lunes, 12 de septiembre de 2011

Por qué escribí "Entre la oscuridad y el cielo"

"Si Dios existe, Dios es música", ha dicho alguién por ahí. Y yo lo comparto, música y, tal vez, algunas cosas más. No hay nada que logre despertar tanto mis sentimientos, los buenos y los malos, los infecciosos y los puros, como esa música que se encaja a tu propio momento como anillo al dedo y que te saca todo eso que se niega a asomar al exterior porque el panorama no resulta demasiado interesante. Llevo toda la vida sintiéndolo sin que el paso implacable de los años haya logrado aminorar alguna parte de esa conciencia.


La otra tarde estuve escuchando a Manu Chao, que con ese estilo inclasificable entre el reggae, la rumba y el llanto, no deja títere con cabeza cuando le canta a lo individual o a lo colectivo, o sea, al compadrito o a quién le manda. Con cada una de sus canciones fui sucesivamente recordando y dedicando: "Si me das a elegir" al amor sin más, a esa mujer por pasar o pasada con quién se sueña o se han vivido momentos de plenitud y de éxtasis, ajenos al compromiso y a los tributos; "Mala vida" a esas etapas de locura que se presentaron sin esperarlas y que confunden siempre el recuerdo por su poso amalgamado entre lo dulce y lo amargo; "El contragolpe" a los amores follaos -que nadie lo malinterprete-, los amores follaos son como los petardos follaos, los petardos rateros, esos que al prenderles la mecha solo expelen una estela de maloliente humo y nada de zambombazo, hablo, claro está, de los amores fallidos, de las casas de colores levantadas sin cimientos; "Por el suelo" a la Tierra que pisamos y que nos da el alimento, a la pachamama que llora delante de sus desgarros y que apenas la dejamos respirar aplastada por sus hijos; "5 razones" a mí mismo y a nadie más; "Rainin in paradize" al movimiento, a la energía, a la pasión, y al tomar por culo la bicicleta; y por último "Próxima estación: esperanza" a eso mismo, a la esperanza, la misma que andaremos buscando dentro de otros mil años.


Pero no, no me he desviado del tema, porque ese libro "Entre la oscuridad y el cielo" es una música, la música de una vida, un canto a la diversidad individual y un grito a la tragedia del destino desconocido del hombre. Dice Javier Marías en una de sus obras que jamás debiéramos contar nada. Pero yo no le he hecho caso y por eso, llegado el momento, me he quedado encueros, ante mí mismo y ante toda la humanidad, y he contado y contado, lo uno y lo otro, lo deseado, lo vivido, lo imaginado, lo temido, lo prohibido, lo aprendido y lo alcanzado. ¿Qué va a ser de nosotros si no dejamos alguna estela del paso efímero por la vida, si no extendemos ese salvoconducto que pueda hacerle sonreir a alguién o inducirle a semejantes ocurrencias en un futuro próximo o lejano? Lo que permanece oculto, lo secreto, lo insondable, todo aquello que no logra salir a la luz es, al fin y al cabo, algo inservible, inexistente y por lo tanto , ineficaz para el aprendizaje o para, en último caso, la reflexión, el espanto o el goce. Así que presentada la ocasión, me pertreché de todos los recuerdos y las experiencias recientes y me puse manos a la tarea, olvidado de indiscreciones y de daños colaterales, y sin siquiera pararme a pensar si un paria como yo, atiborrado de anonimato, tendría derecho a agredir a un establishment literario que tan solo reconoce a los suyos. Y sí, me importó una mierda ni más ni menos grande que todas las que se hacinan amontonadas a cientos en los estantes de cualquier tienda de libros. Y lo hice en honor a la verdad, porque "Entre la oscuridad y el cielo" es una obra que habla de la verdad, la verdad ínfima e individual, la que cabe en la palma de la mano como la eternidad o una manzana, lo inabarcable y lo limitado, lo incomprensible y la tremenda realidad de la existencia de cada uno, unidos para formar ese todo inalienable: nuestra propia conciencia. Cuando uno mira hacia sus adentros y cuenta exactamente lo que ve, está hablando de esa verdad. A partir de esa percepción, todo el mundo puede escribir un libro, inventado o no, con más o menos ficción, pero siempre habrá de hacerlo con arreglo a su conciencia para que aflore su verdad. Lo contrario sería un acto fraudulento que no eximiría de las culpas al autor por mucho que hubiese saturado sus escritos de elegancia literaria. No estoy pretendiendo sublimar el acto de la escritura. Un poema, un cuento, la simple narración de un hecho no tienen porqué estar exentos de esa condición de fidelidad a sí mismo del propio autor. A partir de ahí, la escritura, mejor o peor llevada a efecto, es un acto trascendente, si no para nadie más, al menos para uno mismo. Y así, con esos convencimientos, comenzó a gestarse la criatura.


"Entre la oscuridad y el cielo" es la historia de un pasaje de cincuenta y tantos años que comenzó a forjarse en la mente de su autor cuando éste leyó "El signo de Jonás" con apenas 14 años, el diario de Thomas Merton, un escritor y monje trapense norteamericano que narra sus vivencias a lo largo de cinco años en un monasterio de Kentucky cercano al lugar donde nació Abraham Lincoln. Casi 40 años después de esta lectura, el autor, es decir, yo, en una nueva noche de cumpleaños, decide escapar de sus propias órbitas y remover en las entrañas en busca de algo que resulte sustancioso. Y no se le ocurre otra cosa que pedir asilo y cobijo durante unos días en un monasterio benedictino perdido en las montañas del prepirineo de Navarra. Ninguna admonición religiosa ni redenciones recurrentes para aliviar antigüos o recientes pecados le impulsan a ello. Se trata de una de esas elecciones raras que los hombres corrientes ponen al uso alguna vez. Cuando conoce al padre hospedero del cenobio -toda una pieza en perfecta sintonía con su pasado de perversión y su presente de santidad- se desata el vendaval de una pléyade de acontecimientos que, aún hoy, ese autor no ha logrado digerir, una fantasmagoría al uso de un hombre vulgar del siglo XXI que, no obstante, se siente elegido por la varita mágica de un azar que le deparará momentos inquietantes e inolvidables y, sobretodo, conciencia de hombre triunfador por saberse tocado de un gran secreto. Desde su demarcación de toda la vida entre la Punta de Entinas y el Cabo de Gata, viajará a Venecia y a Florencia, y removerá en los archivos históricos de aquella Italia renacentista en busca de lo que su maestro -un vidriero veneciano con una extraña relación con el monje benedictino- le ha presentado como la Verdad de las verdades. Cuando finalmente la descubre se dará cuenta de que se trata de su propia verdad, esa que cabe en la palma de la mano como la eternidad o una manzana, como decíamos antes. En medio de todo ello, las pasiones y las miserias humanas se despliegan por aquí y por allá, dejando un paisaje que a nadie dejará indiferente y en el que muchos lograrán verse fielmente retratados.


"Entre la oscuridad y el cielo" es un viaje al abismo que discurre permanentemente entre esos límites de luces y de sombras, de alegría y de tristeza, de revelación y de incertidumbre. Un viaje, en cualquier caso, que narra la historia verídica y extraordinaria de un hombre corriente que, desde aquella noche de cumpleaños, asomado a la terraza y mirando a las estrellas, decidió embarcarse en busca de su propia trascendencia y cuando, finalmente, se dio de bruces con ella ya nunca más volvió a ser el mismo.



"Entre el sol y nosotros hay una oscuridad y por eso los cielos son de color azulado" Leonardo da Vinci

sábado, 3 de septiembre de 2011

Rumi

No sé quién es Rumi. Ni siquiera sé si es una mujer. Tan solo ha puesto ese nombre, o lo que sea, al final de su escueto comentario a uno de mis artículos del blog. Y dice ella, supongo, que los verdaderos amantes nunca llegan a conocerse, están entrelazados para siempre. Entre tanto vericueto literario sobre las cosas del amor, nunca había leído algo semejante. Y me he estremecido. Tal vez haya dado en el clavo de la mismísima clave, el auténtico secreto de los giros enrevesados, fuera de todo tipo de planos, donde se mueven las alternancias incomprensibles de esa cosa intangible que llamamos amor, esa extraña pulsión que nos vuelve más tontos que ninguna otra tontuna.



Pues resulta que el experimento no carece de tentativas porque todo el mundo busca lo que casi nadie logra encontrar. Así que la frase de mi escueta y desconocida amiga Rumi no carece en absoluto de sentido. Creo que el hombre es un ser inferior al no ser conocedor en modo alguno del sentido de su vida hasta que la gasta buscándolo.



Pero Rumi ha encendido una vela, la luz del faro del fin del mundo, la última frontera de los delirios de ese hombre o mujer cuya mayor tragedia es que no exista un más allá. Pues ahí lo tenemos, intocable pero ahí, frente a nosotros.El amor de toda la vida existe, existe y piensa continuamente en el otro, y sueña, y se apasiona, y se imagina mundos de rosas y de caricias, y de besos, y de sexos entrelazados fundiéndose en la más ardorosa plenitud de los goces esenciales, un divino e inacabable orgasmo que tan solo queda limitado por la imaginación de sus autores, los amantes inequívocos salvados por la distancia inconmensurable de dos órbitas que jamás se cruzarán.



Estoy seguro, ahora que ya lo sé, que hay alguna mujer por ahí pensando en un hombre exactamente como yo soy, así de desastre, así de vehemente, así de feo y de mal organizado, abúlico insoportable y dificil de entretener como a los niños traviesos, que se caga en los muertos del faraón cuando las cosas no le son propicias, y que desprecia con todas sus fuerzas a toda esa gentuza que habiendo ido a la escuela le niega los buenos dias al indigente que se los da en busca tan solo de unas palabras. Una mujer que mira continuamente a mis ojos sin tenerlos delante, y que ve desde la distancia como brillan y se encienden ante su sonrisa, ante su inconfesable insinuación. Una mujer que sabe lo que voy a decir antes de abrir la boca y que está deseando escucharlo porque es eso exactamente y no ninguna otra cosa la que quiere oír. Una mujer para quién yo soy el dios más grande de este mundo terrenal e incomprensible, que tiembla de pasión y de emoción al imaginarse frente a mí, que se aferra a mi mano intentando que semejante nudo no se suelte hasta que llegue ese dia lejano en que muramos los dos a un mismo tiempo.



Estoy hablando de algo muy humano, no del mundo feliz de Aldous Huxley. Denis Diderot en el siglo XVIII dijo que "el colmo de la locura es proponerse la ruina de las pasiones. No pasa de ser un hermoso sueño que un devoto se atormente furiosamente para no desear nada, para no amar nada, para no sentir nada, pues si lo consiguiera, acabaría convirtiéndose en un verdadero monstruo". Esto es lo que yo llamo, y ahora lo sé porque jamás antes lo supe, la gente sin alma. Un hombre o una mujer sin alma es un ser que no se sabe si está vivo o muerto, ni siquiera ellos mismos son conscientes de ello porque su estado es ambivalente y volteable, es decir, el diá será noche cuando sea dia y viceversa, con lo cual jamás podrán disfrutar con plenitud de lo uno o de lo otro. Creo que es de esta especie de la que hablaba Diderot.



Así que nadie de este mundo conocido se lamente de su errática búsqueda, de ese atisbo de desgracia en la que parece envolvernos la soledad a los que no nos hemos topado con el amor de nuestra vida, porque ese amor existe, y esta ahí, al otro lado tan solo, pensando en su otra mitad, la mitad inconquistable, tal vez la verdadera razón de ser de uno mismo, la salvaguarda del otro, el fiel testigo de una existencia que es tan efímera como indescriptibles sus fugaces momentos de pasión, de esa pasión que a falta del imposible salto a la órbita de tu fiel amada, hay que desplegar hacia uno u otro lado de la demarcación que a cada cual se nos ha asignado, un territorio comanche antesala de ese otro más allá donde nos espera con los brazos abiertos y las bragas de seda en la mano el amor de toda nuestra vida.



Decía Hippolyte Adolphe Taine en el siglo XIX que cuando se produce un naufragio, los tesoros se hunden en el fondo del mar, mientras que la basura se queda flotando en la superficie. Cuando yo me hunda, procuraré que el peso de todas las pasiones alcanzables me hundan de verdad, para que así ninguna de mis basuras aflore a la superficie. Gracias Rumi.




Nota, a posteriori, del autor: Ya sé quién es Rumi y, no, no es una mujer. La confusión ha sido debida a la inconcreción y el anonimato de quién me envió el comentario y, también, a mi ignorancia. Perdona Yalal ad-Din Muhammad Rumi por haberte despertado de tu larga siesta de ochocientos años en este humilde espacio. Ya me parecían a mi palabras muy sabias para haberlas pronunciado un corriente mortal, hombre o mujer, de esta cercanía y este tiempo, ¡oh, gran poeta místico musulman!