

La vida y discografía de Bee Gees, magníficamente resumida en un programa televisivo que pude ver no hace mucho, me fue remitiendo con cada canción desde sus primeros pasos, a esos otros de mi vida cuyos recuerdos cabalgan siempre a lomos de alguna música.
Fue en la cafetería del hotel Indálico, en aquellas tardes ventosas de invierno a principios de los 70, donde solíamos refugiarnos Luis L. y yo con las novietas del momento y el sonido tristón de "I´ve gotta get a message to you" o "Massachussetts". Luis había leído días antes La naúsea de Sartre, y había sufrido en sus entrañas el poderoso influjo del vacío existencialista. Llegó a confesarme, con emoción y una mirada extraña, que tal vez fuese el suicidio la única puerta a la liberación integral del individuo. Yo estaba aterrado. Días más tarde leí algunas partes del libro buscando argumentos para contrarrestar su opinión, pero entonces me sentí razonablemente solidario. Cerré el libro y no lo volví a coger nunca más. Dos años más tarde nos fuimos a la Universidad.
Aquella Granada del año 72 aún rezumaba misterio y aventura para un pasmado estudiante llegado desde el barrio de las cien casas de la calle Paco Aquino. Fue el año del desamparo y de la responsabilidad, el de las añoranzas y las nuevas melancolías, pero también el año de los nuevos horizontes y las primeras putas. Uno de mis años heroicos. Como en aquellas otras tardes del hotel Indálico de Almería, me refugiaba ahora, una y otra vez, en una cafetería de cuyo nombre quisiera acordarme que se encontraba enfrente de la Residencia Universitaria Carmelitana, y allí intentaba enjuagar la distancia y el recuerdo de maltrechos amoríos escuchando en la máquina de discos "How can you mend a broken heart". Aún hoy, me pone los pelos de punta. ¡Cuánto puede hacer la música por uno! Tras escucharla dos, tres, o cuatro veces, regresaba a mi celda en aquella Residencia de esbozo de carmelitas y, junto a la ventana, abria los libros y los apuntes aparentando estudiar. Y así, un día tras otro, entre los Bee Gees y el resto de las canciones que brotaban sin cesar del radiocasette Panasonic comprado a la sombra del Gurugú. Un arma providencial para la supervivencia de aquel año. Eran los tiempos agónicos de la dictadura y había que estar atentos. Los estudiantes siempre fuimos un foco de resistencia y por eso nos esperaban muchas veces, a la puerta de la Facultad, aquellas manadas de grises para pedirnos autógrafos. Siempre disfruté con las carreras. Aquellos payasos blandiendo las porras intentando golpear la sinrazón, me hacían reir a la par que corría más que ellos. Luego lo comentábamos en pequeño comité a las dos de la madrugada en una de las habitaciones. Era la hora de las tortas, las de comer, las que sacaban ardiendo en la panadería de la esquina y que comprábamos con la complicidad de algún transeúnte al que le echábamos el dinero y un cubo con una cuerda desde la terraza de un primero. Entre las grandes añoranzas de mi vida se encuentran el aroma y el sabor de aquellas tortas, el goloso contrapunto a cada jornada salpicada de miedos y desajustes.
Con los años, fui moderando las emociones. Al final de la carrera, bailaba en la discoteca Streissis al son de "Stayin alive" y "Saturday Nigth Fever", alejado de aquellas primeras pesadumbres y con la vista muy fija en algún culo que destacara sobre los demás. Pero sobretodo feliz por la inminente culminación de una etapa que, finalmente, rendía fiel tributo a un esfuerzo impagable: el de unos padres que fueron los verdaderos artífices de aquella travesía por el desierto, siempre al filo del abandono.
Más tarde, con el olor a azahar del Albaicin y los trasnochos sacromonteños del Camborio ya en la frontera del olvido, irrumpían de nuevo aquellos músicos incombustibles afanados, como siempre, en proveernos de emociones musicales: "Tragedy" y "Wish you were here" estuvieron sonando en los tiempos del acomodo al desacomodo familiar, los tiempos de la inopia y del caminante moleriano imaginario, el de las muchas vueltas sin abandonar el círculo por temor a lo que pudiese haber fuera. Los tiempos del soñador clandestino. O viceversa.
El programa sobre los Bee Gees finalizó con "I surrender", un precioso y oportuno tema, pensé, para entroncarlo con los tiempos actuales. Estamos en la era de la supervivencia, del desplome indiscriminado, ya sea de un rascacielos, o de las Bolsas, o de un puñado de corazones hambrientos o solitarios. ¡El milagro de la modernidad! Martin Luther King supo definirlo y augurarlo: "Nuestro poder científico ha sobrepasado nuestro poder espiritual. Hoy tenemos misiles dirigidos y hombres desviados". "I surrender" sonaba la otra noche y yo me refugiaba en sus acordes premonitorios curiosamente igual que lo hacía con "How can you mend a broken heart" treinta y tantos años antes. Entonces, sumido en esa intemporalidad, volví a pensar: ¿Para qué sirve el tiempo sino para hacer desaparecer a todos los que no formamos parte de él?
Ahora los Bee Gees ya no son tres sino dos. Maurice murió en 2003. Y es que los músicos, como sus guitarras, jamás envejecen. Tan solo llega un momento en que, de repente, nos abandonan dejando huérfanas una parte de nuestras emociones, esa parte que tantas veces nos ha ayudado a sobrevivir.
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