
Laoz es un pueblo imaginario que esconde su realidad tras un recodo, al final de todos los paisajes. Hasta allí he ido a parar. No sé cómo ni me importa en demasía. Se encuentra en medio de una inmensidad, una nada de puntos referentes o nostálgicos enclaves por parecidos a aquellos otros donde fueron enraizando mis años anteriores. Sus casas parecen haberse levantado a partes iguales entre el abandono y la precariedad. Algunas, sin embargo, están pintadas con fuertes colores como reivindicando, entre el resto, el derecho a una voluntaria anomalía. Esta excepción me preocupa más que la extraña gente que camina por sus calles. Todos andan cabizbajos y a lo suyo. Nadie mira al otro, andan deprisa y visten ropas andrajosas que parecen de otra época. Ninguna de esas sombras me ha mirado aún y por eso me he palpado ingenuamente. Es posible que mi presencia no les aliente nada, ellos, ya lo he dicho, van a lo suyo, o lo aparentan. Corre un vientecillo frío, desangelador como el paisaje, y la noche está a punto de caer. Algunos gatos -hay muchos deambulando por las calles- me han mirado regalándome un maullido. No hay coches. Solo me he cruzado con una moto sin matrícula que estaba apoyada sobre la fachada de una casa, y con dos mulas de las que tiraba de un ronzal un viejo con un sombrero de paja. Sigo caminando y, poco a poco, el pueblo se está quedando desierto. Lo más extraño de todo es que nadie ha pronunciado una palabra, solo escucho las puertas de las casas abriéndose o cerrándose, los maullidos de los gatos y la ladra lejana de un perro. ¿Se habrán conjurado para llevar a cabo una conspiración multitudinaria y silenciosa contra mí? Creo que he venido a romper el funesto equilibrio de un pueblo que anda más muerto que vivo. O a lo mejor he sido enviado para contribuir a su resurrección. Si se trata de esto ultimo, ellos aún no lo saben. Continúo caminando haciendo zigzagueos sobre una calzada de polvorientos adoquines y, casi sin darme cuenta, he llegado hasta el final, las casas se interrumpen de improviso y no hay nada más allá. Es inútil mirar a la lejanía, nada se intuye, ni gente, ni animales, ni montañas, todo parece haber quedado atrás, a mis espaldas. Tengo la sensación de haber llegado al fin del mundo. Este pueblo y su desolado envoltorio deben constituir el centro de algún universo que aún no ha sido descubierto por el hombre, por otros seres ajenos a los que viven dentro de él. Entre las dos opciones que tengo: marcharme por donde he venido, o tocar la puerta de alguna casa, he decidido hacer esto último. Voy mirando hacia uno y otro lado. Las dudas de siempre me están haciendo caminar como un imbécil, trastablillado entre las fachadas y esperando esa señal que nunca llega. Por fin me detengo ante una de esas casas de colores. El rojo intenso que presentaba a media tarde ahora se muestra como un sucio marrón. Debe ser ésta la que guarda el secreto, si no, ¿por qué me he detenido frente a ella? El secreto de una extraña e innecesaria razón de ser, de la existencia de un enclave que carece de indicaciones en el mapa, una siniestra parada en el camino que ha hecho de mi presencia el elemento transgresor, el perturbador de un oscuro y tenebroso mundo donde las gentes no hablan, o se ignoran, o murieron ya hace mucho tiempo y ahora tienen que deambular de aquí para allá como pequeños fantasmas que han de pagar sus culpas tributando silencio y procurando no alzar la vista más allá de las puntas de sus zapatos. Ninguna luz se intuye a través de las ventanas de la casa. Toco a la puerta y espero. ¿Que diré cuando me abran? ¿Lograré satisfacer mi curiosidad o acaso intentarán matarme por haber llegado hasta allí sin salvoconductos para robarles su secreto? Retrocedo, pienso en salir corriendo ahora que estoy a tiempo y nadie se va a jactar de mi cobardía. Pero, ¿y si el secreto soy yo mismo, la legítima razón de ser de toda esta gente y del carcelario y desalentador paisaje que los cobija? Me adelanto unos pasos y vuelvo a tocar. Nadie abre. Instintivamente palpo una llave en uno de mis bolsillos. No la reconozco, pero instintivamente también la introduzco en la cerradura y la hago girar. Asombrosamente la puerta de la casa se abre. Intuyo sombras irreconocibles en el interior. Los pelos se me ponen de punta, doy unos pasos hacia dentro y digo ¡hola! dos veces y en voz alta. Nadie responde. Me estarán concediendo los últimos minutos por compasión a mi osadía, o a mi estupidez, o a ¡quién sabe qué extraños designios o rechazadas herencias desde otras vidas! Milagrosamente, entre las sombras y los escalofríos, palpo una llave de la luz. Enciendo, y al instante, se despojan todos los fantasmas de sus máscaras: las sombras toman su verdadera forma, la resurreción imaginada del principio comienza a transmutar su condición, y el secreto y la memoria se miran avergonzados, descubiertos por esa repentina iluminaria donde las luces y las sombras se confunden, y los hombres carentes de referencias son engullidos por su incomprensible realidad. De nuevo estoy en casa.
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