
La literatura, una vez más, vuelve a conceder oportunos préstamos al cine. La novela homónima de Cormac McCarthy, que obtuvo el Premio Pulitzer en 2007, ha cedido con inusual fidelidad sus cimientos narrativos a una cinta que, inusualmente también en estos tiempos que corren, ha logrado conmoverme. Un cataclismo deja a la humanidad superviviente en un estado de absoluta desolación donde la vegetación, las fuentes de energía y los alimentos han desaparecido. A partir de aquí, la degradación del género humano irrumpe con todo su desenmascarado esplendor situando a un padre -Viggo Mortensen- y a su hijo, en medio de una vorágine que tiñe el fondo de todos sus escenarios de un tétrico color gris.
La Carretera es una historia de familia, la lucha desmedida de un padre que se mueve entre dos mundos antagónicos sabiendo que el horror y la falta de esperanza no son suficientes para doblegar las fuerzas de quien ya solo persigue que su hijo pueda morir unos instantes después que él.
La Carretera es una sospechosa e inquietante pesadilla en la que uno penetra con el primer fotograma y ya no abandonará casi nunca del todo. Tan es así, que cuando se sale del cine y saltan a la vista todos los refulgentes colores de los neones de los anuncios y la gente habla y ríe a tu alrededor, piensas si acaso no será ese el escenario supremo de una ficción: la gran mentira que supone tenerlo todo aún a mano. Tomar conciencia de esta película requiere, tras escapar del ahogo existencial en el que uno se ve envuelto, volver a respirar una vez finalizada, mirar en derredor, observar a los tuyos y a los otros saciados y hastiados de tantas y tantas cosas, y preguntarnos cuánto nos queda para llegar hasta ese momento en que nuestros hijos serán devorados por otros humanos que no tienen otra cosa para comer. Confieso que, en algún momento, la recreación y hasta la frase precisa, lograron traerme a la memoria algunos amargos y emotivos pasajes de aquellos tiempos en los que yo, aún siendo un hijo bien arropado entre las caricias y los juguetes, sentí que algo también moría dentro de mí.
La Carretera es una película que hay que ver, un mal trago que pasar como la ingesta de algunos nauseabundos medicamentos. Curiosamente fui a verla con uno de mis hijos. Cuando llegué después a mi casa y me meti en la cama, caí en la cuenta de que 3300 noches durmiendo solo, no deben producir el más minimo terror o desaliento cuando se tienen otras razones para luchar o se disfruta conversando cada día con quienes te miran a los ojos sin preguntarse si eres o no de los buenos, tal y como hacía el chico de La Carretera cada vez que miraba a los ojos desgastados de su padre.