
Umberto Eco comentó en uno de sus artículos en
La Repubblica en 2003 que "la exhibición de símbolos sagrados en las escuelas no determina la evolución espiritual de los alumnos", y a uno que anda ya con la mosca tras la oreja por los años, los desencantos, y la estructura maniquea de nuestra nueva sociedad, le ha venido a la cabeza el folklore suscitado por la asignatura
Educación para la Ciudadanía. Desde luego este País nuestro es algo peculiar. España siempre ha sido diferente: tan beata y carca como transgresora, tan inculta como soleada, conspiradora y sumisa, llevando a la par el orgullo y la vergüenza a las espaldas tantas veces como guerras ha sufrido o ha buscado. Pero ahora, en plena y sospechosa Modernidad, se ha vuelto también maniquea, el bien y el mal enfrentados a lomos de una cuchilla, sin otros escenarios intermedios. Tal es el planteamiento que unos y otros propugnan ante la nueva puesta en escena de Educación para la Ciudadanía. Confieso que yo nunca lo habría sospechado. A mi me educaron mis padres y el colegio de La Salle en las proporciones y estamentos que a cada cual les correspondía, a pesar de los deslindes y las intromisiones que ambas escuelas -conniventes y adecuadamente entroncadas entonces a juzgar por los resultados actuales-pudieran establecer en momentos puntuales.
La palabra adoctrinar, cuyas dos acepciones más extendidas son enseñar una doctrina y aleccionar a alguién sobre la forma en la que ha de comportarse, está siendo convertida en un tendencioso y ya casi aburrido grito de guerra en los medios. Todos los que están en contra de la asignatura se la han adjudicado con usura convirtiendo a los que la han puesto en marcha en algo así como una secta, un poder maligno y tendencioso que pretende ignorar a los padres y "adoctrinar" sospechosamente a los hijos. En verdad que los muchos años transcurridos desde que dejé de ser niño pensaba que nos conducirían a despejar el horizonte en estas y otras cosas, pero al final voy a terminar creyendo en ese viejo Principio de la Tradición a través del cual con el transcurso de la Historia no nos acercamos más a la verdad sino todo lo contrario, y de ahí la fascinación de los grandes pensadores por los Clásicos. La culpa es del mensajero que pensarán los escépticos, y yo digo que la culpa es de las máscaras. Si nos despojáramos de ellas, las aguas vendrían a su cauce. Partiendo de esto, toda la lucha dialéctica suscitada es una simpleza inútil. Educación para la Ciudadanía es el enfrentamiento de la Iglesia con el laicismo, de la Oposición con el Gobierno, del PP contra el PSOE, de los conservadores contra los progresistas, de Saenz de Santamaría contra Fernández de la Vega, de los beatos contra los ateos, de los creyentes contra los no creyentes, en definitiva es la propia esencia de la cultura maniquea: el bien contra el mal sin otra posibilidad de lenguaje. O viceversa. Y mientras, los hijos siguen jugando a la Gamen Boy o como se llame y comiendo hamburguesas con patatas fritas al tiempo que se apertrechan de desprecio y rebeldía ante la Institución intentando emular una vez más la actitud chulesca de unos padres que aconsejan más el puntapié que la cordura. Son todos esos que van gritando por las calles que el Estado está intentando adoctrinar a sus hijos, y ellos, como padres responsables y fervientes defensores de los principios fundamentales de otros tiempos y colores, pretenden evitar el tremendo desatino. Es verdad que unos padres tienen derecho a educar a sus hijos, pero si no están de acuerdo con los Planes de Enseñanza, que no los lleven a la escuela. Es así de fácil por molesto que parezca. Los españoles sabemos mucho de derechos y algo menos de obligaciones. El derecho a objetar es como tantos otros uno más en las sociedades democráticas, pero poner algunos puntos sobre las íes o no estar de acuerdo con algunos planteamientos, no da derecho a interrumpir, a enardecer, a proferir insultos y acusaciones y finalmente a hacerle ver a nuestros hijos que Educación para la Ciudadanía y por extensión toda la Enseñanza -porque así es como esos hijos lo van a tentender- se encuentran bajo sospecha. ¿Qué tendran que ver nuestras viejas reminiscencias y nostalgias ideológicas con la Universidad y los Institutos de Enseñanza de estos tiempos? Me apunto a la idea de que la Enseñanza en este País arrastra desde hace tiempo una cadena de fracasos y que todos sabemos que andamos en el furgón de cola del continente, pero si en medio de esa marea nos asusta que se les hable de educación a los hijos, de normas de comportamiento, de solidaridad, de los riesgos en las relaciones sexuales, y de la aceptacion de una sociedad multiracial y multicultural, ¡apaga y vámonos!
El poder de unos padres jamás se podrá comparar al discurso de un profesor o al contenido de una asignatura, pero si a éstos los sentamos en el banquillo de los acusados, pobre futuro nos espera. La realidad es que todos los que están haciendo ruido llevan la máscara puesta para ocultar otras intenciones: el desmembramiento de la sociedad, los virtuosos a un lado y los miserables al otro, los nuevos cruzados contra lo imposible, el pataleo en definitiva para joder de alguna forma al que no nos gusta como piensa y como actúa. Y todo en nombre de Dios y de los niños, porque detrás de todo ello se esconde el resentimiento por ver a la religión descabalgada de su lugar de privilegio.
Yo soy católico, y por lo tanto, no me molesta ni la religión ni los símbolos cristianos en las escuelas o en las casas, pero algunos padres, alineados también con cierta ideología, están equivocando los papeles y, contra su propia acusación y medio cegados por la máscara, aún parecen no haberse dado cuenta de que los auténticos adoctrinadores son ellos mismos olvidando también que cuando se escupe hacia arriba te cae siempre en la cara. Tal vez, todo sea una cuestión de interpretación. Ya lo decía Nietszche, que no hay hechos sino solo interpretaciones, aunque en este caso, el momento no sea propicio, el escenario esté lleno de conflictos, y el sujeto, el actor, sea a la postre el que va a pagar los platos rotos. Y es que como decía también Chesterton, cuando la gente ya no cree en Dios, no es que ya no crea en nada, sino que cree en todo. Incluso en los medios de comunicación.