

Esta es la mujer más guapa del mundo. Y probablemente la más sensual también. Lo digo yo, no las revistas ni los cánones estereotipados sobre la belleza. Tampoco aparece -me temo- en el último mamotreto que Umberto Eco ha vomitado sobre la esencia de las cosas bellas. Pude verla durante veinte minutos, un lapso más que suficiente para no errar en los cálculos ni entonces ni ahora que ya ha pasado más de un año. La observé desde todos los ángulos posibles con la complicidad juguetona del enfoque de las cámaras. Ellas y yo parecíamos confabulados en la recreación del juego geométrico de las perspectivas. Y todos los ángulos parecían el adecuado. Ni lado malo ni oscuro, solo la luz de la belleza tranquila, sosegada y plena, como un inmenso mar detenido entre los naranjas del atardecer. De sus enormes ojos, irritantemente negros, brotaba una mirada cargada de mirada, un rayo denso de luz oscura capaz de trastornar lo imperturbable. Su boca, bien delimitada y carnosa, me remitió enseguida a las ensoñaciones de Picasso cuando decía que la boca de una mujer guarda siempre una estrecha relación con la forma de su vulva. Y no era esta última forma la que, por obviamente innecesaria, merecía la pena imaginar ahora. Bastaba con su sonrisa, entre la inquietud y el sosiego, la timidez y el pudor, así, como Dios manda, una y otra vez, sin veleidades, ostentaciones o tapirujos, enamorando a diestro y siniestro sin ninguna voluntad puesta en juego, dejándose llevar tan solo por la corriente arrebatadora de tanto encanto interior y belleza que brotaba impetuosa desde sus propias entrañas. Cuando habló me pareció igual de bella: las palabras precisas, el timbre de voz dulce y firme, de persona con principios, el gesto siempre comedido y adecuado y una rotunda feminidad en cada pronunciamiento. ¡Una maravillosa calamitá! pensé al ver alli, a tanta distancia, todos los pedazos de ella unidos en un todo espléndido, glorioso e inalcanzable.
De vez en cuando la veo y siempre vuelvo a sentir esta loca fascinación. Yo sé que, como las brujas, haberlas haylas, y parecerá risible y gilipollesco, pero al cabo de cincuenta años, me he vuelto a enamorar. La primera vez fue al tocar la puerta de la vecina cuando yo tenía seis años, y ahora, la segunda, ha sido con el vodka en una mano, el chocolate en la otra, la mirada fija en el televisor y una extraña felicidad en lo más profundo de la conciencia.
Se llama Mari Gracie Cuccinotta. Ex modelo y actriz italiana.
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