lunes, 1 de febrero de 2010

Avatar.


El cine, como la música y la paella, es algo mágico. Suculento, embriagador, caústico, reconstituyente y oportuno. Así es algunas veces. Por eso me permito ir tan solo algunas veces al cine. Bastante tiempo pierdo ya mirando a las estrellas. Hacen falta muchos medios y una cantidad suficiente de talento para poner en escena una obra como Avatar. James Cameron llevaba mucho tiempo intentando parir algo diferente y acaba de estamparnos sobre las incómodas gafas 3D el augurio de que aún no está todo inventado. Como en la literatura o en la música y en el sexo. Que se lo pregunten si no en esto último a un paisano que en su febril deseo de contribuir a la eficiencia de los placeres terrenales, se enroscó un cojinete en estado de calma y se lo tuvo que sacar -ante la inoperancia de los médicos- el jefe de mantenimiento del hospital cuando se presentó la tormenta en todo su estrangulante esplendor. Pero Avatar no ha necesitado de esos mecanismos para producir ciertas dosis de ensoñación en las conciencias de los espectadores. A nosotros los humanos -alienígenas en la película- nos sobra robotización y nos falta sentimiento, conciencia de las cosas en un estado no necesariamente puro, y más aún conforme avanza la rueda demoledora del transcurso de los siglos que nos va acercando a lo salvaje antes que a la santidad.

En Avatar, fuera de su tridimensional concepto visual, se participa a un mismo tiempo de lo místico y de los salvaje, de la exuberancia abrumadora del paisaje y de los entresijos cansinamente egoístas del corazón de los humanos, el hombre y la naturaleza febrilmente enfrentados cuando deberían sostenerse a sí mismos como dos siameses que comparten un único corazón. El argumento no resulta especialmente novedoso, pero la puesta en escena y el mensaje, apenas si necesitan de estructura narrativa. El mundo se mueve en Avatar con los mismos impulsos que en la vida misma: el amor y la ambición tiran del carro, como casi siempre, en sentidos contrapuestos. Pero en medio de esa conocida vorágine desde la noche de los tiempos, surge el milagro: el alienígena de la cinta y el mortal espectador -alienígena de sí mismo- logran conectar asombrosamente con lo más esencial de la naturaleza que les rodea durante algunos cortísimos instantes de la historia. Cameron ha tocado una puerta ancestral: la de nuestros terrarios orígenes y a ella nos remite, prodigiosamente, en unos momentos cuya pulsión nos inunda , sobretodo, de una abrumadora quietud, el ensamblaje audiovisual de un origen y un destino -el nuestro- que está irremediablemente en perfecto equilibrio con una naturaleza que, en Avatar, es una gigantesca fábrica de sueños y de vida. La estruendosa batalla final rompe en parte ese equilibrio y nos recuerda, una vez más, nuestra jodida actualidad. Los grandes cineastas parece que no pueden escapar a ese recurso, aunque no sea precisamente eso lo que queda en la retina cuando uno, a regañadientes, se levanta de la butaca.

Avatar es un gran parque temático colmado de Alicias en el País de las Maravillas, edenes que lamentan su particular cuenta atrás desde el momento en que los humanos se suben a la vagoneta. Un día antes de ver la película, curiosamente, estuve leyendo a Henry David Thoreau en Walden, la vida en los bosques, la ruptura del hombre con el hombre para indagar en las esencias de la naturaleza que son también las suyas. La épica de Avatar y sus facciones de alienígenas humanos no se apoya en el fragor catártico de la gran batalla final, sino en el milagro de la abstracción que muchos espectadores van a sentir en esos contados instantes de la cinta en los que uno quisiera ser bosque, lluvia o savia antes que mortales humanos alienados de egoísmo e insatisfacción. Algo desde luego inusual dentro y fuera de una sala de cine.

Thoreau, en el siglo XIX, también sintió algo parecido: "Una vez que el hombre es calentado ¿qué más puede desear?".

1 comentario:

Anónimo dijo...

Alas! How little does the memory of these human inhabitants enhance the beauty of the landscape... Thoreau