Parece ser, al menos un correo de internet así lo atestigua, que un alumno de química contestó en un examen lo siguiente acerca de la diferencia entre una solución y una disolución: "Una disolución es introducir a dos de nuestros políticos para que se disuelvan en una cuba llena de ácido. Y una solución sería meterlos a todos." Parece ser también que se convocó inmediatamente una especie de cónclave entre todos los profesores del centro para pensar en una inédita condecoración que fuese capaz de premiar en el futuro tan alto grado de coherencia, valentía, y contundencia dialéctica, algo que fomentase, si no el esfuerzo didáctico de la propia materia, sí el refrendo triunfante de la verdadera utilidad de la materia gris, que para eso también ha de estar.
Peligrosa incipiencia de conciencia social la de este alumno, se habrán adelantado a pensar algunos de sus profesores más carcas. Desde luego, éste se ha salvado del enorme saco en el que el filósofo Agapito Maestre metió el otro día a la clase juvenil española calificándola como una de las más primitivas y salvajes del continente europeo.
Cuesta trabajo pensar en lo que están pensando ahora mismo los jóvenes españoles, olvidados de sus padres y éstos de ellos, alentados por las consignas de unas tribus callejeras cuya máxima obsesión es ir mostrando los piercing y los tatuajes por las esquinas, y cuya última esperanza de sentido común resulta aniquilada a diario por los ecos mediáticos de la basura televisiva a cuya ponzoña se inclinan idolatrando la imagen totémica de un disparate continuo que nadie es capaz de frenar. ¿A dónde van nuestros jóvenes? ¿A donde vamos nosotros, los que dejamos de serlo hace tiempo, cuando agachamos la cabeza y levantamos la voz tan solo en la soledad de nuestras alcobas? ¡A la mismísima mierda! que diría mi madre en ese proverbial lenguaje que entienden hasta las ranas desde sus charcas. Los políticos, los padres, el sistema educativo, el sistema socio-económico, el metasistema en definitiva, esa palabra de las dos semánticas según convenga hablar de ideologías o de bolsillos, están volteando a la sociedad, y los jóvenes son las esponjas que absorben de inmediato las aguas residuales para darse en ellas un baño de heroicidad. Ser rebelde sin años y sin cultura es el contrasentido universal de los tiempos modernos, la merecida herencia de todos los que no hemos sido capaces de mover un solo dedo para impedirlo. Algunos dirán que las aguas fluyen y que hay que dejarlas correr. El partidismo político vive para sí mismo y los jóvenes son a menudo las carnazas oportunas cuando conviene el alboroto en casa del enemigo o el certero escupitajo en la frente del que propugna consignas para la reconducción. Los jóvenes se encuentran abducidos por la falta de horizontes, una carencia que ha justificado el puntapié a los principios fundamentales, tradicionales, religiosos, laicos, o de la propia comunidad del barrio de cada uno. Y en ese panorama de penosas certidumbres se ha instalado un aburrimiento que emborrona a diario cualquier atisbo de crecimiento personal.
Cuando yo tenía la edad de ellos, seguramente era bastante más gilipollas porque me ponía rojo cuando alguna de mis correligionarias me llamaba por mi nombre, y porque un condón me parecía un innombrable instrumento de tortura barriobajera, y porque pensaba continuamente en lo que quería ser de mayor para devolver el favor a mis padres. Pero jamás se instaló en mi mente la desidia o el aburrimiento. Jugaba al fútbol en el barrio dos o tres horas diarias, sí, pero también esperaba ansiosamente la llegada, cada fin de mes, de los libros escogidos del catálogo del Círculo de Lectores. Obras como Viento del Este y del Oeste, o Un Yanki en la Corte del rey Arturo, o Narraciones Extraordinarias, o Buenos días tristeza, entre otras muchas, fueron devoradas noche tras noche en la cama, recostado sobre la almohada, hasta que vencido dejaba caer la cabeza. Recuerdo la emoción con la que cada año, en Septiembre, hojeaba los nuevos libros del curso que luego forraba con aquel papel azul de rugosa textura, alguna de cuyas páginas sirvió también para dar cobijo a más de una carta de póker con tías en pelotas. Pero éramos entonces igual de gilipollas que de apasionados: con los libros de texto, con los atlas, con los cómics o con los naipes prohibidos. Sabíamos lo que queríamos y sobretodo sabíamos lo que nos emocionaba, respetábamos con temor a todos los que parecían tener algunos años más que nosotros y pensábamos continuamente en el futuro, en ser mayores como nuestros padres y ser padres de provecho para otros hijos. Y soñábamos y soñábamos, con alcanzar metas, con viajar en verano en el seiscientos atestado de chiquillos y tortillas hacia esa playa que estaba al otro lado del horizonte, y con verle el culo a la chacha en ese prodigioso y voluntario descuido que se daba una vez al año, y también, ¡cómo no! con que el jefe de la casa se plegase a nuestros deseos comprándonos la enciclopedia cuyos folletos había dejado en la casa aquel vendedor charlatanesco que comía a la par de cada una de sus precarias ventas. Y crecíamos más con los sueños que con los años. Y así hasta que nos hicimos mayores, mayores con no muchos años, pero cargadas las espaldas de referencias y bien ordenaditas las jerarquías: el profesor en su intocable estrado, los viejos en su arrugada coraza de experiencia y sabiduría, los sueños y los libros siempre a punto, y los padres en el centro de todos los posibles universos. Así, al menos, me ocurrió a mí, un jovenzuelo de mediocres notas que disfrutaba perpetrando refinadas gamberradas en el barrio tanto como hurgando en las proezas de Robin Hood o en los maltrechos escenarios de El Diablo Cojuelo. Un buscador empedernido de emociones y, a veces, atropellado, eso es lo que fui entonces y quisiera ser también ahora. Por eso me asola esta juventud que no lee, que no sabe y que no quiere saber.
En 4º de ESO, que no sé bién lo que es eso, con dieciséis años y la libido haciendo palmas, no saben cuál es la capital de Chile, ni quién pintó Las Meninas, ni qué es el Ganges, ni quién escribió Bodas de Sangre, ni qué es un géyser o una pinacoteca, ni quién fué María Antonieta, ni dónde se encuentra el uréter. Pero sí saben qué es el punto G aunque dudo que sepan hurgarlo como él merece. Y es que he tenido ocasión de preguntárselo a algunos de ellos para salir de inútiles dudas.
Nosotros, los mayores, los subsidiarios, los guías en quienes habrían de haberse fijado esos jóvenes, hemos fracasado ante el estrépito de su voluntaria y terca incultura. No saber es un problema, pero no querer saber es una tragedia. En esos trayectos la crueldad se reaviva, la tolerancia se aminora y las conciencias se adormecen. Y en esa calma estamos, resignados los unos, aburridos los otros, y envilecidos los demás.
Pero el alumno de química, al menos, ha sido capaz de dar una solución. ¿Quién da más?