domingo, 7 de febrero de 2010

El espejo mágico.


Hoy he vuelto a ver a Irina Shutova y, expectante, me ha preguntado si se me habían arreglado ya las cosas. Parecía estar segura de mi respuesta antes de que pudiese abrir la boca. Cuando le he contestado, ha sonreído a medias. Como la medida, más o menos, de la solución de mis problemas. Me sorprende tanto como me hace feliz que alguién, que he visto dos veces en mi vida, se interese por mis cosas mucho más que los que veo a diario. Aquella primera vez, me miró con fijeza a los ojos, se puso de pie y, acercándose, me dijo que yo era un hombre con una gran fuerza interior y que tuviera paciencia para esperar a que se resolviese lo que me estaba quitando el sueño. Y yo tan solo le había dicho mi nombre y comprado una de sus piedras. Después me regaló una de ellas con un árbol en el centro diciéndome que, cómo el árbol, la vida también ha de dar sus frutos, pero en la estación adecuada y no cuando a cada uno le interese. Hoy me ha regalado una postal de su cosecha con una diosa griega junto a una fuente rebosante de flores y frutas. Dice que significa la abundancia. La he puesto en mi casa junto a la piedra del árbol, como tributo a su sonrisa y sus deseos antes que a cualquier creencia mojigata en los conjuros. Irina mira a los ojos desde dentro, desde lo más hondo. Ella dice, no sin cierto pudor, que lee en el alma de la gente, que lo aprendió de niña al pie de las montañas del Altai y lo supo años después en su peregrinar por medio mundo. Yo creo que es su propia alma la que ella puede contemplar a capricho, y lo que ve, intenta entonces reflejarlo en el alma de los otros, si es que de verdad poseemos esa especie de apéndice interestelar. Mi maestro Bramante ya lo refiere en su particular teoría del espejo mágico: " Solo lo bueno y lo malo que hay dentro de nosotros mismos es lo que podemos ver proyectado en los demás, así que cuando mires a los otros intenta tomar conciencia de ellos con tus mejores deseos e intenciones". Por eso creo en lo que dice Irina, porque sus buenos augurios no son sino la propia felicidad que refleja su mirada, una inequívoca paz interior que ella pretende transmitir a los que, como yo, sabe que andamos a saltos entre el desasosiego, el movimiento caótico y la falta de horizontes.

¿A qué se puede encomendar un hombre cuando no se siente satisfecho de sí mismo? En otros tiempos tal vez hubiese nombrado a todo lo que se mueve alrededor y no a uno mismo, pero es el propio tiempo el que se encarga de advertirte que estás solo en el mundo. Como los naúfragos en una isla desierta, los humanos somos capaces de fabricar un muñeco de paja para echarle siempre la culpa al otro y exasperarnos aún más ante su silencio. ¡Cuán tonta es a veces la inteligencia! Si fuésemos capaces de hacer un cómputo nos daríamos cuenta de que a cada jornada solo le corresponden unos cuantos instantes de verdadera lucidez, es decir, aquellos momentos en los que uno deja de ser un gilipollas propinándole, de paso, un puntapié a la vanidad y los intereses. Es cierto que somos algo grande, tan grande como todas nuestras congojas y alegrías desparramadas a lo largo de un desierto inacabable, tan grande como una música que inesperadamente te rescata del más sobrecogedor de los abismos, tan grande como un padre o una madre o ese hijo que lleva tu sangre y porta tus apellidos, tan grande y oscuro como el amor, y quizá también, tan inexistentes. La imaginación puede ser más grande que la realidad entera. ¿Qué parte de una y otra nos corresponde a nosotros? Al final, ¿qué habremos aprendido o qué habremos de contar?. No veo que los hombres se vuelvan más sabios con los años, aunque sí más resignados. Llegamos llorando al mundo -intuyendo ya lo que nos espera- y nos vamos en silencio, viejos, feos y arrugados. La vida es un proceso contradictorio e involutivo como nuestra forma de pensar. La naturaleza evoluciona y el hombre involuciona: nace sabio y muere parkinsoniano y confuso dejando una estela de deshechos tras su paso y algún que otro recordatorio de onomástica. Desde ese resultado, ¡cuán inútil y ridículo resulta hablar de destino o de proyectos a largo plazo! Y el nacimiento de cada cual es un fenómeno aleatorio, de completo azar, en el que nadie puede mandar a priori. Así que a poco que miremos hacia adentro habremos de concluir que la vida solo es el paso de cada día, la emoción de cada día, la ilusión momentánea, la carcajada sobrevenida, el beso imprevisto, el latido de otro corazón que se ha acercado inesperadamente, el vaso de vino que se apura sin esperar al siguiente, la pulsión instantanéa e injustificada a todas luces de la felicidad, el proyecto del minuto siguiente, o el cuerpo que jadea entre nuestro cuerpo esa misma noche. Lo demás, lo que se espera, lo que ha de venir, lo que se desea, lo que se ansía, es el preciso resultado de esa imperfección que nos va alejando de la trascendencia con el paso de los años. Un guiño burlesco a nuestra propia existencia. ¿Aún no nos hemos dado cuenta de que somos pequeños Dioses y que tal vez la suma de todos nosotros, los presentes, pasados y futuros, constituya la esencia de todas las esencias: el propio y verdadero Dios? ¿Cómo, si no, entender todo esto: la pasión, el deseo, la emoción, el llanto, la tristeza y la carcajada, encerradas en un espacio tan chiquito como un traquetreante corazón?

El ser humano es más feliz en tanto que es capaz de soltarse de todos sus lastres y no exigirle tributos al de enfrente o al momento inmediato anterior o posterior. Por eso procuro morder a la manzana que está aún en el árbol, o jugar al golf ahora mismo en la alfombra de mi casa antes que mañana en las verdísimas praderas de Valderrama, o decirle sin decirle a la mujer que ha decidido compartir conmigo un fugaz momento que es la mujer más importante de mi vida, o querer a los míos de un atracón y no a pequeños sorbos como los seres preventivos idiotizados por los apartijos y el racionamiento. Por todo eso nos llaman a los que somos así, hombres sin cabeza, araganes arrebatados por la catarsis del momento que no saben administrar la larga vida del falso rey, los impetuosos que como las putas nos vamos de bareta con la primera carantoña.

Nada me ha de cambiar. O al menos lo procuro. Irina también lo ha visto: esa fuerza interior no es más que ese atropellado ímpetu que otros no entienden, un deseo exacerbado de vivir el momento, en cuyo momento, también se recuesta y se acomoda la tristeza y, a veces, también la alegría.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Man is at least himself when he talks in his own person...Give him a mask and he will tell you the truth..... Oscar Wilde.