miércoles, 25 de febrero de 2009

La blanca Aurora
















Aurora y su pequeño hijo acaban de recorrer cinco mil quinientos kilómetros. A pie. La caminata les ha llevado cinco meses. Poco tiempo para tan larga distancia. Nunca supo ni sabrá por qué lo hizo, tan solo emprendió el viaje una mañana de intenso frío y viento aullador que golpeaba con pequeñas esquirlas en sus ojos tratando de borrar del horizonte el camino a seguir. Y desde ese día ya no echó la vista atrás. Borró de su memoria las geografías de otros tiempos y el pasado, las viejas reminiscencias, los fugaces amoríos, los grandes festines, los días de hambre, el espanto inmenso de una soledad sostenida por su propia condición, y se entregó expectante a los avatares de la nueva ruta, mirando al suelo y al cielo tras cada paso y sintiendo el cercano aliento de su hijo como una tenue y candorosa llama que ponía algo de luz en la existencia y el paisaje. Así, siempre pendientes el uno del otro y amontonando los cuerpos como si fuera uno solo en cada descanso, fueron pasando las noches y los días, días que parecían noches y noches con alma de día. Cruzaron ríos impetuosos, orillaron inmensos lagos, bordearon montañas, inventaron caminos, imaginaron gigantes en la lejanía, cambiaron, como los vientos, miles de veces de dirección, intuyeron el alimento a decenas de kilómetros, durmieron a la intemperie, soñaron en blanco y sin sobresaltos, contemplaron extrañas luces que encendían los cielos sin alterar el silencio, ignoraron los intensos rojos del amanecer o atardecer sin importarles quién era quién, jugaron sin venir a cuento en medio de la ventisca, evitaron cruzarse con otros viajeros, compartieron el alimento, asumieron desde el primer paso la misión de cada uno, hicieron suyas todos los paisajes y las tierras que pisaron, despreciaron la distancia recorrida, ignoraron la muerte, y jamás sintieron el más mínimo atisbo de melancolía.
En el último día del quinto mes, tras alcanzar la increíble cifra de cinco mil quinientos kilómetros recorridos, Aurora y su hijo decidieron no dar un paso más. Se recostaron el uno sobre el otro en uno de los huecos del camino imaginario y ya no se olió más a vida.
Veinte días después, alguién venido desde muy lejos, se acercó hasta ellos con el mal augurio rondándole en la cabeza. Al presentir la cercanía, Aurora y su hijo se levantaron como si nada y se fueron alejando poco a poco de tan osado visitante, iniciando, una vez más, otra de sus nuevas travesías. Mientras se desvanecía la figura de ambos en la distancia, el observador dejó caer dos lágrimas que se congelaron inmediatamente sobre sus mejillas.
Aurora es una osa polar provista de un collar de seguimiento. Su hijo, evidentemente, aún no tiene necesidad de llevarlo.

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