jueves, 27 de octubre de 2011

Motivos para cambiar

"¿Qué es la riqueza? Nada, si no se gasta; nada, si se malgasta. De nada vale estar vivo si hay que trabajar". Era éste uno de los pensamientos favoritos de André Bretón. pero por mucho que lea uno a estos sabios, a estos eruditos de la vida mundana y del día a día eficiente, no logramos escarmentar, y acabamos colgando los ojos en la ventana. Lo que se tiene es para gastarlo, lo que se sabe hay que contarlo y lo que te duele hay que sufrirlo, y esto último, mejor en silencio, sin generosas comparticiones. ¿Para qué habrán servido todas las luchas dentro de un puñado de años, y no digamos ya, dentro de unos cuantos siglos? Nadie nos recordará y las guerras de la barbarie de hoy serán reseñadas en los libros futuros como meras fórmulas recordatorias de un pasado insulso, y sobretodo, adornado de una lejana y falsa inocencia.




A los españoles nos falta pragmatismo y nos sobra frustración. Hoy más que nunca. Tal vez porque tengamos más motivos que otras veces. Esta España nuestra de hoy es un país desolado y desmembrado, y por eso a mí me importa una mierda carecer de cualquier atisbo de esa rancia pedantería que algunos han venido a llamar el espíritu patriótico. La Patria no ha hecho otra cosa que jodernos hasta la saciedad a través de todas sus estructuras, y por ende, a través de todos los elementos de éstas más representativos. Mi perro ha muerto y eso es para mí lo trascendente. Podían haber reventado los Bancos, o saltada por los aires la Hacienda Pública, o desaparecidas bajo un sunami de mierda y de fango todas las grandes multinacionales del mundo, pero no, nada de eso ha sucedido, para desgracia de todos los que vivimos obligados a clavarnos de rodillas ante semejantes espectáculos, esas máquinas que aniquilan la emoción de la gente vulgar. A veces no le queda a uno más remedio que llorar, a veces, ¡menos mal! Tanizaki escribió un libro elogiando a la sombra y previniéndonos contra todo lo que brilla: la riqueza, la ostentación, el protagonismo, todo eso que se airea a diario en los periódicos, o en los platós de la televisión, o en las reuniones de los G8. G20, o Gmierda. Por eso y por otros oportunos contratiempos aprendí desde pequeño a gastarme todo aquello que llevaba en los bolsillos, y a desear a la vecina soltera o casada del quinto, y a meterme en todo tipo de charcos, y a quemarme al jugar con fuego ¡con qué si no!, y a no aprender con los años a moderar tales locuras, tan dulcísimas esencias de tu vida individual e inalienable.




Así que hoy, vividos, disfrutados y sufridos ya un puñado de años, sigo igual: asqueado con la corrupción y la ineficacia de todos los políticos -municipales o gubernamentales-, imaginando certera la cruz del visor, como en aquellos otros tiempos de la caza de inocentes animales, en el centro de esas cabezas que se yerguen con absoluta indecencia en las fotos de cabecera de los periódicos anunciando que van a arreglar el mundo o que solo van a subir medio punto los tipos de interés. El interés supranacional, o dicho en términos más en consonancia con el progresismo y la modernidad, el interés global, el ínterés que permite que se den la mano las grandes fortunas del mundo para desgracia del 99% de toda la humanidad.




Por eso y por una justa y digna gana, alguna que otra noche me lleno medio vaso de vodka con mucho hielo y, entre onza y onza de chocolate, brindo por mi perro y por su impagable compañía, lloro por su ausencia, le pido a mi Dios por los míos, mando a tomar por culo a la Patria y a sus salvadores, miro lo que llevo en los bolsillos para gastarlo mañana, intento recordar los pubis bien triangulados y abultados de los últimos embites, olvidar los cerebros deshinchados, y sobretodo, sobretodo, intento mantenerme de pie aunque sea apoyado meramente sobre mis propias miserias y las puntas hirientes de algunas ausencias que ni los años ni mis juguetes de niño y de hombre han logrado ni lograrán jamás desterrar.




Me dice el otro, mi otro yo, que es el momento propicio para el cambio, pero no voy a cambiar, prefiero sucumbir empachado con mi propia esencia, la que siempre ha viajado conmigo ondeando a todo tipo de vientos como la bandera de los piratas, robándole las emociones a todos los asuntos que, mereciendo la pena, se me han puesto por delante.

martes, 11 de octubre de 2011

De madrugada

- Maestro, usted sabe que a estas horas uno está solo, o sea, consigo mismo y con nadie más. Es la hora convenida para violentar ciertas barreras y amedrentar a esos sentimientos que casi siempre prefieren permanecer escondidos. ¡Vaya veranito, querido maestro! ¿Anda usted por ahí?


- Tienes el don de la inoportunidad para cogerme oportunamente a tiempo. Sí, esta noche también estoy yo enredado por aquí, aunque supongo que en otros menesteres... seguramente algo menos onerosos que los tuyos. ¿Aún sigues en pié?


- Usted me ha enseñado a soportar los tambaleos, pero le he pedido al viento que me arrastre de una puñetera vez hasta donde ya no se divise el horizonte. Quizás allí ya no sea tan trascendente mantenerse en pié como usted dice.


-Pues mira, cuando un hombre está dispuesto a perderlo todo es cuando comienza a estar preparado a ganarlo todo también.

- ¡Qué bien habla usted siempre!


- Yo nunca pierdo el tiempo hablando, me limito a contestarte y a procurar ensancharte los caminos porque un día te ganaste mi confianza y mi afecto. A partir de ahí, me da lo mismo que me llames maestro, discípulo o aprendiz.


- Pues resulta intrascendente lo que le llame o no. Yo sé muy bien lo que representa para mí; y perdone porque aún no le he preguntado por Marlène.


- Con tanto vendaval, ¿vas a preocuparte ahora por ella? Es una mujer mimada que vive ajena a las tragedias de los hombres...y hace bien. ¿Sabes que me tienes sorprendido?

-¿Con qué maestro?

- Con la manera extraordinaria con la que estás aguantando el palo corroído de la vela.


- ¡Joder maestro! Es lo más alentador que me han dicho en los últimos años. Lo cierto es que no esperaba tanto en tan poco tiempo, ojalá hubiese ocurrido el desplome de la bolsa de Wall Street y de todas las bolsas del mundo, de una vez y para siempre, y no la de mi modestísimo escenario. Ya sé que usted es un hombre, además de ofensivamente culto, fornido en todo tipo de contratiempos, seguramente porque ha entendido mejor que nadie lo trascendente o intrascendente de las cosas, pero es que ese escaso diez por ciento de los asuntos que dicen que nosotros no podemos controlar en nuestras vidas me ha dejado con las tripas medio fuera. Así que los porcentajes, esta vez, se han ido a tomar por culo. Como esos fenómenos atmosféricos de diferentes raíces, que resultan extrañamente coincidentes en el tiempo y el espacio, me he despertado de pronto en el cabo de todas las tormentas: desaparece repentinamente entre la niebla la única mujer por la que había apostado en los últimos diez años de mi vida, estoy a punto de perder la salud, así, con esa mala leche con la que ella se despide a veces de forma definitiva y, finalmente, mi perro, mi único y fiel amor de los últimos trece años -aparte de quien ya sabe- coge el camino y se va atrochando por los senderos perrunos que no comprendemos los hombres, mirándome hasta el último momento con sus ojos de miel agradecidos, hacia el paraíso indescriptible de los perros. Y a mí no se me ocurre otra cosa que llorar y llorar cada vez que miro hacia todos los rincones de la casa donde se enroscaba enfilando siempre el hocico hacia la estela calurosa y complacida que emanaba del ojo avizor de su amo, en este caso, más siervo que dueño, más compañero y amigo que presuntuoso e ingenuo ser superior. ¡Vaya veranito, maestro!


- No sabes el esfuerzo que estoy haciendo para no dejar que me aflore sentimiento alguno de compasión hacia tí. ¡Y ya me cuesta, ya! Pero mira, no vamos a perder la calma porque esta es la cosecha que viene dando el mundo desde su puñetera creación. Unas veces las risas, otras el llanto, otras la incomprensión, la indefensión, y otras, la peor de todas: el aburrimiento. Pero ni tú ni yo somos dados a esto último porque los cojones, la pasión, las ansias de continua hambre y un moderado y justísimo alocamiento nos van a liberar siempre de tan mortecina situación. Pero al sufrimiento, ya te lo he dicho muchas veces, hay que sacarle partido. Lo que me cuentas hay que tratarlo por separado, como a las enfermedades: a cada una su propia medicación. Si te atreves a hacer un análisis por separado, la sensación de catástrofe será menos global y, entonces, seré yo capaz también de contestarte con cierto sentido porque soy mortal como tú y, por desgracia también, como tanto tonto que anda suelto por ahí. Digo esto porque a éstos habría que hacerlos inmortales para que se jodieran una y otra vez en sus sucesivas vidas.


- Pues ya que lo propone así, vamos a intentarlo. Lo del amor apostado, es que llega un momento en que uno debe dejarse de tonterías, es decir, que justo es hartarse de las relaciones con fecha de caducidad -como muy inteligentemente me decía el otro día una amiga-, de la siempre inminente prescripción de los amores de oportunidad, de sexo, camas, sofás, sudores, duchas ligeras y a otra cosa mariposa. Hablo, como usted bien sabe, de esos momentos cuya oportunidad se asienta escrupulosamente en los límites instantáneos de un presente que carece de futuro ni a corto ni a medio plazo. Fue entonces cuando... así, alcanzada esa conciencia, casi a destiempo, sin buscarlo ni esperarlo, se presentó una mujer de ojos indescriptibles, vestida de buenas maneras y rodeada por un aúrea que siempre se me antojó un dulce y merecido milagro. Y puse todo lo que un hombre consecuente debía de poner, en el cortejo, en la conquista, en el proyecto, en el empeño, en los esfuerzos, en la honestidad de la relación, en la implicación, en la generosidad, en la apertura de todas y cada una de las puertas de tus mundos y de tu gente, con orgullo, con premeditación, pavoneado como los pavos reales ante todos sus encantos, ante las miradas de los otros, y entregado a todas y cada una de sus pasiones y de sus preocupaciones para exaltarlas y aliviarlas en la medida de mis justas fuerzas, como así pareció resultar desde los primerísimos embites. Como todo milagro, éste parecía al fin, el definitivo, el obligado y deseado puntapié a todos los desmanes y sabores insulsos de las historias de ahí para atrás. Y logré sentirme feliz por ello, razonablemente feliz, ya sabe, no confundido entre la histeria y la tontuna como toda esa turma de cupidos terrenales que se emboban ante el primer señuelo que se les cruza por delante. Usted sabe que el amor es una cosa complicada y consecuente, relacionada estrechamente con ese principio de la Física que habla de acción y reacción. Y así fué. Jamás en toda mi vida he visto a una mujer tan entregada, tan apegada a pasiones tan dispares como un simple lazo entre sus dedos y los míos o reventar exhaustos sobre el sofá en el límite ambos de la esquizofrenia carnal, un día tras otro, un fin de semana tras otro y, entremedio, enganchados sin descanso a ese recurso del teléfono que aminora las distancias cuando el"te hecho mucho de menos" se convierte en el hilo salvador de las ausencias y te hace sentir vivo y sobretodo "algo" útil. Pero ¡ay! que siempre está al acecho una sinrazón, las puras entrañas del propio vacío intentando ocupar los espacios inconquistables, y de repente ¡¡la nada!! ¿Qué es esto maestro? ¿Es la justa penitencia de los pecados de otras vidas que uno ha de pagar en la presente? ¿O acaso simplemente he de sentirme un privilegiado ser por haber pasado del cielo al infierno sobrepasando esa barrera imposible de la velocidad de la luz? ¿Sabe que me hubiese gustado verle a usted en semejante situación manoteando entre sus miles de libros en busca de la solución alquímica que lograse aliviar la momentánea locura que produce un cambio de rumbo repentino sin indicaciones previas en el mapa? Pero, en fin, que no quiero hablar mucho de esto. Ni siquiera con usted. La consecuencia de todo es que uno vuelve a descubrir que hay dos tipos de personas en un momento dado a tu alrededor: las que merecen la pena y las que no. Ya sabe a cual de ellas pertenece ésta, con independencia de los dulcísimos sabores que siempre te deja un helado.


- Mira, querido maestro Juan -permíteme tal consideración porque con tantas volteretas, si no te descalabras en alguna de éstas, vas a terminar siendo el maestro de todos los maestros-. Lo sucedido, te aseguro que nada tiene que ver con aquel suceso ocurrido en Basilea en 1474 cuando se anunció que un gallo había puesto un huevo y, por el cual, el gallo demoníaco fué condenado a ser asado vivo ante toda una multitud. Lo que vino después ya puedes imaginártelo: la quema de cientos de brujas y de herejes. No, lo que me cuentas no tiene nada que ver con encantamientos, ni con personas raras o extrañamente poseídas por extraños y desconocidos demonios. Todo, menos lo que ya sabemos, goza en la vida de una razonable explicación, y voy a ver si soy capaz de decírtelo con pocas palabras. Mira, siempre se ha dicho que los hombres somos unos cafres-esa palabra tan tuya- y las mujeres unas trastornadas. No quiero que caigas en esa simpleza inútil. Sé que se te ha pasado por la cabeza que una mujer que un día te dice que eres lo más grande de su mundo, fuera y dentro de la cama, y al día siguiente te dice que necesita un tiempo acojonada por sus ridículos asuntos -un asunto ridículo es aquel que siendo absolutamente coyuntural y natural se convierte en un drama insalvable-, puede parecer una mujer enferma, trastornada sí. El trastorno bipolar, querido Juan, es otra cosa, un asunto delicado que además no tiene cura. Pero no es éste el caso. Nosotros, los hombres, muchas veces confundimos en las mujeres, sobretodo cuando con especial terquedad nos empeñamos en ser benevolentes, la condición con un trastorno. Y aquí no ha sucedido otra cosa que la aparición de una condición innata que a tí, extrañamente, se te había pasado por alto. Por lo que ya me has contado, la condición es la que es, pero el análisis y su valoración solo lo puedes hacer tú, y creo que has hecho lo que hubiese hecho yo y cualquier hombre que no sea un manria, como decía mi abuela. Esa mujer te ha querido hasta el justo límite que le permitía esa condición, te ha disfrutado seguramente como a ningún otro, te ha valorado en altísima medida y hasta ha llegado a sobrepasar esas fronteras que ella sabía muy bien que estaba sobrepasando, pero siempre te tuvo apartado de su mundo, de esa parte de ese mundo en la que ella jamás logró crecer y hacerse mayor, y cuando tú la has desenmascarado, es decir, puestos los cojones y esparcida su condición sobre la mesa, con la crudeza y la vehemencia que te facultaba todo un año con sus meses y sus días de razonable entrega y creciente amor, ella ha salido corriendo, como no podía ser de otra forma en aquellos a los que les importan más las cosechas ajenas que las propias. Se trata del miedo paralizante a perder algo ante el panorama inminente de ganarlo todo. Te lo voy a decir de otra forma para que dejes de darle ya vueltas a la piedra del molino: hay mujeres que sin dejar de darle gusto al cuerpo, se aterran con el compromiso, por el hijo o la hija adolescente -esos bichos egoístas de hoy en día que chantajean una y otra vez a los progenitores que lo permiten- o por el padre machista, o la madre que va a importunar son sus continuas preguntas, o por el marido dejado años atrás en la cuneta y que tiene, no obstante que cumplir con las migajas... o por qué se yo. Son mujeres, en cierto modo cobardes, pero que saben sacarle muy bien partido a la situación hasta que el otro llega un día y da una vuelta de tuerca. Tu, legítimamente, has dado esa vuelta, y el tornillo se ha partido. Así, sin más. ¿Y sabes por qué? Porque piensan: "bueno es lo que yo tenía que hacer y además tengo una vida entera por delante". Y no hay más. Pero uno se queda como un tonto porque nosotros, los cafres, adolecemos de las sutilezas de esa condición y aún menos de las razones suficientes para entenderlas. Sin embargo, no hay que apurarse porque, además, estarás siendo ya señalado con esas manidas frases de "el ya no quería cuentas", "nunca me llamó después", o "empezó a darme miedo porque me echaba las cosas en cara y comenzaba a alzarme la voz".

Querido Juan, permíteme que te diga que la próxima vez folles algo menos y hurgues en los cerebros un poco más. Todas las condiciones de los sembrados son respetables, pero uno ha de saber adonde echar su semilla. Tu ya no estás para disgustos, y no digamos yo, ja, ja, ja...


- Pues eso maestro, que todavía me pregunta la gente por ella. Menos la mamma que desde el primer día me dijo "no me gusta ese percal" y yo me cabreaba con la tintinela. Fíjese que vieja es la sabiduría.

Bueno el segundo contratiempo ya lo sabe. Un día te sale una manchita y, al poco, te sueltan "tiene usted un melanoma en toda regla" y, en ese instante, sí que se te vienen encima todos los espacios siderales, porque esa mierdecita manda al otro barrio, en unos meses, a unos cuantos miles todos los años. Pero bueno, parece ser que cuando se coge bien a tiempo, y las consecuentes pruebas lo van corroborando, al final suele quedar en eso, en lo que fué un día una jodida manchita. Esperemos que con la ayuda de Dios, el afecto de los míos y las tertulias con usted, todo siga siendo así. Miles de gracias a todos.


- Mira, uno de los mayores humanistas medievales fue Giovanni Pico de la Mirándola que en el siglo XV escribió: "El hombre está en el centro de todo lo que acontece. Cuando todo hubo sido creado y emergió el hombre, Dios le dijo: "No te he fijado lugar alguno, ni tarea, ni plan, de manera que puedes emprender cualquier empresa y ocupar el lugar que desees, serás tú el único capaz de determinar lo que eres". Con esto, amigo Juan, solo quiero decirte que lo verdaderamente trascendente es que vamos a morir, de una u otra forma, pero leyendo a Pico de la Mirándola y a otros muchos, se aprende a aprovechar el tiempo, porque no somos otra cosa que el tiempo que nos queda, como bien dijo una vez un poeta de tu tierra. Recordar que un día vamos a morir es la mejor manera de saber lo poco que tenemos que perder. Lo dijo el gran Steve Jobs, y yo lo vengo diciendo toda la vida. No sabes cuánto me alegra el que podamos seguir con estas charlas, y ojalá que por muchos años...pero lúcidos ¿eh?


- Gracias maestro, es también mi deseo. Por último voy a hablarle de mi Sultán, el rey de todos los perros. Con tanto ajetreo, no esperaba que éste fuese su último verano. Nosotros, los humanos, no nos damos cuenta de la vejez de los perros porque no les vemos las arrugas ni los desvaríos. Ladran, eso sí, con menos fuerza, y el mío, mi sultanico, ya se levantaba con bastante dificultad o se negaba a subir cualquier tipo de escaleras, pero nunca pensé que fuese capaz el perro de abandonar a su hombre. Porque así es como me siento: arrinconado por su ausencia contra todos los espacios vacíos de mi casa. Desde que se fué, subo las escaleras, desde el portal, cansinamente, como él lo hacía en los últimos tiempos. A veces me niego yo también a seguir subiendo, pero, finalmente, él desde donde esté, acaba empujándome, y en vez de decirme aquello de "¡vamos,vamos, sultanico!", le oigo susurrar: "¡pero hombre, que tú no eres un perro viejo! ¡anda, sube y que no te escuche gemir porque está muy feo que un perro vea llorar a su amo, a su amigo, a quién tanto lo ha aguantado y arrimado a su regazo!". Así que acabo subiendo y luego llorando en la terraza mirando al cielo para que desde tan larga distancia confunda mis lágrimas con estrellas fugaces que cruzan, allá en lo hondo, por debajo de su paraíso.

¡Qué grande era mi perro, maestro! ¡Cuánta ternura y mutua fidelidad de días y de años! Cada noche al acostarme, llevando ya él unas cuántas horas enroscado en su mantica, abría tan solo un ojo y exhalaba un suspiro de satisfacción, entonces yo le correspondía con una suave caricia desde sus largas orejas de terciopelo hasta el hocico. Después, le decía en voz alta: "¡A mirmir!", y ya, salvo algún que otro ronquido, no se estremecía hasta el día siguiente al verme poner los pies en el suelo. Que me perdonen muchos humanos, que me perdone la Providencia por tan alto sentimiento, que me perdone también ese último amor que no ha llegado a arrancarme ni una sola de esas lágrimas, pero me siento obligado a proclamar, aquí y ahora, que el afecto que sentía hacia mi perro, ese sultanico de nobles maneras, perfectas hechuras de perro de caza y desesperante glotonería, se encuentra a años luz de muchas cosas y de muchos seres que han pasado por mi vida. ¡Lo siento, maestro, por expresarle a estas horas tan exabrupta debilidad!


- ¿Pero, qué dices? Ese sentimiento forma parte de un acervo personal que está al alcance de muy pocos. Tú sabes que el progreso de una sociedad se mide, entre otras cosas, por cómo es capaz de tratar a sus animales. El problema es que nos encontramos en la Era de la confusión, de una vergonzante transmutación: los animales son cada vez más humanos y los humanos nos estamos convirtiendo en las auténticas bestias. Yo, a mi gato Casanova, he estado a punto de fundirlo en el horno del vidrio varias veces, pero, finalmente, no me he atrevido por dos razones: la 1ª porque saldría transformado en un demonio gatuno que se vengaría de mí al instante, y la 2ª porque lloraría desconsoladamente como tú si no llegase a darse esa 1ª. Y es un gato, o sea, un ser que hace solo siempre aquello que le sale de sus gatunos instintos, por eso comen con los ojos cerrados, para no cogerle querencia al que le llena el cacharro.

La fortaleza de un hombre, querido Juan, se debe mostrar en otros escenarios, algunos ya me los has puesto delante esta noche, y te felicito por ello. Ya sabes lo que te dije el día que te despedistes de mi casa: "Solo hay una pregunta y solo cabe una respuesta. La pregunta es ¿quién soy yo?, y la respuesta es "yo soy Dios". Algún día, el señalado para cada uno, lo entenderemos todos. Gracias, amigo, por tus confesiones. Ánimo, fuerza, valor, orgullo, casta y coraje. Mira siempre hacia adelante, muévete y sé creativo. La vida ha de seguir y afectos trascendentes y cercanos sé que no te faltan, pero la próxima vez escoge mejor el cuello donde colgar ese amuleto que tú sabes que nunca falla, ese chochito traslúcido que fabricó para ti este humilde vidriero con sus propias manos. Mujeres de verdad hay unas cuantas por el mundo, pero, escuchándote, justo será proclamar aquí en honor a los animales que perros como tu Sultán o gatos hijoputas como este Casanova no habrá nunca ninguno más. Y además, mira, me alegra que me sobresaltes a estas horas de la madrugada. Marlène duerme como un ángel. Ya sabes que solo le gusta que la soliviante por la mañana y cuándo entra un sol radiante por el resquicio de la ventana, lo cual, aquí en esta húmeda y nublada Venecia, ya te indica la frecuencia con la que nosotros, a nuestra moderada manera, reventamos también los herrumbrosos muelles del somier. Salud y afectos.


- Salud para usted, para su espléndida mujer y ¡cómo no! también para su gato Casanova. Buenas noches maestro.

lunes, 3 de octubre de 2011

A mi perro



Muchas veces, en el monte, me dejastes sin tus vientos. Al primer estruendo de pólvora, allá en la morra de enfrente, corrías como las liebres para llegar el primero, y ni mis voces ni los balates te detuvieron jamás. Luego, ya casi al final, aparecías con la lengua fuera flanqueando a los amigos, y mientras te acercabas, gachas las orejas y el lomo aplastado contra el suelo en señal de temerosa y dolorosa reprimenda, me mirabas con gesto de compasión para que yo entendiese que tus instintos cinegéticos no tenían remedio alguno. Y a mi no me quedaba otra que aceptarlo porque tú eras mi perro y eras así, y ya no había más que hablar o que ladrar. Y mira que echamos tiempo los dos en los cerros de Aguadulce, cuando aún eras un niño, haciéndote buscar aquel señuelo de trapo que tu nariz siempre encontraba por hondo que resultase el barranco. Después, volvíamos a casa, tú jadeante y feliz, y yo levantando la barbilla en señal de perruna admiración. ¡Qué tiempos tan lejanos! ¿Recuerdas?



¿Recuerdas también cuando llegaste por Seur en aquella caja de tomates después de un día y medio de viaje? Tus escasos dos meses y endebles patas, apenas si te sostenían de pie cuando te sacamos de aquella cárcel. Fue aquel el lejanísimo momento en que comenzó a forjarse el inocente sustrato de estas lágrimas de hoy.



Querido y amado compañero, fidelísimo Sultán, mi perro soñado y deseado desde mucho antes de saber de tí, te hiciste realidad hace ahora 13 años y nueve meses. Podría escribir diez libros sobre tus andanzas, a pesar de que no fuistes más que un perro -de otra clase de"perros" se han escrito enciclopedias completas-, pero hoy solo quiero hablar de un sentimiento. Y casi que tampoco puedo porque aún se me nubla la vista y se me atascan los dedos entre las teclas.



Así me has dejado: como a un tonto que se tambalea entre tus ausencias y que echa de menos tu olor, tus pisadas y tu mirada vieja y agradecida por todos y cada uno de los rincones de la casa. Porque tú y yo -y eso lo saben muy pocos- vivíamos un completo idilio de amor, de ternura, de compañía y de complicidad, con sus molestias y sus cabreos incluídos, inconvenientes de los que siempre logré eximirte porque tu naciste perro y yo hombre, y por tanto, tu responsabilidad estaba fuera de todo tipo de planos o entendederas. En tus últimos tiempos, ya bien jodidas tus ansias -no las de comerte todo lo que se ponía por delante, que esas jamás aminoraron- y las fuerzas para trotar, recuerda cuando te decía la yaya en esos momentos que te recostabas en mitad de su camino: "¡Pero qué falta haces tú ya en el mundo, madre mía!", y a mi me jodía la frase porque yo sí que sabía la falta que me hacías a mí.



Cuando llegó tu tiempo de invalidez, cuando te cansabas de andar a los cien metros, cuando te negabas a subir los diez o doce escalones, o cuando había que ayudarte tantas veces para ponerte de pie, fue cuando realmente sentí que tenía un amigo, un hermano que me necesitaba más que a su propio alimento, tu razón de ser para poder aguantar la exigüa vida que te quedaba, la obligada dignidad, en la más excelsa concepción del término, de la relación de un hombre con su perro y de un perro con su hombre. Y esa percepción, esa voz del alma que resuena desde más allá de las creencias y el deseo, ese duro pero firme sentimiento, viajará conmigo por el resto de los días.



Desde donde estés, querido sultanico, David y yo especialmente, y después todos los que te quisieron, disfrutaron y también se molestaron cuando pedías incansablemente cualquier chusco de pan duro, deseamos que disfrutes del paraíso de los perros, de los perros valientes y nobles, de los perros con casta y con cojones, de los perros con ojitos de miel como te dijo un día la pequeñita Laura, de los perros, en definitiva, que como tú lograron rescatar uno y otro dia y una y otra noche con tu presencia y tus ronquidos a la gente que como yo hemos sentido tantas veces que nos arrastraba hacia el abismo el sinsentido de la vida.



Quiero que sepas que te he querido más que a mucha gente que ha pasado por mi vida, incluídos los amores fatuos y los amigos convenidos de los últimos tiempos, aunque esto a ti, al fin y al cabo, te resulte ciertamente indiferente. Adiós mi amigo, adiós mi dulce y tierno compañero, adiós mi sultanico, mi Sultán.