
Anoche soñé que escondías tus dedos entre los míos. Fue algo inesperado. Rocé tus manos y se produjo el milagro. Es como si llevásemos los dos toda una eternidad aguardando la señal. Cogistes las mías, sin mirarme, casi ausente, y sin embargo, sentí que intentabas detener el tiempo. ¡Qué momento más maravilloso! Un ínfimo chasquido de dos deseos en medio del Universo. ¡Tan esperado e inesperado! ¡Tan al borde de la prescripción más irreversible! Después, recostastes tu cabeza sobre mi hombro, sin mirarme de nuevo, sin hablar, en perfecto silencio y armonía con lo que ambos ya sabíamos desde un segundo antes. Apenas otro después, ya me sobraban todos los mundos del mundo. Se hizo un silencio sobrecogedor. El silencio perfecto solo apto para escuchar los latidos del alma de quién deslizaba lentamente sus dedos entre los míos. Te miré dos o tres veces fugazmente para no romper el hechizo y temiendo verte desaparecer como una asustada utopía a punto de ser alcanzada. Fue entonces cuando observé tu serena belleza, tu rostro recostado sobre la propia felicidad que, agradecida, nos envolvía en la tela de todas sus esencias. Durante el profundo minuto que te tuve sobre mi hombro y entre mis dedos, apretastes mis manos con todo tipo de intensidades, sin parar, supongo también que recreando en ese levísimo contacto carnal el llanto silencioso que proclamaba desde lo más adentro, desde lo más intenso, la repentina felicidad tantas veces soñada e idénticas veces frustrada, como el Tao, esa esfera extrasensorial de placeres y conocimientos que se aleja en la medida en que te acercas a ella. Durante ese cortísimo e inolvidable minuto encontré toda la razón de mi existencia, comprendí al resto de la humanidad y se me hizo muy pequeño el Universo. Agradecí a todo tipo de providencias los ímprovos esfuerzos de los últimos tiempos para lograr seguir en pie, sin los cuales no hubiese sido capaz de dar contigo. Y la muerte se me antojó como un mero y secundario asunto. Durante ese valiosísimo minuto soñé que ya no tenía que soñar nunca más, y absorbido en la espiral de tu poderoso influjo, todas las fuerzas gravitatorias del planeta me parecieron ridículas. Volví a mirarte, a recrearme en la mirada baja y en tus labios temblorosos henchidos de carne rosa como los pétalos de una flor anhelantes de rocío. No dejabas de acariciar mis manos y tal vez también de agradecer con tu silencio el ruído apocalíptico de dos almas que por fin lograban entrecruzarse robándole al esquivo amor la única probabilidad que distraídamente había puesto en juego entre un millón de millones. Durante ese amadísimo minuto, si existe, dejó Dios de existir y tuve la certeza de que jugó a dejarnos que fuésemos Él para no volvernos locos de deseo y felicidad.
Después, al cabo de ese minuto, desperté. Dios volvió a su extraño y sospechoso sitio, tus manos dejaron de acariciarme, tu cabeza ya no reposaba sobre mi hombro, el amor regresó a su morada de inútiles esperas y profundos llantos, el Universo volvió a parecerme una caja de Pandora, me odié a mí mismo y al resto de la humanidad, desprecié todos los sentidos de mi existencia y me conjuré para no hacer ningún esfuerzo por seguir en pié.
Tao, Dios, amor, mujer callada, o lo que seas, ¿por qué me has abandonado?