lunes, 29 de marzo de 2010

Solución y disolución.

Parece ser, al menos un correo de internet así lo atestigua, que un alumno de química contestó en un examen lo siguiente acerca de la diferencia entre una solución y una disolución: "Una disolución es introducir a dos de nuestros políticos para que se disuelvan en una cuba llena de ácido. Y una solución sería meterlos a todos." Parece ser también que se convocó inmediatamente una especie de cónclave entre todos los profesores del centro para pensar en una inédita condecoración que fuese capaz de premiar en el futuro tan alto grado de coherencia, valentía, y contundencia dialéctica, algo que fomentase, si no el esfuerzo didáctico de la propia materia, sí el refrendo triunfante de la verdadera utilidad de la materia gris, que para eso también ha de estar.
Peligrosa incipiencia de conciencia social la de este alumno, se habrán adelantado a pensar algunos de sus profesores más carcas. Desde luego, éste se ha salvado del enorme saco en el que el filósofo Agapito Maestre metió el otro día a la clase juvenil española calificándola como una de las más primitivas y salvajes del continente europeo.
Cuesta trabajo pensar en lo que están pensando ahora mismo los jóvenes españoles, olvidados de sus padres y éstos de ellos, alentados por las consignas de unas tribus callejeras cuya máxima obsesión es ir mostrando los piercing y los tatuajes por las esquinas, y cuya última esperanza de sentido común resulta aniquilada a diario por los ecos mediáticos de la basura televisiva a cuya ponzoña se inclinan idolatrando la imagen totémica de un disparate continuo que nadie es capaz de frenar. ¿A dónde van nuestros jóvenes? ¿A donde vamos nosotros, los que dejamos de serlo hace tiempo, cuando agachamos la cabeza y levantamos la voz tan solo en la soledad de nuestras alcobas? ¡A la mismísima mierda! que diría mi madre en ese proverbial lenguaje que entienden hasta las ranas desde sus charcas. Los políticos, los padres, el sistema educativo, el sistema socio-económico, el metasistema en definitiva, esa palabra de las dos semánticas según convenga hablar de ideologías o de bolsillos, están volteando a la sociedad, y los jóvenes son las esponjas que absorben de inmediato las aguas residuales para darse en ellas un baño de heroicidad. Ser rebelde sin años y sin cultura es el contrasentido universal de los tiempos modernos, la merecida herencia de todos los que no hemos sido capaces de mover un solo dedo para impedirlo. Algunos dirán que las aguas fluyen y que hay que dejarlas correr. El partidismo político vive para sí mismo y los jóvenes son a menudo las carnazas oportunas cuando conviene el alboroto en casa del enemigo o el certero escupitajo en la frente del que propugna consignas para la reconducción. Los jóvenes se encuentran abducidos por la falta de horizontes, una carencia que ha justificado el puntapié a los principios fundamentales, tradicionales, religiosos, laicos, o de la propia comunidad del barrio de cada uno. Y en ese panorama de penosas certidumbres se ha instalado un aburrimiento que emborrona a diario cualquier atisbo de crecimiento personal.
Cuando yo tenía la edad de ellos, seguramente era bastante más gilipollas porque me ponía rojo cuando alguna de mis correligionarias me llamaba por mi nombre, y porque un condón me parecía un innombrable instrumento de tortura barriobajera, y porque pensaba continuamente en lo que quería ser de mayor para devolver el favor a mis padres. Pero jamás se instaló en mi mente la desidia o el aburrimiento. Jugaba al fútbol en el barrio dos o tres horas diarias, sí, pero también esperaba ansiosamente la llegada, cada fin de mes, de los libros escogidos del catálogo del Círculo de Lectores. Obras como Viento del Este y del Oeste, o Un Yanki en la Corte del rey Arturo, o Narraciones Extraordinarias, o Buenos días tristeza, entre otras muchas, fueron devoradas noche tras noche en la cama, recostado sobre la almohada, hasta que vencido dejaba caer la cabeza. Recuerdo la emoción con la que cada año, en Septiembre, hojeaba los nuevos libros del curso que luego forraba con aquel papel azul de rugosa textura, alguna de cuyas páginas sirvió también para dar cobijo a más de una carta de póker con tías en pelotas. Pero éramos entonces igual de gilipollas que de apasionados: con los libros de texto, con los atlas, con los cómics o con los naipes prohibidos. Sabíamos lo que queríamos y sobretodo sabíamos lo que nos emocionaba, respetábamos con temor a todos los que parecían tener algunos años más que nosotros y pensábamos continuamente en el futuro, en ser mayores como nuestros padres y ser padres de provecho para otros hijos. Y soñábamos y soñábamos, con alcanzar metas, con viajar en verano en el seiscientos atestado de chiquillos y tortillas hacia esa playa que estaba al otro lado del horizonte, y con verle el culo a la chacha en ese prodigioso y voluntario descuido que se daba una vez al año, y también, ¡cómo no! con que el jefe de la casa se plegase a nuestros deseos comprándonos la enciclopedia cuyos folletos había dejado en la casa aquel vendedor charlatanesco que comía a la par de cada una de sus precarias ventas. Y crecíamos más con los sueños que con los años. Y así hasta que nos hicimos mayores, mayores con no muchos años, pero cargadas las espaldas de referencias y bien ordenaditas las jerarquías: el profesor en su intocable estrado, los viejos en su arrugada coraza de experiencia y sabiduría, los sueños y los libros siempre a punto, y los padres en el centro de todos los posibles universos. Así, al menos, me ocurrió a mí, un jovenzuelo de mediocres notas que disfrutaba perpetrando refinadas gamberradas en el barrio tanto como hurgando en las proezas de Robin Hood o en los maltrechos escenarios de El Diablo Cojuelo. Un buscador empedernido de emociones y, a veces, atropellado, eso es lo que fui entonces y quisiera ser también ahora. Por eso me asola esta juventud que no lee, que no sabe y que no quiere saber.
En 4º de ESO, que no sé bién lo que es eso, con dieciséis años y la libido haciendo palmas, no saben cuál es la capital de Chile, ni quién pintó Las Meninas, ni qué es el Ganges, ni quién escribió Bodas de Sangre, ni qué es un géyser o una pinacoteca, ni quién fué María Antonieta, ni dónde se encuentra el uréter. Pero sí saben qué es el punto G aunque dudo que sepan hurgarlo como él merece. Y es que he tenido ocasión de preguntárselo a algunos de ellos para salir de inútiles dudas.
Nosotros, los mayores, los subsidiarios, los guías en quienes habrían de haberse fijado esos jóvenes, hemos fracasado ante el estrépito de su voluntaria y terca incultura. No saber es un problema, pero no querer saber es una tragedia. En esos trayectos la crueldad se reaviva, la tolerancia se aminora y las conciencias se adormecen. Y en esa calma estamos, resignados los unos, aburridos los otros, y envilecidos los demás.
Pero el alumno de química, al menos, ha sido capaz de dar una solución. ¿Quién da más?

miércoles, 24 de marzo de 2010

Un cuento.

- Abuelo, háblame de tu tiempo.
- Ya... ¿Mi tiempo? ¿Cuál de ellos?
- No sé, ya sabes, ese tiempo que fué tuyo en otros tiempos.
- ¡Ah! ¡Mi tiempo! Debería haberlo guardado en un arcón con un buen candado y abandonar la llave después en cualquier recodo del camino.
-¿Para qué?
- Para no malgastarlo como hice siempre olvidándome de mantenerme alerta.
- ¿Alerta? ¿Y para qué querías estar alerta?
- Pues para ser aún joven cuando tu llegaras y explicarte las cosas desde poca distancia.
- Pero abuelo, si siempre hemos estado muy cerca.
- ¡Claro! Ahora mismo nos separan apenas las alas de una mariposa...La distancia no es eso, pequeño saltamontes.
- ¿Por qué me llamas pequeño saltamontes?
- ¿No te gusta? Bueno, entonces te llamaré rana gigante.
- ¿Qué dices abuelo? Ese me gusta aún menos.
-¿Ah, sí? Pues mira, eso es lo que tú eres: un pequeño saltamontes y una rana gigante.
- ¡Anda ya! Aunque lo fuese no podría ser las dos cosas a la vez.
- ¿Que no te lo crees? Pues eres esas dos cosas y muchas más.
- Me estás decepcionando, abuelo. Nunca pensé que me veías como a un bicho.
- Es que los saltamontes y las ranas no son bichos.
- ¿No? Entonces, ¿qué son?
- Son...gente, gente encantadora disfrazada con alas y traje de agua que juegan saltando de arbol en árbol los unos y croando por la noche cuentos de futuro a las estrellas las otras.
- No te entiendo, abuelo.
- Pero ellos a ti sí. Yo en mi tiempo hablaba de vez en cuando con ellos y aprendía cosas que no sabía enseñarme la otra gente, esa que va disfrazada de gente.
- ¿Y qué cosas aprendías?
- Pues mira, fueron ellos los que me dijeron que tú llegarías algún día. Y eso me hizo sentirme feliz, muy feliz, tanto que desde entonces pensé que yo en otro tiempo mucho más lejano del que tú me preguntas, había sido un saltamontes y algo más tarde una rana.
- Pues ahora que te miro, no te molestes abuelo, pero de cintura para arriba te pareces a un saltamontes y de cintura para abajo a una rana.
- ¿Serás desvergonzado? A ver, explícame las razones de esa partición corporal.
- Pero si tú estás orgulloso de ser dos bichos a la vez...Verás, esos ojillos, así, hundidillos, y tus brazos que casi siempre están encogidos me recuerdan al saltamontes. Y lo de la rana, es que cuando vas andando te mueves como las ranas: más hacia los lados que hacia adelante.
- ¿Ves como tengo razón? Eres un buen observador, aunque...un poco cabroncete.
- No, abuelo. Soy tu nieto. Por eso he visto lo que llegaste a ser en aquellos tiempos tan...tan raros. Pero yo te preguntaba al principio por tu tiempo de antes, cuando no eras ni una rana ni un saltamontes, cuando eras ya una persona como ahora y yo aún no había llegado.
- Ya lo sé que me preguntas por ese tiempo. No fué un buen tiempo y no lo digo porque lloviera o hiciese mucho frío. Los tiempos no son ni buenos ni malos, tan solo se viven o se desviven, y esto último sí que es una desgracia.
- ¿Y como se vive o se desvive un tiempo?.
- Pues mira, ahora mismo, escuchándote y teniéndote tan cerca, yo estoy viviendo el tiempo. Pero cuando no llegabas y ni siquiera se habían acercado hasta mi el saltamontes y la rana para hablarme de ti, entonces estuve un día tras otro desviviendo el tiempo. Y eso no es otra cosa que el tiempo se da la vuelta y se aleja de tí, y te deja huérfano de toda conciencia, de su transcurso, se hace irrisorio, se convierte en un enemigo, se te atraganta de día, te horroriza de noche, y aleja finalmente las ilusiones que se esconden detrás de los árboles o de las estrellas. Yo sé que te resulta dificil entender estas cosas, pero algún dia lo entenderás.
- No, abuelo. Creo que las entiendo, pero no llores, no me molesta ser un saltamontes y una rana.
- No estoy llorando.
- Sí, si lo estás. Me lo ha dicho la rana. Pero el saltamontes también me ha dicho que no me preocupe, que también se puede llorar de alegría. ¿Sabes una cosa? Que no me molesta ser esos dos bichos a la vez porque si tu también lo fuiste en otros tiempos, yo también, y además acaban de decirme donde está el arca en la que guardaste aquel tiempo malgastado para que te lleve hasta ella y lo puedas volver a utilizar.
- ¿Ah, sí? ¿Y donde está?
- Abuelo, no seas tonto. Dame la mano y cierra los ojos que yo te conduciré hasta ella. Me lo han dicho nuestros parientes, esos bichos que saben más que la gente. Tu arca del tiempo y la mía son la misma, abuelo. La abriremos y aquel tiempo perdido será de nuevo tuyo y, entonces, saltaremos de árbol en árbol y le contaremos cuentos a las estrellas desde las charcas. Y la gente...¡qué nos importa a nosotros la gente!

lunes, 22 de marzo de 2010

Tres miradas.

Toni Blair es un hombre que se dedica a ganar dinero hablándoles a la gente de cómo ganar dinero. Lucio es un anarquista español afincado en París que vivió con intensidad el Mayo del 68 y cuya premisa, de entonces y de ahora, es la de que robar a los bancos es un ejercicio de inequívoca altura moral. Yo, en cambio, soy un hombre vulgar, el hombre en busca de sentido sin más. No soy anarquista ni he sabido nunca ganar dinero dando conferencias o susurrándole trasnochadas consignas a los oídos de los que me parecieron más poderosos que yo. Sin embargo, en los sueños de los tres, esa especie de aúrea de amanecer que olvida sus paisajes de inmediato, trasciende un factor común, un elemento compartible que disiente y se aparta de lo material y de sus logros: la absurda necesidad de sentirse útil a uno mismo. Y cada cual utiliza los medios a su alcance y aprovecha las diferentes atmósferas a su alrededor, sean o no la mera consecuencia de su paso por el sitio, para conseguirlo.
Blair aprovecha una posición social de absoluto privilegio: la que permite haber sido Presidente de una de las naciones más poderosas de la Tierra, con el añadido incluído del ruído mediático que le propició su perfecta alineación y alienación con Mr. Bush, el Terminator de los hombres con cara de sospecha. Desde esa herencia y ese ruído permanente de aplauso en los oídos, piensa que goza de una nueva dimensión, la visión que facultan los avatares y las volteretas en la primera línea de fuego y que, además, es extensible a todos los ámbitos. No le afectan los errores ni las críticas y aún menos los muertos en su cuenta indirecta. Reúne momentos estelares en su pensamiento y amortiza y amortiza delante del espejo con una indudable mueca de triunfador. Entonces hace la maleta y se lanza al mundo encasquetado en su sonrisa, conecta con los aplausos y prepara las consignas que vomitará a los embelesados que en el fondo siempre pensaron como él. A continuación, otros se encargan de cobrarles a esos mismos entre 4 y cinco mil euros por asistir a la sala donde con muchas palabras y pocas ideas les indicará el camino para llegar hasta la diosa fortuna. De esta manera, el Sr. Blair se ha embolsado en los últimos tres años 22 millones de euros y los que D.m. te rondaré morena.
Lucio tiene ya un marasmo de arrugas en la cara pero no las muestra en su verborrea. Mira con ojillos de pícaro y se pavonea ante las preguntas. Se considera el centro neurálgico de lo políticamente incorrecto y ante esa desvergüenza se arrodilla. No le tiembla ni la voz ni el pulso, pero deja entrever de vez en cuando los repuntes de haber sido siempre un hombre apasionado. Los imaginables zarandeos no le han movido del sitio: nació atravesado y ahí sigue, sin dobleces, rebelado ante todo lo rebelable, llamando a las cosas por su nombre, volteando los términos para que queden las intenciones al descubierto, y sabiendo siempre en el lugar que se parapetan los malos. Lucio no parece odiar a nadie, pero se ríe de los delincuentes que la gran mayoría entiende como los salvadores del mundo: la Banca, los políticos y sus respectivos órdenes establecidos. Y sigue viviendo en París por estricto mandato del cumplido deber con la tierra que le rescató del aire enrarecido y carca de aquella otra de su antiguo origen, y además, dice también, por las carantoñas impagables de algunos de sus nietos.
Yo, ahora, quisiera ser como ellos: conferenciante y anarquista. O sea, recorrer el mundo visitando todo tipo de templos gastronómicos, soltando arengas y mentiras por mi boca, hipnotizando e idiotizando a las audiencias, lamiendo a domicilio por la noche pieles tersas de alto standing, y pasándome por el forro de las texturas y los escrotos las leyes establecidas, las promesas de los políticos y las carnazas de los bancos. Pero no. Soy el hombre en busca de sentido. Uno más. Como esos dos. A los tres, como a tantos otros, nos une ese sexuado deseo de ser útil a uno mismo. Por eso Mr. Blair es pródigo en conferencias de autoayuda y los 22 millones de euros le parecen irrisorios ante su enorme contribución al enriquecimiento virtual de los ignorantes. Y por eso también, Lucio luce ese sarcasmo de hombre sobreviviente y camina cansinamente por las calles del barrio de Belleville levantando, no obstante, la barbilla, en señal de respeto y admiración exclusivamente hacia sí mismo. Y por eso finalmente yo también, levanto y agacho la cabeza alternativamente conforme voy intuyendo la grandeza y la miseria que confluyen en ese buscado sentido, una jodida ambigüedad que me lleva amargada la mitad de la mitad de mi vida. Un porcentaje, en cualquier caso, ciertamente esperanzador.

miércoles, 10 de marzo de 2010

10 de Marzo.

Un beso desde las descarnadas raíces de la memoria inagotable que tú mismo sembrastes en este alocado corazón. Un abrazo desde la infinita distancia que se hace ridícula cada vez que me sobresaltas con ese aliento que no cesa. Una mirada desde tus ojos que ahora son los míos y que me indican el camino a seguir. Un inabarcable agradecimiento: el de haber podido disfrutarte en toda la plenitud de tu inconmensurable sabiduría, paciencia, sacrificio y generosidad. Una revelación: la que me permitió saber de la condición divina de algunos hombres. Un deseo: el que volviéramos a nacer para tenerte de nuevo en casa. Y un mensaje innecesario: te queremos.

viernes, 5 de marzo de 2010

Mujeres


Son como las moléculas de oxígeno que transporta la sangre: fluyen en nuestro interior proporcionándonos alternados y sucesivos impulsos de vida, y cuando nos faltan, confusos y temerosos, nos ahogamos en el vómito de la soledad. Son como las ninfas aúreas de Juan Ramón Jiménez en el clímax de su vecindaria melancolía: moradas y carnosas como una noche al caer, jugosas y blancas a la luz del día, aterciopeladas, acuosas como el rocío, providenciales y precursoras. Son de otros mundos. Llegaron desde muy lejos y por eso siempre van más allá. Presienten las cosas esenciales, adivinan futuros y adivinanzas, arremeten con brío contra la corriente, dejan pasar el aire, rompen los silencios, susurran mensajes en lenguas desconocidas, se convierten en estatuas de sal para que pase el enemigo, tejen ardides, dosifican las energías, caminan sin poner los pies en el suelo y se abren de piernas a modo de puentes entre mundos antagónicos. Atienden a las brujas y a las flores con idénticos mimos, sonríen por dentro cuando nadie las mira, y se preparan a sí mismas para el combate pertrechadas sin ridículas ni aparatosas armas, sin temor, sin ruído de sables ni vacilantes arengas rescatadas de las gestas de la Historia. Se acomodan entre ellas, se abren paso a golpes de besos en la maleza, tejen telas de araña donde acaban los incautos, guardan primorosamente sus ropas, dibujan los paisajes que convienen, borran de un plumazo las vergüenzas y allanan sus propios caminos. En los extremos de las cosas, ocupan prodigiosamente el centro y se transforman en aire en el filo de las navajas. Leen el futuro como las náyades mirando siempre a las aguas, hablan desde los ojos, lloran por pura rabia, se incomodan con la calma, prometen falsas esperanzas y hacen préstamos de lágrimas. Su tacto es sedoso y delicado y a menudo exhiben múltiples colores y texturas como las flores carnívoras. Transportan savia como los árboles, atesoran viejas ofensas y prohibidos recuerdos en lo más hondo de ellas mismas, se acicalan indistintamente para lo bueno y lo malo, aturden a los hombres con su belleza, los vuelven locos con nimias porciones de vello púbico, juegan con sus ridículos atributos y cabalgan sobre ellos a golpe de fusta y de chanza. Se confabulan con las jerarquías haciéndolas todas suyas, pactan en plena nocturnidad para no despertar a los niños y lloran con lágrimas ajenas cuidando de ahorrar sentimientos. Se desnudan en ínfimas partes que encienden hogueras en su justa medida, exhalan proporcionales raciones de perfume, manipulan las atmósferas haciéndolas respirables y enhebran agujas increíbles en todo tipo de pajares y aposentos. A menudo regurgitan los improperios recibidos y sonríen mientras juguetean con la venganza, rechazan las cosechas que no llevan sus nombres, hacen crecer yerbas amarillas en los desiertos, beben en el néctar de sus tragedias históricas y sientan variadas y múltiples jurisprudencias que les permiten esconder los rostros bajo invisibles burcas. Aparentan añoranzas de no haber sido hombres de otro tiempo, invocan continuamente al dios de la femineidad para que no baje un ápice la guardia y se miran con lascivia en los espejos dibujando orgasmos de luz en la superficie. Cuando la noche se acerca entornan los ojos, desconfían del aire, reabren sus heridas, establecen conjuros que las acerquen a la inmortalidad y finjen dormir plácidamente. Y cuando llega la luz, una vez más, continúan a lo suyo.

Llegaron desde muy lejos y, en sus orígenes, jamás necesitaron de costilla alguna, ni barro, ni Dios para moldearse, y a esa fuente sin nombre, remiten las consecuencias de sus actos. Fluctúan como los parámetros de las leyes inciertas de la ciencia, como la llama de una antorcha en el cabo de todas las tormentas, bailan al son del terrible poder de cada uno de sus enhiestos encantos, suspiran de triunfo cuando nadie las ve, hacen el amor cuando conviene y la guerra cuando está ganada de antemano, y cuando sucumben en el combate, se regeneran en zombies que serán útiles y provechosos en las siguientes cosechas. Su poder está fuera de toda duda y su misión fuera de todos los entendimientos, recolectan influencias poco a poco como las hormigas y van dejando un rastro por donde pasan indicando el nuevo camino a seguir. Amarran a los hombres anudándoles a la miel de la punta de sus lenguas y estrangulan las voluntades que se resisten con una somera presión de sus entrepiernas.

Pero dan brillo y esplendor. Y otorgan razones para vivir. Y se regeneran mudando la piel como las serpientes sin esfuerzo alguno. Y paren hijos legítimos que perpetúan la especie y, a veces, hijos anónimos que son el fruto perfecto del instante de una voluntad que hizo saltar por los aires las leyes establecidas. Y son verticales u horizontales, según se mire, insondables, navegables, luminosas, oscuras y, a fin de cuentas, esenciales para que nada pueda escapar de sus órbitas y perderse definitivamente en un mundo sin pasión y sin razones.

Son las mujeres, las cariátides que llevan a todos los seres del mundo sobre sus hombros y al mundo entero bajo sus pies.Nosotros, los hombres, no supimos nunca venir desde tan lejos, pero ellas, las mujeres, se bastan a sí mismas.
"Cualquier hombre puede ser feliz al lado de una mujer, con tal de que no la ame". Oscar Wilde.