lunes, 29 de septiembre de 2008

Solo dos minutos de lo que ha llevado tres años

De la obra Entre la oscuridad y el cielo, pag.317:
" Él continuó en silencio mirando hacia abajo y yo dejé de murmurar. Stefhen Hawking dijo una vez que todo es posible. Es posible también que Él me estuviera escuchando. ¿Por qué no? Nunca antes en toda mi vida me había atrevido con tal monólogo. Algo estaba ocurriendo. Era como si todos los sentimientos de una vida se revolvieran dentro de mí exigiendo un sentido.
Comencé a pasear junto a los estantes. Subí hasta la terraza abalaustrada de arriba desde donde se veía toda la sala, Cristo incluído. Todas las temáticas se encontraban en aquel recinto: el Trivium, el Quadrivium, obras teológicas por aquí y por allá, tratados de Parapsicología, de Criptografía, colecciones de Derecho Romano y Derecho Canónico, novelas, una sección de apócrifos, obras de Jung, de Nietszche, de Maquiavelo, y hasta Un Yanki en la Corte del rey Arturo de Mark Twain. La obra de miles de hombres y el resultado de millones de ideas, entendibles o no, provechosas o maledicientes, el jugo de la reflexión de los seres pensantes, como la buena o mala leche o el vino que dan las uvas, unos rojos y otros blancos, unos sedosos y aterciopelados y otros ásperos y con sabor a almendras amargas. Bramante lo hubiese dicho así, en su obsesivo intento de relacionar todas las cosas y otorgarle un auténtico sentido a las metáforas".

Uno no debiera contar nunca nada. Ya lo dice Javier Marías en uno de sus últimos libros. Las razones que me llevaron en su día a escribir Entre la oscuridad y el cielo -que actualmente se encuentra en proceso de edición- más que a esa vanidad mencionada en el artículo anterior, se debe a un mero instinto de supervivencia, a ese deseado hálito de aire fresco en medio de una atmósfera que cada vez se torna más irrespirable. La vida, y sobretodo en lo que atañe a las emociones puras, está estructurada a base de catástrofes. Qué decir, si no, de las primeras críticas recibidas de personas muy cercanas, por atreverme a contar algunos episodios trascendentes de mi vida. Uno no puede contentar a todo el mundo, y los hechos están ahí aunque pesen como una carga en las conciencias. La honestidad no vive en el lado bonito y aparente de las cosas, y lo vivido es lo que hay porque no podemos regresar. Por eso, y como ya se dice en el prólogo, escribir un libro es enfrascarse en la aciaga tarea de nadar contra la corriente del tiempo para convertirte finalmente en su cómplice mientras discurren pródigas las páginas. Tal vez, escribir un libro suponga haber alcanzado la gloria suprema de todos los anhelos: el estado perfecto de la idiotez por haber empleado tantas horas y tantos desafueros en fabricar un objeto insulso que se coloca en una estantería y que no sirve para quitar la sed o prolongar el coito, y que en el más esperanzador de los casos va a ser terriblemente criticado por el listillo de turno o por el pariente bastardo.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Los colores del pensamiento



¿Por qué estamos aquí?


Espatarrados sobre las páginas digo, que no en el mundo. Supongo que por una estricta y escatológica necesidad. No se me ocurre pensar en otras razones, y más aún, después de observar el ingente farfulleo de motivos esgrimidos por otros. Tal vez todo se deba a una cuestión de vanidad en un momento de entusiasmo para intentar mostrar a los demás aquello que finalmente acabas viendo siempre tú mismo. ¡Qué irrisorio escaparate! ¡Y cuán fugaz! Nos adula absurdamente que nos miren, que se nos observe, que nos valoren, que nos lean, que nos escuchen, que seamos vigilados en definitiva sin darnos cuenta de la consecuente masacre que acaba desplegándose a nuestro alrededor: el vilipendio, la crítica de destrucción masiva, el inútil pero hiriente intento de aniquilamiento de la personalidad que propicia un confuso campo de batalla en el que siempre quedan esparcidos y olvidados algunos restos de nosotros mismos.
Yo soy, como todo el mundo, uno más, y por eso estoy aquí: adecentando mi vieja vanidad a base de construir castillos de arena con las palabras que paren los sentimientos y se mueven de aqui para allá en el fragor de lo cotidiano. Una acción hasta cierto punto honesta y salvadora, casi épica, que nos hace ver sin concesiones a la duda la auténtica deidad que todos llevamos dentro, sobretodo, cuando miramos con buenos ojos a los otros, a los demás. Por eso escribo, por eso leo y por eso observo. Lo de respirar ya es una cuestión baladí.
La Recolecta es la radiografía del aire respirado por un hombre en el camino de un año. Un aire que ha entrado y salido por los pulmones y las entrañas según los estados del tiempo y de los ánimos, siguiendo inciertos atajos y temerarias vías de acceso, pero ajeno a las indicaciones previas en el mapa y a las consignas de la Iglesia, los consejos de los mandatarios, las músicas de los aduladores y la filiación de la familia y los amigos. Buena, mala, o redundante, ésta es su cosecha.