
El novelista japonés Natsume Soseki contaba a principios del siglo XX que uno de los grandes placeres de la existencia era el hecho de ir a obrar cada mañana en uno de esos retretes de estilo japonés desde donde se podía contemplar el azul del cielo y el verdor del follaje. De jovenzuelo, yo disfruté muchas veces de parecido paisaje mientras llevaba a efecto la obra en cuestión. Después, me limpiaba con una piedra o con alguna hoja del naranjo que tenía encima y que casi siempre se me quedaba pequeña. Algunas veces también lo hice desde la copa del algorrobero más alto del cortijo familiar, ahora que lo pienso, creo que fué para cagarme sobre todos los de abajo y disfrutar haciendo cábalas sobre el fatídico punto de impacto de la carga. Ni siquiera estas cosas me pasaban entonces desapercibidas. Tanto es así que cuando a principios de los sesenta llegábamos a la casa de Albanchez por San Roque, lo primero que hacía era entrar en aquel cuarto diminuto y maloliente a comprobar si el agujero seguía en su sitio. Los abuelos, durante muchos años, no necesitaron de otro asiento. Luego, bajaba a los corrales y comprobaba la pila de estiércol y paja que acreditaba sin ningún género de dudas que el agujero seguía vigente. Tras esa comprobación, tomaba cumplida conciencia de que habíamos llegado al pueblo porque los abrazos y la ensalada de pimientos con orégano del Barranco del Orégano ya los daba por hechos desde muchas curvas antes de llegar. Algunos años después, el agujero fue sustituído por un flamante retrete y la pila de paja y estiercol desapareció para siempre. Desde entonces, la esencia de esa casa ya no volvió a ser la misma.
Parece mentira que a un hecho que nuestra refinada modernidad ha confinado hasta los límites del ocultismo social concediéndole la condición de un acto casi irreverente e innombrable, le neguemos su verdadero alcance al margen del fisiológico alivio que lleva implícito. Me refiero al verdadero placer que comporta. Cagar es como sentarse a una mesa con suculentos y variados manjares, pero en un sentido involucionista que no es capaz de restar ni un ápice la emoción de ambos encuentros. Los romanos y otros pueblos de la misma época lo tenían ya muy presente. Las conversaciones más trascendentes se llevaban a cabo sentados en grupo sobre el agujero, ajenos a los ruídos y a las pestilencias, confabulados con el acto y la posición, en cuya guisa se debían sentir más auténticos y despojados de cualquier mierda, nunca mejor dicho.
Ir al retrete es un acto, no obstante, que refrenda hoy en día la individualidad. Cada uno de nosotros lo hace a una hora, de ésta u otra forma, con lectura o sin lectura, con lavatorio o sin él, con poco o con mucho papel higiénico, rápidos como el rayo o embobados y anestesiados hasta que otro echa la puerta abajo, pero en cualquier caso, plenamente conscientes de un momento cuyo repunte de inequívoca felicidad poco ha de envidiar al de otros menos escatológicos y más absurdamente agradecidos, con la ventaja añadida de que mañana lo volveremos a disfrutar. O pasado mañana en el peor de los casos.
La Historia del hombre se ha forjado desde la propia metafísica de sus deseos, pero tan importante es amar como cagar, el viejo principio de acción y reacción, el cerebro acciona y el culo reacciona. Es la vital y periódica consecuencia de un reciclaje consciente y a su vez correspondidamente placentero. Y jodidamente inevitable también. Si no que se lo pregunten a mi primo Paco cuando le acució tan repentina necesidad en plena Plaza de San Pedro de Roma con miles de personas a su alrededor. Aguantó, resopló, bufó, suspiró, corrió de aquí para allá, y finalmente llegó de mierda hasta los tobillos cuando alcanzó los retretes. Después se limpió con su propia camiseta y no se le ocurrió otra cosa que guardarla en el bolso que su mujer le había dado un rato antes. Supongo que lo hizo -lo de la camiseta digo- en pro de perpetuar, luego ya en casa, la dignidad de un momento que el hombre jamás debería olvidar como uno de los más sublimes y a la vez sencillos de su existencia.
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