últimos años. Lo cierto es que no esperaba tanto en tan poco tiempo, ojalá hubiese ocurrido el desplome de la bolsa de Wall Street y de todas las bolsas del mundo, de una vez y para siempre, y no la de mi modestísimo escenario. Ya sé que usted es un hombre, además de ofensivamente culto, fornido en todo tipo de contratiempos, seguramente porque ha entendido mejor que nadie lo trascendente o intrascendente de las cosas, pero es que ese escaso diez por ciento de los asuntos que dicen que nosotros no podemos controlar en nuestras vidas me ha dejado con las tripas medio fuera. Así que los porcentajes, esta vez, se han ido a tomar por culo. Como esos fenómenos atmosféricos de diferentes raíces, que resultan extrañamente coincidentes en el tiempo y el espacio, me he despertado de pronto en el cabo de todas las tormentas: desaparece repentinamente entre la niebla la única mujer por la que había apostado en los últimos diez años de mi vida, estoy a punto de perder la salud, así, con esa mala leche con la que ella se despide a veces de forma definitiva y, finalmente, mi perro, mi único y fiel amor de los últimos trece años -aparte de quien ya sabe- coge el camino y se va atrochando por los senderos perrunos que no comprendemos los hombres, mirándome hasta el último momento con sus ojos de miel agradecidos, hacia el paraíso indescriptible de los perros. Y a mí no se me ocurre otra cosa que llorar y llorar cada vez que miro hacia todos los rincones de la casa donde se enroscaba enfilando siempre el hocico hacia la estela calurosa y complacida que emanaba del ojo avizor de su amo, en este caso, más siervo que dueño, más compañero y amigo que presuntuoso e ingenuo ser superior. ¡Vaya veranito, maestro!


- No sabes el esfuerzo que estoy haciendo para no dejar que me aflore sentimiento alguno de compasión hacia tí. ¡Y ya me cuesta, ya! Pero mira, no vamos a perder la calma porque esta es la cosecha que viene dando el mundo desde su puñetera creación. Unas veces las risas, otras el llanto, otras la incomprensión, la indefensión, y otras, la peor de todas: el aburrimiento. Pero ni tú ni yo somos dados a esto último porque los cojones, la pasión, las ansias de continua hambre y un moderado y justísimo alocamiento nos van a liberar siempre de tan mortecina situación. Pero al sufrimiento, ya te lo he dicho muchas veces, hay que sacarle partido. Lo que me cuentas hay que tratarlo por separado, como a las enfermedades: a cada una su propia medicación. Si te atreves a hacer un análisis por separado, la sensación de catástrofe será menos global y, entonces, seré yo capaz también de contestarte con cierto sentido porque soy mortal como tú y, por desgracia también, como tanto tonto que anda suelto por ahí. Digo esto porque a éstos habría que hacerlos inmortales para que se jodieran una y otra vez en sus sucesivas vidas.


- Pues ya que lo propone así, vamos a intentarlo. Lo del amor apostado, es que llega un momento en que uno debe dejarse de tonterías, es decir, que justo es hartarse de las relaciones con fecha de caducidad -como muy inteligentemente me decía el otro día una amiga-, de la siempre inminente prescripción de los amores de oportunidad, de sexo, camas, sofás, sudores, duchas ligeras y a otra cosa mariposa. Hablo, como usted bien sabe, de esos momentos cuya oportunidad se asienta escrupulosamente en los límites instantáneos de un presente que carece de futuro ni a corto ni a medio plazo. Fue entonces cuando... así, alcanzada esa conciencia, casi a destiempo, sin buscarlo ni esperarlo, se presentó una mujer de ojos indescriptibles, vestida de buenas maneras y rodeada por un aúrea que siempre se me antojó un dulce y merecido milagro. Y puse todo lo que un hombre consecuente debía de poner, en el cortejo, en la conquista, en el proyecto, en el empeño, en los esfuerzos, en la honestidad de la relación, en la implicación, en la generosidad, en la apertura de todas y cada una de las puertas de tus mundos y de tu gente, con orgullo, con premeditación, pavoneado como los pavos reales ante todos sus encantos, ante las miradas de los otros, y entregado a todas y cada una de sus pasiones y de sus preocupaciones para exaltarlas y aliviarlas en la medida de mis justas fuerzas, como así pareció resultar desde los primerísimos embites. Como todo milagro, éste parecía al fin, el definitivo, el obligado y deseado puntapié a todos los desmanes y sabores insulsos de las historias de ahí para atrás. Y logré sentirme feliz por ello, razonablemente feliz, ya sabe, no confundido entre la histeria y la tontuna como toda esa turma de cupidos terrenales que se emboban ante el primer señuelo que se les cruza por delante. Usted sabe que el amor es una cosa complicada y consecuente, relacionada estrechamente con ese principio de la Física que habla de acción y reacción. Y así fué. Jamás en toda mi vida he visto a una mujer tan entregada, tan apegada a pasiones tan dispares como un simple lazo entre sus dedos y los míos o reventar exhaustos sobre el sofá en el límite ambos de la esquizofrenia carnal, un día tras otro, un fin de semana tras otro y, entremedio, enganchados sin descanso a ese recurso del teléfono que aminora las distancias cuando el"te hecho mucho de menos" se convierte en el hilo salvador de las ausencias y te hace sentir vivo y sobretodo "algo" útil. Pero ¡ay! que siempre está al acecho una sinrazón, las puras entrañas del propio vacío intentando ocupar los espacios inconquistables, y de repente ¡¡la nada!! ¿Qué es esto maestro? ¿Es la justa penitencia de los pecados de otras vidas que uno ha de pagar en la presente? ¿O acaso simplemente he de sentirme un privilegiado ser por haber pasado del cielo al infierno sobrepasando esa barrera imposible de la velocidad de la luz? ¿Sabe que me hubiese gustado verle a usted en semejante situación manoteando entre sus miles de libros en busca de la solución alquímica que lograse aliviar la momentánea locura que produce un cambio de rumbo repentino sin indicaciones previas en el mapa? Pero, en fin, que no quiero hablar mucho de esto. Ni siquiera con usted. La consecuencia de todo es que uno vuelve a descubrir que hay dos tipos de personas en un momento dado a tu alrededor: las que merecen la pena y las que no. Ya sabe a cual de ellas pertenece ésta, con independencia de los dulcísimos sabores que siempre te deja un helado.


- Mira, querido maestro Juan -permíteme tal consideración porque con tantas volteretas, si no te descalabras en alguna de éstas, vas a terminar siendo el maestro de todos los maestros-. Lo sucedido, te aseguro que nada tiene que ver con aquel suceso ocurrido en Basilea en 1474 cuando se anunció que un gallo había puesto un huevo y, por el cual, el gallo demoníaco fué condenado a ser asado vivo ante toda una multitud. Lo que vino después ya puedes imaginártelo: la quema de cientos de brujas y de herejes. No, lo que me cuentas no tiene nada que ver con encantamientos, ni con personas raras o extrañamente poseídas por extraños y desconocidos demonios. Todo, menos lo que ya sabemos, goza en la vida de una razonable explicación, y voy a ver si soy capaz de decírtelo con pocas palabras. Mira, siempre se ha dicho que los hombres somos unos cafres-esa palabra tan tuya- y las mujeres unas trastornadas. No quiero que caigas en esa simpleza inútil. Sé que se te ha pasado por la cabeza que una mujer que un día te dice que eres lo más grande de su mundo, fuera y dentro de la cama, y al día siguiente te dice que necesita un tiempo acojonada por sus ridículos asuntos -un asunto ridículo es aquel que siendo absolutamente coyuntural y natural se convierte en un drama insalvable-, puede parecer una mujer enferma, trastornada sí. El trastorno bipolar, querido Juan, es otra cosa, un asunto delicado que además no tiene cura. Pero no es éste el caso. Nosotros, los hombres, muchas veces confundimos en las mujeres, sobretodo cuando con especial terquedad nos empeñamos en ser benevolentes, la condición con un trastorno. Y aquí no ha sucedido otra cosa que la aparición de una condición innata que a tí, extrañamente, se te había pasado por alto. Por lo que ya me has contado, la condición es la que es, pero el análisis y su valoración solo lo puedes hacer tú, y creo que has hecho lo que hubiese hecho yo y cualquier hombre que no sea un manria, como decía mi abuela. Esa mujer te ha querido hasta el justo límite que le permitía esa condición, te ha disfrutado seguramente como a ningún otro, te ha valorado en altísima medida y hasta ha llegado a sobrepasar esas fronteras que ella sabía muy bien que estaba sobrepasando, pero siempre te tuvo apartado de su mundo, de esa parte de ese mundo en la que ella jamás logró crecer y hacerse mayor, y cuando tú la has desenmascarado, es decir, puestos los cojones y esparcida su condición sobre la mesa, con la crudeza y la vehemencia que te facultaba todo un año con sus meses y sus días de razonable entrega y creciente amor, ella ha salido corriendo, como no podía ser de otra forma en aquellos a los que les importan más las cosechas ajenas que las propias. Se trata del miedo paralizante a perder algo ante el panorama inminente de ganarlo todo. Te lo voy a decir de otra forma para que dejes de darle ya vueltas a la piedra del molino: hay mujeres que sin dejar de darle gusto al cuerpo, se aterran con el compromiso, por el hijo o la hija adolescente -esos bichos egoístas de hoy en día que chantajean una y otra vez a los progenitores que lo permiten- o por el padre machista, o la madre que va a importunar son sus continuas preguntas, o por el marido dejado años atrás en la cuneta y que tiene, no obstante que cumplir con las migajas... o por qué se yo. Son mujeres, en cierto modo cobardes, pero que saben sacarle muy bien partido a la situación hasta que el otro llega un día y da una vuelta de tuerca. Tu, legítimamente, has dado esa vuelta, y el tornillo se ha partido. Así, sin más. ¿Y sabes por qué? Porque piensan: "bueno es lo que yo tenía que hacer y además tengo una vida entera por delante". Y no hay más. Pero uno se queda como un tonto porque nosotros, los cafres, adolecemos de las sutilezas de esa condición y aún menos de las razones suficientes para entenderlas. Sin embargo, no hay que apurarse porque, además, estarás siendo ya señalado con esas manidas frases de "el ya no quería cuentas", "nunca me llamó después", o "empezó a darme miedo porque me echaba las cosas en cara y comenzaba a alzarme la voz".

Querido Juan, permíteme que te diga que la próxima vez folles algo menos y hurgues en los cerebros un poco más. Todas las condiciones de los sembrados son respetables, pero uno ha de saber adonde echar su semilla. Tu ya no estás para disgustos, y no digamos yo, ja, ja, ja...


- Pues eso maestro, que todavía me pregunta la gente por ella. Menos la mamma que desde el primer día me dijo "no me gusta ese percal" y yo me cabreaba con la tintinela. Fíjese que vieja es la sabiduría.

Bueno el segundo contratiempo ya lo sabe. Un día te sale una manchita y, al poco, te sueltan "tiene usted un melanoma en toda regla" y, en ese instante, sí que se te vienen encima todos los espacios siderales, porque esa mierdecita manda al otro barrio, en unos meses, a unos cuantos miles todos los años. Pero bueno, parece ser que cuando se coge bien a tiempo, y las consecuentes pruebas lo van corroborando, al final suele quedar en eso, en lo que fué un día una jodida manchita. Esperemos que con la ayuda de Dios, el afecto de los míos y las tertulias con usted, todo siga siendo así. Miles de gracias a todos.


- Mira, uno de los mayores humanistas medievales fue Giovanni Pico de la Mirándola que en el siglo XV escribió: "El hombre está en el centro de todo lo que acontece. Cuando todo hubo sido creado y emergió el hombre, Dios le dijo: "No te he fijado lugar alguno, ni tarea, ni plan, de manera que puedes emprender cualquier empresa y ocupar el lugar que desees, serás tú el único capaz de determinar lo que eres". Con esto, amigo Juan, solo quiero decirte que lo verdaderamente trascendente es que vamos a morir, de una u otra forma, pero leyendo a Pico de la Mirándola y a otros muchos, se aprende a aprovechar el tiempo, porque no somos otra cosa que el tiempo que nos queda, como bien dijo una vez un poeta de tu tierra. Recordar que un día vamos a morir es la mejor manera de saber lo poco que tenemos que perder. Lo dijo el gran Steve Jobs, y yo lo vengo diciendo toda la vida. No sabes cuánto me alegra el que podamos seguir con estas charlas, y ojalá que por muchos años...pero lúcidos ¿eh?


- Gracias maestro, es también mi deseo. Por último voy a hablarle de mi Sultán, el rey de todos los perros. Con tanto ajetreo, no esperaba que éste fuese su último verano. Nosotros, los humanos, no nos damos cuenta de la vejez de los perros porque no les vemos las arrugas ni los desvaríos. Ladran, eso sí, con menos fuerza, y el mío, mi sultanico, ya se levantaba con bastante dificultad o se negaba a subir cualquier tipo de escaleras, pero nunca pensé que fuese capaz el perro de abandonar a su hombre. Porque así es como me siento: arrinconado por su ausencia contra todos los espacios vacíos de mi casa. Desde que se fué, subo las escaleras, desde el portal, cansinamente, como él lo hacía en los últimos tiempos. A veces me niego yo también a seguir subiendo, pero, finalmente, él desde donde esté, acaba empujándome, y en vez de decirme aquello de "¡vamos,vamos, sultanico!", le oigo susurrar: "¡pero hombre, que tú no eres un perro viejo! ¡anda, sube y que no te escuche gemir porque está muy feo que un perro vea llorar a su amo, a su amigo, a quién tanto lo ha aguantado y arrimado a su regazo!". Así que acabo subiendo y luego llorando en la terraza mirando al cielo para que desde tan larga distancia confunda mis lágrimas con estrellas fugaces que cruzan, allá en lo hondo, por debajo de su paraíso.

¡Qué grande era mi perro, maestro! ¡Cuánta ternura y mutua fidelidad de días y de años! Cada noche al acostarme, llevando ya él unas cuántas horas enroscado en su mantica, abría tan solo un ojo y exhalaba un suspiro de satisfacción, entonces yo le correspondía con una suave caricia desde sus largas orejas de terciopelo hasta el hocico. Después, le decía en voz alta: "¡A mirmir!", y ya, salvo algún que otro ronquido, no se estremecía hasta el día siguiente al verme poner los pies en el suelo. Que me perdonen muchos humanos, que me perdone la Providencia por tan alto sentimiento, que me perdone también ese último amor que no ha llegado a arrancarme ni una sola de esas lágrimas, pero me siento obligado a proclamar, aquí y ahora, que el afecto que sentía hacia mi perro, ese sultanico de nobles maneras, perfectas hechuras de perro de caza y desesperante glotonería, se encuentra a años luz de muchas cosas y de muchos seres que han pasado por mi vida. ¡Lo siento, maestro, por expresarle a estas horas tan exabrupta debilidad!


- ¿Pero, qué dices? Ese sentimiento forma parte de un acervo personal que está al alcance de muy pocos. Tú sabes que el progreso de una sociedad se mide, entre otras cosas, por cómo es capaz de tratar a sus animales. El problema es que nos encontramos en la Era de la confusión, de una vergonzante transmutación: los animales son cada vez más humanos y los humanos nos estamos convirtiendo en las auténticas bestias. Yo, a mi gato Casanova, he estado a punto de fundirlo en el horno del vidrio varias veces, pero, finalmente, no me he atrevido por dos razones: la 1ª porque saldría transformado en un demonio gatuno que se vengaría de mí al instante, y la 2ª porque lloraría desconsoladamente como tú si no llegase a darse esa 1ª. Y es un gato, o sea, un ser que hace solo siempre aquello que le sale de sus gatunos instintos, por eso comen con los ojos cerrados, para no cogerle querencia al que le llena el cacharro.

La fortaleza de un hombre, querido Juan, se debe mostrar en otros escenarios, algunos ya me los has puesto delante esta noche, y te felicito por ello. Ya sabes lo que te dije el día que te despedistes de mi casa: "Solo hay una pregunta y solo cabe una respuesta. La pregunta es ¿quién soy yo?, y la respuesta es "yo soy Dios". Algún día, el señalado para cada uno, lo entenderemos todos. Gracias, amigo, por tus confesiones. Ánimo, fuerza, valor, orgullo, casta y coraje. Mira siempre hacia adelante, muévete y sé creativo. La vida ha de seguir y afectos trascendentes y cercanos sé que no te faltan, pero la próxima vez escoge mejor el cuello donde colgar ese amuleto que tú sabes que nunca falla, ese chochito traslúcido que fabricó para ti este humilde vidriero con sus propias manos. Mujeres de verdad hay unas cuantas por el mundo, pero, escuchándote, justo será proclamar aquí en honor a los animales que perros como tu Sultán o gatos hijoputas como este Casanova no habrá nunca ninguno más. Y además, mira, me alegra que me sobresaltes a estas horas de la madrugada. Marlène duerme como un ángel. Ya sabes que solo le gusta que la soliviante por la mañana y cuándo entra un sol radiante por el resquicio de la ventana, lo cual, aquí en esta húmeda y nublada Venecia, ya te indica la frecuencia con la que nosotros, a nuestra moderada manera, reventamos también los herrumbrosos muelles del somier. Salud y afectos.


- Salud para usted, para su espléndida mujer y ¡cómo no! también para su gato Casanova. Buenas noches maestro.

lunes, 3 de octubre de 2011

A mi perro



Muchas veces, en el monte, me dejastes sin tus vientos. Al primer estruendo de pólvora, allá en la morra de enfrente, corrías como las liebres para llegar el primero, y ni mis voces ni los balates te detuvieron jamás. Luego, ya casi al final, aparecías con la lengua fuera flanqueando a los amigos, y mientras te acercabas, gachas las orejas y el lomo aplastado contra el suelo en señal de temerosa y dolorosa reprimenda, me mirabas con gesto de compasión para que yo entendiese que tus instintos cinegéticos no tenían remedio alguno. Y a mi no me quedaba otra que aceptarlo porque tú eras mi perro y eras así, y ya no había más que hablar o que ladrar. Y mira que echamos tiempo los dos en los cerros de Aguadulce, cuando aún eras un niño, haciéndote buscar aquel señuelo de trapo que tu nariz siempre encontraba por hondo que resultase el barranco. Después, volvíamos a casa, tú jadeante y feliz, y yo levantando la barbilla en señal de perruna admiración. ¡Qué tiempos tan lejanos! ¿Recuerdas?



¿Recuerdas también cuando llegaste por Seur en aquella caja de tomates después de un día y medio de viaje? Tus escasos dos meses y endebles patas, apenas si te sostenían de pie cuando te sacamos de aquella cárcel. Fue aquel el lejanísimo momento en que comenzó a forjarse el inocente sustrato de estas lágrimas de hoy.



Querido y amado compañero, fidelísimo Sultán, mi perro soñado y deseado desde mucho antes de saber de tí, te hiciste realidad hace ahora 13 años y nueve meses. Podría escribir diez libros sobre tus andanzas, a pesar de que no fuistes más que un perro -de otra clase de"perros" se han escrito enciclopedias completas-, pero hoy solo quiero hablar de un sentimiento. Y casi que tampoco puedo porque aún se me nubla la vista y se me atascan los dedos entre las teclas.



Así me has dejado: como a un tonto que se tambalea entre tus ausencias y que echa de menos tu olor, tus pisadas y tu mirada vieja y agradecida por todos y cada uno de los rincones de la casa. Porque tú y yo -y eso lo saben muy pocos- vivíamos un completo idilio de amor, de ternura, de compañía y de complicidad, con sus molestias y sus cabreos incluídos, inconvenientes de los que siempre logré eximirte porque tu naciste perro y yo hombre, y por tanto, tu responsabilidad estaba fuera de todo tipo de planos o entendederas. En tus últimos tiempos, ya bien jodidas tus ansias -no las de comerte todo lo que se ponía por delante, que esas jamás aminoraron- y las fuerzas para trotar, recuerda cuando te decía la yaya en esos momentos que te recostabas en mitad de su camino: "¡Pero qué falta haces tú ya en el mundo, madre mía!", y a mi me jodía la frase porque yo sí que sabía la falta que me hacías a mí.



Cuando llegó tu tiempo de invalidez, cuando te cansabas de andar a los cien metros, cuando te negabas a subir los diez o doce escalones, o cuando había que ayudarte tantas veces para ponerte de pie, fue cuando realmente sentí que tenía un amigo, un hermano que me necesitaba más que a su propio alimento, tu razón de ser para poder aguantar la exigüa vida que te quedaba, la obligada dignidad, en la más excelsa concepción del término, de la relación de un hombre con su perro y de un perro con su hombre. Y esa percepción, esa voz del alma que resuena desde más allá de las creencias y el deseo, ese duro pero firme sentimiento, viajará conmigo por el resto de los días.



Desde donde estés, querido sultanico, David y yo especialmente, y después todos los que te quisieron, disfrutaron y también se molestaron cuando pedías incansablemente cualquier chusco de pan duro, deseamos que disfrutes del paraíso de los perros, de los perros valientes y nobles, de los perros con casta y con cojones, de los perros con ojitos de miel como te dijo un día la pequeñita Laura, de los perros, en definitiva, que como tú lograron rescatar uno y otro dia y una y otra noche con tu presencia y tus ronquidos a la gente que como yo hemos sentido tantas veces que nos arrastraba hacia el abismo el sinsentido de la vida.



Quiero que sepas que te he querido más que a mucha gente que ha pasado por mi vida, incluídos los amores fatuos y los amigos convenidos de los últimos tiempos, aunque esto a ti, al fin y al cabo, te resulte ciertamente indiferente. Adiós mi amigo, adiós mi dulce y tierno compañero, adiós mi sultanico, mi Sultán.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Por qué escribí "Entre la oscuridad y el cielo"

"Si Dios existe, Dios es música", ha dicho alguién por ahí. Y yo lo comparto, música y, tal vez, algunas cosas más. No hay nada que logre despertar tanto mis sentimientos, los buenos y los malos, los infecciosos y los puros, como esa música que se encaja a tu propio momento como anillo al dedo y que te saca todo eso que se niega a asomar al exterior porque el panorama no resulta demasiado interesante. Llevo toda la vida sintiéndolo sin que el paso implacable de los años haya logrado aminorar alguna parte de esa conciencia.


La otra tarde estuve escuchando a Manu Chao, que con ese estilo inclasificable entre el reggae, la rumba y el llanto, no deja títere con cabeza cuando le canta a lo individual o a lo colectivo, o sea, al compadrito o a quién le manda. Con cada una de sus canciones fui sucesivamente recordando y dedicando: "Si me das a elegir" al amor sin más, a esa mujer por pasar o pasada con quién se sueña o se han vivido momentos de plenitud y de éxtasis, ajenos al compromiso y a los tributos; "Mala vida" a esas etapas de locura que se presentaron sin esperarlas y que confunden siempre el recuerdo por su poso amalgamado entre lo dulce y lo amargo; "El contragolpe" a los amores follaos -que nadie lo malinterprete-, los amores follaos son como los petardos follaos, los petardos rateros, esos que al prenderles la mecha solo expelen una estela de maloliente humo y nada de zambombazo, hablo, claro está, de los amores fallidos, de las casas de colores levantadas sin cimientos; "Por el suelo" a la Tierra que pisamos y que nos da el alimento, a la pachamama que llora delante de sus desgarros y que apenas la dejamos respirar aplastada por sus hijos; "5 razones" a mí mismo y a nadie más; "Rainin in paradize" al movimiento, a la energía, a la pasión, y al tomar por culo la bicicleta; y por último "Próxima estación: esperanza" a eso mismo, a la esperanza, la misma que andaremos buscando dentro de otros mil años.


Pero no, no me he desviado del tema, porque ese libro "Entre la oscuridad y el cielo" es una música, la música de una vida, un canto a la diversidad individual y un grito a la tragedia del destino desconocido del hombre. Dice Javier Marías en una de sus obras que jamás debiéramos contar nada. Pero yo no le he hecho caso y por eso, llegado el momento, me he quedado encueros, ante mí mismo y ante toda la humanidad, y he contado y contado, lo uno y lo otro, lo deseado, lo vivido, lo imaginado, lo temido, lo prohibido, lo aprendido y lo alcanzado. ¿Qué va a ser de nosotros si no dejamos alguna estela del paso efímero por la vida, si no extendemos ese salvoconducto que pueda hacerle sonreir a alguién o inducirle a semejantes ocurrencias en un futuro próximo o lejano? Lo que permanece oculto, lo secreto, lo insondable, todo aquello que no logra salir a la luz es, al fin y al cabo, algo inservible, inexistente y por lo tanto , ineficaz para el aprendizaje o para, en último caso, la reflexión, el espanto o el goce. Así que presentada la ocasión, me pertreché de todos los recuerdos y las experiencias recientes y me puse manos a la tarea, olvidado de indiscreciones y de daños colaterales, y sin siquiera pararme a pensar si un paria como yo, atiborrado de anonimato, tendría derecho a agredir a un establishment literario que tan solo reconoce a los suyos. Y sí, me importó una mierda ni más ni menos grande que todas las que se hacinan amontonadas a cientos en los estantes de cualquier tienda de libros. Y lo hice en honor a la verdad, porque "Entre la oscuridad y el cielo" es una obra que habla de la verdad, la verdad ínfima e individual, la que cabe en la palma de la mano como la eternidad o una manzana, lo inabarcable y lo limitado, lo incomprensible y la tremenda realidad de la existencia de cada uno, unidos para formar ese todo inalienable: nuestra propia conciencia. Cuando uno mira hacia sus adentros y cuenta exactamente lo que ve, está hablando de esa verdad. A partir de esa percepción, todo el mundo puede escribir un libro, inventado o no, con más o menos ficción, pero siempre habrá de hacerlo con arreglo a su conciencia para que aflore su verdad. Lo contrario sería un acto fraudulento que no eximiría de las culpas al autor por mucho que hubiese saturado sus escritos de elegancia literaria. No estoy pretendiendo sublimar el acto de la escritura. Un poema, un cuento, la simple narración de un hecho no tienen porqué estar exentos de esa condición de fidelidad a sí mismo del propio autor. A partir de ahí, la escritura, mejor o peor llevada a efecto, es un acto trascendente, si no para nadie más, al menos para uno mismo. Y así, con esos convencimientos, comenzó a gestarse la criatura.


"Entre la oscuridad y el cielo" es la historia de un pasaje de cincuenta y tantos años que comenzó a forjarse en la mente de su autor cuando éste leyó "El signo de Jonás" con apenas 14 años, el diario de Thomas Merton, un escritor y monje trapense norteamericano que narra sus vivencias a lo largo de cinco años en un monasterio de Kentucky cercano al lugar donde nació Abraham Lincoln. Casi 40 años después de esta lectura, el autor, es decir, yo, en una nueva noche de cumpleaños, decide escapar de sus propias órbitas y remover en las entrañas en busca de algo que resulte sustancioso. Y no se le ocurre otra cosa que pedir asilo y cobijo durante unos días en un monasterio benedictino perdido en las montañas del prepirineo de Navarra. Ninguna admonición religiosa ni redenciones recurrentes para aliviar antigüos o recientes pecados le impulsan a ello. Se trata de una de esas elecciones raras que los hombres corrientes ponen al uso alguna vez. Cuando conoce al padre hospedero del cenobio -toda una pieza en perfecta sintonía con su pasado de perversión y su presente de santidad- se desata el vendaval de una pléyade de acontecimientos que, aún hoy, ese autor no ha logrado digerir, una fantasmagoría al uso de un hombre vulgar del siglo XXI que, no obstante, se siente elegido por la varita mágica de un azar que le deparará momentos inquietantes e inolvidables y, sobretodo, conciencia de hombre triunfador por saberse tocado de un gran secreto. Desde su demarcación de toda la vida entre la Punta de Entinas y el Cabo de Gata, viajará a Venecia y a Florencia, y removerá en los archivos históricos de aquella Italia renacentista en busca de lo que su maestro -un vidriero veneciano con una extraña relación con el monje benedictino- le ha presentado como la Verdad de las verdades. Cuando finalmente la descubre se dará cuenta de que se trata de su propia verdad, esa que cabe en la palma de la mano como la eternidad o una manzana, como decíamos antes. En medio de todo ello, las pasiones y las miserias humanas se despliegan por aquí y por allá, dejando un paisaje que a nadie dejará indiferente y en el que muchos lograrán verse fielmente retratados.


"Entre la oscuridad y el cielo" es un viaje al abismo que discurre permanentemente entre esos límites de luces y de sombras, de alegría y de tristeza, de revelación y de incertidumbre. Un viaje, en cualquier caso, que narra la historia verídica y extraordinaria de un hombre corriente que, desde aquella noche de cumpleaños, asomado a la terraza y mirando a las estrellas, decidió embarcarse en busca de su propia trascendencia y cuando, finalmente, se dio de bruces con ella ya nunca más volvió a ser el mismo.



"Entre el sol y nosotros hay una oscuridad y por eso los cielos son de color azulado" Leonardo da Vinci

sábado, 3 de septiembre de 2011

Rumi

No sé quién es Rumi. Ni siquiera sé si es una mujer. Tan solo ha puesto ese nombre, o lo que sea, al final de su escueto comentario a uno de mis artículos del blog. Y dice ella, supongo, que los verdaderos amantes nunca llegan a conocerse, están entrelazados para siempre. Entre tanto vericueto literario sobre las cosas del amor, nunca había leído algo semejante. Y me he estremecido. Tal vez haya dado en el clavo de la mismísima clave, el auténtico secreto de los giros enrevesados, fuera de todo tipo de planos, donde se mueven las alternancias incomprensibles de esa cosa intangible que llamamos amor, esa extraña pulsión que nos vuelve más tontos que ninguna otra tontuna.



Pues resulta que el experimento no carece de tentativas porque todo el mundo busca lo que casi nadie logra encontrar. Así que la frase de mi escueta y desconocida amiga Rumi no carece en absoluto de sentido. Creo que el hombre es un ser inferior al no ser conocedor en modo alguno del sentido de su vida hasta que la gasta buscándolo.



Pero Rumi ha encendido una vela, la luz del faro del fin del mundo, la última frontera de los delirios de ese hombre o mujer cuya mayor tragedia es que no exista un más allá. Pues ahí lo tenemos, intocable pero ahí, frente a nosotros.El amor de toda la vida existe, existe y piensa continuamente en el otro, y sueña, y se apasiona, y se imagina mundos de rosas y de caricias, y de besos, y de sexos entrelazados fundiéndose en la más ardorosa plenitud de los goces esenciales, un divino e inacabable orgasmo que tan solo queda limitado por la imaginación de sus autores, los amantes inequívocos salvados por la distancia inconmensurable de dos órbitas que jamás se cruzarán.



Estoy seguro, ahora que ya lo sé, que hay alguna mujer por ahí pensando en un hombre exactamente como yo soy, así de desastre, así de vehemente, así de feo y de mal organizado, abúlico insoportable y dificil de entretener como a los niños traviesos, que se caga en los muertos del faraón cuando las cosas no le son propicias, y que desprecia con todas sus fuerzas a toda esa gentuza que habiendo ido a la escuela le niega los buenos dias al indigente que se los da en busca tan solo de unas palabras. Una mujer que mira continuamente a mis ojos sin tenerlos delante, y que ve desde la distancia como brillan y se encienden ante su sonrisa, ante su inconfesable insinuación. Una mujer que sabe lo que voy a decir antes de abrir la boca y que está deseando escucharlo porque es eso exactamente y no ninguna otra cosa la que quiere oír. Una mujer para quién yo soy el dios más grande de este mundo terrenal e incomprensible, que tiembla de pasión y de emoción al imaginarse frente a mí, que se aferra a mi mano intentando que semejante nudo no se suelte hasta que llegue ese dia lejano en que muramos los dos a un mismo tiempo.



Estoy hablando de algo muy humano, no del mundo feliz de Aldous Huxley. Denis Diderot en el siglo XVIII dijo que "el colmo de la locura es proponerse la ruina de las pasiones. No pasa de ser un hermoso sueño que un devoto se atormente furiosamente para no desear nada, para no amar nada, para no sentir nada, pues si lo consiguiera, acabaría convirtiéndose en un verdadero monstruo". Esto es lo que yo llamo, y ahora lo sé porque jamás antes lo supe, la gente sin alma. Un hombre o una mujer sin alma es un ser que no se sabe si está vivo o muerto, ni siquiera ellos mismos son conscientes de ello porque su estado es ambivalente y volteable, es decir, el diá será noche cuando sea dia y viceversa, con lo cual jamás podrán disfrutar con plenitud de lo uno o de lo otro. Creo que es de esta especie de la que hablaba Diderot.



Así que nadie de este mundo conocido se lamente de su errática búsqueda, de ese atisbo de desgracia en la que parece envolvernos la soledad a los que no nos hemos topado con el amor de nuestra vida, porque ese amor existe, y esta ahí, al otro lado tan solo, pensando en su otra mitad, la mitad inconquistable, tal vez la verdadera razón de ser de uno mismo, la salvaguarda del otro, el fiel testigo de una existencia que es tan efímera como indescriptibles sus fugaces momentos de pasión, de esa pasión que a falta del imposible salto a la órbita de tu fiel amada, hay que desplegar hacia uno u otro lado de la demarcación que a cada cual se nos ha asignado, un territorio comanche antesala de ese otro más allá donde nos espera con los brazos abiertos y las bragas de seda en la mano el amor de toda nuestra vida.



Decía Hippolyte Adolphe Taine en el siglo XIX que cuando se produce un naufragio, los tesoros se hunden en el fondo del mar, mientras que la basura se queda flotando en la superficie. Cuando yo me hunda, procuraré que el peso de todas las pasiones alcanzables me hundan de verdad, para que así ninguna de mis basuras aflore a la superficie. Gracias Rumi.




Nota, a posteriori, del autor: Ya sé quién es Rumi y, no, no es una mujer. La confusión ha sido debida a la inconcreción y el anonimato de quién me envió el comentario y, también, a mi ignorancia. Perdona Yalal ad-Din Muhammad Rumi por haberte despertado de tu larga siesta de ochocientos años en este humilde espacio. Ya me parecían a mi palabras muy sabias para haberlas pronunciado un corriente mortal, hombre o mujer, de esta cercanía y este tiempo, ¡oh, gran poeta místico musulman!

miércoles, 17 de agosto de 2011

A 225 km/h

Sí. A eso mismo. Montado a 225 km/h sobre la exigüa superficie de dos pedazos de goma, se disipan todas las nieblas y se alejan los contratiempos, los recientes y no digamos ya los dejados un largo puñado de lunas atrás. Así también se logra joder al tiempo porque lo ralentizas y lo insultas dejándolo en una momentánea porción parcelaria del olvido. Y hasta la memoria resulta hartamente insignificante porque se confunde con el silbido enloquecido del viento que te llega por todas las rendijas de tu propia conciencia de hombre volador.



Esas tres cifras, montadas sobre uno de los más famosos quebrados de la Física, adolecen del principio presocrático del yo, y conecta con la esencia de la locura vital y necesaria en un momento que es igualmente necesario y, sobretodo, consecuente. Como los aceleradores de partículas, el propio campo magnético del caos te impulsa a la velocidad de ese rayo simbiótico, hombre-máquina, que amenaza tanto como es capaz de liberar de la podredumbre de algunas circunstancias que se presentan así, sin ser invitadas. Fascina y enloquece ver tragarse el asfalto bajo tus pies como si fuese un dulce manto de chocolate negruzco: sin forma, sin textura, inacabable, una negra, esta vez, alfombra roja, extendida para los elegidos por la irracionalidad de un impulso cuyos ingredientes están milimétricamente encadenados al deseo. La visión lateral no existe, tan solo se percibe un punto de fuga convergente que se acerca y se aleja como el Tao, esa esfera sensorial jodidamente inalcanzable para todos los seres pensantes. Y entre el torbellino y la enajenación, una sensación dulzaina de triunfo te incita continuamente a mantenerte así, en inquietante equilibrio sobre el mismo filo de la navaja.



Debe ser en un principio porque cuando la vida no resulta demasiado satisfactoria puede sernos útil ese tipo de herramienta que acelerándola con suficiente indolencia se logre dejarla atrás, a la vida insulsa digo.



225 km/h es un desplazamiento obligadamente lineal que nos permite recorrer 62 metros en un solo segundo, y algo más de 300 en lo que dura un bostezo. Pero no es esa la cuestión ni la conciencia por mucho triunfo que se sienta en ese atisbo de huída. El tiempo también huye. Y lo hace de nosotros, no de las piedras ni de las aguas.



Cuando se está extrujando ese puño que hace vibrar y rugir a todo el conjunto como si se fuese impulsado por la misma marabunta, se dejan atrás muchas cosas y si uno pudiera cagarse sobre ellas la estela de mierda sería inacabable, un señuelo para que lo pudiesen seguir los que andan en parecidas guerras o entretelas. Se dejan atrás los pesares, los amores fatuos, las conocidas y disfrutadas mujeres putas y virtuosas -en ese orden-, la soledad, las decepciones, los sinsabores, las pesadillas de la noche anterior, los genomas, las carcomas, melanomas, y demás "omas" de sospechoso aparejo, el vomitivo asco hacia los políticos y las fachadas de los bancos-porque ya casi no entro en ellos- y todo aquello que huele a rancio, a podrido o a infeccioso, y también, ¡cómo no! a todo lo aburrido.



A225 Km/h, jugándote el pellejo, apretada la mandíbula y con la vista puesta en el más allá, porque el más acá se vuelve confuso y bastante impropio de uno mismo, se siente un poder liberador, indescriptible, cuasi orgásmico, una larga corrida sobre los centenares de metros del asfalto en que dura la pulsión irrefrenable sobre el puño. Y finalmente, solo, solo se gira la muñeca con violencia cuando se encaraman de golpe en el cerebro todos los tuyos. Sí, esos que se cuentan siempre con la misma mano, con esa mano en la que algunas veces hasta sobran dedos. Solo por eso vuelve uno a la jodida normalidad. Por ellos.

lunes, 25 de julio de 2011

A deshoras con mi maestro

- Ya sé que las disculpas son para usted un refrendo más de la estupidez humana, pero perdone, maestro, por importunarle a estas horas...como sé que cuando se desvela se cobija en el laboratorio, he probado a ver si había suerte.
- Querido Juan, los pelos se me ponen de punta cuando te veo asomar a estas horas, aunque sea a través de esta vieja pantalla de ordenador. No voy a perder segundos preguntándote como te van las cosas porque ya las huelo desde este rincón podrido por la penumbra y la humedad, ¡Ah! ¡qué contraste con tu paisaje luminoso y aireado!



- Perdone la frase maestro, pero estoy hasta los cojones de luz y de viento, mucho escaparate y poca esencia, necesito algo de esa luminosa oscuridad suya.



- ¡Ja! ¡mi luminosa oscuridad!...tu preciso lenguaje otra vez. No se puede respirar el aire del otro. El sufrimiento es el único y auténtico patrimonio de cada uno, y hay que procurar decantarlo de nuestro lado para no volvernos locos. ¿Es que andas otra vez con esa cojonera impaciencia tuya?



- No maestro, ya no ando en esas prisas de siempre, finalmente me he dado cuenta de que el tiempo huye, solo busco momentos para estrujarlos al máximo, en ellos se consigue esa conciencia transgresora que nos hace sentirnos rabiosamente útiles a nosotros mismos porque todo lo demás no existe.



- Ya estamos nuevamente, como dos tontos, filosofando para llegar al mismo sitio, ese ínfimo lugar que se nos ha adjudicado en medio de lo inabarcable. ¿Crees que el Universo existiría sin la existencia de la mente observable del hombre? Rotundamente no. Para saber lo que es la nada solo hay que pensar en la no existencia de uno mismo.



- Ahora que lo dice, la otra noche me asomé a la terraza antes de acostarme y allí, encima de millares de luces y debajo de millones de estrellas, pensé en mi padre y en su extrema grandeza y llegué a la conclusión de que la única diferencia entre los vivos y los muertos está en la memoria de los unos hacia los otros. No hay nada más que nos diferencie, nada.



- Desde luego, a partir de ese pensamiento, todos los horizontes resultan alcanzados. Todo en la vida es una cuestión de perspectiva... y de ubicuación, por supuesto. Pero bueno, no creo que sea una noche propicia para rebatir viejas...viejísimas teorías sobre la trascendencia o intrascendencia de los hombres. ¿Qué te pasa? ¿Por qué has osado soliviatarme a tan altas horas de la noche? ¿No te afliges de un viejo torpe y cansado como yo?



- Usted, maestro, no es un viejo, su única torpeza fue permitir que yo llegase a conocerle y no creo que se encuentre cansado cuando en plena madrugada se encuentra urgando en su particular alquimia de las cosas.



- Pues he de decirte que acabas de interrumpir todo un proceso. Estoy a punto de alcanzar el resultado final. ¿Recuerdas que hace un año hube de salir con urgencia hacia Israel porque "un gallo había cantado"? Pues bien, llevo todo ese tiempo descifrando un códice que, por cierto, no tiene nada que ver con ese que han robado en tu país, en Santiago de Compostela, merced a la imbecilidad de esos curas que lo custodiaban; y los resultados alcanzados puedo decirte, sin ningún pudor, que van a suponer la hecatombe de algunos principios fundamentales del Conocimiento. Y hasta aquí es lo que puedo decirte ahora.



- Pues he de decirle yo también que me tranquiliza, no lo del códice ese en el que está trabajando, sino que no haya tenido nada que ver en el robo del otro.



- ¡Por todos mis libros prohibidos y las ansiadas curvas de mi mujer! No está en mi biblioteca porque no he llegado a conocer a los ladinos que han sido capaces de llevárselo, que si no...



- ¿Puedo decirle que es usted un depredador de conocimientos sin ningún tipo de escrúpulos?
- Puedes.



- Pues eso. Le he tocado a la puerta para ver si aún le quedan algunas de aquellas luces que puso en mi camino cuando me permitió visitarlo. Porque se lo dije entonces y se lo digo ahora: usted, maestro, no es de este mundo.



- ¡Ja! Si no lo fuera, mucho habrías de guardarte de mi. En aquel momento solo nos intercambiamos información. Nadie es más que nadie aunque algunos se anulen a sí mismos. De esos son de los que hay que huir. Toda esa basura de los políticos, los dirigentes sectarios del poder y del dinero, los banqueros, los altos clérigos, toda esa nulidad empeñada en ahogar en sus discursos todas nuestras emociones son la verdadera cara del enemigo. Si sabes huir de ellos y encender tus propias luces, te sobrará el mundo entero. ¿Qué puedo yo hacer por alguién que no es menos que yo?
- Bueno, yo solo quería preguntarle qué debo hacer.



- Ya te lo dije: brincar, saltar, moverte, soltar lastres para poder cargar otros nuevos, cualquier cosa menos agitarse. No es bueno para la conciencia cotidiana. ¿Acaso no tienes tu propia autonomía para hacerlo? Nadie puede ponerse en tu lugar ni va a intentarlo. Todo tu mundo es tuyo y solo tuyo y cuando cambia de color no hay que soliviantarse, estrújalo, jódelo tú a el y no al revés, sácale el jugo, moldeálo, mastícalo y aprende con cada paso que el sufrimiento es necesario porque es el refrendo de tu existencia única e inalienable.
- Pero es que es muy fácil decirlo...



- No, no, es mucho más dificil expresarlo, decir lo que te estoy diciendo que llevarlo a cabo. Esto último es la parte esencial del significado de la aparicion de cada uno en el mundo. ¿A cuántos has escuchado decirte lo que te estoy diciendo? No sé lo que te pasa o sí lo sé, pero es igual, mientras no se pierda definitivamente la lucidez se tienen a mano todas las armas para voltear las situaciones y hasta los paisajes. Solo existe aquello que tenemos verdadera intención de sentir o de observar. Por tanto cada uno de nosotros es el Gran Diseñador de su propia entelequia, del propio sentido de su vida a lo largo de su paso por la Tierra. Pero dejémonos de historias...sé que me has llamado para decirme lo que yo ya sé.



- ¡Exacto, maestro! No hay quien pueda con usted. ¿Donde o cómo ha aprendido todo lo que sabe?



- ¡Ja! en esa fuente donde beben los burros todos los días. ¿Quién no puede hacerlo? Pero hay que tener valor y...pocos escrúpulos. Creo que finalmente es una cuestión de saciarse hasta el paroxismo mientras se intuyen los instantes previos a la asepsia obligada de la autodestrucción.
- ¡Joder, maestro! A veces me cuesta trabajo entenderle...



- ¡Y una góndola cargada de excrementos! Tú siempre me entiendes, aunque afortunadamente aún te faltan esos rayos X con los que me deja encueros mi mujer al mirarme. Por cierto, ¿cuántas veces te la has cascado contemplándola desnuda en ese cuadro que tan ladinamente te llevaste para Almería?
- ¿Debo contestarle maestro?



- No hace falta. Solo debes seguir haciéndolo, si no me decepcionarías en lo más profundo de mi carcelaria existencia.



- No tiene usted remedio, me pone usted colorado a pesar de los 2000 kilómetros que nos separan.



- Fue un momento glorioso...o dos. El primero cuando tomó la decisión de pintarse, y el segundo cuando te dio la oportunidad de que la contemplases mientras lo hacía. Me confesó que sintió un orgasmo mientras te veía allí, impávido, con los ojos como platos y temblando como un niño.



- Maestro, ¿cómo puede decirme esas cosas a estas horas?, me está usted poniendo nervioso.



- Bueno, es una deuda que tenía contigo: decírtelo para nuestro propio disfrute, el tuyo y el mío, aunque sea ya un asunto retrospectivo. Tú sabes que te dije una vez que cuando un hombre ama enloquecidamente a una mujer quisiera que la humanidad entera la contemplase y poseyese siempre y cuando estuviese seguro de que uno es y será siempre su único y verdadero amor. Pero como dicha seguridad es utópica en sí misma se da lugar entonces a la aparición de esa mosca cojonera y rabiosamente humana que llamamos celos.



- Pues dejémoslo ahí, maestro, pero un cuadro da para poco al lado de tener a semejante mujer en casa.



- Siempre terminamos hablando de lo mismo, mujeres, el fiel testigo de la derrota integral del hombre. ¿Aún no te has vuelto andrógino?



- No, maestro, pero estoy a punto de hacerlo. Fíjese que anoche tuve un sueño, el colmo ya de mi creciente irracionalidad, en el que intimé con un personaje político femenino de mi país, algo verdaderamente inaudito porque ni por su condición ni por su físico hubiese podido imaginarlo ni de largo. Se trataba de Soraya Saenz de Santamaría, la actual portavoz del Partido Popular principal opositor al gobierno, una chica bajita con un par de buenas paletas y, en mi sueño, con un par también de hermosas tetas a las que estuve aferrado durante todo el sueño cimbreando incansablemente sus abultados pezones mientras ella no paraba de darme besos y enseñar nuestro carnal idilio por todos los pub de la ciudad. ¿Usted, maestro podría descifrar esto, habida cuenta de que ni me gusta, ni soy del partido popular, ni me la ponen los políticos por mucho que algunos de ellos luzcan enhiestas tetas y sugerentes palmitos?



- ¡Claro que puedo! Te estás volviendo un andrógino, vamos un maricón reconducido por los fracasos encadenados.



- Joder, maestro, es lo último que me esperaba escuchar esta noche. Pero si no pasa un día en el que no le eche un buen polvo mental a unas cuantas cuando las veo cabalgando por la calle.
- Bueno, a alguna de esas se le podían echar hasta dos.
- Ja, ja, ja, si nos estuvieran oyendo.



- Pero ellas saben que es así, que pensamos así, y cuando observan lo contrario se decepcionan profundamente. saben muy bien en que posición geográfica de su cuerpo radica la tontuna inacabable de los hombres.



- Espero que sí maestro. Estoy jodido maestro. Y lo peor es que no sé de donde arranca este contratiempo, vamos, sus verdaderas raíces. No sé si soy yo, o las mujeres, o la jodida rutina, o la lengua proboscídea de algunas mariposas, qué se yo, el caso es que su querido amigo Uróboros ha vuelto a aparecer inciando esta vez el ciclo tonto de la vida. Ya sé que está pensando que soy un estúpido por no aprender lo esencial de las cosas sencillas, pero por eso soy yo y usted es mi maestro. Sin embargo tengo que apelar a su compasión por robarle estos minutos en tan mágicas horas suyas.



- Pero, vamos,vamos, ¿cual es el problema? Porque tienes la jodida habilidad de crearlos cuando nada resulta favorable a ello. ¿Por qué le das tantas vueltas a las cosas que solo gozan de una única perspectiva? Es tu mente retorcida y enrevesada la que te castiga siempre por inventar escenarios poco alentadores. ¿Por qué no utilizas esa imaginación portentosa para voltear las situaciones. Las cosas son como son y las personas no pueden ofrecer más ingredientes que aquellos que llevan dentro. Y punto. Uno es lo esencial, el centro mismo del Universo. Si no te gusta un paisaje míralo desde otro lado, o cambia de lugar. Si te decepciona una mujer, date gracias a tí mismo por ser mejor que ella y vomita cerca de ella para que no se acerque más. Y si te sientes triste sin saber por qué date con un martillo en la rodilla y enseguida trasmutarás la tristeza por un berrido que se escuchará cuatro pisos más arriba. Al final vamos a llegar al mismo sitio, pero el camino es una decisión tuya. Riéte del mundo, riéte de ti mismo, disfruta de un buen helado, siéntete un triunfador con todos los buenos polvos que has echado y disfruta con los tuyos hasta la extenuación. Y cuando te sientas derrotado, escribe, escribe y escribe, es un ejercicio que casi nadie se atreve a llevar a cabo y que reconcilia y te hace sentir vencedor sobre los otros. Yo tengo mis métodos, tú lo sabes, pero llego a los mismos resultados. Bastante jodidos estamos con nuestra hijadeputa levedad. ¿Vamos a darle ventajas?



- Ya. Lo sé. Pero siempre reconforta oírselo decir nuevamente, sobretodo cuando uno está nuevamente jodido. Usted, maestro, es un milagro.
- ¡Anda ya! Buenas noches, Juan.



- Buenas noches, querido maestro. Espero que me tenga al corriente de sus avances en el códice ese, y si puede, que contribuya al esclarecimiento de ese otro tan magnífico que le han robado a esos curas gallegos tan imbéciles.
- O.K.





Nota del autor: Mi maestro es un artesano vidriero veneciano, políglota, alquimista y coleccionista de libros antiguos que, además, es uno de los personajes centrales del libro "Entre la oscuridad y el cielo" cuyo autor es este humilde servidor. Pero mi maestro, contrariamente a lo que todo el mundo piensa, no es un personaje de ficción, es uno de los más grandes eruditos actuales sobre el renacimiento italiano, un hombre centauro, mitad sabio y mitad bestia con quién he pactado que jamás ofrezca datos a nadie de su verdadera identidad. A cambio, me oriento con esas providenciales luces que va poniendo en mi camino.








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miércoles, 6 de julio de 2011

Donde yo vivo

Donde yo vivo amanece y anochece con esa apariencia que parece igualar al resto de los lugares del mundo. Pero a mí me da que no es así. Que donde yo vivo las noches son más intensas y las madrugadas difusas y cansinamente rebeldes, como si les costase trabajo despojarse del manto de la penumbra para abrazar la luz.


Donde yo vivo vive también otra gente, demasiada gente tal vez, una marabunta indefinible sin credenciales sectarios ni señas históricas de identidad, bultos a mis cada vez más torpes ojos que se mueven, estorban y roban el aire al aire con cada uno de sus errantes pasos, seres de dos patas que piensan también-supongo-, y que van a lo suyo, que no es lo mío ni cojón de pava me importa, y que contaminan los espacios y las ideas jodiendo al que, como yo, los contempla desde fuera de sus mundos aún con la certeza de que todos ellos pueden acceder a la conciencia de parecida perspectiva.


Donde yo vivo tambien lo hacen algunos seres inmundos, ratas paridas desde la matriz de ese infortunado anacronismo que debió transportarlos hasta esos tiempos pasados o futuros que nunca existieron ni llegarán. Seres que aúllan sin ser lobos y que andan haciendo ruído y dando puntapiés a todo aquello que aconseja prudencia, canívales de su primigenia dignidad, elementos asentados con orgullo en el propio disparate de escupir incansablemente sobre las normas, las leyes, la compasión y hasta la propia ignorancia.


Donde yo vivo hay ricos y pobres. Los primeros suelen enseñar sus patrimonios con la misma indecencia de las artimañas que usaron para conseguirlos. Los segundos se apuestan a la puerta de los supermercados cargados de piojos y de perros y tan solo saludan una y otra, y otra, y otra vez. Los primeros no dan propinas ni cambian jamás de séquito, suelen ir adornados de portentosos coches y repingados cuernos- los unos y las otras- y solo nombran a los que están más pertrechados que ellos. Los segundos se desvelan cada noche pensando si a la mañana siguiente quedará algo de aire para echarse a los pulmones y nunca caen en la cuenta de que con un buen cuchillo de cocina se pueden destripar un puñado de panzas llenas que atenúen la desigualdad. Pero logran, primeros y segundos, el milagro de convivir sin apenas denostación, estandarte y testigo formando el todo del cabo de las tormentas, el feliz diseño para algunos de esta puta humanidad.


Donde yo vivo hay gente que ama y gente que desea ser amada, gente que cree ser amada sin serlo y gente que solo se quiere a sí misma. Mujeres que quieren que se las quiera como no puede ser posible y hombres que solo pueden dar la parte alícuota que merecieron las otras. Y gente que dice estar enamorada sin saber lo que eso significa, y mansos que caminan con la cabeza agachada y los cuernos siempre a punto de salir. Y putas y putos de alta escuela que te la juegan en un plisplas por el mero regocijo de seguir engordando de trofeos sus vitrinas, y gente, mucha gente que lleva al otro enganchado a las espaldas buscando la cuneta apropiada para soltarlo hasta que sucumbe por el peso o por los años.


Donde yo vivo también hay políticos, ¡cómo no! Ellos son los salvadores de la patria, de esa patria rancia y maloliente a la que se acomodaban con orgullo y con coraje los dictadores y que ya apenas se lleva. Pero ellos, los políticos, la han reinventado para tener a nuestros ojos algo por lo que luchar.Donde yo vivo hay políticos tontos y políticos listos, los primeros son los que intentan inútilmente robar, los segundos son los que siempre lo consiguen. También los hay que no se ven "jartos" por muchos años de usura. Donde yo vivo hay políticos con cargos y políticos en libertad con cargos, de uno y otro sexo, de diferentes pelajes y cunas y semejante sonrisa triunfal. El poder los vuelve locos, esa llave que abre antes los cajones que las puertas de unas estancias donde guardan sus ahorros y sus esfuerzos los ciudadasnos de a pie, y así, en la codicia irrefrenable de su propia exaltación abarcan cargos incompatibles y ocupan, como podría hacerlo cualquier deidad, dos castillos al mismo tiempo. ¡Qué cojones!


Donde yo vivo hay poco trabajo, tan poco que ni la familia o los amigos reparan en la podredumbre que aniquila dia tras dia al buscador. Siempre es molesto urgar en la mierda aunque sea la de los otros. La familia y los amigos están hechos para las fiestas y los problemas absorben, como las nieblas, los parentescos. Cada uno va a lo suyo y sálvese quién pueda porque la clase empresarial hace tiempo que dio al traste con la casta de otros tiempos.


Donde yo vivo hay mujeres hermosas, algunas en su trotar esbelto por las aceras son imaginadas como salvajes máquinas de follar que rozan la perfección, a otras se les supondrán también mil y un valores más. Las hay feas, a veces, y ordinarias, a veces también, y chulescas, la mayoría de las veces, y malhabladas, aunque éstas resulten providencialmente silenciadas por el ruído callejero. Y vecinas buenas, muy buenas, y otras que simplemente lo están. Y mujeres inteligentes, más que la mayoría de sus contrincantes, los hombres, y mujeres que viven en sus burbujas y mujeres que viven de sus tragedias, es decir, que mueren un poquito cada día. Y mujeres que esperan incansablemente porque están hechas de hierro y de coraje, y mujeres que no están dispuestas a luchar y se derrumban porque están hechas de hojalata y cobardía.


Donde yo vivo tambien lo hace alguna gente que quiero mucho. De una u otra forma, pero mucho. Sin esperar pagar tributos o alcanzar prebendas. Mucho es mucho y nada más, no sé lo que es cuantitativo en esta condición emocional.


Donde yo vivo el paisaje es especial, no solo único como ocurre en todos los rincones de la Tierra. Hay luz a raudales, variedad de atardeceres, diversidad por un tubo, aguas azul turquesa y azul profundo, calidoscopios marinos en cualquier punto y olor a flores liliáceas y a palmitos apenas se sale del cascarón urbanita. Por eso hay que alejarse del hogar a la menor de cambio porque la luz y el viento de ese paisaje árido, cercano y desgarrador aleja la pesadumbre de los hombres.


Donde yo vivo...



"La patria, el honor, la libertad, ...¡de eso nada!: El Universo siempre gira alrededor de un par de nalgas, eso es todo..." Jean Paul Sartre

lunes, 13 de junio de 2011

La noche de la farfolla. Un cuento de primavera

Se espatarró en aquel sillín trasero medio oxidado de la bicicleta y dejó que su fiel amigo Juanico Blanes le diese a los pedales. El joven viajero no hacía más esfuerzo por llegar que el de las cabriolas de su pensamiento imaginando como sería la prima que su amigo había prometido presentarle esa misma tarde. Casi todo el trayecto era cuesta arriba, pero Juanico tenía las piernas como la barra de hierro con la que hacía los agujeros en la tierra para levantar los cañizos, y las manos callosas y enormes como dos alpargatas viejas. Así que la bicicleta avanzaba sin titubeos camino del Barranco Hondo donde vivía aquella princesa que su primo, el ciclista, había descrito tantas veces como un panal de miel en mitad de un desierto de amargura.


- ¿Y qué le digo cuando lleguemos?- preguntaba temeroso el viajero.


- Tú no digas ná. Primero la miras, y si no caes muerto cuando veas los ojos que tiene, entonces dices ¡hola! sin que se te note el susto. Después ya hablaré yo.- Sentenció Juanico.
-¡Ostias! ¿Tan guapa es?
- Sí, ella no es de este mundo.


-¿Y dices que es prima tuya?- inquirió el muchacho con serias dudas fijándose en los rasgos rudos de su amigo y sobretodo en el par de orejas abuzadas que debían estar frenando seriamente la marcha de la bicicleta.
- Pos claro. Su abuelo y mi padre son primos terceros...o cuartos. No sé...
- ¡Joder!


Por fin llegaron al borde del barranco y comenzó la cuesta abajo. Juanico y su amigo parecían ir ahora montados en una flecha que sorteaba densos cañares a un lado y otro de la estrecha carretera. Al muchacho comenzaron a sudarle las manos y entonces abrió las palmas hacia el viento esperando que éste las secara. Ya se iba viendo otra vez febrilmente enamorado como cuando en el verano anterior consiguió aquel beso de su amor imposible después de atiborrarla de cubatas en la fiesta de otra prima de Juanico.
Llegando al cortijo, el muchacho, ya bien nervioso, le preguntó al amigo:
-Oye, Juan, ¿cuántos años tiene tu prima?
- ¿Mi prima? Por lo menos tiene quince.
- ¿Y los aparenta?
- Pos claro. No es más alta que tú, pero tiene muchas más tetas, ja,ja,ja...
-¿Sí?


El muchacho acabó guardando silencio cuando se apercibió de la proximidad de la casa. Entonces pensó en qué podría decirle a aquel milagro que parecía regalarle tan desinteresadamente su amigo. Se obsesionaba con no caer en el ridículo que tan malas pasadas le había jugado su cojonera timidez. Finalmente pensó: "Que sea lo que Dios quiera".


Llegaron hasta la misma puerta del cortijo, apoyaron la bicicleta en el tronco de un enorme pimentel y Juanico se acercó a la puerta semiabierta de la casa gritando "¡Pepa, pepa!". Nadie contestó. El muchacho miraba a todos lados y si no fuese por el primo de la prima, hubiese salido de allí como las balas, a toda leche corriendo barranco abajo o arriba.
-¡Tío José!-vociferó de nuevo Juanico-. Es su padre, buena gente...¿estarán farfollando?
- ¿Qué?- preguntó confuso el muchacho.


- Sí, pelando los pelos de las panochas y quitándoles las hojas. Anda que no pica la pelusilla de esas hojas, sobretodo si se te mete en los huevos...


- ¡Juan!-gritó una voz femenina a espaldas de los dos amigos al tiempo que asomaba una muchacha entre las matas de panizo de un bancal cercano.
- ¡Esta es! - chismó socarronamente Juanico.- ¡Hola prima! venimos a invitarte.


La muchacha llegó por fin hasta ellos. Su primo se acercó, le dio dos besos y entonces le dijo: "Mira, éste es mi tocayo, el hijo del señorico del cortijo vecino, pero que es mi amigo, se llama Juan".


- Ya lo sé -respondió ella mirando a la vez al muchacho y al suelo.- ¡Ah! ¿Sabías que se llama Juan?
- Pues claro, ¿no has dicho que es tu tocayo?


- ¡Por mi Caoba! ¿Estaré tonto hoy?- se preguntó Juanico dándose un collejón en la cabeza que le crujió como un tambor.


El muchacho estaba sin habla y casi sin alma, y el tiempo, que tan furiosamente pasaba siempre a sus ojos, se había detenido por completo. La prima y él volvieron a mirarse sin atreverse a nada más. Jamás había contemplado algo parecido. Los ojos azules de la muchacha parecían no caber en su cara. De pelo corto y negro como un tizón, su rostro, con unas cejas altas y bien perfiladas, era como un foco de luz, y sus labios carnosos le recordaron enseguida el aspecto que tenían los higos divisos cuando, llenos de rocío, los partía por la mitad antes de comérselos en esas cacerías de gorriones al amanecer.


- Mira, venimos a invitarte a la farfolla en mi cortijo el sábado por la noche. Nos vamos a juntar mucha gente y habrá de tó pa comer. Luego, nosotros, podemos jugar a las prendas o al parchís o...a robar fresas en el cortijo La Torre que ahora están en tó lo suyo. Después te traemos nosotros pacá con mi hermana y más gente...¿qué te parece? - concluyó Juanico.
A la muchacha se le encendieron los ojos, y a medio sonrisa contestó:
- Bueno, se lo diré a mi padre a ver.
- Llámalo, que voy a ahorrarte el trato.- ordenó su primo.


- No, no está aquí, pero no te apures...iré. Me gusta la farfolla y ya que os habéis dado el viaje...- concluyó mirando con interés al muchacho.


Se despidieron y el encandilado, sentado otra vez atrás, volvió la mirada sin encontrar lo que buscaba cuando el cortijo ya no estaba a tiro de piedra.
- Bueno, ¿qué me dices ? -comentó Juanico Blanes sin dejar de darle a los pedales.
- Juan, que me ha gustao tu prima, ¡ostia!


- Ya lo sé, no ta gustao, ¡tas quedao tonto! Y encima estudia como tú en un colegio en la ciudad. Le llaman El Milagro.
- ¿A quién, a ella?
- ¡No seas tonto, cojones! ¡al colegio!
- ¡Ah, claro! El colegio del Milagro, sé donde está.
- Pos ya sabes...


Y llegó la noche de la farfolla y con ella, a media tarde, llegó también el milagro junto a su padre, que no tardó en cerciorarse de que Juanico Blanes y demás gente la llevase después a casa. El muchacho, desde el día en que la vio aparecer entre el panizo, no había logrado apartarla de su cabeza. Ansiaba verla de nuevo, pero el miedo a no saber qué decirle queriendo decirle tanto lo estaba volviendo loco. El trabajo de la farfolla era en aquellos cortijos como la fiesta del trabajo, una labor de pelos y pelusillas, picantes en la piel como un ungüento de broma y ruidosa la labor como una orquesta de locos. Entretanto, la gente propia y la de los cortijos vecinos, reía, cantaba, contaba chistes, y comía y bebía de lo que hubiese que casi nunca era poco. Con la complicidad de ambos, los dos amigos buscaron el sitio más apartado y se sentaron flanqueando a la princesa. Entre panocha y panocha Juanico Blanes fué rompiendo el hielo con su proverbial verborrea y cuando fue consciente de que la cosecha había dado sus frutos, abandonó a los tórtolos diciendo, como casi siempre, que iba a cambiarle el agua a las aceitunas, su castiza expresión para indicar que no iba a otro sitio sino a mear. El muchacho, aunque tímido, no tenía un pelo de tonto, así que aprovechó su momento. Fue cuando se presentó oficialmente a la princesa y le dijo que estudiaba 6º de bachiller en el Instituto masculino de la ciudad, a lo que ella respondió con lo que él ya sabía, añadiendo que vivía allí durante el curso en casa de una tía suya. Ayudado por la sonrisa constante de la muchacha y abrumado aún con su belleza, no tardó en proponerle que se viesen de tarde en tarde en la ciudad una vez pasase el verano que comenzaba a enseñar por entonces sus calurosos dientes. Ella le dijo que sí, que le gustaría, y que fuese a recogerla a las puertas del colegio cualquier tarde en cuanto comenzase el curso. El muchacho ya no escuchó nada más. Pensó que quizás debiese salir corriendo ya para allí y montar guardia a las puertas del colegio por si a éste lo cambiaban de sitio.


Aquel verano del 69 fue caluroso y largo, muy largo, inacabable para el muchacho que soñaba entre los insomnios con el encuentro con tan dulce flor, una morena esperanza de gigantescos ojos azules surgida entre los páramos de sus constantes y fracasados amores y el regocijo visual de algún que otro episodio de espiamiento nocturno a las muchachas del tomate cuando Juanico Blanes dejaba a conciencia una rendija abierta en la ventana del cuarto donde dormían.


Pero, por fin, llegó aquel día. Nervioso como nunca y acicalado como en las bodas, el muchacho esperaba pacientemente a las puertas del colegio del Milagro. ¡Bonito nombre! pensaba. Entre una muchedumbre de uniformes, divisó sus ojos inmensos, un rostro sobresaliente que no tardó en darse cuenta de su presencia. Ambos se dirigieron al encuentro. Sonrientes, se dieron dos torpes besos y ahí, sin más tonterías, comenzó una historia de amor.


La esperó muchas más tardes. Fueron al cine, a los bailes del Instituto femenino y de la Escuela de Comercio, a pasear por el Parque y por el Paseo, y a llevarla, como era menester, a las puertas de la casa de su tía. Habían pasado dos meses. Un día ella, en el cine, le cogió la mano a él. El muchacho se sintió morir, no podía caberle más gozo en tan somero contacto y así estuvieron durante toda la película, cogidos de la mano y sin estremecerse. El cielo ya podía esperar. El fin de semana siguiente, en el baile del patio de la Escuela de Comercio, mientras los Ciclones tocaban a su manera "Nunca te cases con un ferroviario", el muchacho le cogió la mano, la apartó con disimulo hacia una esquina y la besó, la muchacha le correspondió como si llevase cien vidas esperando el momento, y él deseó morirse en ese instante, sabedor de que sería imposible encontrar mayores momentos de felicidad en el futuro.


Pero ¡ay! que al diablo siempre le ha jodido que la buena gente -porque de la mala ya se encarga él- disfrute de las cosas esenciales. El fin de semana siguiente al beso quedaron en un lugar del Paseo. El muchacho llegó con antelación sintiendo aún la dulce humedad de los labios de su amada en los suyos. Al poco llegó ella, su cara estaba desencajada, se acercó y lo primero que salió de su boca era que todo había terminado. Así, sin más explicaciones. Cuando el muchacho, a punto de morirse de verdad, le preguntó una y un millón de veces el porqué, la muchacha de los ojos inmensos, le dijo que tenían que dejarlo y que no le preguntase más, que la dejase irse sola a casa. Él la siguió durante un rato sin conseguir que ella le dijese otra cosa diferente hasta que, finalmente, la dejó perderse en la lejanía.


Fueron días, noches, semanas, meses y años, los que anduvo preguntándose el porqué sin encontrar la respuesta. La niña de sus ojos, la niña de su vida, el amor de sus amores, la razón que había fulminado todos sus traumas y encendido su alocado corazón, se esfumaba como había llegado, inesperada e incomprensiblemente, dejándolo como a un tonto huérfano de razones para seguir adelante. Lloró la pérdida montones de veces durante montones de días, siempre a escondidas, tragándose las lágrimas y toda la puta rabia que genera la insufrible incomprensión. Un día de aquellos, uno de sus pocos y buenos amigos, el más viejo y el más sabio, le dijo al hilo del desencanto: "Juan: fuerza, valor, orgullo, casta y coraje. No lo olvides nunca". Después, el tiempo fue aminorando la tragedia y nunca, nunca más, logró darse de bruces con ella.


32 años más tarde de aquella noche de la farfolla, aquel muchacho de entonces, había vivido ya un puñado de amores, una mujer, unos hijos, una carrera universitaria, y un trabajo en su propio restaurante que le permitía la mitad más uno de todos sus caprichos importantes. Fue precisamente también una noche al final de la primavera, cuando entre la muchedumbre que atestaba su local sonó una voz a sus espaldas que le dijo: "¡Hola! ¿Te acuerdas de mí?". El hombre se volvió como un resorte y allí, a un palmo, como un nuevo milagro, apareció ella, la prima de su amigo, la Pepa, imponente, con los mismos ojos y un porte que quitaba el sentío.


- ¡Hola, qué sorpresa! Claro, claro que me acuerdo de tí -balbuceó el hombre sumido en un trance que pretendió disimular con poco éxito-. ¡Qué guapa estás! ¡Como siempre! ¿Has venido por casualidad?


- No. Sabía que esto es tuyo y he venido a saludarte. Mira, allí, en el extremo de la barra, está mi familia, mi marido y mis tres hijas. Ahora después te los presento.


- ¡Ah! ¡Qué guapas son tus hijas! La verdad es que no sé que decirte, se me ha parao el tiempo como ocurrió hace ya muchos años...
- Ya, fíjate, así son las cosas, así es la vida, pero me ha dado mucha alegría verte, de verdad.
- Sí, a mi también.


El hombre comenzó a dar vueltas por su casa gastronómica como un molino a merced del viento, desorientado, confuso, eufórico...¿A qué puto designio del destino se debía aquel encuentro? Su dulce y fracasado amor de 32 años atrás se presentaba ahora en su propia casa para rendirle las cuentas que no fue capaz de darle en su momento, adornadas, esta vez, con el lastre de un marido y de unas hijas. ¡Qué agridulce destino para su causa perdida en aquella aciaga noche de los tiempos! Volvió a mirarla entre la gente y le pareció aún más guapa que en aquella exuberante adolescencia, la fruta jugosa que jamás comienza a madurar. Llevaba un vestido de raso blanco y unos grandes aretes plateados que hacían aún más salvaje su exotismo. El hombre hizo un esfuerzo y logró poner algo de orden en el caos de su pensamiento. Finalmente, se acercó hasta ellos. La Pepa le fue presentando a todos sin advertir en ningún momento el parentesco o relación que le asignaba al presentado. De entre las tres hijas, sobresalía la mayor, una muchacha altísima de unos 20 años, con una elegancia y una belleza digna de cabalgar por esas pasarelas que controlan los ogros de la moda. Aún así, después de mirar furtivamente a madre e hija, para él no había color: la madre seguía sin ser de este mundo. Al poco, se despidieron. La Pepa se rezagó y tras darle dos besos al que fue su primer y fugaz amor, le susurró al oído el lugar donde trabajaba. El hombre la miró con cierta compasión, algo todavía de vieja rabia y una catarata de deseo, y entonces le dijo: "Algún día iré a verte". Ella le contestó: "Ves", y desapareció tras los suyos.


Pero nunca fue a verla. Ni siquiera lo intentó. Todas las cosas tienen su tiempo y aquel tiempo había pasado por mucha que la belleza sobreponga sus resortes al naufragio. El corazón de un hombre es algo frágil, pero el tiempo y las heridas lo encallecen y entonces se vuelve tan ruidoso como testarudo, dificil de doblegar cuando los recuerdos avivan los malos momentos y la casta ha ido construyendo palo a palo y dia a dia su obligada coraza.


Cinco años más tarde de tan inesperada visita, o sea, 37 años después de la noche de la farfolla, el hombre, separado desde 6 años atrás, vendió su negocio y por esas cosas soberanas del destino, alguién, inesperadamente también, lo puso en contacto con uno de los hombres más sabios y eruditos de la Tierra, un centauro mitad dios y mitad bestia que se recluía y se recluye en una casa sombría y mohosa del barrio de Dorsoduro de Venecia. Pasó 20 días con él y con la bella mujer del sabio, visitándolos a diario con el fin de descifrar el juego que había propuesto el maestro, un juego de Arte, Historia, pasiones, desenfrenos y trascendencias, el momento mágico que ocurre a veces en la vida de las personas. Cuando finalmente, y con el triunfo del discípulo conseguido merced a la gratitud de su maestro, se despidieron, el sabio -que ya sabía toda la historia del hombre- le regaló un colgante de vidrio que él mismo había fabricado con sus propias manos, y le dijo: "Toma, guárdalo en un cajón hasta que creas que has encontrado a la mujer de tu vida. Cuando llegue ese momento, cuelgáselo tu mismo a su cuello y tu amor será correspondido de por vida. Se ha fabricado con esa intención y, por tanto, posee todas las propiedades químicas y alquímicas para que eso suceda".


El hombre regresó a su tierra con el colgante y lo guardó en un cajón. Cuatro años más tarde, o sea, 41 años después de la noche de la farfolla, conoció a una preciosa mujer cuando ya pensaba que se podriría el colgante en el fondo del cajón. Tras 9 intensos meses después del primer encuentro con ella, el 14 de Febrero, en plena noche de enamorados, él mismo se lo colgó al cuello de tan inesperada, pródiga y tardía mujer de su vida, la que le correspondía todas las noches desde la distancia diciéndole que él era su más preciado tesoro anhelando la llegada de cada fin de semana donde chasquearían las pieles y los sudores, como piedra y pedernal, entre millones de besos y de suspiros. Dos meses más tarde de aquella noche en que le colgó con tanto esmero el colgante, sin alternancias pasionales ni dilación alguna en la jugosa cotidianeidad de los "cariño", "tesoro" "tesorillo", "mi niño", "mi amor", y esos alientos entrecortados por los balbuceos ininteligibles en los momentos en que los humanos dejamos de serlo, el amor, así, tal como llega, se escurrió como agua de Mayo entre los dedos de ambos yendo a parar al pozo inmundo de los deseos insatisfechos, las emociones olvidadas, la gratitud aniquilada y las cosas innombrables. ¡Qué pernicioso destino y cuán amargo desatino! pensó una vez más el hombre.


Llamó entonces a su maestro, le contó lo sucedido y le dijo: "Maestro, sus leyes han fallado estrepitosamente". A lo que el maestro le contestó: "Querido y admirado Juan: No te equivoques, las leyes de lo trascendente nunca fallan. Somos los hombres los que fallamos. El colgante es infalible, asegura la felicidad y el amor de quién lo recibe de por vida, pero recuerda que te dije que cuando creyeras que habías encontrado a la mujer adecuada, tú mismo se lo colgaras a su cuello. Tan solo ha sucedido que te has equivocado de mujer y por eso has pagado las consecuencias. Haz que te lo devuelva enseguida porque no es digna ni de tí ni de llevarlo. Y si aún te sientes mal, solo puedo decirte una cosa: fuerza, valor, orgullo, casta y coraje. No todo el mundo los tiene. A tí, y a pesar del sufrimiento que acarrean los errores trascendentes de la vida, te sobran razones y méritos para aplicarte el antídoto . Un abrazo".


El hombre, esa noche, tan lejana y tan cercana a aquella otra de la farfolla, se repitió una y otra vez las palabras del maestro, respiró hondo, recordó la impagable herencia de su padre, miró a las estrellas y se prometió a sí mismo no volver a llorar por una mujer.


Dos semanas más tarde, apegado a su rabiosa terquedad, llamó de nuevo al veneciano y le preguntó:


- Maestro, ¿está seguro?


- Yo sí. ¿Acaso tú no lo estás?


- No, no lo estoy.


- Pues entonces debes volver a hacer el camino. Él te sacará de dudas, y si finalmente yo andaba equivocado, será la primera vez en toda mi vida en la que el fallo de una de mis teorías me produzca una justa felicidad.


Y hasta aquí fué lo que pudo saberse de La noche de la farfolla y todas las que vinieron después.





Nota del autor: Lo narrado aquí es un cuento. Cualquier parecido con la realidad obedece a una simple casualidad por mucho que algunos cineastas y escritores se empeñen en decir que la realidad supera casi siempre a la ficción. De todas formas, imaginando la belleza y la elegancia de la hija mayor de la Pepa cuando le fue presentada al hombre, me viene a la cabeza un inquietante parecido con la que fué un año más tarde Miss España, una chica de Almería llamada Vania, cuyos abuelos vivían y aún viven en un cortijo de los Llanos de La Cañada, en un paraje conocido como El Barranco Hondo, que por cierto tiene poco de hondo y aún menos de barranco, salvo cuando en otros tiempos se intentaba llegar hasta allí montado en una vieja bicicleta.