
Fue en esos días en los que uno no está. Caminaba a media tarde por un sendero bordeado de palmitos y flores liliáceas sobre la cresta de un cerro, a cuyos pies, allá en lo hondo, se extendía el azul inmenso de la bahía de Los Genoveses. Y esa era mi única conciencia: la del paisaje. Una vista sobrecogedora que se abría paso a lomos del viento y de su silbido hasta acabar estrellándose contra la línea del horizonte. Era inútil llegar más allá. Todos los mundos del hombre se encuentran a poca distancia y gravitan hacia él, o eso es lo que creemos. La línea del horizonte no es si no el perpetuo testigo de nuestra propia inutilidad, el referente a la vista de unos seres alienados de fugacidad y de falta de entendimiento en un envoltorio que, sin embargo, intenta jactarse de la naturaleza y aprovecharse de ella. Así iba yo esa tarde: consciente tan solo del envoltorio y sin nada en el interior. Dejé de caminar y me senté en unas piedras. Nadie estaba allí, ni siquiera yo mismo. Entonces intenté ser piedra, o flor, o palmito, o mar azul o lejanía, cualquier cosa menos la línea del horizonte con su insondable perfil de incertidumbre. Por un instante, creí ser algo del paisaje. Tal vez por la gracia del silencio y de la inmovilidad, tal vez por no hacer preguntas o, finalmente, quizás también por pura compasión. Fue entonces cuando sentí una palmada en las espaldas que me devolvió soliviantado a la condición de todos mis momentos anteriores. Miré hacia atrás y no ví a nadie, pero alguién había llegado hasta allí y yo ahora lo sabía. Sin excesivo terror esperé a que se mostrase de nuevo. ¿Quién podría ser a estas alturas de la vida y a esas horas de la tarde?. No hubo más palmadas, pero el ser invisible, o acaso la propia conciencia de las piedras y las plantas parecía jadear a mi lado insuflándome de preguntas y deseos como si pretendiese rellenar de nuevo la conciencia perdida del momento. Al cabo de un rato y como no se adelantaba, lo hice yo:
- ¿Quién eres? -pregunté sin escuchar respuesta alguna.- ¿Porqué has venido si no te atreves a descubrir tu identidad? ¿Tienes alguna identidad o eres tan solo un espectro procedente de algún cuerpo indigno de otros tiempos?-. Repentinamente el viento aumentó su intensidad y el silbido se transmutó en un lamento. Al cabo de unos segundos dejó de soplar y una voz muy cercana rompió el silencio:
- ¿Es que no me conoces?. Llevo muchos años contigo.- ¿Eres mi otro yo?
- ¿Tu otro yo? ¿Pero cuántos pretendéis ser? ¿No tenéis bastante los hombres con ser uno mismo? ¡No! No soy tu otro yo.
- Entonces, ¿quién eres? ¿Eres mi angel de la guarda?- No. Soy mucho más que eso.
- ¿Eres acaso Dios?
- ¿Cómo puedes considerar esa posibilidad tú que precisamente has recelado continuamente de su existencia?
- Porque eres alguien y estás aquí, y además dices que no eres mi otro yo, y además aún no me has fulminado con uno de tus rayos de fuego, y encima me estás escuchando sin que sienta terror alguno.
- Ya veo que los años te siguen permitiendo pararte a pensar y ser consecuente con el momento.
- No sé realmente si eres Dios, pero ahora hablas como uno de ellos.- ¿Como uno de ellos? ¿Cuántos crees que hay?
- ¡Ah, no sé! Siempre me dijeron que había uno solo, pero ya no sé qué pensar.
- Los hombres como tú siempre contestan con un "no sé" cuando se les deja en evidencia.
- ¿Crees que me has dejado en evidencia? Sería una acción impropia de Dios. Si verdaderamente eres Dios debes darme una prueba de ello, porque con la sola invisibilidad puedo imaginarme cualquier cosa.
- ¿Y si me niego?- Entonces esa será la prueba inequívoca de que eres tan solo un usurpador.
- ¿Me estás insultando?
- Aún no. Además aunque lo hubiese hecho, no se puede insultar a los espíritus, solo a los humanos como yo.
- Bueno, esa consideración ya nos reconcilia en cierto modo...pero voy a darte la prueba. Hablaremos de tí. Aquí estamos los dos solos, bueno, yo a medias según tus ojos, y tu otro yo no existe, así que solo ese dudoso Dios puede saber cosas de tí. ¿Te vale la prueba?
- Veremos...depende. Dime algo de mi vida, pero no de ayer ni de antesdeayer, algo de cuando era niño.
- ¿Pero has dejado de serlo alguna vez?- ¿Cómo?
- Bueno, vamos allá. ¿Recuerdas cuando descabalgastes al motorista aquel con un tirachinas?
- ¿Cómo puedes tú saber eso? ¿A ver si eres capaz de decirme con qué lo descabalgué?
- Con un grano de panizo.
- ¡Ostias! ¿Cómo puedes saberlo?
- Porque no soy como tú, soy infinitamente más. ¿Por qué lo hicistes? Ya sabes que de nada te serviría mentirme.
- Lo hice para reafirmar mi propia identidad, tenía que demostrarme a mí mismo y a los amigos esa cierta necesidad de liderazgo que ha viajado siempre conmigo porque al balón le dábamos todos la misma clase de patadas.
- ¿Y así es como tú pensabas conseguir el liderazgo? ¿No estás hablando de un simple ejercicio de vanidad o de una estúpida gamberrada?
- Bueno, tú me has preguntado y te he contestado como se le contesta a un Dios, diciendo la verdad, aunque ésta no te guste. Pero dejemos quieta a la niñez y vayamos un poco para adelante a ver si entonces, cuando tenía más o menos veinte años, seguías siendo un Dios. Anda, dime algo de aquella época.
- ¿Recuerdas aquella tarde de verano en el cortijo cuando salistes de la casa y vistes debajo de uno de aquellos ficus a tu padre hablando con aquel hombre y aquella mujer que él no conocía, pero a los que tú conocías muy bién? ¿Recuerdas lo que sentistes?
- ¡Es increíble! ¿Cómo puedes saber eso? ¿Como puedes saber lo que sentí? ¿Cómo puedes ser tan cruel al recordármelo? Sí, cómo no voy a recordarlo por más que he pretendido borrarlo de la memoria intentando aminorar inútilmente el disgusto de mi padre. Volví sobre mis pasos y salí de la casa por la puerta de atrás, como los delincuentes, o como los desagradecidos, que ahora no sabría decir bién, avergonzado, queriendome morir, pensando una y otra vez en la entereza de mi padre y en la forma con que acababa de pagarle sus abrazos y sus sacrificios. No quiero hablar más de eso aunque seas Dios. Además tú ya lo sabes todo de aquel momento.
- Sí, tienes razón, yo lo sé todo, pero es necesario que te pronuncies sobre ello, y desde la ridícula perspectiva que tenéis los humanos del tiempo, es preciso que definas tu acción, y no me refiero al motivo de aquella visita, si no a como te enfrentastes en ese momento al hecho en cuestión. Y te diré más, alejarte de tu padre durante toda la tarde, deambulando como un zombie por los caminos de otras fincas, pretendiendo inútilmente que te tragase la tierra, solo fue un acto de asquerosa cobardía. Si crees que te estoy insultando yo ahora, dímelo.
- No ofende quién dice la verdad. Esa es la triste verdad y no otra.- ¿Te vas convenciendo ya?
- ¿De qué?
- De que soy Dios.
- Bueno, al menos estás superando todas las pruebas, aunque no precisamente con esa infinita misericordia de la que nos han hablado siempre los curas.
- ¿Y quién dice que uno haya de ser exactamente como le ha retratado la Iglesia?
-¡Ah, bueno! Ahora al menos pareces un Dios independiente y universal.
- ¡Claro! Eso mismo es lo que soy el Dios universal, independiente, magnánimo, glorioso y omnipotente. ¿Acaso no te lo estoy demostrando con divina precisión?
- Eso parece...hasta ahora. Voy a hacerte una última pregunta: ¿Qué crees que soy yo ahora a mis cincuenta y tantos años? ¿En qué piensas que me he convertido? ¿Crees que me he ganado a tus ojos la salvación, o habré de pagar mis muchas faltas y desvaríos en alguno de esos infiernos que tú también has creado tan inoportunamente?
- Eso deberías contestarlo tú, pero voy a ser generoso y te voy a evitar el discurso. Así verás finalmente que soy un verdadero Dios, el único Dios de la Tierra y del cielo, de los paraísos y de los infiernos, el Dios de todas las cosas, tu Dios, tu sombra y tu yo. Contestándote, te diré que al hecho de cumplir cincuenta años no le concede créditos el cielo, ni a tu niñez atropellada y consentida le puede dar cobijo la inocencia, esa repetida recurrencia a la que tantas veces de mayor has echado mano alegando hipócritamente que nunca has dejado de ser un niño. Y ahora resulta que te sientes una víctima. ¿Por qué? ¿Por no recoger los frutos adecuados? ¿Cuántas veces te has puesto a sembrar la tierra con humildad y con sacrificio? No voy a pasar por alto tus escasos méritos. Algunos de ellos tan dignos como tus vicios, algunos de ellos tan extraños como tus obsesiones, pero nada de eso te ha hecho crecer. Tan solo ha servido para atormentarte. Es verdad que los hombres que se atormentan a sí mismos son algo más que los que no son capaces de hacerlo. Es verdad que a ti se te ha premiado con una capacidad de emoción de la que otros no gozan. Es verdad que has sido un perfecto gilipollas y no un tonto, como les ocurre a todos los que son capaces de averigüar que se van a escaldar antes de meter la mano en el agua hirviendo. Y es verdad que a mi me gustaría parecerme a tí en ese minuto del día en el que resultas brillante, casi un Dios, pero ¡es tan poco tiempo en una jornada! En resumen, tenías que haber sido algo menos de eso mismo y un mucho más de lo otro. Si hubiera de juzgarte ahora mismo, lo tendrías complicado, porque por tu propia capacidad, el juicio se vería salpicado de agravantes. Sin embargo, aún estás ahí. Si logras alejarte del amparo de la inocencia y apartar el victimismo, podrías alcanzar algo de la condición divina de un Dios. Todavía estás a tiempo, aunque algunas cosas habrás de cambiarlas, y conociéndote como yo te conozco, lo veo complicado. Pero amigo, no debes afligirte, si no lo consigues no habrás de preocuparte. De momento estás en mis manos, en buenas manos, ja, ja, ja.
- ¿A qué vienen esas risas? ¿No tienes bastante con todo lo que me has dicho? ¿Qué clase de Dios eres tú que lo sabes todo de mí y encima te regodeas con ese fracaso que acabas de estamparme sobre el alma y la frente? No, no creo que seas Dios. Dime, ¿quién eres tú?
- No. Es verdad. No soy Dios. Soy el diablo. ¿No has visto cómo he hurgado en todas tus miserias? Ahora ya estamos los dos en igualdad de condiciones. Bien pensado, y seguro que lo vas a hacer, después de lo que has visto y oído, deberías considerarme igual que a Dios, al fin y al cabo entre Él y Yo se mueve todo el pensamiento de los hombres, y tú, aunque te duela, no eres ninguna excepción.
"Llamo inocencia a esa enfermedad del individualismo que consiste en tratar de escapar de las consecuencias de los propios actos, a ese intento de gozar de los beneficios de la libertad sin sufrir ninguno de sus inconvenientes. Se expande en dos direcciones: el infantilismo y la victimización, dos maneras de huir de la dificultad de ser, dos estrategias de la irresponsabilidad feliz. En la primera, hay que comprender la inocencia como parodia de la despreocupación y de la juventud; culmina en la figura del inmaduro perpetuo. La segunda es sinónimo de angelismo, significa la supuesta falta de culpabilidad, la pretendida incapacidad para cometer el mal, del que siempre son culpables los otros; culmina en la figura del mártir autoproclamado".
P. BRUCKNER: La tentación de la inocencia.