lunes, 22 de marzo de 2010

Tres miradas.

Toni Blair es un hombre que se dedica a ganar dinero hablándoles a la gente de cómo ganar dinero. Lucio es un anarquista español afincado en París que vivió con intensidad el Mayo del 68 y cuya premisa, de entonces y de ahora, es la de que robar a los bancos es un ejercicio de inequívoca altura moral. Yo, en cambio, soy un hombre vulgar, el hombre en busca de sentido sin más. No soy anarquista ni he sabido nunca ganar dinero dando conferencias o susurrándole trasnochadas consignas a los oídos de los que me parecieron más poderosos que yo. Sin embargo, en los sueños de los tres, esa especie de aúrea de amanecer que olvida sus paisajes de inmediato, trasciende un factor común, un elemento compartible que disiente y se aparta de lo material y de sus logros: la absurda necesidad de sentirse útil a uno mismo. Y cada cual utiliza los medios a su alcance y aprovecha las diferentes atmósferas a su alrededor, sean o no la mera consecuencia de su paso por el sitio, para conseguirlo.
Blair aprovecha una posición social de absoluto privilegio: la que permite haber sido Presidente de una de las naciones más poderosas de la Tierra, con el añadido incluído del ruído mediático que le propició su perfecta alineación y alienación con Mr. Bush, el Terminator de los hombres con cara de sospecha. Desde esa herencia y ese ruído permanente de aplauso en los oídos, piensa que goza de una nueva dimensión, la visión que facultan los avatares y las volteretas en la primera línea de fuego y que, además, es extensible a todos los ámbitos. No le afectan los errores ni las críticas y aún menos los muertos en su cuenta indirecta. Reúne momentos estelares en su pensamiento y amortiza y amortiza delante del espejo con una indudable mueca de triunfador. Entonces hace la maleta y se lanza al mundo encasquetado en su sonrisa, conecta con los aplausos y prepara las consignas que vomitará a los embelesados que en el fondo siempre pensaron como él. A continuación, otros se encargan de cobrarles a esos mismos entre 4 y cinco mil euros por asistir a la sala donde con muchas palabras y pocas ideas les indicará el camino para llegar hasta la diosa fortuna. De esta manera, el Sr. Blair se ha embolsado en los últimos tres años 22 millones de euros y los que D.m. te rondaré morena.
Lucio tiene ya un marasmo de arrugas en la cara pero no las muestra en su verborrea. Mira con ojillos de pícaro y se pavonea ante las preguntas. Se considera el centro neurálgico de lo políticamente incorrecto y ante esa desvergüenza se arrodilla. No le tiembla ni la voz ni el pulso, pero deja entrever de vez en cuando los repuntes de haber sido siempre un hombre apasionado. Los imaginables zarandeos no le han movido del sitio: nació atravesado y ahí sigue, sin dobleces, rebelado ante todo lo rebelable, llamando a las cosas por su nombre, volteando los términos para que queden las intenciones al descubierto, y sabiendo siempre en el lugar que se parapetan los malos. Lucio no parece odiar a nadie, pero se ríe de los delincuentes que la gran mayoría entiende como los salvadores del mundo: la Banca, los políticos y sus respectivos órdenes establecidos. Y sigue viviendo en París por estricto mandato del cumplido deber con la tierra que le rescató del aire enrarecido y carca de aquella otra de su antiguo origen, y además, dice también, por las carantoñas impagables de algunos de sus nietos.
Yo, ahora, quisiera ser como ellos: conferenciante y anarquista. O sea, recorrer el mundo visitando todo tipo de templos gastronómicos, soltando arengas y mentiras por mi boca, hipnotizando e idiotizando a las audiencias, lamiendo a domicilio por la noche pieles tersas de alto standing, y pasándome por el forro de las texturas y los escrotos las leyes establecidas, las promesas de los políticos y las carnazas de los bancos. Pero no. Soy el hombre en busca de sentido. Uno más. Como esos dos. A los tres, como a tantos otros, nos une ese sexuado deseo de ser útil a uno mismo. Por eso Mr. Blair es pródigo en conferencias de autoayuda y los 22 millones de euros le parecen irrisorios ante su enorme contribución al enriquecimiento virtual de los ignorantes. Y por eso también, Lucio luce ese sarcasmo de hombre sobreviviente y camina cansinamente por las calles del barrio de Belleville levantando, no obstante, la barbilla, en señal de respeto y admiración exclusivamente hacia sí mismo. Y por eso finalmente yo también, levanto y agacho la cabeza alternativamente conforme voy intuyendo la grandeza y la miseria que confluyen en ese buscado sentido, una jodida ambigüedad que me lleva amargada la mitad de la mitad de mi vida. Un porcentaje, en cualquier caso, ciertamente esperanzador.

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