Aclaración: El artículo que sigue fué escrito el 30 de Julio de 2010. Desde ese momento hasta ahora han pasado algunas cosas y ello se ve reflejado en los escritos posteriores. El que escribe vierte una gran parte de su ánimo en el trasfondo de lo que pretende comunicar. Hoy, tres meses más tarde, me sería imposible escribir una cosa así porque uno cambia según lo que lo mueve o lo remueve y, desde esa perspectiva, habrá que legitimarlo tan solo en el contexto del tiempo en el que fué escrito.
Hace muchos, muchos años, esperando en una enorme y fastuosa sala para formalizar el alta como nuevo miembro de una importante multinacional norteamericana, me llamó el jefe de personal para comunicarme que se había producido una novedad de última hora y que, sintiéndolo mucho, no podían contratarme en ese momento, que debería esperar un par de meses a la siguiente vacante. Tampoco sirvieron de mucho las pringosas explicaciones que desparramó el gerente esa misma tarde con sus continuas e inútiles carantoñas hacia la valía y entereza profesional que, según él, había demostrado con suficiencia en todo el proceso de selección. Aquella inesperada decisión me permitió disfrutar de muchas cosas posteriores, sobretodo las de poder seguir en mi casa- a casi mil kilómetros de aquellos proverbiales hijoputas-, con los míos, con mi sol, con los amigos y con las historias de legañas y de abuelos siempre alrededor. Y aquello también me hizo gozar del impagable beneplácito de poder seguir creciendo a la sombra luminosa del amparo de mi padre y de su sabiduría hasta el día en el que murió en los brazos de todos, incluídos los míos. Los llantos siempre resultan provechosos, pero el de aquella tarde tan lejana en la tremenda soledad de una habitación de hotel de la vía Augusta catalana, siempre me ha gustado recordarlo como un acto que no por retrospectivo resulta carente de satisfacción, el oportuno traspiés que desembocó de nuevo en el regazo que uno nunca quiso abandonar.
Después las cosas fueron y vinieron, de aquí para allá, de dentro hacia afuera, y de poco hacia mucho, como un vaivén de deseos y obligaciones que casi siempre fui capaz de poner en orden dentro del desorden cojonero de mi vida. Y logré trepar algunas paredes imposibles, y salvar escollos, y sortear obstáculos, y ganar dinero y prestigio, el prestigio asqueroso y fútil con que te premian los mismos envidiosos que siembran campos de minas a tu paso. Y ascendí de posición, y cambié de casa y de coches como el que lo hace de camisa, y a la vera de ese amparo los hijos fueron hijos del capricho y la mujer carne de boutique y carnaza de repingados fisioterapeutas. Y así, tan felices, fuimos comiéndonos las perdices sin reparar demasiado en las distancias de dialectos y de alcobas, en la creciente frialdad de las cosas que deberían importar de verdad.
Así fue hasta ayer mismo, pero ahora que me he detenido un instante para otear el horizonte, resulta que mi camino se esconde de mí. El acopiador de emociones, el buscador incansable de cuentos y de tesoros, el niño aviejado que casi nunca se hizo hombre, ahora se encuentra perdido en medio del laberinto que él mismo construyó a base de caprichos, azañas e insatisfacciones. ¿Y los méritos, qué fue de ellos? ¿Y los años, a qué cuenta se han sumado? Todo parece haberse alineado con el tiempo para mofarse desde la distancia, y uno, la víctima de tal improperio, agacha y agacha la cabeza avergonzado con la confusión, dejado a merced de un viento de recuerdos y de aullidos que siempre te pregunta dónde está la recolecta.
Debí huir hace tiempo, dejar de ser honesto y atrochar los caminos del través buscando la suerte de los delincuentes y los poderosos, y ser violento de verdad y no a fuerza de tímidos atisbos. Debí revolcarme con todas aquellas pieles que me lo sugirieron y robarle las espeteras a todos los que hicieron vergonzantes patrias a mi alrededor, no ponerme colorado como un tonto ante las chanzas ajenas y beber en las fuentes de los negocios fáciles. Debí llevar siempre la lisonja adecuada en el bolsillo y la correa floja para gusto y disfrute del que siempre estaba algo más arriba, y debí, en definitiva, haberme transmutado desde lo normal a la idiotez y no, tercamente, al revés. Los hombres normales no servimos para nada, resultamos carne de mediocridad que es devorada al instante por los otros: los tontos y los listos. Los primeros te ponen el culo, los segundos te dan por él ¡Vaya par de escenarios esenciales sin posibilidad de escapatorias intermedias!
Sí, ahora lo veo con jodida claridad: la lucidez a un lado y la vida desmoronada al otro cuán fieles testigos que siempre se pedirán cumplidas cuentas. De ambas lindezas gozo, de ambos escenarios estoy hecho. No hay nada que joda más que darse uno cuenta de su propia estupidez, aunque siempre reconforte que haya otros que se la ignoren. Sí, lo voceo y lo proclamo sin pudor, sin acritud y sin entusiasmo: ahora soy el hombre SIN. No hablo de síndromes de inmunodeficiencias notables, ni de contenidos sin graduación alcohólica alguna. Ahora soy el hombre sin trabajo, sin camino, sin amor, sin energía y sin credenciales, y por tanto y a los ojos de tantísimo vidente, también sin futuro. Ahora soy el hombre sospechoso, la sombra evanescente del héroe de antaño, el que se dejó engañar por sus propios cuentos y sus legítimos esfuerzos, el mártir indecente que no supo guardar debidamente los frutos de los méritos y se inmoló premeditadamente ante todos sus despilfarros. ¿Donde está esa inteligencia emocional que debió reconducirme hacia lo práctico? ¿Por qué no me previno ese otro yo debidamente? ¿A qué vino tanto romanticismo inútil y tanto mirar a las estrellas sabiendo que unos pies en el fango poco saben de destellos en el cielo?
¿Y los otros? Sí, esos que te miden por la máscara, los que se alejan o se acercan según huelan a llanto o a risas y pan caliente. Siempre han estado ahí, pero a veces se distraen a voluntad para evitar ser alcanzados por cualquier tipo de daños. Hablo, claro está, de los amigos, ese vocablo tan cándido, tan manido y tan humano, el ser por excelencia que siempre hemos sobrepuesto a los parientes, los matrimonios, las queridas y los perros. Yo también los he tenido y aún los tengo, pero ninguno de ellos ha movido un solo dedo por el hombre sospechoso desde que fueron conscientes de esa jodidita condición. Ninguno de ellos ha querido perturbar sus cómodos status ni tocar a puertas donde puedan esconderse inciertas y diversas consecuencias. Y los comprendo porque, tal vez, yo en su lugar no habría sabido hacer una cosa diferente, pero ¡ay! la memoria es la memoria, una mosca cojonera que cada día y con cada nubarrón te lo recuerda. Ahora, a estos amigos de antes se han sumado algunos nuevos, pero a unos solo les sirves en la partida de golf y los otros acaban aburriéndote. Y es que cada cual tiene en su cabeza o en su casa las tabarras que merece o que pueda soportar. Mi maestro me hablaba de estos asuntos cuando decía que había que cambiar de amigos, de caminos, de escenarios, soltar lastres y recoger otros nuevos. Al final, la razón siempre encuentra su parada en los clásicos: Pitágoras dijo que solo se puede tener una mujer y un amigo porque las fuerzas del cuerpo y del alma no dan para más. Y eso, más o menos, es lo que tengo y he tenido siempre: un amigo y varios proyectos inútiles con aspecto de mujer.
Y mi camino, como ya dije, se esconde de mí. Comienzo a oler a piltrafa y ya no creo en las referencias. Los políticos, una vez más, nos han vuelto a engañar, esta vez con el puto beneplácito de todos y por eso siguen ahí, envilecidos, aprovechados, risueños y creyéndose inmortales ¡Qué lástima que no se hubiesen creído libertarias aves para verlos arrojarse a todos, los de uno y otro lado, desde lo más alto de sus obscenas azoteas!
¿Y el trabajo, donde se esconde? ¿Y los derechos del hombre, en qué nuevo código de Hammurabi están siendo escritos para orientarnos en el próximo milenio? No debemos permitir que los banqueros y las organizaciones mundialistas cercenen nuestros últimos derechos. Si mañana se abriese una lista de aspirantes a terroristas bancarios yo estaría, felizmente, en el grupo de cabeza. Sin embargo, nada habrá de preocuparnos, los millones de parados in crescendo acabarán por asaltar las reservas federales y hacer barquitos de papel con las normas de conducta.
¿Y la familia, siempre está ahí? A veces sí y a veces no tanto, a veces te empuja y otras se encarama a las espaldas jodiéndote un equilibrio que empieza a estar harto de tanta cabriola. Es la unidad social por antonomasia y, en cambio, ignora casi siempre las mierdas del que tiene al lado porque no es de educancia preguntar por los problemas.
¿Y el amor, esa mitad de tu otro yo, es algo que exista de verdad o es el mayor cuento jamás contado? Porque yo veo a todos esos que tanto alardean de enamorados que lo que en verdad están es jodidos en el anverso y amorosa y felizmente doblegados a un mandato en el reverso, tal y como "érase un hombre a una nariz pegado". Pero el amor es una vieja proclama de la que el hombre no puede escapar, o no debe, porque llegado ese momento, un insoportable nihilismo acabaría en un plis plas con la raza humana. Conmigo, desde luego, el cuento nunca fué pródigo, y ni las hadas, ni la complicidad, ni esa mitad trasvestida de tu propio yo, aparecieron ni siquiera fugazmente en alguno de mis sueños. Tal vez andemos todos en un error en estas cosas de comer y fornicar. Tal vez alguién, allá por la noche de los tiempos, sugirió que debíamos buscar tan solo lo adecuado, el engranaje sin más, pero no, ninguno pareció escucharle, y ahí andamos, tras el sórdido ruido de culos y de tetas, de orgasmos anónimos y narcisistas conquistas, por los siglos de los siglos. Ni siquiera a mi se me ha privado de ese fragor, el fragor de la carnaza fácil y el puntazo rápido, algo necesario para el momento, pero completamente inútil para el futuro y aún menos para la supervivencia, ya que ambas cosas no son la misma.
Un hombre sin destino es el jardin sin flores que las tuvo en otro tiempo, un páramo de viejas e inservibles vanidades para el que ya no sale el sol, y su única y miserable salvaguarda es que ya no forma parte del rebaño de los mansos que nunca habrá que temer. Las panzas llenas no suelen alentar a los malos pensamientos, pero algunos, muchos quizá, nos estamos saliendo del tiesto. El primer síntoma es llamar a las cosas por su nombre y medir al cornudo por sus cuernos, no tener pelos en la lengua ni dudar en escupirle al que merece tal insulto. La creatividad, el que la tenga, viene al rescate algunas veces, ella es siempre un acicate, algo que en España no da de comer, pero que te hace pensar por la noche haciéndote que olvides momentáneamente el atentado. La "vividad", al contrario, es lo que da aquí de comer. Los "vivos" con buenos padrinos, o con suculentas cajas de caudales que custodiar o administrar, son los que se pavonean ante la necia masa aplaudidora, y siempre, siempre, al final de la cadena están las putas, especie que en este país no se encuentra en las esquinas o los burdeles, sino en los más altos platós de la televisión, de la moda, del glamour, y de los directorios del móvil de ministros, secretarios, subsecretarios, banqueros, y empresarios billonarios.
Así que lo dicho, el hombre SIN está de moda. Yo que confieso que nunca pensé alcanzar tal honor, soy uno de ellos. ¿A quién echarle la culpa? ¿Al lucero del alba? ¿Al maestro armero? ¿Al primer y fallido amor? ¿O a la puta madre que nos parió? (No te preocupes mamá que no eres tú) Y ahora Stephen Hawking viene a arreglarlo diciendo que puede demostrar cientificamente que el Universo no fue creado por Dios, pero se ha guardado escrupulosamente de no nombrar al demonio. ¿Por qué será? ¡Vaya notición querido Stephen!