"Nosotros hombres modernos, nos conocemos hasta la naúsea y somos incapaces de darnos una sorpresa". Félix de Azúa en "Diario de un hombre humillado".
Como anuncia en su primer día el protagonista de esa novela, yo también estoy muerto de banalidad. Lo trivial, lo común, lo insustancial, esas esencias carentes de perfume con que define el diccionario el término banalidad se han instalado poco a poco en nuestras vidas formando el regazo donde se recuesta orgullosa la modernidad. La vida desmoronada y descomplicada -como la Gramática de Grijelmo- se acomoda a una realidad que se refleja constantemente en el espejo del mundo y transcurre sin que nadie se atreva a dar un paso adelante para evitar el desastre y hacer que el trayecto se convierta en algo más que una muerte anunciada.
Vivimos en una era ideológica donde la trivialidad y el aburrimiento de la conciencia caminan de la mano de las ausencias, las ausencias de todo aquello que históricamente nos ha ayudado a mantenernos en pie: las emociones, la calma, el deseo y el uso desnudo de la palabra que vincula y no confunde o enmascara.
El tedio mata, la inacción destruye y la falta de espectativas nos devuelve a un primitivismo animal del que quizás no debieramos haber escapado nunca. ¿A qué ridículos códigos hemos supeditado nuestras jerarquías? ¿Al del tic-tac que solo computa el paso de las horas?Ahora parece que soliviantarse no resulta demasiado correcto, tal vez por estricto mandato de una corrección política que nos recuerda una y otra vez la condición de colectivo aborregado, esa "parvá" de atropellados humanos que intentan pasar sin daños por el aro de los autoproclamados salvadores de todo tipo de patrias.
Cuando yo era niño, las cosas andaban de otra manera. Se celebraban los santos a golpe de cajas de cruzcampo y tartas de hojaldre, los bares colgaban el cartel de "no hay espacio" a partir de las dos de la tarde y los domingos atestaban las collas familiares los restaurantes de los pueblos donde sabían hacer unas buenas gachas o un choto rejumbreante camuflado por un buen ajillo. La noche de los sábados enzarzaba a los amigos en un alternado turno de disputa gastronómica, cualquier motivo era bueno para compartir con los demás la cara gorda del jamón y darle un buen tiento a la arroba de vino, los Reyes Magos llegaban de verdad por la chimenea en esbeltos camellos que casi siempre se quedaban atrancados, y en la Navidad ninguna casa carecía de una botella de anís del mono.
Ahora, casi nada está en su sitio. Han crecido los televisores y ha menguado preocupantemente la ilusión. Es muy fácil comprobarlo. Llamad a un puñado de amigos o familiares y planteadles uno de aquellos viajes de antaño a la tasca de la esquina o al pueblo del choto en ajillo para el fin de semana siguiente. Todos declinarán. Unos en el acto, otros después. Unos con falsas excusas, otros con enrevesados y absurdos argumentos. Algunos ni siquiera sabrán qué decir. Finalmente, en casi todos los casos, ninguno de ellos sabrá explicar la razón de su negativa. Así que cuando llegue la hora del evento, cada uno seguirá en su triste mundo, contando ovejitas, leyendo el periódico o aguantando con cara de imbécil al contrario una vez más.
Como dice Félix de Azúa, ya no nos damos una sorpresa ni a nosotros mismos. ¿Cómo vamos a ser capaces de dársela a los demás? ¡A ese perro con ese hueso! Como sabemos de que pié cojeamos vamos a ver si nos jodemos también el otro. Por eso hurgamos en vez de restablecer, y por eso preguntamos cuando habríamos de callar. En esos cienos andamos, mirando con recelo al que está un paso más arriba y poniendo cara de pena ante los hundidos para salvar por los pelos lo que pueda quedar de dignidad. Mientras tanto, ¿qué es lo que nos importa realmente? ¿Acaso somos ahora más felices por estar localizables en todo momento? El progreso nos ha tendido una trampa: nos ha posicionado con precisión en el espacio y nos ha colmado al mismo tiempo de insatisfacción. Pero seguimos sin darnos una sorpresa porque el norte, nuestro norte, la polar si miramos al cielo, se ha difuminado en medio de una niebla que lleva ya algún tiempo proclamando el triunfo de lo común, lo insustancial, la vida insulsa que acaba ahogándonos en banalidad y haciéndonos viejos antes de lo merecido.
Pienso mucho en todo esto al ver en qué empleamos nuestro tiempo y a qué momentos le damos más importancia. La nostalgia reivindicativa viene a agravar el asunto. Es absurdo pensar aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero ahora estamos maniatados. ¡Cuánto nos cuesta decidir, o quedar para el domingo, o abrir una botella de vino y poner un plato de jamón sobre la mesa para aquellos que no son siempre los mismos! Y así nos va y nos vemos, como esperpentos velando las armas de lo cotidiano mientras transcurren los días cargados de ausencias, vacíos, sin repuntes en lo trascendente, sin ahondar en la conversación, sin sorpresas.
Cada vez somos más ficción y menos realidad. Los invitados a la mansión de los Nóbile en "El angel exterminador" de Buñuel, parecen habernos indicado el camino. Se reunieron con todas sus galas para cenar y charlar, y luego ninguno sabía salir de la casa. Su endiosamiento y la estupidez los condenó. Una catástrofe entre el revuelo de collares de perlas y pajaritas con el mismo resultado al del naufragio de "La balsa de la medusa" de Gericault en cuya tétrica imagen parece que se inspiró el cineasta.
La lucha contra un impedimento desconocido y azaroso se nos está haciendo más penosa que subir al Everest. Pero todo sigue estando ahí, al alcance de la mano. ¡Démonos una sorpresa, por favor!
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