jueves, 30 de abril de 2009

¡Válgame Dios!


- Amigo, ¿sabe usted lo que pasó con aquella negra?
- ¿La que servía en la casa del fabricante de perfumes?
- No, esa no. La que confundió los orines del burro con el mejor vino del palacio y se lo dio a beber a Cleopatra.
- ¡Reostias! Después de tantos años lo había echado en el olvido.
- ¡Claro! ¿Y lo del pozo y el péndulo?
- Pero, ¿qué tiene que ver eso con la negra? ¡Ah, ya! lo dice por la negrura de Poe...
-¿Cómo?
- ¿No recuerda lo que dicen los alquimistas venecianos?
- ¡Bah! ¿Esos putos ladrones de inventos?
- Sí, esos mismos...que todo está relacionado en una parte o en el todo de todas las partes.
- ¿Y por eso le ha venido Poe a la cabeza?
- Por eso y por lo del pozo. En cambio no creo que debamos hablar de péndulo alguno.
- ¡Ya! A veces olvido que hay cosas innombrables.
- ¿Usted es un innombrable?
- ¡Claro! yo también. Por eso no debemos hablar de nosotros mismos. Solo debemos tener conciencia, pero una conciencia carente de afectación alguna.
- Pero usted siempre fue alguien infectado de afectaciones y sentimientos.
- ¡Calle! ¡Calle inmediatamente! Resulta peligroso traer a colación esas miserias.
- ¿De qué tiene miedo?
- De la ausencia de miedo y de eso mismo, del terrible recordatorio de las debilidades.
- ¿Acaso no fué aquella negra otra debilidad?
- ¡Ja! Tomaba todas las mañanas un baño de brea con miel y luego se paseaba desnuda por el jardín hablándole a los pájaros y aleteando con los brazos. Su coño fue el más hermoso de ese siglo. El soldado aquel medio hermafrodita la confundió un dia con una fiera salvaje y salió despavorido dando gritos calle abajo.
- ¿Está permitido reirse?
- Por esta vez sí.
- Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja ja...
- ¡Ya basta! Debemos ser respetuosos con esa negra.
- ¡Claro! Con la negra y con Cleopatra y con Napoleón, y con Poe, y hasta con Vasily el fabricante de perfumes.
- ¡No! ¡Con ese infame no! Yo mismo le cortaría la cabeza después de hacerle tragar sus venenos como hizo él con todas las mujeres que le rechazaron.
- Dicen que se reencarnó después en Versace...
- ¿Quién, el fabricante de perfumes? No. Fue un hijo de Marco Bruto para intentar redimir el justísimo crimen de su padre.
- ¿Y por eso Versace murió de esa forma?
- Murió muriéndose y punto. No debes ir más allá de los idus de Marzo. La gran tragedia del hombre ha sido siempre querer llegar más allá. Nunca hemos comprendido lo suficientemente lejos que siempre hemos estado.
- ¿Cómo cuánto de lejos?
- ¡Qúe preguntas más estúpidas! Pitágoras respondería que una cuadratura circular del arco imaginario de la bóveda celeste, pero me dan ganas de contestarle como lo hizo aquella mujer de los Filabres cuando respondió que a su cornudo marido le habían tocado en la lotería 200.000 reales y el doble más.
- Bueno, le preguntaré a Leonardo da Vinci.
- Eso, eso, vaya y pregúntele a él y de paso que le cuente también lo que es la incertidumbre. Le liará un pañuelo a la cabeza tapándole los ojos y le hará dar varias vueltas sobre sí mismo. Después le dirá que se vaya a su casa o a donde le salga de las esencias inútiles. Y usted le dirá: "Pero Leonardo, si no puedo ver y además estoy desorientado". Y él le responderá: "Pues eso mismo es la incertidumbre". Y si no corre lo suficiente le arrojará a las pestosas aguas del Arno.
- ¿Por uno de sus puentes?
- No. Por idiota.
- ¿Me está tomando por tonto?
- Yo no. Él.
- ¿Quién? ¿Leonardo?
- No. Leonardo no se detendría en esas disquisiciones tan evidentes. Me refiero a Casto Wilson de Balboa.
- ¿El navegante?
- No. El que mató a Jhon Fitgerald Kennedy y luego se refugió en un pueblo blanco gaditano. Fue durante muchos años el único negro en un pueblo blanco.
- ¿Y no le preocupó tanta sobresalencia de color?
- Pues claro. Por eso le ocurrió lo que al comendador. Fue ajusticiado una luminosa mañana por una multitud al ser la única mancha oscura en todo el pueblo.
- Es que yo me hubiese refugiado en un pueblo de negros.
- Pero eso hubiese resultado demasiado elemental para un tipo que mató nada menos que a Kennedy.
- Creo que tiene razón.
- ¡No! ¡De creo nada. Yo siempre tengo razón.
- Habla usted como un Dios. ¿Acaso es uno de ellos?
- ¿Qué me impide serlo?
- Tal vez su aspecto. Su aspecto le delata a pesar de esas riquísimas telas que lleva encima. ¿Quién es usted? ¿Quién es usted realmente?
- Si se lo digo se volverá completamente loco.
- No le temo a la locura, solo al regreso.
- Pues dispóngase a viajar. Yo soy usted antes de que llegara hasta aquí, y aunque nunca he sido nada, yo soy el que siempre ha sido.
- ¡Válgame Dios!
- ¿Por qué válgame Dios?
- Por haberle preguntado. Debería haber estado en silencio como hice en el juicio contra el nazareno y más tarde con el de Giordano Bruno y Saddam Hussein. Al italiano le condenaron a la hoguera por decir que los intelectuales no debieran tener patria. Y yo guardé silencio. Ahora me siento un correligionario de todos ellos, una dicotómica situación que arrastro desde que las primeras luces comenzaron a iluminar los fragmentos absurdos de esta vida mía. O tal vez los de la suya, que ya no sé bien...
- ¡Válgame Dios!

domingo, 26 de abril de 2009

Juan Sin Tierra y el librero, un cuento robado a la realidad.




De los dos ejemplares que le quedaban eligió el que no tuviese seña alguna de haber sido manoseado. Pasó de nuevo las páginas y se detuvo leyendo algunos párrafos buscando en ellos esa manida acreditación de la que tantas veces había dudado. Esta vez todo parecía estar en orden, hacía ya algún tiempo que su insidiosa vanidad le dejaba ver las cosas como mandaban los cánones, esos absurdos parámetros diseñados a menudo por los menos indicados. Confió en ello, cerró el libro y salió de la casa cargando a cuestas con el trabajo irrepetible de tres años y el peso ligero de las escasas ilusiones que aún era capaz de mantener en la reserva.
Por el camino fué pensando en la personalidad del librero y, sobretodo, en ese cambio de rumbo repentino que le llevó a dejar de ser un político afamado para convertirse en coleccionista de libros, en esa especie de juez de autores en que se transforma un editor. Sabía que el librero también había escrito algunos libros y precisamente la razón de su presencia en aquel centro educativo era la presentación del último de ellos. ¡Una ocasión propicia y providencial! se iba repitiendo una y otra vez por el camino intuyendo que aquel posible encuentro había surgido del cajón de los milagros olvidados en los que nunca dejó de creer.
A las diez en punto de la mañana los profesores y alumnos del centro comenzaron a llenar el salón de actos. En la mesa presidencial se sostenían varios ejemplares del libro objeto de la presentación y algunas flores colocadas sin mucho orden. El librero, con una inequívoca mueca de tensión en el rostro, ocupó su lugar en el centro de la mesa flanqueado por la directora del centro y la profesora de literatura. Tras la breve presentación, el juez de autores tomó la palabra. En primer lugar expuso una breve reseña de su biografía haciendo alardes del supuesto "asco" que en su día sintió al ocupar una posición política de privilegio, cosa que a Juan Sin Tierra le produjo un silencioso descojono al recordar que esa confesada incomodidad fue la causante de la obtención posterior de una pensión vitalicia bastante más alta que el sueldo de muchos ejecutivos. Después, alejado ya de las tensiones y con claro gesto de satisfacción, comenzó a hablar del libro. Se trataba de un tocho de más de quinientas páginas que Juan Sin Tierra miraba con ingobernable envidia desde la segunda fila de asientos. No pudo entonces evitar deslizar los dedos por el suyo que se conformaba con tan solo la mitad de las páginas. El librero fue subiendo descuidadamente el tono emocional al describir la historia narrada en la obra hasta llegar a decir, absorbido por esa espiral narcisista e iconoclástica que envuelve a los reverenciados, que la trama daría para más de una superproducción cinematográfica. Llegado a este punto, Juan Sin Tierra sintió los primeros síntomas de terror. Pero al poco, cuando el librero comenzó a exponer la labor humanitaria, de prospección de nuevos autores, y tan altruistamente entroncada con la cultura que llevan a cabo los editores como él, aparcó definitivamente los terrores infundados. Fué el momento álgido del discurso, el momento también en el que Juan Sin Tierra se vio señalado por el milagro que pretendía y que tan proverbialmente los había conducido a él y al librero hasta allí.
Cuando se abrió el ciclo de preguntas los alumnos iniciaron la sesión con todas las que llevaban anotadas en sus libretas. El editor las iba contestando con manifiesta suficiencia, sin titubeos, con el poder de la verdad y las circunstancias de su lado, henchido como los dioses, acicalado del conveniente narcisismo ganado a las ovaciones y el beneplácito e intentando vocear perifrásticamente a toda la sala que del nombre del autor que aparecía en la parte de arriba de la portada del libro él estaba profundamente enamorado.
La última pregunta se la hizo Juan Sin Tierra mientras le sudaban las manos que las había apartado del libro para no mancharlo con el sello del nerviosismo. Creyó que estaba obligado a hacerlo, por cortesía, y porque ésta sería la manera anónima de darse a conocer ante la inminente presentacion que ya estaba programada por el "influyente" de turno. La pregunta obligaba al autor-editor a definir en una sola frase el mensaje que encerraba su libro. "La vida es un camino..." es lo primero que atinó a contestar y luego se perdió con algunos balbuceos sobre lo mismo. Tras esto se levantó la sesión. Los alumnos fueron saliendo de la sala entre el rotundo murmullo que saben poner en el aire cuando finalizan las clases y los protocolos, y el librero fue rodeado por un puñado de profesores a los que les firmaba algunos libros en medio de los agasajos y las palmaditas en la espalda. Juan Sin Tierra aparcó su fusil, cogió su libro, se acercó un poco más a la mesa y esperó pacientemente su momento. Recordó aquello de que cuando alguien desea algo fervientemente todas las fuerzas del Universo se confabulan para que eso suceda, y entonces contempló al Universo entero dentro de aquella sala en un momento que pensó se había creado exclusivamente para él.
El arduo trabajo de tres años, las muchas noches de insomnio, los callejones sin salida cada 40 o 50 páginas, el trabajo impagable de investigación, los múltiples borradores, los momentos de desesperación, la traumática falta de ideas, las reflexiones, el encaje de bolillos, el hilo conductor del argumento, las confesiones inconfesables, la tremenda soledad del escritor, los tributos a pagar después, las recriminaciones familiares, la inacabable corrección ortográfica, la valentía puesta en juego por quien carece de esa condición, el descubrimiento inquietante de uno mismo, el mensaje final, y la sensación, en definitiva, de ser parido por unos padres desconocidos en un medio hostil, se iban a ver finalmente recompensados con aquel encuentro que una inesperada e inmerecida señal del cielo había puesto en el camino desolado de un hombre que acertaba a llamarse Juan Sin Tierra. El "influyente" se acercó al librero en un momento de desahogo y enseguida le hizo un gesto a Juan Sin Tierra para que se acercase. Los presentó y se perdió en medio de uno de los corrillos. El aspirante, portando su libro entre las manos y medio atenazado aún por la emoción y el nerviosismo, comenzó a hablar.
- Sr. librero, mire, su presencia aquí hoy es para mi como un milagro. Le explico: en primer lugar por la oportunidad extraordinaria de conocerle personalmente, y en segundo lugar por que hace unos dos meses envié a su editorial un ejemplar de mi libro del que he traído otro para usted. Quiero que sepa que es la primera y única editorial a la que ha sido enviado hasta el momento por ser primeramente una editorial de la Región, porque he analizado en profundidad todo su catálogo y porque conozco la atención que le dedica a autores noveles y a temas directamente entroncados de alguna forma con la cultura andaluza.
El librero había ido cambiando ostensiblemente la expresión del rostro conforme avanzaba Juan Sin Tierra en su discurso. El gesto de amabilidad, satisfacción y felicidad de toda la charla anterior habían desaparecido dejando paso a una mueca de confusión, molestia y desagrado. Este cambio no le había pasado desapercibido a Juan Sin Tierra que esperaba con cierta ansiedad la respuesta.
- ¿Es una novela histórica? -preguntó el librero con severidad deseando que fuese afirmativa la respuesta. Juan Sin Tierra le ofreció el libro y el editor lo tomó en sus manos como si fuera una mortaja.
- ¡No! No es una novela histórica. Es una obra de introspección en el pensamiento humano que a partir de una experiencia real mezcla el ensayo con el mundo del Arte y de la Historia en un contexto general autobiográfico-. Respondió Juan Sin Tierra con toda la calma de la que aún era capaz.
- Ya. Pero yo veo aquí un componente histórico muy importante- añadió dejando pasar muy rapidamente las páginas a través de su dedo pulgar- y no, no vamos a editar ninguna novela histórica- concluyó devolviéndole el libro a su autor.
- Perdone, pero no es en absoluto una novela histórica, comenzando porque narra una historia real y además ésta sucede en el pasado año de 2005...
- No, no...ya le digo que en estos momentos no vamos a editar nada que tenga que ver con la novela histórica - interrumpió con patente desagrado el librero que parecía comenzar a sentirse axfisiado con el encuentro. Juan SinTierra echó mano de la soga de los ahogados en un último intento de al menos conseguir razones para intentar escapar de la locura del instante.
- Bueno, no le voy a molestar más. Como he traído este libro para usted me gustaría que cuando pueda le eche un vistazo y así comprobará mejor de qué trata. La ilusión más grande de mi vida sería verlo editado y...
El librero no dejó acabar la frase.
- ¡No! ¡No le voy a echar ningún vistazo! Así que quedéselo usted. Pruebe con la Diputación Provincial que está editando algunas obras o también con...
Juan Sin Tierra tampoco le dejó acabar la frase.
- ¡No! No se preocupe. Ya conozco a los que editan libros por aquí. Perdone las molestias y encantado de conocerle.
El librero no contestó, chocó su mano con la del aspirante y pareció respirar de nuevo. Juan Sin Tierra salio en silencio con su libro bajo el brazo, fue acelerando el paso y, sin mirar atrás, llegó hasta el coche. De vuelta a casa miró hacia el libro y entonces comprendió que aquel parto, como muchos hijos, le daría muchos disgustos y una sola satisfacción. En este caso, la de haber tenido los sufridos y santísimos cojones de haber sido capaz de parirlo. Luego pensó en el librero y se sintió satisfecho por haber llegado a conocerle en toda su inmensidad. Después recordó aquello de Groucho Marx: "Él puede parecer un idiota y actuar como un idiota. Pero no se deje engañar. Es realmente un idiota". Lo de la educación ya es harina de otro costal.
Nota del narrador: El librero obedece a la identidad de Manuel Pimentel Siles, ex Ministro de Trabajo y Asuntos Sociales y actual Presidente de la editorial Almuzara de Córdoba. Se ha considerado más oportuno referirse a él como librero -el que vende libros- en la narración porque esa era su intención principal en el acto en cuestión. El libro que presentaba se titula El arquitecto de Tombuctú, una obra de 509 páginas referenciada en el lomo expresamente como novela histórica. La presentación mencionada se llevó a cabo en el Instituto de Educación Secundaria Abdera de Adra(Almería) un día cualquiera de pasado mes de Febrero de 2009. Juan Sin Tierra fue presentado al editor por una de las profesoras y secretaria del Centro educativo. La conversación llevada a cabo entre ambos obedece fiel y exactamente, palabra por palabra, a lo expresado arriba. Juan Sin Tierra es un escritor- como su apellido- aún también sin credenciales. Su libro sigue sin ser editado pero él espera pacientemente a que un día, como ya ha vaticinado Eduardo Galeano y algún otro, el mundo pueda estar patas arriba para que él y otros muchos vean sus trabajos editados o al menos reconocidos. Mientras tanto las gentes como Pimentel seguirán siendo inmensamente felices a excepción de esos momentos en que un libro se confunde con un cinturón de explosivos amarrado a la cintura. ¡Que Dios nos asista y Alá nos guíe!

miércoles, 22 de abril de 2009

Colectivos, grupos y grupúsculos.



El marxismo genealógico que encontró el final de su cadena ribonucleica cuando se topó con los genes de Groucho Marx y que éste refrendó con aquella frase: "Nunca perteneceré a ningún club que esté dispuesto a admitirme como socio" merece un llanto o al menos un hondo suspiro como corresponde a toda teoría que desaparece sin efecto alguno de evolución o a todo recuerdo con forma de persona que vivió su tiempo encapsulada entre signos de admiración. ¡Cómo sabía tanto de ellos acabó comiéndoselos! Pierna, prepucio, oreja, coscusilla o cerebelo, más o menos, es lo que acabó merendándose Groucho un dia sí y otro también de toda la estúpida sociedad que le rodeaba y a la que él también se sentía lastimosamente engranado. Sus instintos canívales y las ansias de venganza por verse parido y no deseado en tan insípido escenario conformaron una obsesión que la mantuvo inútilmente vigente durante toda su vida: darse un bocado a sí mismo en la V cavernosa del trigémino. Como no lo consiguió, de tanto esfuerzo, acabó muriendo de cansancio y por eso escribió sobre su tumba: "Perdonen que no me levante".
A estas alturas de vuelo rasante sobre el discurso resulta evidente que a Groucho no le gustaban los colectivos. Si ya sospechaba de la cordura individual, imaginemos el espanto que debía producirle la colectividad, los asociados, ese amontonamiento de cuerpos y pretensiones, ese ruído infame de abrirse paso a codazos, escupitajos o carantoñas, según quién sea el contrincante de al lado o se intuya la dirección de la amenaza. Son solo cosas de la memez humana que oculta su condición bajo la máscara del grupo y saca de vez en cuando la cabeza como los pollos para que la sombra se proyecte sobre los pasmados , los aduladores o los tontos, buscando entre la confusión y el revuelo un lugar de privilegio.
Yo, que de Groucho no tengo ni siquiera el bigote, no puedo evitar sentirme como él en estas cosas de los clubes, los asociados, y el colectivismo, aunque con algo más de frustración y un mucho menos de pragmatismo. Mi angel de la guarda y exterminador dirá que hablo así porque cada vez que he metido las narices en esas aguas he salido escaldado. Sí, escaldado y con un pegote de mierda estampado certeramente sobre la frente como fiel recordatorio de lo que yo siempre he sabido: los colectivos son lugares de oportunidad con la cara lavada donde se refugian muchos pasmados que no aspiran a otra cosa, algunas personas decentes animadas aún por un sobrante de romanticismo, y finalmente los tribunos, es decir los que se asignan la facultad de poner el veto a todas las propuestas de la plebe y de proponer plebiscitos sin opción a consulta alguna. Son los manipuladores sin carné ni credenciales, los verdaderos artífices del clamor del colectivo, los vitoreados desde tiempo inmemorial por esa gran masa de los pasmados mencionados sin los cuales les sería imposible alcanzar esa sonrisa con mueca de orgasmo multitudinario. No es dificil detectarlos porque nada más traspasar la puerta ellos se presentan como tales, primero amablemente, ansiosos por saber si perteneces al rebaño, y luego pertrechados de toda beligerancia cuando descubren que no eres un plegado más a sus justísimas voluntades.
Querido Groucho, ya ves que yo también, siendo un don nadie y no como tú, me he dado cuenta de estas cosas, pero como no escarmiento sigo metiendo de vez en cuando la nariz en la ponzoña, la última en un grupo que dice llamarse de narrativa, ¡qué falacia! Estos tribunos de la gran mierda están por todas partes y no respetan ni a Dios. ¡Cuánto asco Señor hasta de uno mismo! He de confesarte una vez más querido Groucho que a mi también me han asaltado esos instintos del canivalismo y la venganza, pero al contrario que tú, en vez de en el trigémino, el otro día intenté darme un bocado en la punta de la polla, pero al ver tan lejos y tan utópico el alcance, he desistido de volver a intentarlo para no morir de la obsesión. Al menos en esto te he ganado en pragmatismo. Espero que no me lo tomes a mal.

viernes, 17 de abril de 2009

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí


"Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí". Es el 2º microrrelato más corto de la historia de la literatura universal. Lo escribió el escritor hondureño Augusto Monterroso en un momento, supongo, de traspaso inesperado y repentino de poderes desde el más allá, y tal vez tan solo por eso le fue concedida la gloria en el más acá. Consiguió con esa historia al menos dos cosas: que no le reventaran las neuronas como a otros escritores cuando se ven inmersos en el callejón sin salida de la página 424, y que millones de críticos llevasen a cabo después millones de conjeturas. No fue si no con ese mal sueño cuando me di cuenta del poder onírico, que no oneroso, que tiene la literatura.
Pero ¿quién despertó? ¿Quién era el dinosaurio y a qué familia o especie pertenecía? ¿Donde estaban cuando despertó? ¿Donde estaban antes del sueño? ¿Qué sintió cuando vio que aún estaba allí? ¿Qué pensó el dinosaurio? Confieso que no he llegado a leer ni una sola conjetura de todos esos críticos y por eso mismo me siento virgen para vomitar yo también sobre la escena, una escena que se me antoja animosamente entroncada con la cotidianeidad antes que con lo fantástico. Después de ese texto de siete palabras cualquier historia es posible, pero el protagonista y el dinosaurio son insustituibles, y ese vínculo de los personajes a su cortísima historia es lo que la hace única y al mismo tiempo la unta de un inquietante carácter taumatúrgico. La cuestión es que si tuviéramos que vestirnos con la piel de ese texto, ¿a quién nos gustaría representar? ¿Al que duerme o al dinosaurio? suponiendo, claro está, que éste último anduviese despierto. Es sin duda un relato dramático que narra una tragedia anónima no tanto por la falta de identidad de los protagonistas sino más bien por la incertidumbre de lo que sucede antes y después del momento narrado. Son dos seres atrapados en un momento intemporal que carece de pasado y de futuro y por tanto están condenados a verse morir en un presente sin sentido fuera de todo alcance y ajeno a las viejas reminiscencias. En consecuencia deja de ser doloroso desde el punto de vista de lo ganado o perdido por ambos en ese momento ingrato de los balances cuando se está al borde del precipicio, y aún así, el lenguaje y la conciencia trágica alcanzada por cada uno ante la presencia del otro resulta literariamente demoledora. Es dificil imaginar los sentimientos del que despierta y aún más los del dinosaurio, pero esa no es la cuestión que ha perseguido el autor porque desde el mismo momento en que uno se pone a leer el relato ya forma parte de él, y esa es la trampa que nos ha tendido su autor que sin duda sintió también esa claustrofóbica sensación cuando acabó de escribirlo.
Ahora, yo también cuando despierto veo un dinosaurio a mi lado y en voz baja le pregunto -¿por qué sigues ahí?-, y él mira levemente hacia otro lado sin decir nada y entonces yo vuelvo a dormirme sabiendo que cuando despierte de nuevo él seguirá estando ahí, y cuando yo le vuelva a preguntar moverá levemente la cabeza, ésta vez hacia otro lado, y entonces me acercaré y le miraré a los ojos y él sin ningún gesto de compasión corresponderá con una sonrisa. Será el instante en el que recordaré aquel otro relato que tuvo la osadía de ser más corto que el de Monterroso: "¿Olvida usted algo?-¡Ojalá!". Y entonces sabré que ese ¡Ojalá! está referido a uno mismo. Es la historia invariable de la humanidad prodigiosamente contada y estructurada en ambos relatos con tan solo la nimia diferencia de tres palabras.