"Si Dios existe, Dios es música", ha dicho alguién por ahí. Y yo lo comparto, música y, tal vez, algunas cosas más. No hay nada que logre despertar tanto mis sentimientos, los buenos y los malos, los infecciosos y los puros, como esa música que se encaja a tu propio momento como anillo al dedo y que te saca todo eso que se niega a asomar al exterior porque el panorama no resulta demasiado interesante. Llevo toda la vida sintiéndolo sin que el paso implacable de los años haya logrado aminorar alguna parte de esa conciencia.
La otra tarde estuve escuchando a Manu Chao, que con ese estilo inclasificable entre el reggae, la rumba y el llanto, no deja títere con cabeza cuando le canta a lo individual o a lo colectivo, o sea, al compadrito o a quién le manda. Con cada una de sus canciones fui sucesivamente recordando y dedicando: "Si me das a elegir" al amor sin más, a esa mujer por pasar o pasada con quién se sueña o se han vivido momentos de plenitud y de éxtasis, ajenos al compromiso y a los tributos; "Mala vida" a esas etapas de locura que se presentaron sin esperarlas y que confunden siempre el recuerdo por su poso amalgamado entre lo dulce y lo amargo; "El contragolpe" a los amores follaos -que nadie lo malinterprete-, los amores follaos son como los petardos follaos, los petardos rateros, esos que al prenderles la mecha solo expelen una estela de maloliente humo y nada de zambombazo, hablo, claro está, de los amores fallidos, de las casas de colores levantadas sin cimientos; "Por el suelo" a la Tierra que pisamos y que nos da el alimento, a la pachamama que llora delante de sus desgarros y que apenas la dejamos respirar aplastada por sus hijos; "5 razones" a mí mismo y a nadie más; "Rainin in paradize" al movimiento, a la energía, a la pasión, y al tomar por culo la bicicleta; y por último "Próxima estación: esperanza" a eso mismo, a la esperanza, la misma que andaremos buscando dentro de otros mil años.
Pero no, no me he desviado del tema, porque ese libro "Entre la oscuridad y el cielo" es una música, la música de una vida, un canto a la diversidad individual y un grito a la tragedia del destino desconocido del hombre. Dice Javier Marías en una de sus obras que jamás debiéramos contar nada. Pero yo no le he hecho caso y por eso, llegado el momento, me he quedado encueros, ante mí mismo y ante toda la humanidad, y he contado y contado, lo uno y lo otro, lo deseado, lo vivido, lo imaginado, lo temido, lo prohibido, lo aprendido y lo alcanzado. ¿Qué va a ser de nosotros si no dejamos alguna estela del paso efímero por la vida, si no extendemos ese salvoconducto que pueda hacerle sonreir a alguién o inducirle a semejantes ocurrencias en un futuro próximo o lejano? Lo que permanece oculto, lo secreto, lo insondable, todo aquello que no logra salir a la luz es, al fin y al cabo, algo inservible, inexistente y por lo tanto , ineficaz para el aprendizaje o para, en último caso, la reflexión, el espanto o el goce. Así que presentada la ocasión, me pertreché de todos los recuerdos y las experiencias recientes y me puse manos a la tarea, olvidado de indiscreciones y de daños colaterales, y sin siquiera pararme a pensar si un paria como yo, atiborrado de anonimato, tendría derecho a agredir a un establishment literario que tan solo reconoce a los suyos. Y sí, me importó una mierda ni más ni menos grande que todas las que se hacinan amontonadas a cientos en los estantes de cualquier tienda de libros. Y lo hice en honor a la verdad, porque "Entre la oscuridad y el cielo" es una obra que habla de la verdad, la verdad ínfima e individual, la que cabe en la palma de la mano como la eternidad o una manzana, lo inabarcable y lo limitado, lo incomprensible y la tremenda realidad de la existencia de cada uno, unidos para formar ese todo inalienable: nuestra propia conciencia. Cuando uno mira hacia sus adentros y cuenta exactamente lo que ve, está hablando de esa verdad. A partir de esa percepción, todo el mundo puede escribir un libro, inventado o no, con más o menos ficción, pero siempre habrá de hacerlo con arreglo a su conciencia para que aflore su verdad. Lo contrario sería un acto fraudulento que no eximiría de las culpas al autor por mucho que hubiese saturado sus escritos de elegancia literaria. No estoy pretendiendo sublimar el acto de la escritura. Un poema, un cuento, la simple narración de un hecho no tienen porqué estar exentos de esa condición de fidelidad a sí mismo del propio autor. A partir de ahí, la escritura, mejor o peor llevada a efecto, es un acto trascendente, si no para nadie más, al menos para uno mismo. Y así, con esos convencimientos, comenzó a gestarse la criatura.
"Entre la oscuridad y el cielo" es la historia de un pasaje de cincuenta y tantos años que comenzó a forjarse en la mente de su autor cuando éste leyó "El signo de Jonás" con apenas 14 años, el diario de Thomas Merton, un escritor y monje trapense norteamericano que narra sus vivencias a lo largo de cinco años en un monasterio de Kentucky cercano al lugar donde nació Abraham Lincoln. Casi 40 años después de esta lectura, el autor, es decir, yo, en una nueva noche de cumpleaños, decide escapar de sus propias órbitas y remover en las entrañas en busca de algo que resulte sustancioso. Y no se le ocurre otra cosa que pedir asilo y cobijo durante unos días en un monasterio benedictino perdido en las montañas del prepirineo de Navarra. Ninguna admonición religiosa ni redenciones recurrentes para aliviar antigüos o recientes pecados le impulsan a ello. Se trata de una de esas elecciones raras que los hombres corrientes ponen al uso alguna vez. Cuando conoce al padre hospedero del cenobio -toda una pieza en perfecta sintonía con su pasado de perversión y su presente de santidad- se desata el vendaval de una pléyade de acontecimientos que, aún hoy, ese autor no ha logrado digerir, una fantasmagoría al uso de un hombre vulgar del siglo XXI que, no obstante, se siente elegido por la varita mágica de un azar que le deparará momentos inquietantes e inolvidables y, sobretodo, conciencia de hombre triunfador por saberse tocado de un gran secreto. Desde su demarcación de toda la vida entre la Punta de Entinas y el Cabo de Gata, viajará a Venecia y a Florencia, y removerá en los archivos históricos de aquella Italia renacentista en busca de lo que su maestro -un vidriero veneciano con una extraña relación con el monje benedictino- le ha presentado como la Verdad de las verdades. Cuando finalmente la descubre se dará cuenta de que se trata de su propia verdad, esa que cabe en la palma de la mano como la eternidad o una manzana, como decíamos antes. En medio de todo ello, las pasiones y las miserias humanas se despliegan por aquí y por allá, dejando un paisaje que a nadie dejará indiferente y en el que muchos lograrán verse fielmente retratados.
"Entre la oscuridad y el cielo" es un viaje al abismo que discurre permanentemente entre esos límites de luces y de sombras, de alegría y de tristeza, de revelación y de incertidumbre. Un viaje, en cualquier caso, que narra la historia verídica y extraordinaria de un hombre corriente que, desde aquella noche de cumpleaños, asomado a la terraza y mirando a las estrellas, decidió embarcarse en busca de su propia trascendencia y cuando, finalmente, se dio de bruces con ella ya nunca más volvió a ser el mismo.
"Entre el sol y nosotros hay una oscuridad y por eso los cielos son de color azulado" Leonardo da Vinci