

"La vista de un objeto brillante nos produce cierto malestar. Los occidentales utilizan, incluso en la mesa, utensilios de plata, de acero, de niquel, que pulen hasta sacarles brillo, mientras que a nosotros nos horroriza todo lo que resplandece de esa manera". Este es un párrafo de "El elogio de la sombra" de Junichiro Tanizaki (1886-1965), un ensayo sobre la condición espiritual de la estética de la sombra, escrito en 1933. Me animé a comprar el libro -por cierto en una edición de diminuto tamaño- tras la recomendación insistente de Fernando Sanchez Dragó en uno de sus programas televisivos. El novelista japonés recalca una y otra vez en la obra que la sombra no es lo opuesto de la luz sino el efecto de la propagación difusa y tenue de lo luminoso. En la casa tradicional japonesa existe un hueco, el toko no ma, donde se coloca una pintura o un jarrón con flores. La descomposición allí de la luz en sombra posee una poderosa vitalidad estética que a los orientales nunca les ha pasado por alto.
Cuando comencé a leer el libro en mi casa pensé, con la impaciencia de otras veces, que me había equivocado de lectura. ¿Qué hacía yo leyendo aquella especie de tratado que hablaba de los rincones oscuros y los objetos que decoran las casas japonesas? Atrapado en esa extraña resignación que te transmiten los libros para que no los abandones seguí leyendo y cuando dos horas más tarde llegué al final y miré en derredor, el espacio y los objetos se habían multiplicado, una nueva presencia de la que nunca había sido capaz de percatarme me rodeaba por todas partes: la de las sombras. Mi casa estaba llena de ellas, rincones en semipenumbra, objetos que solo mostraban la parte más brillante, otros proyectando caprichosas formas al incidirles la luz, el techo decorado con la sombra de las lámparas, la densa penumbra tras el marco de una puerta abierta, la legítima cara oculta en definitiva que, al igual que nosotros, deben tener las cosas y los espacios. Los orientales lo han sabido desde siempre y así han ido construyendo sus vidas y sus casas: reservando momentos y espacios para la reflexión en un ambiente cuyo principal ornamento parece ser el tributo a la oscuridad.
"Nuestros antepasados ya descubrieron un dia lo bello en el seno de las sombras, por eso mismo, la belleza de una habitación japonesa, producida únicamente por un juego sobre el grado de opacidad de la sombra, no necesita ningún accesorio. A nosotros nos gusta esa claridad tenue, hecha de luz exterior y de apariencia incierta, una penumbra que vale por todos los adornos del mundo y su visión no nos cansa jamás", continúa comentando Tanizaki. Un punto de vista que a nivel ornamental parece establecer una confrontación directa con nuestra tradicional obsesión por lo colorista, reluciente y aparatoso. y que tantas veces nos ha hecho olvidar la belleza de lo natural. "El elogio de la sombra", sin embargo, logró conducirme hacia ese mundo de los pequeños misterios del claroscuro que nos rodea, tal vez refrendado también por mi vieja fascinación por la noche, y extensible a todo lo que está oculto o no se muestra del todo, ese ferviente deseo nuestro por indagar y adivinar, llegar hasta la cara oculta de la luna o imaginar hastiados de deseo lo que se oculta tras la seda de la lencería de una mujer. Quizás no nos hayamos dado cuenta aún de que la sombra es lo evidente y la luz es indescifrable. Salvador Pániker lo describió muy bien con aquella frase: "¿Hay algo menos luminoso que Dios?".
El estremecimiento que Tanizaki siente al contemplar el espacio semioscuro del toko no ma, no es sino la magia de la sombra, el alma profunda de la realidad trivial de algo que iluminado solo sería un espacio vacío y desnudo. Para comprobarlo, entrad a una habitación a oscuras y permaneced unos instantes en silencio, podréis entonces imaginar mil mundos en su interior, pero al encender la luz todo el misterio se habrá desvanecido.
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