
Muchas veces cuando paso por delante me resulta inadvertido. Otras, en cambio, vuelvo a sentir ese pellizco en el estómago que rescata del recuerdo placenteras tardes y oportunidades que no volverán. Fue durante cuatro años un Olimpo de 1400 m2 para un dios disfrazado con los hábitos de un paria y despojado de toda divinidad. Mientras duró la ocupación, solo fui consciente de dos mundos: el de muros hacia dentro y el de muros hacia fuera. Aquella línea perimetral casi cuadrada indicaba los límites legítimos de una demarcación, el espacio de culto para desenvolver en la clandestinidad los miedos, las pesadumbres, las pasiones y el aburrimiento. El paisaje multivegetal de cipreses, palmeras, cactus y pinos sexagenarios cohabitando en un espacio tan reducido acababa siempre incitándome a poner en armonía mis otros paisajes interiores. Debió ser el alma de aquellas plantas,verdeantes compañeras sin voz, la esencia invisible de un estado de ánimo que siempre logró mantenerse cercano a los efluvios de la felicidad. Fué a la sombra de aquellos árboles donde dibujé coloridos y alcanzables horizontes ajeno todavía a una vecindaria e inminente soledad. Mi perro debió augurarlo con ese instinto olfatorio que los condena a ser perros porque brincaba y corría como un animal -nunca pensé que lo fuese- cada vez que traspasábamos la verja. Una tarde nos echamos una apuesta. Nos situamos cada uno en una esquina del jardín a modo de diagonal y corrimos hacia el centro a ver quién llegaba antes. En el fatídico punto se unieron las dos carreras. Yo intenté saltar por encima y a él, olvidando nuestras viejas jerarquías, se le ocurrió hacer lo mismo. ¡Qué ostión, por todos los Señores de las bestias! Nunca he sentido un abrazo perruno con tanta intensidad. Caímos ambos desparramados y moribundos. El perro ni se movía ni rechistaba, se quedó como sumido en un trance, supongo que más aturdido por la incomprensión que por el hostiazo. Tras el incidente estuvo varios días mirándome con recelo al tiempo que iniciaba sus locas carreras tan solo cuando me veía recostado en el sillón o farfullando sobre el vuelo de las moscas.
Pero llegando el verano, con el bochorno, la flora dejaba paso a la fauna. Hasta ocho salamanquesas, esos diminutos y asquerosos dinosaurios, llegué a contar una noche en las paredes y en el techo del salón. Algunas veces el perro y yo salíamos de caza con la escopeta de plomos. A cada plomazo saltaba el bicho despanzurrado y Sultán se volvía loco por apresar la pieza. Una de ellas se le agarró al hocico y estuvo toda la noche estornudando y sacudiendo la cabeza. Supongo que fue por el asco. Tan noble animal -mi perro digo- estaba más acostumbrado a la seda del plumaje perdicero que a la textura escamosa de un lagarto verde.
Aún en verano dejaba cerrada la puerta de corredera que daba al inmenso porche para evitar los intrusos alados y algunos otros de cuatro patas; salvo en las fiestas, que pasaban inadvertidos por el deambular de la muchedumbre. Al final acabé acostumbrándome a la biodiversidad, a excepción de la última noche que pasé en la casa y que, como un maléfico y premonitorio tributo, cuando me levanté del sofá para irme a la cama, el suelo estaba inundado de cortapichas que corrían en todas direcciones. Nunca supe de donde habían salido ni porqué estaban allí, la venganza de los seres al filo del abandono, pensé.
Sin embargo, bichos aparte, mi relación con aquella casa estuvo siempre untada por una mutua irreverencia, la misma que me permitía subir hasta la locura los decibelios de la música a las cuatro de la mañana, bailar conmigo mismo como una marioneta abandonada a su suerte, o mirar con recelo a la desvencijada escalera de caracol que daba a los dormitorios de arriba esperando que alguna noche bajase por ella el mismísimo Frankestein. Más tarde me di cuenta de que tal personaje u otros de parecida calaña siempre habían estado abajo. Cuando uno anda entretenido con las cosas que emocionan los monstruos reprimen su condición.
Algunas visitas ciertamente merecieron también la pena, sobretodo en esos momentos que uno no espera tan alto grado de generosidad...o de comicidad. Qué decir si no de hacer el amor al ritmo atropellado de los ladridos del perro o de ser sorprendido por el jardinero en medio del frenesí.
En esos meses del largo verano, la piscina se convertía en el acuoso cobijo que aliviaba la calima de las tardes. En ella solía zambullirme como Dios me trajo al mundo y nadaba sin parar hasta que las fuerzas se rindiesen o alguna rata apareciera brincando entre las copas de los cipreses. Después del ejercicio me servía un ricard con mucho hielo, ponía un CD de Manolo García y me tumbaba en una de aquellas hamacas a rayas blancas y amarillas dejando correr la vista y el pensamiento a través de las frondosas copas de los pinos. Así, espatarrado, despreocupado y ajeno a los trajines al otro lado del muro, como Cósimo Piovasco, era capaz de construir momentos en cuyo fragmento temporal lograba sentir esa conciencia transgresora de la felicidad. Tal vez fuese también porque la vida que llevaba al otro lado de la verja transcurría con la conciencia del deber cumplido, las emociones precisas y sin grandes sobresaltos. Ahora que lo pienso debí agarrar aquel estado y no soltarlo nunca más. La nostalgia no es el mero recuerdo de las cosas pasadas o perdidas, es un conato de tragedia que reivindica y vuelve a traer a la existencia los frutos de un daño causado por nuestra propia estupidez, el cambio de rumbo cuando ningún otro rumbo se intuye mejorable. Los llantos y las nostalgias siempre han ido de la mano. Todo de aquella casa me incita a lo uno y a lo otro. Sobretodo cuando ahora paso delante y contemplo exánime la ruína: las plantas secas, los árboles semicaídos, los muros echados abajo, la casa inexistente, la piscina cubierta de escombros y salpicada de excrementos de perros callejeros, los genuínos ocupas que constatan una destrucción, el advenimiento de la catástrofe del abandono al que nos conduce la insatisfacción por el ansia de llegar más lejos. ¿Adónde habrán ido a parar las aguas azul turquesa de la piscina, el cuidado césped, las plantas enhiestas, el garaje, el enorme porche, las grandes fiestas, las tardes de fotos, alcohol y susurros, las salamanquesas, los proyectos desde la hamaca, las baladas a todo volumen de Bruce Springteen y Manolo García, los besos, las risas, la derrotada soledad, las ansias de amor, y aquel sentido tan dulce y profiláctico de la existencia?
No sé en qué estación aguarda la felicidad de otros tiempos, pero cuando paso delante de aquella casa y luego me miro a mí mismo me doy cuenta de que algunas veces los paisajes y las personas también vamos cogidos de la mano, de una férrea, misteriosa e inconmovible mano.