miércoles, 2 de noviembre de 2011

Claro y oscuro

Mi hermana dice que mis escritos los entiende pocas veces ¡Y eso que escribo también para ella! ¡Vaya infortunio! Esperaba ser vapuleado por otros menesteres más livianos, más al uso con el hombre perezoso y vulgar con que siempre me he etiquetado yo a mí mismo, pero no, me dice con hermanada vehemencia que se pierde o, mejor dicho, que me pierdo y, en consecuencia, la pierdo cada vez que lee uno de mis jeroglíficos. Y yo, claro, sonrío mirando para otro lado porque resulta que su severa apreciación es completamente natural: ella apenas si sabe leer porque ha vivido muchos años alejada de todo tipo de signos, llámense cifras o letras, oyendo tan solo el gemido del viento y el ruído incansable de las aguas que se descuelgan por someros riachuelos desde las altas montañas, respirando pura naturaleza y hablando tan solo del tiempo que está al caer con esos pastores que, satisfechos, se descuelgan por las laderas llevando como única bufanda los chotos recién paridos. Por eso, supongo, no entiende mis escritos ¡Y a fé que le jode! porque también me lo dice. Y yo le respondo "¿Pero como vas a entender nada, si tú solo sabes de nubes y de vientos, de pan casero y de lumbres, de tempraneros amaneceres y ladras lejanas que anuncian que algo se mueve entre la maleza? Y nada más. "Pues ya es bastante" que pensará ella.





Pero no, ¡que nadie le coja envidia! porque el otro día, cuando aún tenía reciente en su cabeza el aroma a leche fresca de cabra y la vida campestre que carece de todos los sobresaltos que hay al otro lado del muro -ése al que pertenecemos los que escribimos sin que casi nadie nos entienda-, despertó de su sueño. Despertó, sí, soliviantada, y se vio vestida de universitaria con la panza bien cubierta de manera vitalicia, prestigiada por sus muchos años de enseñanza a todos los que no saben hacer la o con un canuto, y complacida con los que son capaces de convertir el mismo canuto en una ecuación; deshaciendo todo tipo de integrales y resolviendo, finalmente, ante sus incrédulos y cabreados alumnos, los mismos problemas que una semana antes sirvieron para cargárselos a todos menos a uno, el empollón de siempre. Pero qué curiosa es la vida: yo no entiendo sus números y ella no entiende mis letras. Me dice que enreveso mucho las cosas y que abuso de los adjetivos. ¡Pues claro! Cada uno enrevesa y abusa según le venga en gana o requiera la situación, o te vaya la vida en ello, o qué sé yo. Así que he determinado no contrariarla en modo alguno. Yo tampoco entiendo al Universo, ni a la infinita finitud del ser humano, ni a los teoremas de la geometría combinatoria, ni a las mujeres...¿por qué, entonces, habría de entender ella lo que pone en mis escritos? Sin embargo, siempre y desde siempre, para quedar bien -como los políticos en los estrados o los asesinos en los juicios- intentamos justificar nuestras composturas para dar fé de nuestra propia identidad y que, al tiempo, no parezca una más de todas esas cosas que están en el mundo como los baúles: ocupando tan solo un lugar en el espacio.





Entonces, aproveché la cercanía y el parentesco, y le dije: "Mira hermana, cuando yo escribo tengo siempre un diccionario al lado porque mi vocabulario, como el tuyo, no es borgiano, es limitado y alguna que otra palabra puede plantear duda, no por rebuscada, sino porque la semántica es una ciencia de expertos o de seres consagrados. No digamos ya, cuando leo. Pero ¡cuidado!, si ocurre que simultáneamente no sabemos lo que quiere decir -más o menos- "entelequia", "misoginia" o "apátrida", se corre el riesgo de no entender un escrito, sea página, párrafo o simple frase. Eso por una parte, que ya sé que no es la tuya. Si, además, se confunde la descripción impúdica de un sentimiento o de un paisaje con una sarta de adjetivos ininteligibles que solo intentan enmascarar un hecho banal para sacralizarlo literariamente, pues también se está equivocado, y si no que se lo pregunten al propio Borges o a Caballero Bonald, premio nacional de poesía y un completo exaltado de la adjetivación. Pero ya sé, aquí también, que no es tu caso. Y por último, sobre el enrevesamiento o esas frases que parecen desviarse descuidadamente del tema central, decirte que hay en la Literatura un asunto, en cierto modo mágico, que se conoce como metáfora. La metáfora es, siempre que esté bién encasquetada -como el vestido de fiesta de la Cenicienta-, la música del lenguaje hablado o escrito, la otra cara de ese espejo que te permite ver lo mismo desde otra perspectiva y, en consecuencia, te abre los puntos de mira y las referencias, pero sobretodo, ya te lo he dicho, es la música del lenguaje. Y a tal partitura recurro, porque me gusta y porque nadie me lo puede impedir, simplemente.





Así que, queridísima hermana, siento haberte despertado de ese sueño bucólico en el que a mí también me hubiese gustado verme inmerso, ese paisaje donde sobran los diccionarios y los teclados, los insidiosos móviles y las asquerosas hamburguesas, y donde ni siquiera caben las críticas bienintencionadas.





Yo no entiendo tus números y tú no entiendes algunas de mis letras, pero ya ves, cada uno tiene sus razones, aunque a mí me falte esa ocupación vitalicia que, tal vez, me hubiese permitido dejar de cabrear a los pocos que me leen y que encima van y no entienden mis escritos.





Esto de las entendederas es una cosa difícil de entender. Mira, el filósofo austriaco Wittgenstein estaba un día en una estación conversando con una amiga. De repente, el tren comenzó a alejarse y Wittgenstein corrió tras él logrando, por fin, subir. Detrás se quedaba su amiga en el andén.





-No se preocupe, señora -le dijo un empleado de la estación-, dentro de diez minutos sale otro.
- Usted no lo entiende -le contestó ella-, él había venido a despedirme.
¿Te das cuenta, querida hermana? ¡Qué dificil es entenderse! Besos y buenas enseñanzas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Con las piedras que con duro intento los críticos te lanzan, bien puedes erigirte un monumento.

Immanuel Kant