lunes, 18 de octubre de 2010

La paciencia de las ostras cria perlas

Como somos tan conscientes de nuestro efímero tiempo, no sabemos esperar y, entonces, movidos por la inquietud, abortamos ese tipo de procesos que encierran la lenta formación de una ilusión. Los anhelos confrontan continuamente a los humanos con su propio devenir y las frustaciones fustigan una y otra vez a sus conciencias de seres imperfectos. Y muchas veces se abre la caja de Pandora porque ya no puede contener a tan inútiles deseos, a tan lunáticos e inmerecidos sueños sustentados sobre una base que no fue parida con nuestro propio carácter. Cuando eso sucede aparece el decaimiento del hombre en toda su dimensión, la dura constatación de un fracaso global que carece de cualquier resquicio por donde pueda colarse alguna esperanza. Cuando eso sucede, el ser involuciona hacia el trágico epicentro de sus propias entrañas y, como el avestruz, mete su cabeza y sus instintos en la nada.
Debiéramos de haber sido programados a base de milimétricos impulsos de tiempo y de emociones, encapsulando a estas últimas dentro de unos límites que impidieran alcanzar la exaltación. Pero, ¿qué sería entonces de nosotros? Desaparecería nuestra propia imbecilidad, la tontuna cotidiana que nos aprieta repentinamente las pelotas y nos hace llorar y reir a un tiempo. Le diríamos adiós a la impaciencia, a las pasiones, a los altercados y a las premeditadas alevosías de la noche anterior. Y dejaríamos de disfrutar montados en esa marcha que tanto nos va del dinero, del poder, o del ascenso a los montes de Venus de todas esas mujeres que ingenuamente creemos chorrean por sus entrepiernas porciones alícuotas de su condición.
Pero la paciencia de las ostras cría perlas y un día, ya tardío, nos damos cuenta de ello. La vida es un proceso, corto o largo, que goza en ambos casos de todas sus etapas. Si lo hubiésemos sabido, habríamos sabido también esperar, y nos habríamos evitado el embite de inesperados disgustos y la lacra de un buen puñado de arrugas.
De cualquier forma, no hay día más grande que aquel en el que abres esa ostra cuya perla ha estado toda una vida formándose para ti. Y aún más cuando se tiene la plena conciencia de haber aguantado cientos de vidas esperando el momento. Algunas veces sucede. Como el viejo mensaje en una botella que un día se pone a tu alcance en la soberbia soledad de una playa que carece de horizontes y, cuando lo lees, resulta que ha sido escrito para tí y viene al rescate de tu propio naufragio, origen y destino confundidos durante un montón de años en la caverna translúcida de un cristal que te ha permitido ver, pero no te dejado salir. Es entonces cuando alzas la vista al cielo y, soltando una sonora carcajada, tomas por primera vez conciencia de que existes.
Lo importante no es que las cosas trascendentes sucedan pronto o tarde, si no que lleguen a suceder.
A todos los que aún no han perdido la esperanza.