
Me mantuve unos instantes mirándole de frente sin moverme. Procuré corresponder a su expresión dejando de pestañear y apretando la mandíbula y entonces me pareció que nos habíamos acercado. Me fascinaron sus formas, la textura, las cicatrices serpenteantes entre la herrumbre y el deterioro, pero sobretodo el rictus agónico que suplicaba una nueva vida, una nueva conciencia en el interior de tan tétrica coraza. O tal vez se conformara con la conciencia anterior, su viejo arcón de recuerdos y calamidades amontonados y ocultos tras el telón de algunos momentos fugaces de triunfo. El tiempo y los avatares mostraban todas sus heridas pero él silenciaba con orgullo su llanto interior. Como Uróboros, ese monstruo con forma de serpiente que se muerde la cola devorándose a sí mismo y que adoran los alquimistas, había muerto y renacido al mismo tiempo. Seguí mirándole abrumado por una extraña confusión. Por momentos, me pareció estar en el lugar de él y él en el mío. Por momentos también, creí que me despojaba de toda la materia pensante para trasmutarme a su cerebro fósil y así poder entenderle. Pero fue inútil y al mismo tiempo conveniente. Podría haber supuesto la trampa definitiva, una asomada al escenario de los abismos inacabables, del propio infierno, si éste, a su vez, tomara conciencia de que nosotros existimos y fuese complaciente mostrándose en todo su refulgente esplendor. ¿Qué estaría pensando él? pensé estúpidamente sabiendo que él no podía pensar. Por eso mismo, tal vez no fuí aniquilado por la ira de un escupitajo de su propio hierro al intentar ponerme a la altura de su testimonio imperecedero.
Los hombres no somos nada ante las esfinges y aún menos cuando tomamos conciencia de nuestro exiguo tiempo. Cuando desde sus ojos inanimados desvié la vista unos centímetros, observé de repente la fachada de la Salle donde había pasado seis años de mi vida cuarenta años atrás. Nos despedimos y lo comprendí.