
Antonio anduvo durante muchos años levantándose a las cuatro y poco de la mañana. Apenas si recordó alguna vez que había sido también niño porque sus primeros juguetes fueron herramientas para trabajar y a eso se dedicó desde siempre. Al amparo de la familia, de los abuelos, de los cuñados... de esos terratenientes que surgen providenciales a veces desde la sangre y exigen el sufrimiento y la responsabilidad como fiel tributo a las porciones de parentesco. Pero a él nunca le importó. Ni el parentesco ni el sacrificio. Los sudores de cada día, las jornadas inacabables, los sacos y las reses a las espaldas, los sábados y domingos vestidos de lunes, las vacaciones inexistentes, los dientes apretados, las espaldas anchas y el bienestar de los otros, fueron su única guía durante muchos momentos, el camino adecuado, la carretera a destino. Antonio después se hizo mayor, es decir, se hizo un hombre cuando llevaba ya mucho tiempo ejerciendo de eso mismo. Entonces descubrió que los sueños existían. Soñó con soltar amarras, con poseer algun día el exiguo territorio que pisaban las plantas de sus pies, y con sudar para él y no para los otros. Con los años, le habían crecido el corazón, las ambiciones y las espaldas, y aquella escuela que le faltó en su día, procuró alimentarla con cada paso que fue dando, mirando y escuchando siempre alrededor y sacando conclusiones. Nada le pasó nunca por alto. Antonio trabajaba como un burro pero siempre pensó como un humano inteligente. Un hombre centauro, mitad sacrificio y mitad deseo. El humilde deseo de llegar a ser él mismo. Finalmente, un buen dia lo consiguió. Soltó los cordajes y las amarras y le pegó un puntapié a toda su historia anterior. Trabajó para su propio bienestar y el de sus hijos. Fue respetado por los competidores y por los enemigos, temido por los jefes de otros tiempos, admirado por los escasos amigos y buscado para compartir cualquier botella de vino con el aderezo de sus estridentes carcajadas. Se compró el coche de sus sueños, viajó a las Pirámides de Egipto que nunca le parecieron muy grandes, recorrió Alemania de punta a punta, degustó durante muchas meriendas los mejores chocolates en el Hotel Pera Palas de Estambul, y le compró a un turco todo el puesto de correas que vendía en el puente Gálata, tras lo cual, éste le ofreció gentilmente a su mujer. Antonio tenía ahora nombre y apellidos, su propia empresa, todos sus hijos colocados en ella, el mercedes en el garaje, su mujer en la casa como una reina, y algun proyecto nuevo de viajes con sus amigos sobre la mesa. Una nueva vida, después de tantos años, comenzaba a sonreirle. Y él, desde todas las miradas exteriores, sin duda la merecía. Pero ¡ay Dios! que llegó presuroso a concedérsela el gran benefactor, el ente invisible, el elegido desde otros mundos para estas cosas, el que unos llaman destino y otros ingenuamente "la suerte", el signo inacabable de interrogación que abraza a toda la humanidad. Y dio certeramente en el blanco, la justa prebenda a tan odioso, abnegado y sufrido hombre de la risa amplia, que dirían todos los demonios del infierno. Un infarto cerebral acabó en un plis plas con todos sus nuevos sueños.
Pero Antonio no ha muerto. Es dificil que un hombre así pueda morir por más que le pese al mensajero. Camina despacio, pero camina. No mueve el brazo derecho, pero se apaña con el izquierdo. Mira y ve, oye y escucha, intenta hablar...pero no puede. Se esfuerza una y otra vez. intenta justificarse, zarandea desesperadamente la cabeza intentando decir lo que no le permite su lengua, y por la noche pide inutilmente explicaciones. Antonio ya no es el mismo, ahora es más lento, come poco, apenas ríe, y sin embargo, ahora también es más grande.
La carretera nunca lleva a ningún sitio. Ahora él lo sabe. Nosotros aún no.
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