viernes, 11 de diciembre de 2009

A Carlos Herrera

Importante Carlos:

Desde nuestro encuentro, allá por la primavera del 2005, siempre he logrado reprimir los deseos de escribir esta carta, pero ya ves como el hombre, prodigiosamente, logra traicionarse a sí mismo. Hacerlo, ha supuesto también una cierta transgresión, no de principios sino de contribución a un obligado exhibicionismo que tú, sin duda, mereces. Y sí, hablo de transgresión porque a las personas como tú, es decir a los mediáticos sin más, parece que no os corresponde otra exhibición que las correspondientes al agasajo, la lisonja, el galardón y las reverencias miles de los miles que se alimentan con ese propio tufillo de lo mediático.
No pretende esta carta transportar entre sus frases ninguna carga de resentimiento. No, al menos, en este momento. Tal vez lo hubo en cierto modo en el pasado, pero ha sido tanta la evidencia que ésta se ha bastado por sí misma para no dejar que los malestares puedan confundir la realidad. Y la realidad, desde mis ojos, es la que es por mucho que tú andes pescando cada día en el manantial purpúreo de los dioses en la Tierra. Porque tú ahora eres uno de esos que hace ya mucho tiempo dejó de posar sus pies en el suelo para volar sobre todos aquellos que no han sido capaces de forjarse unas alas y por eso han de reptar tributariamente por debajo de tus pies y de otros pies.
Antes de conocerte en aquella mencionada primavera yo ya sabía de tí. ¿Quién no? Había escuchado algunas veces retazos de tus entretenidos programas en la radio y había visto tu careto con bigote varias veces en revistas y en la televisión. Pero fíjate que el crédito no me lo dió ni tu fama ni tu verborrea chistosa y ocurrente. Fue leyendo uno de tus artículos en un semanario en el que creo recordar que hablabas de la abuela de un soldado de esos que la madre patria exilia a un frente de fuego muy lejos de esa misma patria, cuando me dije "¡Ostias, este tío sabe también escribir!", lo cual ya me pareció más importante que tus discursos cotidianos arengando a todo lo cutre de este país contra cualquier atisbo de socialismo. Confieso, importante Carlos, que aquel artículo me conmovió, por el envoltorio literario y por su mensaje contundente, hasta tal punto de llegar a quitarme mi humilde sombrero. Ante tí, sí. Y fue esa y no otra la referencia que propició algo más tarde que yo tocase a tu puerta aprovechando la estela de aquel efímero momento en que tuviste a bien visitar mi casa gastronómica llevándote una pluma estilográfica Dupont grabada con tu nombre en un bolsillo. Una visita que también cumplía con el deseo y el compromiso familiar de quién tú sabes y tanto quieres.
No creo que haya que explicarte a estas alturas, importante Carlos, lo que es tocar a la puerta, algo ya para tí innecesario desde la noche de los tiempos, pero, en cualquier caso, cuando alguien toca a la puerta de alguien, éste último puede: abrir la puerta y escuchar al que está al otro lado, abrir la puerta y rechazar la visita, preguntar desde dentro sin abrir la puerta, o limitarse a no abrir la puerta y agazaparse tras la misma procurando no hacer ningún ruido. Cuando yo toqué a tu puerta, tú sabías quién estaba al otro lado, y sabías también qué me llevaba hasta allí, y te habían prevenido oportuna y favorablemente desde muchos días antes de esa inminente visita. Pero tú no abriste la puerta, ni hicistes el más mínimo ruído, ni escuchastes el consejo de quién tanto te importa, haciéndole desaparecer, además, ante nuestros ojos por mor de tu propio decreto ley.
Y ¿por qué?, me he preguntado muchas veces. ¿Acaso estar más de tres años hurgando en todo tipo de fuentes históricas y devanándose los sesos para parir finalmente un libro es algo que dé vergüenza? ¿Acaso tal ejercicio de honestidad y valentía merece un soberano portazo en las narices de quién no puede volar como haces tú? ¿Acaso no tocastes alguna vez una de esas puertas como la que tú luces ahora? ¿Acaso tú precisamente que gozas de mil y un argumentos para excusarte debías esconderte silencioso tras la puerta? ¿Acaso no tenías tiempo para leer algunas páginas y comprobar que algunos de los muchos que reptamos bajo tus pies también podemos dar, de vez en cuando, pequeños vuelos? ¿Acaso tu fama, tu dinero, tu poder y tu credibilidad se iban a menoscabar por apoyar, aconsejar o recomendar a los que comen de tu misma olla el citado libro? ¿Acaso no has encontrado las palabras adecuadas para decir simplemente que tal asunto no era de tu incumbencia o adornarlo con uno de esos manidos "ya veremos qué se puede hacer".
Verdaderamente, importante Carlos, ese portazo silencioso ha dejado al descubierto esa otra parte de tu personalidad, la que sin duda alguna has intentado ocultar siempre ante los tuyos, la plebe y los señores feudales que te propician. No lo esperaba, desde luego, sobretodo por innecesario, lo cual da la justa medida de tu capacidad descomunal para el desprecio y, en consecuencia, también del resto imaginable de todas las miserias que se alimentan de esa condición. Pero ahí andas, riyéndote del mundo, desde tu mediática y bienpagada atalaya, desde el firme cobijo de un endiosamiento que te convierte simultáneamente en pillo y en bobo sin importarte los que puedan quedar malheridos tras tu paso, autoproclamado como el gran Torquemada de las ondas mientras te paseas a diario montado en ese carro que se mueve a partes iguales por precisos impulsos de dinero y narcisismo.
Quiero que sepas que el libro sigue su largo camino. Con tu ayuda, éste hubiese sido más corto, pero el destino permanece ahí, invariable, a pesar de tu bigote y tu portazo. Ni yo voy a ser menos ni tú más. O viceversa. Pero ahora yo sé bien quién eres por mucho que tú creas que resulta un hecho intrascendente. Esa esencia de la que está hecha nuestra esencia, esa condición inalienable que nos pide cuentas por la noche, ese espejo silencioso e invisible al que solo puede asomarse nuestra propia individualidad, te va a pedir de tarde en tarde algunas cuentas. Sí, ahora yo sé hasta donde alcanzas. Cuida tus alas y acicálate convenientemente, ante los tuyos, ante tu jefe, ante la plebe y ante tu parafernalia radiofónica. Andas volando muy alto y yo, en cambio, sigo aquí abajo, pero ya sabes que la gente como tú y como otros pueden llegar, más por atolondramiento que por pretensión, a voltear su propio mundo dejándolo patas arriba. Ya lo predijeron los alquimistas: "Como es arriba es abajo y como es adentro es afuera". Y ahora yo sé quién eres, importante Carlos.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Lo esencial.

A veces alargo la vista más allá de lo que se mueve delante de las narices y veo cosas. No sé bien si son como se muestran o reflejan tan solo una apariencia engañosa por saberse encueros ante mis ojos. Es curioso, con el montón de años que tengo y aún no he sido capaz de averiguar qué es lo esencial. Debe ser porque he andado casi siempre entretenido intentando conciliar los aspectos pasados y presentes de mi vida. Ahora, en cambio, aborrezco de ese juego de referencias y por eso me he alejado del mundo para no enfangarme, precisamente, en él. Yo tampoco sé de donde hemos venido ni por qué estamos aquí, pero ese Principio Wagensbergiano que dice que el mundo se divide en dos partes: yo y el resto del mundo, nos acerca, al menos, a entender la sustancia de la que estamos hechos. Desde esa obligada simbiosis de escenario e individuo, la soledad es una condición irresistiblemente natural de los humanos, el amor un espejismo, la ambición una pérdida de tiempo y la tristeza nuestro más abundante y jodido componente. Por eso Benedetti decía que la alegría es una hazaña y a mi maestro Bramante le gusta tanto hacerle trampas a su propio desaliento.
¡Vaya tormenta la de estos tiempos impregnados hasta su noche más lejana de dogmatismo! Nuestro desaliento, como los mercados, también se ha globalizado y cuando buscamos el hierro ardiendo para aferrarnos a él, resulta que algunos códigos universales se han dado la vuelta. Dicen los moralistas que hay que tener fé, y los políticos, que hay que tener paciencia. La fé es algo escabroso, un caminar sin saber lo que hay debajo de los pies, y a la paciencia hay que escupirle en la cara cuando la recomiendan tan abyectos y aprovechados personajes. No, no voy a seguir el camino trazado por otros. Me basto con el mundo completo que nace, fluye y muere en uno mismo, todo un universo individual cuya diversidad -el sufrimiento, la alegría, las emociones, la meditación y la plena conciencia del ser- debiera hacernos crecer en vez de hacernos morir. Pero se nos niega la comprensión de lo esencial y lo cierto es que con el paso de los años la importancia de las cosas se aminora. No logro, sin embargo, atenuar otras miserias. La tristeza cuando llega, llega de verdad, y todo lo que huele a humano se convierte en algo sospechoso. Tal vez ande sumido en una infructuosa indagación, la búsqueda inútil de una identidad que puede ser gemela a la de tu peor enemigo. Solo hay que mirarse al ombligo para aceptar las condiciónes miserables de los otros. Por eso a los errores hay que dotarlos de derechos y de legitimidad siempre y cuando no se pierda la cabeza, es decir, no se pretenda ser un dios en esta maltrecha Tierra en la que nosotros somos los hijos de...su parte más prostituída. Los ínfimos supervivientes de una madre Tierra que hace ya muchos años extinguió, como a los dinosaurios, a sus dioses. En tal escenario estamos, sin saber qué es lo esencial y llorando, ya de viejos, como niños. Algunas veces, ingenuamente, creo saberlo: cuando miro a los ojos a mi perro, o cuando revivo el fuego de antiguos besos, o cuando escucho alguna música en esas madrugadas que convierten en cantos los aullidos de la noche, o cuando veo a los míos radiantes de felicidad, o cuando pienso en mi padre, o cuando...Y, sin embargo, nadie me rodea el cuello con sus brazos antes de que salga el sol, ¿para qué quiero entonces que asome?
La mitad de mis exigüos conocimientos se deben a mi maestro Giulio Bramante. Él siempre ha seguido el consejo de Séneca: "Sigue a tu voluntad" y, en ese camino, se ha hecho un hombre centauro: mitad sabio y mitad bestia. Después de conocerle ya no he vuelto a ser el mismo. Él vive, como Cósimo Piovasco, en las copas de los árboles, "un ejercicio de funambulismo necesario para entender el mundo fuera del alcance de su podredumbre". Yo, en cambio, tan solo fui capaz de subirme a los árboles en aquellos años que, desde las copas, me cagaba sobre los de abajo. Es precisamente lo que hace ahora mi maestro. Lo cual viene a indicar que él ha ido a más y yo a menos. Una evolución, la suya, que tampoco parece haberle indicado el camino capaz de conducir hasta lo esencial. La alquimia, los libros, el enigma de la Historia, su gato Casanova y las curvas deseadísimas de su mujer, son todas las partes de su yo. Lo demás son los residuos del resto del mundo y a ese mundo apenas si se asoma. Así que cada uno nos agarramos al carro por donde más o menos nos escuece. Dicen que el sexo y el dinero son los mecanismos que mueven a toda la humanidad. El Bosco ya lo pensaba hace unos cuantos siglos. Desde luego el virtuosismo no asegura triunfo alguno, y las súplicas a unos y otros dioses de los hombres con decencia, casi siempre caen en saco roto. Tales esencias, las relativas a lo carnal y material, puede que sean las únicas previstas para que no podamos salirnos del tiesto y evolucionar. Y lo demás no es sino la paja, la materia de la que está hecha la otra parte del yo, o sea, el resto del mundo.

lunes, 30 de noviembre de 2009

Libros

En la página 56 de una novela que, entre otras cosas, habla de la magia de los libros, se puede leer: "Se levantaron y salieron al corredor. De niño, Jon tenía prohibido ir abajo, a no ser que estuviera acompañado por Luca o Iversen, y nunca había puesto un pie al otro lado de la puerta de roble a la cual ahora ellos se dirigían. A sus ojos, aquella estancia siempre había sido una cámara del tesoro o la celda de una prisión, pero no importaba la insistencia con que lo pidiera, jamás le permitieron entrar. La puerta siempre estaba cerrada con llave, y al cabo de un tiempo dejó de preguntar. Iversen extrajo un manojo de llaves del bolsillo de su pantalón y seleccionó una gran llave de hierro, que introdujo en la cerradura. Al abrirse, la puerta chirrió con solemnidad. Jon notó que se le erizaban los pelos de la nuca.
- Bueno, ésta es la colección Campelli-anunció Iversen, desapareciendo en la oscuridad, más allá de la puerta. Un instante después, las luces se encendieron y Jon dio un paso hacia el interior. La habitación era baja, de unos treinta metros cuadrados, y el suelo estaba cubierto por una gruesa alfombra oscura. En el centro de la estancia, cuatro sillas de aspecto cómodo estaban dispuestas en torno a una mesa baja de madera oscura. Las paredes se veían cubiertas por completo de estanterías y armarios de cristal llenos de libros con las portadas más diversas. La mayor parte, no obstante, estaban forradas en cuero, y la iluminación indirecta sobre las estanterías inundaba los volúmenes y el resto de la habitación en una claridad suave, dorada."

Y en la página 133 de otra obra que también, entre otras cosas, habla de la magia de los libros, se puede leer: "Bramante se levantó instándome a que le acompañase.
- Voy a enseñarte ahora la habitación más luminosa de la casa: ¡el calidoscopio! -exclamó con indudable orgullo.
Me condujo a través de una angosta escalera hasta el último piso del edificio y, una vez allí, penetramos en una habitación que era como una especie de torreón abuhardillado con ventanas en los cuatro costados. El espectáculo de luz y de color que saltó a mi vista contrastaba severamente con la penumbra y la atmósfera espesa de la biblioteca que acabábamos de abandonar. Una multitud de figuras de cristal, distribuídas con gran sentido del orden, y colocadas en sus respectivos pedestales, ocupaban casi todos los espacios de la sala, descomponiendo los rayos de luz que las atravesaban en múltiples reflejos de colores que se esparcían por las paredes, dando efectivamente la sensación de que nos encontrábamos en el corazón de un gigantesco calidoscopio. Algunas figuras resultaban reconocibles en la forma y otras componían extraños giros como si ellas mismas fuesen el producto de su propia involución. La fascinación de la belleza, como tantas veces habían descrito a la ciudad de Venecia escritores y artistas, alcanzaba en aquella habitación, la más alta de la casa, el paradigma de todas sus estancias. Sin embargo, en la disposición de todas las figuras, algo se había hecho con una clara intención: todas parecían rotar, como los astros de un colorista sistema planetario, en torno a una gran figura central, que apoyada sobre un pedestal de mármol verde veteado muy oscuro, ocupaba el centro mismo de la estancia. Se trataba de la figura desnuda de una mujer de larga melena, tendida con un confuso contorneo de piernas y brazos, sobre la que parecían saltar chorros de burbujas o de espuma, al tiempo que su rostro mostraba un gesto libidinoso de complacencia. Jamás había visto una cosa así moldeada en vidrio. El maestro no decía nada. Comprendió que mi recreación solo pedía silencio. Me acerqué a la figura y permanecí unos instantes observándola con fijeza. En la cabriola, uno de los pechos quedaba al descubierto, y los glúteos se exhibían voluptuosos y exuberantes imposibles de ocultarse bajo la espuma pudorosa que cubría otras partes del cuerpo.
- Maestro, ¿todo esto lo ha hecho usted con sus propias manos?
- Con las manos, con la imaginación y con el aire de mis pulmones -respondió con arrogancia-.Este es el producto testimonial de nuestro oficio de maestro soplador. Soplador: el que intenta insuflar por medio del aliento en el cristal semilíquido un alma que dé origen a una forma. Decimos nosotros los vidrieros que es el vacío lo que le da el sentido al recipiente. Pero, finalmente, es la emoción de quién contempla la obra, lo que le confiere a ésta su verdadero valor".

Las dos obras han sido escritas al mismo tiempo. Las dos sitúan a los libros en el lugar de privilegio que les corresponde, desempolvando sin pudor la magia que muchos de ellos llevan implícita, y las dos también, serán capaces de tocar el corazón de los bibliófilos. Sin embargo, no son dos obras análogas y ni siquiera comparables a pesar de que también ambas se constituyen en la primera novela de sus respectivos autores.
La primera reseñada aquí es un thrillers en toda regla, una novela cuasi policiaca, que envuelve al protagonista en una atmósfera de amenazas de muerte y misterio donde las sectas y los libros caminan de la mano desde el abismo de la propia noche de los tiempos.
La segunda, en cambio, es un ejercicio profundo de reflexión a la vez que un juego. El misterio, la emoción y la mayor amenaza que se cierne sobre el protagonista, en este caso, radican en él mismo. Y desde esa atalaya contempla el infierno y el paraíso a un mismo tiempo llegando a descubrir que la eternidad está dormida en la propia palma de su mano.
La primera entronca más facilmente con el lector. La segunda, obliga a ejecutar escorzos imprevistos y algunos incómodos análisis. La primera ofrece una trama vertiginosa, la segunda ralentiza a voluntad los escenarios y se recrea con saña en los sentimientos. La primera engancha de principio a fin y la segunda desengancha, desde el fin hasta el principio, del furgón de esa sospechosa nada de la que siempre hemos creído estar hechos. En la primera el protagonista es un afamado abogado, en la segunda el protagonista es un infractor atiborrado de melancolía, un cazador de emociones que necesita constantemente sobrevivirse a sí mismo, el hombre en busca de sentido, sin más.
Los libros, en cualquier caso, son el altar donde ambos autores llevan a cabo sus sacrificios. Pero los dioses no han hablado desde el mismo oráculo: Una de esas obras ha sido editada en más de veinte países e incluso existe ya un contrato con una compañía cinematográfica. La otra, aún se mueve en los cienos de los muertos anónimos, los sin voz y sin causa que atestan el purgatorio de los no elegidos por la gracia suprema del inoportuno vuelo de una mosca ante las fauces de los que están designados para indicar el camino a seguir. Así son las cosas y así las contamos, que dicen en los telediarios. El milagro, no obstante, ha logrado ver la luz en ambos casos y a ese mensajero nadie lo puede matar.

¡Matadlos a todos!

"¡Matadlos a todos. Dios reconocerá a los suyos!". Fue la respuesta que le dio el legado del Papa, Arnaud Amary, el 22 de julio de 1209 al oficial del ejército pontificio cuando éste preguntó, al entrar en la ciudad de Béziers, que como distinguirían a los cátaros de los creyentes.
Nadie puede negar que fue una respuesta eficaz a pesar de los daños colaterales. Una intención, un escenario y un resultado que no nos resulta demasiado extraño. Fijaos para qué sirven los códigos moralistas y las estrategias a pesar de los ochocientos años transcurridos: para mantenerse histórica y plenamente vigentes. ¿Acaso no es eso mismo lo que hacemos hoy en escenarios tan dispares como Oriente medio, Afganistan, América latina, Chechenia, o las selvas amazónicas? ¿Acaso no es la forma y la "maniera" con la que algunos poderosos Estados tratan a todos sus enemigos? ¿Y acaso no es también la vía de apremio con la que algunos Gobiernos abanderados de higiénica democracia "acarician" a las clases más castigadas por el "progreso"? Y ya hurgando en el final de la cadena, ¿no es también el procedimiento que muchos de nosotros llevamos escrupulosamente a cabo con amigos, familiares y compañeros de trabajo a los que nuestra partidista perspectiva ha convertido en sospechosos de aquel medieval catarismo y que, por tanto, pueden llegar a jodernos los planes?
En cualquier caso, siempre estaremos a salvo de cualquier molesta o cojonera responsabilidad a posteriori porque Dios siempre reconocerá a los suyos. Y entonces, como se suele decir, que Dios los ampare. Una programada exclusión de los molestos del banquete que tiene que ser llevada a efecto, hoy más que nunca, con un cierto tinte de ejemplaridad para que cualquier movimiento o generación venidera tome debida nota. Y es que los recursos dulzainos de bienes en especies o en metálico andan, como algunos animales, en período de extinción.
En el siglo XIII se llamaban cátaros y en el XXI hemos sido capaces, al menos, de tecnificar los vocablos: fundamentalistas, indigentes sospechosos, honestos sin fronteras o juanes sin tierra. Basura cósmica que diría la NASA mientras se afanan unos y otros en buscarles un eterno descanso como a los molestos residuos de la radioactividad. El procedimiento de limpieza de basura medieval que llevó a cabo el consejo de Arnaud Amary resultó contundentemente ejemplar y, a juzgar por los resultados, eficaz en extremo. Ningún cátaro osó asomarse después a los siglos posteriores. Todos fueron eliminados por herejes, por infundadas sospechas, o por no rezar a la hora y en el lugar que Dios siempre había mandado. O quizás también porque aparentaban una cultura y una tolerancia que ofendía los más rectos preceptos de la época.
Pero seguimos igual, el ejemplo ha cundido con darwinista precisión. La especie de los maltratadores, de los aniquiladores, está razonablemente a salvo, y la única confusión radica en la frágil línea que separa a los unos de los otros, a los exterminados y a los exterminadores. Si todo continúa por el camino emprendido será dificil situarse en uno u otro lado. La pérdida de referencias camina de la mano del aplastamiento de los principios más tradicionalmente arraigados con la moral y la dignidad del individuo. Sospecho que algo tendrá que ver en ello el anonimato al que nos ha conducido la Banca, el Fisco y el Gobierno de los EEUU, despojándonos de nuestro nombre y apellido y colocándonos, como a los presos de Guantánamo, un número relacionado con el nivel de sectarismo o de productividad como única seña de identidad.
Muchos cuando lean estas cosas dirán que no entienden nada. Otros, en cambio, mirarán hacia otro lado. Ya lo he dicho: la frágil línea roja en honor a la sangre que delimita el sendero del bien y del mal, a nivel global, nacional o individual ya que el orden o magnitud de la colectividad no altera el efecto deseado, será la frontera del mundo.
Algún día acabaremos matándonos todos y entonces la tragedia será no tener a ningún Arnaud Amary para echarle la culpa. Pero el ciclo, como la energía y como la serpiente Uróboros que se crea y se devora a sí misma, seguirá su curso, aunque sea sin nosotros. A los nuevos, buenos y malos, Dios volverá a distinguirlos.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Resistir es vencer.

"Se buscan hombres para un viaje peligroso. Sueldo bajo. Mucho frío. No se asegura retorno con vida. Honor y reconocimiento en caso de éxito". ¿Cuántos acudiríamos hoy a un anuncio de este tipo? Seguramente muchos menos de los que estamos imaginando. En aquella ocasión, finales del año 1914, se presentaron más de 5.000 candidatos, y solo fueron elegidos 26. Fue el anuncio con el cual Shackleton reclutó a su tripulación para afrontar a pie la travesía de la Antártida. El Endurance -el barco de la expedición- se quedó atrapado en el hielo y poco después se hundió.
Durante dos años, la tripulación sobrevivió a las peores condiciones imaginables, pero increíblemente, surgió el milagro: todos ellos regresaron a salvo a casa. Uno de los expedicionarios le puso nombre al milagro: Shackleton. Y en efecto así fue. Las excepcionales dotes de liderazgo del explorador inglés permitieron que todos los miembros de su tripulación sobrevivieran.
El lema de siempre de la familia de Shackleton no pudo ser más tributario ni más premonitorio: Fortitudine Vincimus, algo así traducido al español como "Resistir es vencer". Su barco, sin embargo, el Endurance ("Resistencia") no fue capaz de resistir. Pero ¿qué es la materia al lado del espíritu, las traviesas de un barco al lado de la entereza, el pundonor y el sacrificio de los hombres?
A veces conviene traer a la mente el recuerdo de estas epopeyas para alejar a la mosca cojonera que nos solivianta el equilibrio de los días insulsos que nos está tocando vivir. Imagino a Shackleton gritándole uno por uno a sus hombres con mueca de absoluta impiedad y escupiendo hielo y muerte por la boca: "¡Aguanta! !Aguanta!". Y a todos ellos mirando desencajados al plomizo cielo sin entender la estúpida esperanza que clamaba su patrón. Sin el "¡Aguanta!" de cada día y cada noche ninguno de ellos hubiese vuelto a ver a los suyos.
Ahora hemos dado una inadvertida voltereta y la resistencia ha quedado, como las cucarachas, patas arriba. A la mayoría de nosotros nos vendría bastante bien un viajito de dos años por la Antártida. Sin móviles, ni GPS, ni botas de goretex, ni estaciones polar cebra, ni helicópteros de rescate, ni mamma alguna en 20.000 kilómetros a la redonda. Sería el escenario perfecto, el estado amniótico adecuado y merecido para muchos de nosotros. Un fiel recordatorio, sin más, de nuestro origen, nuestra levedad y nuestro incierto y cierto destino. Un paraíso, sin duda también, donde ninguno de nuestros fantasmas actuales tendría cabida. Los insomnios, las hipotecas, la envidia al vecino de abajo y al de arriba, las ansias desmedidas de poseer, la traición al amigo y a los compañeros de trabajo, el miedo escénico a perder algo de status, la rabia sin razones, el estar continuamente cabreado y los mil y un dobleces en cada pronunciamiento, no tendrían lugar alguno ni sentido en medio de la inmensidad de tanta penuria y desolación a 25º bajo cero. Sin referencias, sin luz, sin Dios, abandonados a la ínfima parte de cada uno de nosotros, pero creciendo, creciendo con cada minuto, con cada exhalación cuasi postrera, con cada eco amortiguado por el viento del "¡Aguanta!" en los oídos.
Todos los días busco en los periódicos un anuncio como ese. Yo sé que no sería capaz de alistarme, o tal vez sí. Pero en la búsqueda logro ahuyentar momentáneamente los fantasmas mencionados. También Lutero cuando se sentía tentado por el diablo lo ahuyentaba tirándole pedos. Cada uno tenemos nuestra forma de ahuyentar a los demonios, a los miles de demonios que rondan cada día nuestras cabezas.

Aclaración innecesaria.

Cuanto más viejo, más libre, y cuanto más libre, más radical. Se lo leí a José Saramago en una entrevista, y aunque no me parezco a él en nada, especialmente en el talento, me ví en el acto al otro lado del espejo. A veces tiene uno que oír al otro para comprender lo que pasa. Y me siento así sobretodo en esto de los escritos, en eso que muchos llaman literatura, esa palabra tan gorda donde las sombras de los escribientes anónimos no tenemos cabida. Al menos una cabida mediática. Pero no por eso vamos a dejar de infringir las normas, es decir, de seguir escribiendo. Es el otro aire que también nos ayuda a vivir. Aspiramos ansiosamente las letras, y cuando éstas pasan por las tripas y el corazón, salen expelidas, ufanas unas veces, irreverentes otras, en forma de gritos o susurros por la punta de la pluma o el margen izquierdo de la pantalla pixelada del ordenador. Así que la aclaración solo pretende advertir, a los allegados, a los virtuosos, a los recelosos o a los ultraconservadores, que gracias a los años, a la libertad, a la calvicie, a las arrugas, y a la radicalidad, digo en mis escritos lo que me sale de los cojones, aunque no esté bonito decirlo ni sea lo que conviene decir. El acicalamiento es un asunto individual. Que cada cual se preocupe del suyo y se escandalice con sus propias malversaciones de inconfesables fondos. ¡Gracias años por ser tan cumplidores y haberme conducido hasta el Olympo libertario de esta agridulce y enhiesta -a falta de otras cosas- radicalidad!

sábado, 21 de noviembre de 2009

Con nombre de flor


Como tantas paradojas, tener nombre de flor y apellidarse como una de las ciudades más bonitas de España, no garantiza la hermosura. Violeta Santander es la mujer más nefasta que pasea chulescamente su palmito por el ruedo ibérico del año en curso.
No sé donde ostias acertó a nacer ni cuando, pero quizás algún día, cuando recobre la lucidez que conceden las arrugas y los viejos remordimientos acudan en tromba buscando una inútil redención, entonces, mirando al cielo, implore algunas migajas de perdón. Y aún así lo dudo.
Esta tía -no me atrevo a catalogarla de otra forma- ha sentado una nueva jurisprudencia poniendo patas arriba a un colectivo que, ahora más que nunca, no sabe si llorar o reir con la jodida simultaneidad de sus triunfos y sus tragedias. Una jurisprudencia, sin embargo, de corto recorrido porque el vomitivo juicio que ha expelido por su boca no va a suplir omisiones de la ley ni va a fomentar prácticas similares que conculquen parecidos espectáculos. La susodicha Violeta es un especímen único y a esa unicidad debe remitir su orgullo en lo que le quede de ésta u otras vidas.
Hasta aquí, es decir, hasta ese día en que llegamos a conocer el tufo maloliente de su impresentable complicidad, yo no había sido capaz de sospechar que se pudiese llegar tan lejos en los siniestros resortes de la malintención, el vasallaje, la traición, el tributo al proxenetismo y la estupidez en su más estricto sentido. Confieso que si a mí me encargaran la improbable tarea de crear un nuevo diccionario, elegiría su nombre como única acepción para definir la palabra "puta". Y que nadie se espante ni rasgue sus vestiduras. Es también como define el diccionario actual a las mujeres que actúan con malicia y con doblez. Del primer adjetivo, Violeta ha demostrado que está hecha en gran medida, y del segundo, se ha convertido en un referente institucional para todos los que pretenden dar a entender lo contrario de lo que sienten.
La violencia de género es, junto al paro y la mediocridad, una de las grandes tragedias que mueven los hilos de hoy en esta vieja y sospechosa España. A Jesús Neira casi lo aniquila más el testimonio de esta tía que el puñetazo de una bestia que, como tal, no sabe discernir ni acepta razón alguna. ¿Qué será lo que tiene un individuo como él para que ella se pliegue de forma tan injuriosa a sus deseos? O dicho de otra forma, ¿qué no tendrá ella para ofrecerse a tan mezquina compostura? Lo que tiene él no es dificil de intuir: carne, kilos, mala leche y poco más. Lo que ella no ha debido tener nunca es vergüenza, y lo que no va a volver a tener son derechos por mucho que la impúdica Tele 5 se los pague con generosidad. Ha sido el parangón, la representación mediática de un indignante cutrerío para salvar aquello de lo que nunca dispuso dejando a sus compañeras a los pies de los caballos.
¡Dios te eche, Violeta malquerida, por donde mal no hagas! Cuando supe de ti, me acordé enseguida de una tal Consuelo, mi primera puta allá por los albores de los 70. Mientras lavaba sus encantos en un cubo, recuerdo que me dijo que lo hacía por venganza a su maltratador. ¡Ay, si tú hubieses tenido esos cojones! Espero que cada mujer que se pasea por el mundo, maltratada o no, te devuelva el escupitajo.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Crisis

Visto desde la conciencia retrospectiva del tiempo, parece una burla que hace 2.500 años a Sócrates -según Jenofonte- solo le interesara la formación de hombres de bien, con lo que su misión fundamental parece que se ciñó a la de un moralista práctico. ¿Cuantos de éstos habríamos necesitado ahora, en pleno siglo XXI, para reconducir las aguas a su cauce?
Que la existencia de lúcidos pensadores, filósofos y hombres de ciencia a lo largo de la Historia no garantiza consenso alguno y ni siquiera ha llegado a marcar tendencias ni aún efímeras, es un hecho tristemente constatado. Y si a la exigua cosecha de ahora le unimos los intereses que unos y otros anteponen a sus lenguajes para dotarlos de un cierto sentido criptográfico que impida revelar las verdaderas intenciones o, en el mejor de los casos, la más vergonzante ignorancia, entonces tenemos sobre la mesa la manzana podrida que nadie sabe sanear y que, en términos globales, hemos acertado a llamar CRISIS, crisis, por cierto, también en latín.
Lo vamos a ilustrar con un sabroso ejemplo. La prensa actual ha recogido la opinión de los empresarios más importantes de este país -España, que no Cataluña u otros- acerca de cuales serían las medidas que ellos tomarían para salir de la crisis. Sin citar nombres, por la estricta e intrascendente cuestión de que son los mismos perros con distintos collares, ahí van algunas de sus mágicas y esclarecedoras respuestas para sacarnos del pozo: "Opino que hay que avanzar en un consenso amplio que permita tomar las medidas que nuestra economía necesita para detener el aumento del paro", "Hay que generar aumentos significativos y continuados en la productividad para así disminuir la vulnerabilidad ante la crisis", "Hay que aprovechar la oportunidad que supone la crisis para vencer las resistencias a reformar el marco externo de las empresas", " La tarea prioritaria es definir un programa comprensible y creíble que haga frente a nuestros desequilibrios y debilidades como el desempleo y un déficit público estructural", " Hay que transformar estructuras heredadas y vicios sociales recientemente adquiridos", "Urge crear unas condiciones suficientes para crear empleo", "Es necesario priorizar la reforma del sistema educativo, aunque su impacto sea a medio plazo", "Hay que reducir el nivel de endeudamiento del sistema y reordenar los mecanismos proveedores de financiación en la economía", "Hay que recuperar la unidad de mercado en todos los sectores y liberalizarlos", "Hay que potenciar las escuelas y universidades hasta darles el carácter de excelencia como en Estados Unidos", "Sería muy positivo un gran acuerdo entre Gobierno, fuerzas políticas, sindicatos y empresarios, para sentar unas bases sólidas que permitan sanear la economía", "Sería necesario establecer un nuevo contrato que facilite la creación de empleo y evite los temores que el empresario alberga", "Nuestro sistema educativo debe catalizar la transición a una economía basada en la aportación de conocimiento", "Debemos aspirar a convertirnos en polos de atracción de inversiones con alto contenido tecnológico", " Nuestros costos están por encima de la productividad. O reducimos costos o ambos. La corrupción, ligada a la recalificación de terrenos, deslegitimará el sistema. Sin ética, los países se colapsan".
Cada entrecomillado se corresponde con lo más sustancioso de la opinión de todos esos grandes empresarios. Ante tales propuestas, no es pues de extrañar que el Gobierno ande perdido y nosotros desahuciados. Ya lo he dicho, es el recurso criptográfico de un colectivo al que le han entrado los billetes a mansalva sin otras exigencias que las de abrir de par en par las cajas fuertes, y ahora que ha llegado el momento de pensar, ¡mira que sarta de obviedades y de gilipolleces!
La última de las opiniones mencionadas corresponde a Adolfo Domínguez, y aunque tampoco apunta el camino a seguir, sí que da de lleno en el clavo. Este país está colapsado porque, desde hace unos años, la ética -como el desodorante- nos ha abandonado, o dicho en términos tribales, ha sido echada a patadas. Ya es malo que la corrupción experimente una generalización geográfica y de índole oficial, pero el efecto añadido que produce la ligada a la recalificación de terrenos, deslegitima el sistema democrático en cuanto a sus más estrictas bases. Pero es curioso que no se hable de esto ni en los periódicos ni en los telediarios. Parece que los jueces y la sala solo sabemos de prevaricación, cohecho, malversación de fondos, financiación ilegal y evasiones de capital, y nos estamos olvidadando del verdadero cáncer que sufre la sociedad española en casi todos sus municipios: el incansable "choriceo" de la recalificación de terrenos para provecho de alcaldes, concejales, y en menor o mayor medida, también de algunos técnicos municipales. Se trata de la otra corrupción, la que permiten los planes PGOU y en cuyo sustento han apoyado muchos de aquellos sus posaderas para convertirse en ciudadanos multimillonarios por la gracia de Dios y de la "legalidad". ¿Quién no conoce a alguno de éstos en su esquilmado pueblo? Y encima duermen todas las noches tranquilos, sabiendo que el Torquemada de marras solo puede arremeter contra los tontos que dejaron secuelas de abusos de poder y trasnochados putiferios, agravados con una verbena de facturas falsas, por todos los rincones. La corrupción política es el último impuesto revolucionario que sufrimos todos los españoles y que, a la postre, encarece todo lo que toca. La burbuja esa de la que tanto se habla y que acaba de estallarnos en la cara dejándonos encueros de hocico para abajo, ha sido inflada fundamentalmente con el aire de los "recalificadores" y envuelta en la goma purpúrea de promotores solidarios a los que el reconfortante tufillo del cocido les hizo acudir como moscas. Y ya veis como lo estamos arreglando: los grandes empresarios filosofando con la panza llena sobre el vuelo de las moscas, los banqueros llorando la disminución de sus beneficios en vez de arder mortificados en la hoguera, el Gobierno y la oposición en su papel del pillo y el tonto, los sindicatos como siempre a la vera de su amo, los alcaldes "recalificando" en plena nocturnidad, y nosotros llorando con las lágrimas de todos ellos porque ya no nos quedan otras.
Lo de "el mundo está patas arriba" de Eduardo Galeano debía referirse al mundo de esta aciaga España que solo se nos muestra generosa, a los que somos del sur, con sus inagotables raciones de sol. Últimamente esa luz y ese calor son de las pocas cosas que me consuelan, sobretodo en esos días de nítido horizonte cuando desde mi terraza contemplo la silueta del Cabo de Gata y pienso en los años que lleva erguido entre pócimas de sal y ráfagas de desolado viento. Esa tierra yerma, ese augurio de desierto último, de agradecidas formas de recuerdo y realidad, espero que no se recalifiquen nunca. La vida es una tragedia global salpicada por momentos de ingenua felicidad.

jueves, 12 de noviembre de 2009

San Judas Tadeo.

El escritor catalán Eduardo Mendoza se quedó el otro día sorprendido al observar una cola inmensa de gente que pretendía entrar en una iglesia de Madrid. Para no ser menos, se dirigió a la puerta a ver si podía colarse y participar del reparto de presumibles indulgencias o de otras divinas prebendas. Al no conseguirlo, se acercó a la gente y les preguntó el motivo de la visita: "Es por San Judas Tadeo. Hoy es el día que se nos permite tocarle una pierna y pedirle un pequeño milagro", respondió uno de los devotos. El escritor se marchó satisfecho. Su reciente obra "Tres vidas de santos" le pareció entonces que había sido escrita en un momento oportuno.
Dicen que San Judas, no el Iscariote, sino el Tadeo, fue un santo olvidado por los fieles durante muchísimo tiempo, vamos, que nadie le pedía nada. Y él, claro, andaba indignado y balbuceaba continuamente "el día que se acuerden de mí, se van a enterar qué clase de santo soy". Y un día, alguién se acordó pidiéndole un imposible. San Judas frunció el ceño, pero finalmente, no se sabe si con algo de ayuda de su Patrón o no, concedió el milagro. La noticia corrió de aquí para allá y el santo logró salir, por fin, del armario.
Ahora resulta que San Judas es el santo más milagrero o milagroso de todos los del santoral, y de ahí la interminable cola en la iglesia de Madrid. Tal vez se esté preguntando ante la avalancha que por qué se le ocurriría arreglar a aquel pobre que se equivocó de santo y le pidió un imposible. Y tal vez se sintió también sorprendido ante la divina dimensión de su poder y desde entonces no ha tenido otro remedio que atender con displicencia y piadosa responsabilidad a todos sus devotos, incluso a aquellos que no lo merecían o simplemente le suplicaban que les tocase el gordo de navidad. Menos mal que ha tenido un cierto sentido de organización política al poner tan solo un día del año para que los fieles puedan tocarle la pierna y expresar sus deseos. Los santos también necesitan tiempo para archivar, procesar y darle curso a todas las peticiones, especialmente San Judas Tadeo que está cargado de trabajo por conceder lo que otros no han sido capaces de convenir.
Pues bien, yo que casi nunca voy a Madrid y que de Eduardo Mendoza solo tengo el libro "El asombroso viaje de Pomponio Flato" en mi estantería, no quiero ser menos curioso que el escritor ni menos suplicante que todos esos pacientes fieles de la fila, y así, desde aquí, desde mi desgastado sillón rojo frente al ordenador, desde las largas horas robadas a la noche, desde el filo de una soledad que corta como el de un cuchillo, y desde ese deseado amanecer que no acaba de asomar algo de luz por ningún sitio, voy a pedirle algo yo también al santo. No es un imposible ni el gordo más gordo de esta navidad ya en ciernes, pero si tiene a bien concederlo, será el milagro más grande que nunca haya concedido. También lo relativo tiene parte en esto de la santidad.
Como todas las súplicas, esta mía ha de ser también secreta y por eso no la voy a decir aquí. Pero, a cambio, me voy a comprometer a confesar en este mismo espacio la gracia alcanzada si el santo tiene a bién su concesión, el mismo día en que se cumpla el milagro. Sin embargo, si éste no llega a ocurrir, seré razonablemente comprensivo con San Judas, por el mucho trabajo acumulado y porque debe haber millones que merezcan su atención bastante más que yo.
Gracias San Judas, llamado el Tadeo, el rey de los milagros imposibles y de la paciencia infinita, por conceder o no conceder lo que acabo de pedirte. Gracias.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Las mujeres follan por histocompatibilidad.


Sí, eso mismo es lo que acabo de leer en el "Magazine" del periódico El Mundo. Es decir, detectan en el olor del hombre una serie de elementos esenciales que son determinantes para el emparejamiento porque revelan que, genéticamente, ese macho es compatible para ovular. Es la opinión que vierten los sicólogos Cindy Meston y David Buss en su libro "Por qué las mujeres tienen sexo". La autora del artículo -Silvia Grijalba- mezcla sus opiniones al respecto con las de algunos afamados sexólogos y las del biólogo evolucionista Ambrosio García Leal, con lo que no podemos obviar la intención de dotar al escrito de ciertos tintes de "profesionalidad".
Pero, ¡claro! con las cosas de comer y con los asuntos de follar -perdón por ser tan explícito- no se juega, y los expertos, ante tamaña y caliente complejidad, se pierden en la nube evanescente de sus propias divagaciones. Se trata de indagar en las verdaderas intenciones que mueven a las mujeres para echar una buena siesta en compañía de... y sin llegar a dormirse. Más allá de los asuntos antropológicos y de nuestros afortunados instintos animales, me temo que no hay que buscar las razones en enrevesados laberintos, aunque sí que resulta bastante sospechoso que Meston y Buss hayan basado su estudio exclusivamente en el género femenino. Los machos de la prole debemos ser una rutina al uso que hace ya muchísimo tiempo se despojó de toda máscara de complejidad. Debe ser, porque como he leído en otro artículo, "los hombres no sabemos enfrentarnos a los problemas" y por eso mismo nuestras razones para follar constituyen una simpleza en sí mismas. Confieso, ahora que no hay nadie tras la puerta, que muchas veces es exactamente así, pero ¿por qué queremos dotar a las mujeres de la condición que convierte un excitante abrirse de piernas en un asunto cabalístico? Así nos va, a los unos y a las otras.
Se dice que todavía hay mujeres que usan el sexo no como un fin, sino como un medio, y que muchas mujeres dan sexo a cambio de asuntos como tener una estabilidad económica o un estatus social. La verdad es que putas y putos siempre los hubo y los habrá, pero los sicológos mencionados siguen haciendo incapié en que el insconciente de la hembra humana se mueve en un cierto arraigo con las normas de la edad de piedra. ¿Y nosotros, los machos humanos, no?
García Leal comenta que "los humanos somos la única especie cuyas hembras tienen la menopausia" y con ello intenta justificar la infidelidad de los hombres que buscan a mujeres más jóvenes huyendo de la "atrofia" de fertilidad de sus parejas cuando rondan los cincuenta años. ¿Y las mujeres, no gozan también de episodios de infidelidad, a pesar de que sus parejas no presenten otras menopausias que las referidas al cerebro? Yo creo que estas cosas no hay que estudiarlas en grandes manuales de sexo y comportamiento tribal. Tan solo hay que preguntarle a la cuñada, a la vecina del quinto, a la que luce palmito en el bar de la esquina, o a tu propia hija adolescente -el que la tenga-. Quizás entonces nos daremos cuenta de que no somos tan distintos. Sin embargo Meston y Buss siguen echando leña al fuego al afirmar que "las mujeres utilizan el sexo de distintas formas, desde para atraer a un hombre e involucrarlo en una relación, hasta para hacer que siga con ellas y le sea fiel, o por el contrario pasar de él y hacer que se ponga celoso".
Volviendo a lo de la histocompatibilidad, García Leal afirma que, hasta cierto punto, el olor del otro advierte sobre el estado de la salud y de la posesión de unos genes idóneos para tener una descendencia sin taras, y concluye diciendo que es también a través de esa sutil captación de vientos -por decirlo en lenguaje cinegético- por donde "los humanos nos guiamos para preferir a una pareja lo menos emparentada posible con nuestra familia para maximizar la variedad genética". Demasiado refinamiento, diría yo, para advertir que la jodienda no tiene enmienda. Es como si aún arrastráramos el estigma de lo pecaminoso buscando la justificación del acto en absurdos procesos que han sido capaces de establecer un pacto entre la fisiología y el espíritu para darse un baño de satisfacción. La cultura, para algunos sexólogos, es el elemento moderador por excelencia en toda relación sexual, pero la sexóloga Valerie Tasso parece tener los pies más en el suelo cuando afirma que"Me parece ridícula la vieja confrontación entre si el sexo es algo biológico o algo cultural".
Para concluir con la cascada de opiniones "profesionales" del artículo, y siguiendo esa línea de las razones puramente "cienciológicas" del panorama sexual, me inscribo más con las de Mario Luna, fundador de la Escuela de Seducción Científica, cuando dice" la fantasía reina de la mujer es encontrar a su LDT (Líder de la Tribu) o Príncipe Enamorado, alguién que desde el punto de vista evolutivo podría ofrecer a sus genes las mayores probabilidades de replicación y supervivencia en ésta y generaciones venideras. Dicho Príncipe Azul contaría con la mejor dotación genética, una posición ventajosa y la clara voluntad de asistir, proteger y compartir sus recursos con la mujer de la que está enamorado". Sí, para muchas mujeres, esa podría ser una buena carta de presentación; de hecho, casi todos los hombres conocemos a algunas de éstas, las buscadoras de un Príncipe Azul que ostenta una posición ventajosa, asiste, proteje, saca la basura, y da brillo y esplendor -como el lema de la Real Academia- aunque no resulte demasiado agraciado en sus argumentos físicos.
Pero la realidad es la que es y las vendas en los ojos tan solo sirven, a veces, para llenar páginas en las revistas. Ni el deseo sexual de las mujeres obedece a insospechadas razones de la ultratumba biológica, ni el de los hombres radica en una vastedad que nos ha convertido en la "gran generalización".
Hace ya muchos años, en mi pueblo, Albanchez, se formó un revuelo a las puertas de la casa de una bella moza. Resulta que se había fugado con un hombre bastante mayor que ella. Cuando llegó el alcalde y preguntó qué había pasado, una mujer se acercó y le susurró al oído "Nada, señor alcalde. Solo ha sido fuego...¡fuego braguetorum!". Y el alcalde enseguida lo comprendió.
Y no hay otras razones para bajarse las calzas en un momento dado, el fuego irrumpe desde el mismo centro de la Tierra y ya no hay quién lo pare ni existe más cosa a su alrededor. Los análisis olfativos, en todo caso, vendrán después, como meros asuntos secundarios que miran timidamente al futuro. Pero lo esencial es lo esencial. ¿Acaso no lo intuyó ya el gran Quevedo?:

Estaba una fregona por Enero
metida hasta los muslos en el río,
lavando paños, con tal aire y brío
que mil necios traía al retortero.

Un cierto conde, alegre y pacentero,
le preguntó con gracia: "Tenéis frío".
Respondió la fregona: "Señor mío,
siempre llevo conmigo yo un brasero".

El conde que era astuto y supo donde,
le dijo, haciendo rueda como un pavo,
que le encendiese un cirio que traía;

y dijo entonces la fregona al conde,
alzándose las faldas hata el rabo:
"Pues sople este tizón vueseñoría".

viernes, 6 de noviembre de 2009

Corrupción y Termodinámica.

Todo, menos lo que ya sabemos, goza de una razonable explicación. El Segundo Principio de la Termodinámica es el padre de todos los principios de la Ciencia. Una de sus innumerables definiciones dice así: "La cantidad de entropía de cualquier sistema aislado termodinámicamente tiende a incrementarse con el tiempo". La entropía, por otra parte, obedece a conceptos como " Tendencia natural a la pérdida del orden" o "Grado de desorden que poseen las moléculas de un cuerpo". El físico y novelista inglés C. P. Snow (1905-1980) decía que "desconocer la Segunda Ley de la Termodinámica es como no haber leído nunca una obra de Shakespeare". Pero ha sido su compatriota el químico Peter Atkins quién más ha contribuído a que los ciudadanos de a pie nos acerquemos a la comprensión de ese "algo caótico" Principio, diciendo que la idea de que el mundo tiende a ir peor, que sucumbe sin propósito alguno a la corrupción -referida a la calidad de la energía-, es la gran idea encarnada en el Segundo Principio de la Termodinámica. En definitiva, unos y otros expertos nos desvelan cómo el Universo se degrada imparablemente a medida que la energía y la materia se expanden de forma desordenada.
Pues bien, si con algo de humana imaginación llamamos energía a los hombres y mujeres que manejan destinos y recursos de otros hombres y mujeres, y materia, a las ansias desmedidas de enriquecimiento monetario de los primeros, deberemos concluir que el Segundo Principio de la Termodinámica está razonablemente entroncado con la corrupción actual en un sistema sin tapujos e ilustrado que acierta a llamarse España. Y no le demos más vueltas. La corrupcion generalizada e insufrible que se expande como un gas fétido desde A Coruña hasta Almería y desde el Golfo de Cádiz hasta el Cabo de Creus, no es otra cosa que la "inocente" consecuencia del más famoso Principio de la Física. Ahora ya lo vamos entendiendo, hasta tal punto que deberíamos -una vez tomada la suficiente conciencia- sentirnos solidarios. Solidarios con la desordenada expansión de materia y energía a cuyas formas de chaqueta y sonrisa o entallados vestidos de Vittorio y Lucchino no les importan los fondos.
Tampoco resulta muy dificil entender que el proceso, la corrupción, haya ido en aumento. ¡Naturalmente! Es la tendencia del Universo, la tendencia natural a la pérdida del orden, o dicho en términos de información "el grado de incertidumbre que existe sobre un conjunto de datos", lo cual nos conduce de inmediato a comprender y/o justificar, que una reparación pueda costar cinco, quince o cincuenta veces más de lo recomendable, o que unas partidas destinadas a unas cosas se dediquen a sus contrarias, o que 100 más 100 no sean doscientos sino dos por las pérdidas energéticas experimentadas en el proceso de transferencia.
Volviendo al molesto concepto de entropía, ésta aumenta inexorablemente al eliminar las restricciones de un sistema que en su origen gozaba de un orden previo establecido. Por tanto, también resulta fácil preveer que dejando a un lado las restricciones que se derivan del sentido de la responsabilidad, la dignidad, la honestidad, la eficacia, el sacrificio, la vocación de servicio, el respeto a otras fuentes de energía y el sentimiento de culpabilidad, el sistema alcance valores extraordinarios de incremento entre la entropía inicial y final -que así es como se mide- y, en consecuencia, se llegue a determinados niveles de degradación, es decir, de ir a peor en la estructura de un proceso absolutamente irreversible -como todos los procesos de la naturaleza- que a la postre viene a refrendar, con todo su corrupto esplendor, el Segundo Principio de la Termodinámica.
¡Gracias corruptos de todos los Gobiernos, Organismos y Ayuntamientos de España por haberme hecho comprender, por fin, tan enrevesado y, sin embargo, gráfico Principio!

martes, 3 de noviembre de 2009

Una historia en veinte palabras.


Cogió un guijarro y lo lanzó hacia el cielo. Ser un grito es una indecencia que las piedras no entienden.

viernes, 30 de octubre de 2009

Sin pelos en la lengua.

Doscientos euros son exactamente 33.276 pesetas de aquellas que nos hacían algo más felices que estos euros de ahora. Son también exactamente las que entran en mis bolsillos después de dedicarles 16 horas completas a enseñarles matemáticas sobre una mesa de otros doscientos euros a dos chicos de 4º de ESO. La tarea lleva consigo otras 6 o 7 horas de preparación. La luz, el aire acondicionado y la hipoteca del recinto también se carga a mis espaldas. Entre las explicaciones, he de hacer también de padre, de amigo, de enemigo y hasta de inquisidor. A veces me dan repentinos dolores de cabeza y se me seca la boca. Otras sufro preocupantes ataques de descoordinación, stress, y una carga insufrible de responsabilidad. En otras ocasiones, sus preguntas me dejan en evidencia y comienzan a sudarme las manos y a faltarme el aire. El dia que me dicen que han suspendido el examen quincenal se me pone cara de gilipollas y no sé qué decir. Cuando alguno de los padres sé que va a venir a verme, estoy todo el día preparando el discurso, y tan solo soy feliz cuando me hacen tres ejercicios seguidos sin haberse equivocado. A pesar de todo ello, el dinero suelen traerlo diez o quince días después de haberles dado el recibo. Finalmente, cuando recala en mis bolsillos el preciado capital, la relación entre el esfuerzo y el fruto me parece tan ridícula que apenas si tardo dos o tres días en gastarlo. Y entonces a esperar al mes siguiente.
Pero doscientos euros, es decir 33.276 pesetas, son también los que se embolsa un traumatólogo del Paseo de Almería, de cuyo nombre sí quiero acordarme, tras recibir en su consulta a una paciente y su acompañante -también antigua paciente-, mirar a la luz una radiografía y recomendar que continúe con el tratamiento anterior. La acompañante aprovecha para hacerle un comentario sobre el estado en que se encuentra. El galeno se le acerca y mirándole una pierna le aconseja unos masajes. Tras doce minutos entre la vista y el consejo, ambas, la paciente y su acompañante, abandonan el despacho. La primera se dirije a la enfermera para pagarle el servicio y ésta, muy mona ella, manejando los tiempos y levantando la barbilla, contesta: "Son cien euros cada una porque el doctor ha visto a las dos". La paciente aguanta la risa y la mala leche y saca el billete, en tanto que la acompañante hurga en su bolso con mano temblorosa y bochorno ajeno, rebusca, y finalmente logra juntar los cien euros entre billetes de diez y de veinte. La enfermera coge unos y otros con urgencia y les da las buenas tardes y la espalda a un mismo tiempo.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado. Ahora resulta algo menos dificil comprender porqué hay gente que se muere de hambre y otros de risa. Mientras tanto, en ese escenario intermedio, el Gobierno lleva lustros lavándose las manos.
Cuando yo estudiaba en Granada, la Facultad de Ciencias se encontraba a menos de un kilómetro de la de Medicina. Nunca fui capaz de imaginar que una distancia tan corta llegase a hacerse tan larga por el efecto del tiempo y de la sinvergonzonería de estos individuos con bata blanca y cara de dólar.

jueves, 29 de octubre de 2009

La vida descomplicada.

"Nosotros hombres modernos, nos conocemos hasta la naúsea y somos incapaces de darnos una sorpresa". Félix de Azúa en "Diario de un hombre humillado".
Como anuncia en su primer día el protagonista de esa novela, yo también estoy muerto de banalidad. Lo trivial, lo común, lo insustancial, esas esencias carentes de perfume con que define el diccionario el término banalidad se han instalado poco a poco en nuestras vidas formando el regazo donde se recuesta orgullosa la modernidad. La vida desmoronada y descomplicada -como la Gramática de Grijelmo- se acomoda a una realidad que se refleja constantemente en el espejo del mundo y transcurre sin que nadie se atreva a dar un paso adelante para evitar el desastre y hacer que el trayecto se convierta en algo más que una muerte anunciada.
Vivimos en una era ideológica donde la trivialidad y el aburrimiento de la conciencia caminan de la mano de las ausencias, las ausencias de todo aquello que históricamente nos ha ayudado a mantenernos en pie: las emociones, la calma, el deseo y el uso desnudo de la palabra que vincula y no confunde o enmascara.
El tedio mata, la inacción destruye y la falta de espectativas nos devuelve a un primitivismo animal del que quizás no debieramos haber escapado nunca. ¿A qué ridículos códigos hemos supeditado nuestras jerarquías? ¿Al del tic-tac que solo computa el paso de las horas?Ahora parece que soliviantarse no resulta demasiado correcto, tal vez por estricto mandato de una corrección política que nos recuerda una y otra vez la condición de colectivo aborregado, esa "parvá" de atropellados humanos que intentan pasar sin daños por el aro de los autoproclamados salvadores de todo tipo de patrias.
Cuando yo era niño, las cosas andaban de otra manera. Se celebraban los santos a golpe de cajas de cruzcampo y tartas de hojaldre, los bares colgaban el cartel de "no hay espacio" a partir de las dos de la tarde y los domingos atestaban las collas familiares los restaurantes de los pueblos donde sabían hacer unas buenas gachas o un choto rejumbreante camuflado por un buen ajillo. La noche de los sábados enzarzaba a los amigos en un alternado turno de disputa gastronómica, cualquier motivo era bueno para compartir con los demás la cara gorda del jamón y darle un buen tiento a la arroba de vino, los Reyes Magos llegaban de verdad por la chimenea en esbeltos camellos que casi siempre se quedaban atrancados, y en la Navidad ninguna casa carecía de una botella de anís del mono.
Ahora, casi nada está en su sitio. Han crecido los televisores y ha menguado preocupantemente la ilusión. Es muy fácil comprobarlo. Llamad a un puñado de amigos o familiares y planteadles uno de aquellos viajes de antaño a la tasca de la esquina o al pueblo del choto en ajillo para el fin de semana siguiente. Todos declinarán. Unos en el acto, otros después. Unos con falsas excusas, otros con enrevesados y absurdos argumentos. Algunos ni siquiera sabrán qué decir. Finalmente, en casi todos los casos, ninguno de ellos sabrá explicar la razón de su negativa. Así que cuando llegue la hora del evento, cada uno seguirá en su triste mundo, contando ovejitas, leyendo el periódico o aguantando con cara de imbécil al contrario una vez más.
Como dice Félix de Azúa, ya no nos damos una sorpresa ni a nosotros mismos. ¿Cómo vamos a ser capaces de dársela a los demás? ¡A ese perro con ese hueso! Como sabemos de que pié cojeamos vamos a ver si nos jodemos también el otro. Por eso hurgamos en vez de restablecer, y por eso preguntamos cuando habríamos de callar. En esos cienos andamos, mirando con recelo al que está un paso más arriba y poniendo cara de pena ante los hundidos para salvar por los pelos lo que pueda quedar de dignidad. Mientras tanto, ¿qué es lo que nos importa realmente? ¿Acaso somos ahora más felices por estar localizables en todo momento? El progreso nos ha tendido una trampa: nos ha posicionado con precisión en el espacio y nos ha colmado al mismo tiempo de insatisfacción. Pero seguimos sin darnos una sorpresa porque el norte, nuestro norte, la polar si miramos al cielo, se ha difuminado en medio de una niebla que lleva ya algún tiempo proclamando el triunfo de lo común, lo insustancial, la vida insulsa que acaba ahogándonos en banalidad y haciéndonos viejos antes de lo merecido.
Pienso mucho en todo esto al ver en qué empleamos nuestro tiempo y a qué momentos le damos más importancia. La nostalgia reivindicativa viene a agravar el asunto. Es absurdo pensar aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero ahora estamos maniatados. ¡Cuánto nos cuesta decidir, o quedar para el domingo, o abrir una botella de vino y poner un plato de jamón sobre la mesa para aquellos que no son siempre los mismos! Y así nos va y nos vemos, como esperpentos velando las armas de lo cotidiano mientras transcurren los días cargados de ausencias, vacíos, sin repuntes en lo trascendente, sin ahondar en la conversación, sin sorpresas.
Cada vez somos más ficción y menos realidad. Los invitados a la mansión de los Nóbile en "El angel exterminador" de Buñuel, parecen habernos indicado el camino. Se reunieron con todas sus galas para cenar y charlar, y luego ninguno sabía salir de la casa. Su endiosamiento y la estupidez los condenó. Una catástrofe entre el revuelo de collares de perlas y pajaritas con el mismo resultado al del naufragio de "La balsa de la medusa" de Gericault en cuya tétrica imagen parece que se inspiró el cineasta.
La lucha contra un impedimento desconocido y azaroso se nos está haciendo más penosa que subir al Everest. Pero todo sigue estando ahí, al alcance de la mano. ¡Démonos una sorpresa, por favor!

jueves, 22 de octubre de 2009

Clones del siglo XXI



La responsable del centro escolar busca en sus archivos un número de teléfono y efectúa la llamada.
- ¡Diga! -contesta con brusquedad una voz masculina.
- Buenas tardes, ¿es usted el padre de Iván Rubiños López?
- Sí, soy yo. ¿Qué es lo que pasa?
- Verá, soy la directora del Instituto. Le llamo para decirle que hemos cogido a su hijo fumando a escondidas en un rincón del patio y...
- ¡Joder! Me creía que le había pasado algo...
- No, no, pero ya sabe usted que está terminantemente prohibido fumar en el colegio y por eso he querido comunicárselo porque...
- Pero vamos a ver, ¿ha matao a alguién?
- Perdone, pero no sé si está teniendo en cuenta que su hijo tiene diez años.
- ¡Cómo no lo voy a saber que soy su padre! Cosas de chiquillos...
- Sí, tiene usted razón, cosas de chiquillos...Buenas tardes caballero.


No, no es una de aquellas inolvidables historias de Zipi y Zape, y ni siquiera forma parte del guión de la última película de Pepe Viñuela. Tampoco es un texto ilustrativo orientado a los alumnos universitarios de análisis del comportamiento emocional. Es la historia real de un padre, de un hijo, y de la educadora del colegio, en una tarde de Octubre del año de Nuestro Señor de 2009, en la muy noble, leal y marinera ciudad de Adra, la antiquísima Abdera fundada por los cartagineses y en cuyas primeras monedas aparecía la cabeza del dios Hércules en el anverso y un atún en el reverso, o viceversa.

Mucho ha llovido desde entonces a juzgar por las escatológicas inundaciones de algunas mentes, pero el paisaje apenas ha cambiado. El tiempo cronológico, ese vientecillo mareante del este y del oeste que nos hace aparecer y desaparecer como hojas muertas que van de aquí para allá, nos juega malas pasadas y, a veces, llega a ser irreverente con el cómputo. Tanto es así, que volviendo a la escatología, en el siglo X a.C. en la ciudad de Mojensho Daro, a orillas del Indo, todas las casas estaban provistas de retrete. Veintisiete siglos más tarde, en todo el Palacio de Versalles no había ni uno. Hoy, con la educación de padres a hijos y sus derivadas jerarquías, el tiempo parece haber avanzado a golpe de volteretas y no de años. Y claro está, algunos, entre las cabriolas, no saben si están para arriba o para abajo en una era en la que esa posición no parece tener demasiada importancia mientras queden fuerzas para gritarle al vecino y propinarle patadas en los cojones al resto de la humanidad.

Imagino, no obstante, que el padre de Iván "el terrible", el abderitano que jamás oyó hablar de atunes y de Hércules pasando de mano en mano a la vera de su casa, estaba pensando, cuando lo llamó la profesora, en esa frase de Khalil Gibran: "Protegedme de la sabiduría que no llora, de la filosofía que no ríe y de la grandeza que no se inclina ante los niños". Grande, muy grande, ha de ser para ese padre un niño de diez años que se fuma las clases fumándose un cigarro, mientras piensa en las historias del mañana. Un héroe de humo cuyas volutas circunscriben ya horizontes de vehemencia y desacato alrededor de su cabeza, alentado, como el caballo de Atila, para trotar sobre los sesos de todo el que se ponga por delante.

Progenitores somos todos. Unos de hijos, otros de cuentos, y otros de soledad. Pero el de Adra no está solo. Su fiel vástago, acurrucado bajo la ventana inútil de la clase, se pertrecha de una ristra de explosivos amarrada a la cintura, al tiempo que la sombra alargada de su padre le indica el camino a seguir. Y en esos regazos también se escribe el futuro, un futuro con serios e inquietantes tintes de presente.

Entre tantos locos, habrá que hacerse el loco, o regresar a las selvas, o matar al mensajero...nuevamente. Y es que los monos, como decía Nietszche, son demasiado buenos para que nosotros descendamos de ellos.

viernes, 16 de octubre de 2009

La felicidad del tonto

¡Recojones! No puedo salir de mi asombro. Debe ser el espejismo tardío de los eternos aspirantes a las mieles del prójimo, sobretodo si éste pertenece a la saga de los untados por la fama mediática que otorga el poder político. Por primera vez en mi vida ¡soy rico! Sí, rico por la gracia oportuna de un referente que se ha cruzado prodigiosamente en el camino, por el arrebato de un ataque repentino de exhibicionismo y honestidad, y por el digno atrevimiento de unos seres encapsulados en una burbuja de colorista y aparente transparencia que atina a llamarse Gobierno de la nación. Sus miembros se han desnudado enseñando sus púdicos y ridículos atributos, y yo, al ver la foto, no he podido dejar de exclamar ¡pero si la tengo mucho más grande que ellos!
Confieso que esa confesión me ha sacado del letargo y, correlativamente, también de la pesadumbre. Ahora resulta que de la noche a la mañana soy rico sin haberlo sabido antes, a pesar de que la única primitiva acertada de mi vida fue un desembarco muy lejos de las playas de Normandía.
Haciendo recuento en medio de esa nocturnidad que tanto aman los avaros, me he dado cuenta de que mi patrimonio es superior, en bastante, al de personajes tan emblemáticos y decisorios como el Presidente de la nación o el de su vicepresidente III Conde Duque Chávez de casi todos los andaluces. Y también de algunos más. Resulta, cuando menos, razonablemente increíble porque en España casi todo es posible, incluso hasta este tipo de representaciones de "cristobicas" enseñando sus paupérrimos fardos. Es lo que nos faltaba para morir con una sonrisa en los labios a pesar de la inanición.
Sí, que todo el mundo se entere: yo, un paria atiforrado de anonimato y vagabundo burgués venido a menos, resulta que tengo mucho más patrimonio, entre bienes inmuebles y bienes a secas, que Zapatero y, no digamos ya, que Manolo Chávez. Pero es que hasta en el pasivo -ese término incómodo que dicen ser sinónimo de gandulería- también los dejo a la altura del betún. Y yo sin saberlo como aquella chacha con los rulos que al abrir la puerta se encontró a Rock Hudson. Confieso nuevamente que la noticia me ha hecho feliz, no sé por cuanto tiempo pero feliz al fin y al cabo. Ahora ya me siento alguien y supongo que lograré dormir sin sobresaltos, y los amaneceres serán rosados cantos de sirena, y el paso de las horas transcurrirá de feliz en feliz augurio, y cada vez que llegue a la gasolinera llenaré el tanque hasta la boca, y en el restaurante, en vez de atiborrarme de tapas lo haré de sabrosas gambas vuelta y vuelta, y a mis hijos en vez de darle el regalo un mes después de cada cumpleaños les adelantaré los de los tres siguientes, y a mi madre, en vez de rapiñarle las vueltas de la compra, le meteré un billete en medio de sus botes de medicinas, y en el supermercado, en vez de fijarme en los artículos de una cifra y una coma, lo haré tan solo en los que están encerrados en una urna de cristal, y cuando suene el teléfono, en vez de temblar pensando en el asesor o en el banco o en el cobrador del ayuntamiento, contestaré ufano levantando orgullosamente la barbilla, y, finalmente, cuando apague la luz rezaré para que Dios me conserve el único patrimonio de los cuatro pelos que me quedan en la cabeza y no otros como venía siendo habitual en todas mis súplicas.
¡Gracias, queridos miembros del Gobierno! Por vuestra generosidad, por vuestra inequívoca muestra de honestidad, por vuestra confesión de sufridos humanos que velan de día y de noche las armas y las almas del pueblo sin que en ningún momento se os haya pasado por la cabeza la más mínima intención de enriquecimiento, por mostrar vuestra malpagado e ingrato oficio, y a ti especialmente, querido Chávez, por ser el más honesto de todos ellos y lastimosamente también el más pobre. Se me ocurre ahora preguntarte ¿qué has estado haciendo durante los casi 20 años como altísimo mandatario de la nación cortijera andaluza? Permíteme, sin embargo, que te diga que debes ser el más gilipollas de todos: con lo cerca que está Marruecos para haber llevado a cabo insospechadas siembras anuales, y con el montón de familiares, allegados y ahijados en quienes podías haberte apoyado para crear pequeños y anónimos reinos de taifas. Pero bueno, tú te lo has perdido, y el resto de tus compañeros de batalla también. Al menos siéntete feliz con la felicidad que yo y una gran mayoría de españoles sentimos ahora, aunque sea una felicidad entroncada con nuestra propia idiosincrasia, la idiosincrasia génica de nuestra ingenua raza ibérica por excelencia, ¡la felicidad del tonto!
¡Qué bien habéis quedado!

miércoles, 14 de octubre de 2009

Ágora


Amenábar da un paso más adelante... ¿o tal vez hacia uno de sus lados? Ágora llega con estrépito, enfundada en la piel de un director que debe andar preguntándose cómo ha llegado hasta aquí, y sostenida sobre unos personajes cuyas tallas en la Historia y en la representación muestran -como muchos sistemas planetarios- un cierto desacoplamiento. La película no me ha dejado ni frío ni caliente por decirlo en términos relativos a la temperatura emocional. Mis sentimientos tras el pase de la cinta discurren sobre la línea planal a la que ella misma se acoge con el paso de los minutos. Parece ser que esa carencia de repuntes emocionales y de ritmo es una de las características de las películas de Amenábar y que, además, su propia y reconocida maestría parece pasar conscientemente por alto. Su condición de genio cinematográfico en ciernes no la voy a discutir, pero para llegar hasta la lámpara maravillosa hay que salvar algunos escollos. En Ágora, su hijo más querido y pretencioso, han saltado irreverentes, como piedras puntiagudas, los escollos en medio de un camino que compadrea con la Historia buscando esos artificios que los hombres de ayer y de hoy sabemos que conducen hasta el triunfo por el sendero más corto. Amenábar ha caído en su propia trampa, la de los genios en ciernes, la de las prisas por impresionar hoy mejor que mañana y adelantarse, en definitiva, a conseguir determinados abanderamientos al exhibir machacona y obsesivamente en la pantalla la denuncia del fundamentalismo cristiano del siglo IV. Una vez hecha la foto, se superpone sobre la realidad del fanatismo del siglo XXI, y así, como en un prodigio, se consigue resaltar la condición ridícula del tiempo a nuestros ojos.
Son muchos los mensajes que podemos extraer de la historia de Hypatia y su tumultuosa Alejandría cuando ésta se bastaba a sí misma para iluminar al resto del mundo, pero quién desee conocerla a fondo ha de acudir a una biblioteca antes que al cine. Amenábar ha abusado de un enfoque doctrinal que sacrifica nada menos que la emoción, aunque el personaje conciliador y bondadoso de Hipatia acabe salvando los muebles y el desastre de aquellos otros que se mueven junto a ella. La película es esencialmente ideológica a pesar de sus artificios cinematográficos y de una puesta en escena que deja fuera de toda sospecha a la rancia y tradicional mediocridad de la cinematografía española. Desde ese punto de vista, su director "promete", pero los galardones habrá de recogerlos en próximas entregas.
Sin embargo, no le han temblado los pies al meterlos en esas charcas, unos lodos con escasas fuentes de documentación que él ha manejado a su antojo siguiendo, presumiblemente, las directrices legítimas de su propia ideología, pero olvidando, como ya hemos dicho, la pasión de unos personajes y de su tiempo capaces de abocar al espectador a una creciente e irresistible conmoción como suelen conseguir las grandes obras del cine. En esa línea, Ágora carece de estructura narrativa, los diálogos parecen quedarse a medio camino, y a los jóvenes actores que rodean a Hipatia les pesan demasiado las túnicas. Es una película de ideas donde la voluntad germinadora de su director acaba produciendo una desestructuración. La escena del barco navegando plácidamente por unas aguas mansas con Hipatia y su enamorado Orestes tan solo a bordo corrobora tal desengranaje. Ni viene a cuento ni en aquellos tiempos se salía a dar una vuelta de marinero placer como pueden hacer hoy cualquier pareja de amantes. El abuso de la música, presente durante toda la cinta es algo, cuando menos, peculiar, que acaba robando emoción a esos otros momentos en los que aquella ha de sublimar la escena.
En resumen, Amenábar ha apuntado alto pero el tiro se ha quedado algo corto. La ejemplarizante y conmovedora historia de Hipatia, la magnificencia arquitectónica y cultural de Alejandría en el siglo IV, la convivencia de culturas y religiones entre sus muros a pesar de parabolanos, sospechosos obispos y decadentes prefectos romanos, y la presencia en sus calles de matemáticos, filósofos y astrónomos paseando junto a la biblioteca más importante de la humanidad, podrían haber dado para mucho más. Alejandro Amenábar ha perdido una oportunidad, una excelente oportunidad. Su talento, no obstante, cuando logre escapar de ciertos adoctrinamientos y agarrarse a la emoción de las cosas cotidianas, logrará erigirle en el genio que sin duda lleva dentro.

jueves, 1 de octubre de 2009

La herencia.


Un anciano reunió a sus cuatro hijos para repartirles sus bienes. Cuando estaban todos juntos, el anciano, sentado junto a un arca donde guardaba todas sus riquezas, se dirigió al mayor:
- Felipe, hijo mío, antes de proceder a repartiros la herencia he de hacerte una pregunta. ¿Si te lo diese todo a tí, cómo cuidarías de tu nuevo patrimonio?
- ¡Oh, padre! ¡Qué gran generosidad la tuya! Buscaría primero alguién en quién confiar, alguién de sobra conocido por mí en sus intenciones y en su fidelidad para que me ayudase en la salvaguarda de ese tesoro, me diese sabios consejos y se convirtiese en el guardián del arca en mis momentos de ausencia. A partir de ahí, crearía una gran empresa con empleados de nuestra propia ideología y los pondría a trabajar catorce horas al día para que tuviesen poco tiempo para pensar. Después les recordaría tres veces a la semana el peligro y la maldad de los otros, los de fuera, y les instaría a sembrar la desconfianza entre todos ellos y de paso a arrebatarles todo lo que fuera menester para que nuestra empresa fuese más grande cada día.
- ¿Y tú, Jose María, hijo mío, como cuidarías del arca si te la diese a tí?
- Padre, tu sabiduría y magnanimidad te honran. Nunca puse en duda tus sabias decisiones. Yo no haría nada de lo que ha dicho Felipe. En vez de buscar un amigo fiel, que esos siempre acaban traicionándote, buscaría al hombre más poderoso de la Tierra y le confiaría el secreto del arca. Él nunca tendría necesidad de esos bienes y siempre estaría dispuesto a protegerme a mí y a los míos. Después le ocultaría al pueblo la existencia del arca e invitaría a mi casa de vez en cuando a los ricos, e insinuándoles esa enorme riqueza, haría ventajosos negocios con ellos para ver crecer continuamente tu generosa herencia.
- Mariano, ¿cómo cuidarías tu del arca si te la diese a tí?
- Padre, estoy tan emocionado que no sé si voy a ser capaz de explicarme bien. Lo que tengo más claro es que no haría nada parecido a lo que han dicho Felipe y Jose María. Es decir, haría todo lo contrario. A ver si me explico, padre. Quiero decir que haría todo lo que fuese menester. O sea, no confiaría ni en el mejor amigo ni en el hombre más poderoso de la Tierra. Iría a Fresnedilla dos Ouros y allí le pediría consejo a la abuela. Tú sabes padre, lo bien que hace las migas con grelos y vieiras y los muchos años de batallas que arrastra a las espaldas. Después esperaría pacientemente a que cayeran por sí mismos todos los enemigos, como caen las brevas maduras de la higuera, y a continuación ya no tendría nada que temer, nuestro patrimonio seguiría intacto toda la vida.
- ¿Y tú Jose Luis, el menor de todos mis hijos, cómo cuidarías de esa riqueza si finalmente te la dejase a tí?
-Padre, ya veo que el sentido común, la transigencia y tu enorme honestidad, jamás te han abandonado. Correspondiendo a tu generosa propuesta, he de decirte que respetando a Felipe, en quién siempre me he fijado por ser mi hermano mayor, los tiempos cambian y eso me ha enseñado a ir con las nuevas aguas. Así que yo apartaría de mi lado a todos los viejos y nuevos amigos, confiaría tan solo en mí mismo, porque eso es lo que me dice el espejo y mi mujer cuando me desnudo ante ellos, y utilizaría los bienes del arca para comprar el resto de las riquezas del mundo y así conseguir que nadie pudiera ser más rico, poderoso, inteligente y mesiánico que yo. Para ello, utilizaré a todos los mendigos, los tontos, los artistas, las putas y los banqueros de la ciudad, porque teniéndolos como aliados, siempre me avisarán de los caminos por donde se acerca el peligro, y quitao a estos últimos, a los demás se les pueden pagar sus favores con unas pocas migajas.
- Bién, queridos hijos. Todos habéis hablado honestamente, sin traicionar en ningún caso vuestra humilde condición. Habéis sido fieles a lo que cada uno ha aprendido y eso os ha llevado a manifestaros, como era lógico, de forma diferente. Después de escucharos, creo que el arca está a buen recaudo. Como buen padre, no voy a esperar más para haceros partícipes de la herencia. Ninguna de vuestras opiniones merece más que las otras y vuestra justa ambición ha de ser premiada a partes iguales. Ahí tenéis el arca. No os será difícil que cojáis cada uno vuestra parte porque el aire no se puede medir y mucho menos meter en un saco. ¡Andad, acercaros y tomad posesión de vuestra herencia!
Los cuatro hijos se dirigieron recelosos hasta el arca y, al abrirla, vieron que estaba vacía.
-¡Padre! ¿Qué es esto? - Inquirieron los cuatro a la vez.
- Es lo que habéis dejado. ¿Creéis que alimentar y educar a cuatro hijos como vosotros no cuesta nada? Os habéis comido el sentido común, la honestidad, la humildad, el respeto entre vosotros, la unión de nuestras posesiones, la educación de los jóvenes, las emociones culturales, la salvaguarda de la familia, la identidad de nuestro nombre, el respeto de los vecinos, y hasta los últimos euros que guardaba en el fondo de ese arca para pagar las bodas de vuestros hijos, mis nietos. Pero no habréis de preocuparos, vuestra inteligencia y los muchos amigos que tenéis por ahí, os ayudarán a salir adelante. Yo ya necesito poco y ese poco lo tengo a buen recaudo. Ahora podéis marcharos.
Los cuatro hijos salieron cabizbajos de la casa, se dirigieron al bar más cercano y allí maldijeron a su padre. Después descorcharon una botella de vino, y entre los brindis, dejaron aparte sus diferencias y se conjuraron en una nueva empresa que vengase oportunamente la afrenta de ese día.

jueves, 24 de septiembre de 2009

El acompañante



Fue en esos días en los que uno no está. Caminaba a media tarde por un sendero bordeado de palmitos y flores liliáceas sobre la cresta de un cerro, a cuyos pies, allá en lo hondo, se extendía el azul inmenso de la bahía de Los Genoveses. Y esa era mi única conciencia: la del paisaje. Una vista sobrecogedora que se abría paso a lomos del viento y de su silbido hasta acabar estrellándose contra la línea del horizonte. Era inútil llegar más allá. Todos los mundos del hombre se encuentran a poca distancia y gravitan hacia él, o eso es lo que creemos. La línea del horizonte no es si no el perpetuo testigo de nuestra propia inutilidad, el referente a la vista de unos seres alienados de fugacidad y de falta de entendimiento en un envoltorio que, sin embargo, intenta jactarse de la naturaleza y aprovecharse de ella. Así iba yo esa tarde: consciente tan solo del envoltorio y sin nada en el interior. Dejé de caminar y me senté en unas piedras. Nadie estaba allí, ni siquiera yo mismo. Entonces intenté ser piedra, o flor, o palmito, o mar azul o lejanía, cualquier cosa menos la línea del horizonte con su insondable perfil de incertidumbre. Por un instante, creí ser algo del paisaje. Tal vez por la gracia del silencio y de la inmovilidad, tal vez por no hacer preguntas o, finalmente, quizás también por pura compasión. Fue entonces cuando sentí una palmada en las espaldas que me devolvió soliviantado a la condición de todos mis momentos anteriores. Miré hacia atrás y no ví a nadie, pero alguién había llegado hasta allí y yo ahora lo sabía. Sin excesivo terror esperé a que se mostrase de nuevo. ¿Quién podría ser a estas alturas de la vida y a esas horas de la tarde?. No hubo más palmadas, pero el ser invisible, o acaso la propia conciencia de las piedras y las plantas parecía jadear a mi lado insuflándome de preguntas y deseos como si pretendiese rellenar de nuevo la conciencia perdida del momento. Al cabo de un rato y como no se adelantaba, lo hice yo:
- ¿Quién eres? -pregunté sin escuchar respuesta alguna.- ¿Porqué has venido si no te atreves a descubrir tu identidad? ¿Tienes alguna identidad o eres tan solo un espectro procedente de algún cuerpo indigno de otros tiempos?-. Repentinamente el viento aumentó su intensidad y el silbido se transmutó en un lamento. Al cabo de unos segundos dejó de soplar y una voz muy cercana rompió el silencio:
- ¿Es que no me conoces?. Llevo muchos años contigo.
- ¿Eres mi otro yo?
- ¿Tu otro yo? ¿Pero cuántos pretendéis ser? ¿No tenéis bastante los hombres con ser uno mismo? ¡No! No soy tu otro yo.
- Entonces, ¿quién eres? ¿Eres mi angel de la guarda?
- No. Soy mucho más que eso.
- ¿Eres acaso Dios?
- ¿Cómo puedes considerar esa posibilidad tú que precisamente has recelado continuamente de su existencia?
- Porque eres alguien y estás aquí, y además dices que no eres mi otro yo, y además aún no me has fulminado con uno de tus rayos de fuego, y encima me estás escuchando sin que sienta terror alguno.
- Ya veo que los años te siguen permitiendo pararte a pensar y ser consecuente con el momento.
- No sé realmente si eres Dios, pero ahora hablas como uno de ellos.
- ¿Como uno de ellos? ¿Cuántos crees que hay?
- ¡Ah, no sé! Siempre me dijeron que había uno solo, pero ya no sé qué pensar.
- Los hombres como tú siempre contestan con un "no sé" cuando se les deja en evidencia.
- ¿Crees que me has dejado en evidencia? Sería una acción impropia de Dios. Si verdaderamente eres Dios debes darme una prueba de ello, porque con la sola invisibilidad puedo imaginarme cualquier cosa.
- ¿Y si me niego?
- Entonces esa será la prueba inequívoca de que eres tan solo un usurpador.
- ¿Me estás insultando?
- Aún no. Además aunque lo hubiese hecho, no se puede insultar a los espíritus, solo a los humanos como yo.
- Bueno, esa consideración ya nos reconcilia en cierto modo...pero voy a darte la prueba. Hablaremos de tí. Aquí estamos los dos solos, bueno, yo a medias según tus ojos, y tu otro yo no existe, así que solo ese dudoso Dios puede saber cosas de tí. ¿Te vale la prueba?
- Veremos...depende. Dime algo de mi vida, pero no de ayer ni de antesdeayer, algo de cuando era niño.
- ¿Pero has dejado de serlo alguna vez?
- ¿Cómo?
- Bueno, vamos allá. ¿Recuerdas cuando descabalgastes al motorista aquel con un tirachinas?
- ¿Cómo puedes tú saber eso? ¿A ver si eres capaz de decirme con qué lo descabalgué?
- Con un grano de panizo.
- ¡Ostias! ¿Cómo puedes saberlo?
- Porque no soy como tú, soy infinitamente más. ¿Por qué lo hicistes? Ya sabes que de nada te serviría mentirme.
- Lo hice para reafirmar mi propia identidad, tenía que demostrarme a mí mismo y a los amigos esa cierta necesidad de liderazgo que ha viajado siempre conmigo porque al balón le dábamos todos la misma clase de patadas.
- ¿Y así es como tú pensabas conseguir el liderazgo? ¿No estás hablando de un simple ejercicio de vanidad o de una estúpida gamberrada?
- Bueno, tú me has preguntado y te he contestado como se le contesta a un Dios, diciendo la verdad, aunque ésta no te guste. Pero dejemos quieta a la niñez y vayamos un poco para adelante a ver si entonces, cuando tenía más o menos veinte años, seguías siendo un Dios. Anda, dime algo de aquella época.
- ¿Recuerdas aquella tarde de verano en el cortijo cuando salistes de la casa y vistes debajo de uno de aquellos ficus a tu padre hablando con aquel hombre y aquella mujer que él no conocía, pero a los que tú conocías muy bién? ¿Recuerdas lo que sentistes?
- ¡Es increíble! ¿Cómo puedes saber eso? ¿Como puedes saber lo que sentí? ¿Cómo puedes ser tan cruel al recordármelo? Sí, cómo no voy a recordarlo por más que he pretendido borrarlo de la memoria intentando aminorar inútilmente el disgusto de mi padre. Volví sobre mis pasos y salí de la casa por la puerta de atrás, como los delincuentes, o como los desagradecidos, que ahora no sabría decir bién, avergonzado, queriendome morir, pensando una y otra vez en la entereza de mi padre y en la forma con que acababa de pagarle sus abrazos y sus sacrificios. No quiero hablar más de eso aunque seas Dios. Además tú ya lo sabes todo de aquel momento.
- Sí, tienes razón, yo lo sé todo, pero es necesario que te pronuncies sobre ello, y desde la ridícula perspectiva que tenéis los humanos del tiempo, es preciso que definas tu acción, y no me refiero al motivo de aquella visita, si no a como te enfrentastes en ese momento al hecho en cuestión. Y te diré más, alejarte de tu padre durante toda la tarde, deambulando como un zombie por los caminos de otras fincas, pretendiendo inútilmente que te tragase la tierra, solo fue un acto de asquerosa cobardía. Si crees que te estoy insultando yo ahora, dímelo.
- No ofende quién dice la verdad. Esa es la triste verdad y no otra.
- ¿Te vas convenciendo ya?
- ¿De qué?
- De que soy Dios.
- Bueno, al menos estás superando todas las pruebas, aunque no precisamente con esa infinita misericordia de la que nos han hablado siempre los curas.
- ¿Y quién dice que uno haya de ser exactamente como le ha retratado la Iglesia?
-¡Ah, bueno! Ahora al menos pareces un Dios independiente y universal.
- ¡Claro! Eso mismo es lo que soy el Dios universal, independiente, magnánimo, glorioso y omnipotente. ¿Acaso no te lo estoy demostrando con divina precisión?
- Eso parece...hasta ahora. Voy a hacerte una última pregunta: ¿Qué crees que soy yo ahora a mis cincuenta y tantos años? ¿En qué piensas que me he convertido? ¿Crees que me he ganado a tus ojos la salvación, o habré de pagar mis muchas faltas y desvaríos en alguno de esos infiernos que tú también has creado tan inoportunamente?
- Eso deberías contestarlo tú, pero voy a ser generoso y te voy a evitar el discurso. Así verás finalmente que soy un verdadero Dios, el único Dios de la Tierra y del cielo, de los paraísos y de los infiernos, el Dios de todas las cosas, tu Dios, tu sombra y tu yo. Contestándote, te diré que al hecho de cumplir cincuenta años no le concede créditos el cielo, ni a tu niñez atropellada y consentida le puede dar cobijo la inocencia, esa repetida recurrencia a la que tantas veces de mayor has echado mano alegando hipócritamente que nunca has dejado de ser un niño. Y ahora resulta que te sientes una víctima. ¿Por qué? ¿Por no recoger los frutos adecuados? ¿Cuántas veces te has puesto a sembrar la tierra con humildad y con sacrificio? No voy a pasar por alto tus escasos méritos. Algunos de ellos tan dignos como tus vicios, algunos de ellos tan extraños como tus obsesiones, pero nada de eso te ha hecho crecer. Tan solo ha servido para atormentarte. Es verdad que los hombres que se atormentan a sí mismos son algo más que los que no son capaces de hacerlo. Es verdad que a ti se te ha premiado con una capacidad de emoción de la que otros no gozan. Es verdad que has sido un perfecto gilipollas y no un tonto, como les ocurre a todos los que son capaces de averigüar que se van a escaldar antes de meter la mano en el agua hirviendo. Y es verdad que a mi me gustaría parecerme a tí en ese minuto del día en el que resultas brillante, casi un Dios, pero ¡es tan poco tiempo en una jornada! En resumen, tenías que haber sido algo menos de eso mismo y un mucho más de lo otro. Si hubiera de juzgarte ahora mismo, lo tendrías complicado, porque por tu propia capacidad, el juicio se vería salpicado de agravantes. Sin embargo, aún estás ahí. Si logras alejarte del amparo de la inocencia y apartar el victimismo, podrías alcanzar algo de la condición divina de un Dios. Todavía estás a tiempo, aunque algunas cosas habrás de cambiarlas, y conociéndote como yo te conozco, lo veo complicado. Pero amigo, no debes afligirte, si no lo consigues no habrás de preocuparte. De momento estás en mis manos, en buenas manos, ja, ja, ja.
- ¿A qué vienen esas risas? ¿No tienes bastante con todo lo que me has dicho? ¿Qué clase de Dios eres tú que lo sabes todo de mí y encima te regodeas con ese fracaso que acabas de estamparme sobre el alma y la frente? No, no creo que seas Dios. Dime, ¿quién eres tú?
- No. Es verdad. No soy Dios. Soy el diablo. ¿No has visto cómo he hurgado en todas tus miserias? Ahora ya estamos los dos en igualdad de condiciones. Bien pensado, y seguro que lo vas a hacer, después de lo que has visto y oído, deberías considerarme igual que a Dios, al fin y al cabo entre Él y Yo se mueve todo el pensamiento de los hombres, y tú, aunque te duela, no eres ninguna excepción.


"Llamo inocencia a esa enfermedad del individualismo que consiste en tratar de escapar de las consecuencias de los propios actos, a ese intento de gozar de los beneficios de la libertad sin sufrir ninguno de sus inconvenientes. Se expande en dos direcciones: el infantilismo y la victimización, dos maneras de huir de la dificultad de ser, dos estrategias de la irresponsabilidad feliz. En la primera, hay que comprender la inocencia como parodia de la despreocupación y de la juventud; culmina en la figura del inmaduro perpetuo. La segunda es sinónimo de angelismo, significa la supuesta falta de culpabilidad, la pretendida incapacidad para cometer el mal, del que siempre son culpables los otros; culmina en la figura del mártir autoproclamado".

P. BRUCKNER: La tentación de la inocencia.

jueves, 17 de septiembre de 2009

IVA


Iba y venía, va y viene, irá y vendrá, tres tiempos para describir el movimiento casi pendular de un viento desangelado que ha entrado en esta España carca y carcomida, a través de sus cuatro puntos cardinales. Los meteorólogos lo han definido como un siroco, es decir, gestado en lo más profundo del desierto del Sahara, en los crisoles de viejos brujos versados en la alquimia y en la farmacopea, y enviado hacia España a través del incesante soplido de centenares de salvapatrias, colocados en cadena, que esperan pacientemente su recompensa por el esfuerzo. El viento, como todos los sirocos, provoca sequedad e inesperadas tormentas allí por donde pasa, y las personas que se ven inmersas en medio de su torbellino huracanado, sufren repentinos cambios de humor y dolores intensos de cabeza. Sopla igual de noche que de día, y va y viene siguiendo una trayectoria impredecible, casi caótica, rebotando, ajeno a la geometría, por todas las esquinas del territorio nacional. El Gobierno de la nación ha decidido frenar la marabunta de esa masa de aire en movimiento que está volviendo loca a toda la población, y para ello ha recurrido a la forma verbal de su arranque en tiempo pasado, con la única convicción de que para lograr el efecto deseado habría que cambiar la letra central: IVA -Irremediable Vacíado de Alcancías-. Acto seguido, y como dicho efecto no parecía resultar suficiente, ha incrementado la dosis.
Para abreviar y hablando en términos económicos: nos han subido el IVA. No hace falta ser un pariente lejano de aquellos brujos del Sahara para predecir las consecuencias: los más pobres, los parados, los indigentes, los mileuristas, los autónomos, los pequeños empresarios, los que no llegan a fin de mes, los de las hipotecas, los de los inacabables insomnios, los inmigrantes, las putas y los 2.460.584 funcionarios, serán, desde ahora, algo más de la mísera parte de su condición, con cierta exención para estos últimos por su carácter vitalicio. Sin embargo, nadie debe rasgarse las vestiduras ni salir a la calle con guadañas o fusiles, porque la leche, el pan y los huevos han sido indultados con la caridad de un Gobierno que sabe muy bién señalar a los tontos y distinguir a los productos de primera necesidad. En resumen, el Gobierno acaba de perpetrar un atraco "a mano desgobernada" de 6.000 millones de Euros a la clase más pobre de este país. Es algo así como si yo mismo me doy cuenta mañana de que mi casa no tiene los muebles adecuados y para fascinar a mis vecinos de arriba cuando vengan a cenar, en vez de atracar un banco, o asaltar la casa de un ministro, o la de un presidente de Gobierno, o la sede central de la petrolera más grande del país, o la caja de caudales de cualquier laboratorio farmaceútico, o las oficinas del Real Madrid o las del F.C. Barcelona el día del pago de las nóminas, me voy derechito a casa de Paca la de los Cañamones, le atizo un estacazo en la cabeza y después le robo los arenques fritos en aceite rancio que tiene sobre la mesa para cenar. A continuación, perpetro el mismo acto con todas las "Pacas" de España hasta que la montaña de arenques, aunque algo maloliente, alcance valores significativos. Algo, más o menos, así.
Un día salió en la prensa británica la noticia de la muerte del escritor George Bernard Shaw. Cuando esa misma mañana se presentó en su casa un periodista para darle las condolencias a la viúda y abrió la puerta el propio Bernard Shaw, el periodista, perplejo, le enseñó el titular del periódico, a lo que el escritor contestó: "Caballero, me parece una noticia prematura y sobretodo exagerada". Pues bién, a esta nueva acción gubernamental para salvar a las patrias y los pellejos de todos sus mandatarios, lamentablemente, no le podemos asignar ninguno de esos dos adjetivos tan oportunamente mentados por Bernard Shaw, sino que habremos de hablar de una acción certera, precisa, puntual en el tiempo, es decir de ahora en adelante, y en el espacio, o sea en todos y cada uno de los hogares donde la noche se ha hecho eterna bajo el cielo sin estrellas de esta puta España. Y al amparo de la medida todos los pillos harán su Agosto, como suele suceder. El Gobierno acaba de dar un puñetazo sobre la mesa sabiendo que andamos todos debajo, pero los ciudadasnos -digo ciudadasnos y digo bién- continúan con las bocas abiertas esperando que, como el maná, les caigan dentro las migajas prometidas, con el llanto en los ojos, el voto agazapado en el fondo de un bolsillo, los pantalones bajados, y esa mirada inexpresiva que exhiben los idiotas cuando habla o se ventosea el gran patrón. Tanto les da lo uno o lo otro.
España, como la bella durmiente, está sumida en un profundo sueño: nos hallamos bien jodidos y escrupulosamente callados, la ciudadasnía ideal para cualquier gobierno pícaro y traidor.
Lo dijo hace algunos años Félix de Azúa: "Ha llegado la hora de tirar el televisor por el hueco de la escalera y ¡despertar!". Cuando abramos los ojos, veremos lo que queda.