viernes, 27 de marzo de 2009

La metamorfosis del paisaje


Muchas veces cuando paso por delante me resulta inadvertido. Otras, en cambio, vuelvo a sentir ese pellizco en el estómago que rescata del recuerdo placenteras tardes y oportunidades que no volverán. Fue durante cuatro años un Olimpo de 1400 m2 para un dios disfrazado con los hábitos de un paria y despojado de toda divinidad. Mientras duró la ocupación, solo fui consciente de dos mundos: el de muros hacia dentro y el de muros hacia fuera. Aquella línea perimetral casi cuadrada indicaba los límites legítimos de una demarcación, el espacio de culto para desenvolver en la clandestinidad los miedos, las pesadumbres, las pasiones y el aburrimiento. El paisaje multivegetal de cipreses, palmeras, cactus y pinos sexagenarios cohabitando en un espacio tan reducido acababa siempre incitándome a poner en armonía mis otros paisajes interiores. Debió ser el alma de aquellas plantas,verdeantes compañeras sin voz, la esencia invisible de un estado de ánimo que siempre logró mantenerse cercano a los efluvios de la felicidad. Fué a la sombra de aquellos árboles donde dibujé coloridos y alcanzables horizontes ajeno todavía a una vecindaria e inminente soledad. Mi perro debió augurarlo con ese instinto olfatorio que los condena a ser perros porque brincaba y corría como un animal -nunca pensé que lo fuese- cada vez que traspasábamos la verja. Una tarde nos echamos una apuesta. Nos situamos cada uno en una esquina del jardín a modo de diagonal y corrimos hacia el centro a ver quién llegaba antes. En el fatídico punto se unieron las dos carreras. Yo intenté saltar por encima y a él, olvidando nuestras viejas jerarquías, se le ocurrió hacer lo mismo. ¡Qué ostión, por todos los Señores de las bestias! Nunca he sentido un abrazo perruno con tanta intensidad. Caímos ambos desparramados y moribundos. El perro ni se movía ni rechistaba, se quedó como sumido en un trance, supongo que más aturdido por la incomprensión que por el hostiazo. Tras el incidente estuvo varios días mirándome con recelo al tiempo que iniciaba sus locas carreras tan solo cuando me veía recostado en el sillón o farfullando sobre el vuelo de las moscas.
Pero llegando el verano, con el bochorno, la flora dejaba paso a la fauna. Hasta ocho salamanquesas, esos diminutos y asquerosos dinosaurios, llegué a contar una noche en las paredes y en el techo del salón. Algunas veces el perro y yo salíamos de caza con la escopeta de plomos. A cada plomazo saltaba el bicho despanzurrado y Sultán se volvía loco por apresar la pieza. Una de ellas se le agarró al hocico y estuvo toda la noche estornudando y sacudiendo la cabeza. Supongo que fue por el asco. Tan noble animal -mi perro digo- estaba más acostumbrado a la seda del plumaje perdicero que a la textura escamosa de un lagarto verde.
Aún en verano dejaba cerrada la puerta de corredera que daba al inmenso porche para evitar los intrusos alados y algunos otros de cuatro patas; salvo en las fiestas, que pasaban inadvertidos por el deambular de la muchedumbre. Al final acabé acostumbrándome a la biodiversidad, a excepción de la última noche que pasé en la casa y que, como un maléfico y premonitorio tributo, cuando me levanté del sofá para irme a la cama, el suelo estaba inundado de cortapichas que corrían en todas direcciones. Nunca supe de donde habían salido ni porqué estaban allí, la venganza de los seres al filo del abandono, pensé.
Sin embargo, bichos aparte, mi relación con aquella casa estuvo siempre untada por una mutua irreverencia, la misma que me permitía subir hasta la locura los decibelios de la música a las cuatro de la mañana, bailar conmigo mismo como una marioneta abandonada a su suerte, o mirar con recelo a la desvencijada escalera de caracol que daba a los dormitorios de arriba esperando que alguna noche bajase por ella el mismísimo Frankestein. Más tarde me di cuenta de que tal personaje u otros de parecida calaña siempre habían estado abajo. Cuando uno anda entretenido con las cosas que emocionan los monstruos reprimen su condición.
Algunas visitas ciertamente merecieron también la pena, sobretodo en esos momentos que uno no espera tan alto grado de generosidad...o de comicidad. Qué decir si no de hacer el amor al ritmo atropellado de los ladridos del perro o de ser sorprendido por el jardinero en medio del frenesí.
En esos meses del largo verano, la piscina se convertía en el acuoso cobijo que aliviaba la calima de las tardes. En ella solía zambullirme como Dios me trajo al mundo y nadaba sin parar hasta que las fuerzas se rindiesen o alguna rata apareciera brincando entre las copas de los cipreses. Después del ejercicio me servía un ricard con mucho hielo, ponía un CD de Manolo García y me tumbaba en una de aquellas hamacas a rayas blancas y amarillas dejando correr la vista y el pensamiento a través de las frondosas copas de los pinos. Así, espatarrado, despreocupado y ajeno a los trajines al otro lado del muro, como Cósimo Piovasco, era capaz de construir momentos en cuyo fragmento temporal lograba sentir esa conciencia transgresora de la felicidad. Tal vez fuese también porque la vida que llevaba al otro lado de la verja transcurría con la conciencia del deber cumplido, las emociones precisas y sin grandes sobresaltos. Ahora que lo pienso debí agarrar aquel estado y no soltarlo nunca más. La nostalgia no es el mero recuerdo de las cosas pasadas o perdidas, es un conato de tragedia que reivindica y vuelve a traer a la existencia los frutos de un daño causado por nuestra propia estupidez, el cambio de rumbo cuando ningún otro rumbo se intuye mejorable. Los llantos y las nostalgias siempre han ido de la mano. Todo de aquella casa me incita a lo uno y a lo otro. Sobretodo cuando ahora paso delante y contemplo exánime la ruína: las plantas secas, los árboles semicaídos, los muros echados abajo, la casa inexistente, la piscina cubierta de escombros y salpicada de excrementos de perros callejeros, los genuínos ocupas que constatan una destrucción, el advenimiento de la catástrofe del abandono al que nos conduce la insatisfacción por el ansia de llegar más lejos. ¿Adónde habrán ido a parar las aguas azul turquesa de la piscina, el cuidado césped, las plantas enhiestas, el garaje, el enorme porche, las grandes fiestas, las tardes de fotos, alcohol y susurros, las salamanquesas, los proyectos desde la hamaca, las baladas a todo volumen de Bruce Springteen y Manolo García, los besos, las risas, la derrotada soledad, las ansias de amor, y aquel sentido tan dulce y profiláctico de la existencia?
No sé en qué estación aguarda la felicidad de otros tiempos, pero cuando paso delante de aquella casa y luego me miro a mí mismo me doy cuenta de que algunas veces los paisajes y las personas también vamos cogidos de la mano, de una férrea, misteriosa e inconmovible mano.

viernes, 20 de marzo de 2009

Sin referencias: sombras en el plano inclinado.






Paul Krugman, reciente Premio Nobel de Economía, acaba de decir en España que lo peor de la crisis es que pueda eternizarse. El niñato que insultó, humilló y golpeó repetidamente a una chica en el metro de Barcelona ha sido multado con trescientos euros y no va a pasar ni un solo día en la cárcel. Los otros niñatos que abusaron, torturaron y asesinaron a Marta del Castillo están chuleando una y otra vez a todo el país y riyéndose sobre las lágrimas de su familia. Y los políticos y los banqueros no paran de comprarnos caramelos para hacer algo más dulce la penetración anal y virtual a la que nos tienen sometidos. ¡Cornudos, apaleados, y como fiel producto de nuestra asombrosa modernidad, también exquisitamente acojonados! Las palabras más atroces siempre han merecido los adjetivos más sublimes. Son tiempos para hacer gozar al léxico, porque las palabras y no las cucarachas serán los últimos supervivientes.
¿Hacia donde hemos de correr? Tal vez necesitaríamos mejor unas alas porque mientras tengamos los pies sobre la tierra nunca estaremos a salvo. ¿Ha fallecido el sentido común? ¿Donde habrán ido a parar nuestras viejas referencias? La inteligencia humana es un mal chiste, una pesadilla desarbolada por otra que irrumpe con más fuerza mientras nos esforzamos inútilmente en despertar. ¿Quién nos inculcó esa idea de seres superiores? El patrón de medida debía encontrarse desprogramado...y resentido. ¡Qué gran falacia! ¿Imagináis cuántos quedarian sobre el planeta si con un simple botón pudiéramos borrar a los que no nos gustan? Aquel otro holocausto sería como una celebración de cumpleaños sin tarta. Los primeros en desaparecer serían los más molestos, como las moscas en los convites, o los honestos en los Ayuntamientos. Los pobres, los sidosos, los que dicen la verdad, los que señalan con el dedo y con la boca, los que no se doblegan, los que no participan del festín, los marginados...me refiero a todos esos, los que molestan a los que se sienten ilícitamente molestados. ¿Sabéis de alguién que pueda estar aún contento? Salvo los tontos, los ilusos, los deshonestos y los delicuentes, el resto no estamos -perdón por incluirme yo también aquí- para tirar salvas y serpentinas de colores.
Los filósofos llevan más de dos mil años hablando del bien y del mal y los clérigos otros tantos recordando las bondades del cielo y los tormentos del infierno. El resto, nos hemos perdido en esa frágil línea que separa tan abyectos - por irreales- escenarios. Tal vez por eso, hayamos penetrado en el mundo de las posibilidades infinitas. Todo es posible, según donde, quién, o en qué momento o coyuntura. Y siempre aparece alguién con un código en la mano mientras esconde la otra que lo legitima. Aquella vieja frase que nunca se me fue de la cabeza de que en este mundo de mierda nada es verdad ni es mentira sino todo es del color del cristal con que se mira, ha alcanzado ahora su máximo parangón. Solo hay que prestar atención: el Gobierno dice blanco y la oposición negro, un juez ordena excarcelar y otro al mismo tiempo condenar, un país descarga cientos de bombas sobre el vecino mientras envía un cargamento humanitario a aquel otro que todos señalan con el dedo intentando abanderar la caridad.
La conciencia, esa sombra que nunca te puedes quitar de encima, comienza a cabalgar sin referencias convirtiendo la existencia en una simple casuística cuyo destino parece solo dar fé a una caótica y perversa individualidad. El ser humano necesita a otros a su lado para poder maltratarlos o aprovecharse de ellos. Si Dios lo hubiese sabido, habría dejado a un solo hombre sobre la Tierra, y hoy esto sería un vergel, el paraíso perdido y hallado por los que nunca oyeron nada acerca de la maldad. ¡Qué tremendo desatino el de los arquitectos sin escrúpulos del tiempo! Si el Fausto de Goethe levantara la cabeza y San juan de la Cruz hiciera lo mismo con la suya, me temo que ambos se irían de putas para legitimar, a través del gusto, sus respectivas derrotas.
Últimamente recibo muchos correos sobre la vie en rose y todas esas inmundicias de la bondad y felicidad humanas que caminan por una inmensa playa cogidas de la mano. ¿Qué lado oscuro pretendemos enmascarar? La realidad es inmascarable e indiscutible por mucho que acudamos a las palabras y a la benevolencia para hacernos creer que los tiranos son mesiánicos príncipes, y los aprovechados, coyunturales individuos que han de allanar el camino a los demás, como aquellos emisarios en las guerras que siempre volvían con la cabeza cortada. Los emisarios de ahora siempre vuelven con la cabeza en su sitio, los bolsillos prietos y la sonrisa amplia.
Sin noticias de Dios, la sugerente película de Agustín Díaz Yanes, bien podría haberse titulado también Sin referencias. Quizás las tuvimos algún día, lo mismo que algún Dios alguna vez osó poner los pies sobre la Tierra, pero hace tanto tiempo...
Un día de aquellos inolvidables que pasé junto a mi amigo y maestro Bramante, el vidriero veneciano, le pregunté si acaso la obsesiva preocupación de no parecer tonto ante los demás no sería sino la prueba fehaciente que confirma lo contrario. Me contestó con otra pregunta: "¿Crees que estoy loco? Solo lo justo para que no me alcance la verdadera locura". Entonces comprendí que no andábamos muy lejos en la percepción de lo que estaba y está cayendo. Tal vez también sea esa la razón de que tantos voceen ahora sobre la felicidad, el amor, la amistad, la belleza del amanecer y el sentido rosáceo de la vida. ¡Que les aproveche! Y no hablo de una cuestión de frustración -yo, como mi maestro, también sé disfrutar de algunos instantes de la vida-, es una cuestión de obligado y conculcado pragmatismo, de parcelaria conveniencia si se quiere ver así, y que, finalmente, le den por el culo a la bicicleta (Jaimito fue el más grande filósofo del colectivo universal de los hombres-niño al que yo me siento orgullosamente vinculado).