lunes, 24 de noviembre de 2008

¡Fuera máscaras!



Un dia, hace ya bastantes años, redacté pacientemente en mi casa un documento con diez apartados, donde desmenuzaba con un descaro inusual y toda la precisión semántica de la que fui capaz, todas las quejas al sistema inaceptable de presión al que me tenía sometido el "Gran jefe" en su obsesivo intento de detectar "chapuzas" entre los complejos bastidores de la Empresa. Lo convoqué yo esta vez a la sala de juntas y le leí con parsimonia el documento. Cuando acabé, le dije sin ningún pudor que ahora ya podía ponerme de patitas en la calle. Él, que llevaba toda la vida viendo temblar a todos sus subalternos, se quedó mirándome con los ojos enrojecidos sin decir nada y a continuación se levantó diciéndome: "Mañana seguiremos hablando de rendimientos y de cuotas de mercado". Desde aquel instante, jamás volvió a las andadas ni yo a redactar arriesgados documentos. Y con el tiempo, creo que llegamos, a pesar de los orgullos y del rechinar de dientes, a ganarnos una mutua admiración.
Fue aquel uno de los momentos en el que descubrí la libertad. Sí, la libertad con minúscula, la libertad que nos pertenece y que tantas veces se nos antoja inalcanzable. Después de aquello y con el paso de los años he procurado alimentarla para evitar ser uno más de los peones del rebaño, a pesar de las muchas contrapartidas acarreadas por no hincar la rodilla ante tan diversos, cercanos y lejanos mandatarios. No tardé mucho en darme cuenta que por la boca muere el pez y vive el hombre. Si nos la taparan, moriríamos antes de ansiedad que de inanición. Es a la palabra a la que tememos los hombres porque es ella misma la que mueve el mundo. La persona que dice lo que piensa corre el riesgo de ser aniquilada pero asciende de inmediato a un estadio superior. He podido constatarlo muchas veces, a pesar de las miradas recelosas, de la exclusión intempestiva del banquete, y del pago de innobles tributos. pero el poso que te queda, a pesar de la indigencia momentánea, es de un regusto abrumador. Ahora que tengo ya un montón de años puedo decirlo sin mirar de reojo hacia ambos lados. Nunca me han gustado las limosnas, ni las lisonjas y aún menos las migajas, esas que a muchos obcecados parecen colmarles los estómagos y alargarles la sonrisa. Esos mismos que felicitan antes al político de turno que a su mujer, o esos otros que babean en las rodillas de los jefes mientras hacen gurú con el rival de turno, o los que propician encuentros en la tercera fase de clubes y lugares de reunión para allanar el camino de sus nuevos negocios. Por eso mismo sigo siendo un paria, un indoblegado y gilipollas transeúnte, aturdido por la contaminación y marginado por su propia y tal vez miserable voluntad. Mi amigo Bramante me lo dijo en Venecia: "Si alguna vez te sientes desubicado, sal corriendo o meterás la pata". ¡Cuantas veces me he sentido así escuchando a otros las alabanzas al prócer de turno, las reverencias al acaudalado de moda, y el desprecio a los condecorados con las medallas de la normalidad! Casi da asco, pero sigo siendo un tonto según marca la etimología de la palabra ubicación, la posición social, el progreso absurdamente entendido.
Cuando acabé de escribir Entre la oscuridad y el cielo alguien me llamó a medianoche rebosante de emoción por la lectura. Al día siguiente alguien también me escupió a la cara diciéndome: "¡Vaya mierda de libro que has escrito!". La vida en blanco y negro sin matices intermedios, que pensé yo ante tan dispares sentimientos. Supe entonces que había logrado escribir algo trascendente capaz de levantar pasiones, como los vientos, en direcciones contrapuestas. Finalmente imaginé que alguna de esas personas no decía lo que pensaba, se había despojado de su libertad interior para ocultarse tras la máscara de la sinrazón, el halago tendencioso, o el resentimiento aún no saldado. ¡Qué más daba! El efecto estaba conseguido y me sentía feliz por ello pensando en la importancia de un trabajo cuyos primeros repuntes resultaban alentadores. La verdadera intención que acompañó siempre a la pluma, desde los primeros párrafos del libro, fue la de pegarle un soberano puntapié a los tapirujos y las entretelas para dejar al descubierto las miserias como ellas se merecen. Procuré ser yo mismo gritando: "¡Fuera máscaras!"para no faltar a la verdad y a pesar del esperpento de muchas situaciones personales.¡Qué otra cosa si no le puede uno ofrecer a los lectores cuando se adolece del estilo y de la brillantez en el lenguaje! Así que finalmente he logrado ser correligionario de mí mismo. Nada ni nadie me obliga a hablar o a escribir, pero cuando lo hago procuro decir lo que siento aunque no sea lo que convenga decir.
Hace algún tiempo, me senté frente a una mujer a la que conocía bastante bien pero que nunca había cortejado. Me quedé mirándola durante unos largos segundos sin decir nada y entonces bajé la mirada. A continuación ella, un tanto confundida, me preguntó que en qué pensaba. Volví a mirarla, me mantuve así durante otros cuantos segundos y le dije sin pestañear: "Pues en que estoy loco por follarte". Ella permaneció impasible, sin ningún gesto que delatase un estado especial de la emoción y sin dejar de mirarme. Uno o dos días más tarde se hicieron realidad mis deseos. Y no fue una proposición indecente, ni una ofensa a la integridad moral y corporal de tan respetable persona. Tan solo creo que fue un simple acto de autenticidad, de valentía en un fragmento cortísimo del tiempo y del espacio. Ni aquel era mi estilo ni yo andaba así con las mujeres por el mundo, pero fui valiente al despojarme de la máscara y ello, entre otras cosas supongo, supo ser bien valorado.

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