miércoles, 12 de noviembre de 2008

Van Gogh y los estúpidos designios del Arte


Esa pintura de arriba que se parece a un Van Gogh, no es un Van Gogh obviamente. ¿O tal vez no lo sea tanto? Se me dice muy al oído que tan solo se trata de uno de los múltiples reflejos dejados en el camino del tiempo por la estela del paso por la vida de aquel hombre pequeñito y pelirrojo. El predicador de los mineros de Wasmes en Bélgica que años más tarde amenazó con una navaja a su amigo Paul Gauguin y esa misma noche se cortó una oreja, acabó con sus 37 años pegándose un tiro y cayendo desplomado entre la sangre, la miseria y el testigo de una ingente cantidad de cuadros y dibujos que nadie había sabido valorar. Una historia sin duda novelesca cuyo final trágico no se produjo en el instante del disparo, no, sino en los muchos momentos en que se han pagado, un siglo después, millones de euros por sus cuadros, si Vincent, claro, hubiese podido levantar la cabeza y contemplarlo. ¿Qué es lo que nos hace ignorar y despreciar una tras otra las obras de un artista y algo más tarde volvernos completamente locos por la posesión de alguna de ellas? ¿Qué o quiénes son los que diseñan esta locura colectiva que de la noche a la mañana encumbran en lo más alto del Olympo a unos y arrinconan en las más oscuras parcelas del olvido a otros? Los críticos se aprestarían altivos y vanidosos a dar cumplida respuesta, una respuesta bajo sospecha que a la postre no sabría decir porqué. Como la vida misma, sabemos de qué estamos hechos, pero no sabemos decir porqué estamos aquí. En 1961, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, un cuadro de Henri Matisse recién adquirido, titulado Le bateau, fue colgado boca abajo y así estuvo durante cuarenta y siete dias sin que los más de cien mil visitantes de esos dias reparasen en el error, incluídos los críticos de arte. Entonces, ¿qué es lo que valoramos si nos resulta indiferente que las líneas, los trazos, o las pinceladas vayan para arriba o para abajo? Mi amigo y maestro Bramante, el vidriero veneciano, intentó aclararlo una vez más: "Ninguno de esos visitantes tenía la obligación de comprender que el cuadro se había colgado al revés. El observador no tiene por qué leer en la mente del autor de la obra, sino en la suya propia. Recordando a Chejov "esto me emociona y esto otro no", con independencia de que las líneas vayan hacia arriba o hacia abajo". Desde luego, desde esta idea del vidriero, todos somos artistas, críticos, expendedores de opinión y además tenemos el derecho a pagar con media vida la posesión de una de esas obras, pero mucho me temo que todos esos agraciados compradores han sido movidos por la estupidez jerárquica de las nuevas corrientes capitalistas del Arte antes que por el impulso dignificador de la emoción pura.
Por eso mismo, ese cuadro de arriba, que lo ha pintado un don nadie en menos tiempo que dura un romance entre las sábanas, es un Van Gogh. ¿Quién se atreve a negarlo?


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