
Cuando cada noche me asomo a la terraza para despedirme de las luces, eso es lo que veo. Un mar inagotable de pequeños resplandores se funde con el otro mar. No sé bien cuál de los dos abraza al otro y, sin embargo, se sostienen, cohabitan con voluntad o sin ella vigilados por la insondable negrura del cielo. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? me pregunto en el fragor sórdido de la escena. ¿Qué parte nos corresponde a nosotros? ¿La de las luces, la del mar, o acaso la del cielo? No sabría decirlo, ni siquiera echando mano a la pulsión frenética de la emoción del instante. Abrumado por el espectáculo, alzo la vista buscando señales. Siempre encuentro algo, tal vez el premio compasivo de la imaginación. ¡Qué portentoso instrumento! ¡Y cuán hiriente a veces! No sé lo que es más grande: si la realidad o el propio mecanismo para emborronarla. ¡Qué extraña imagen! Es la que veo todas las noches de asomada en busca de señales. Algunas las intuyo, entonces guardo silencio y, entre las luces, escucho el traqueteo de un corazón.
¡Ése es el auténtico espectáculo! Qué decir si en la cadencia se escuchase otro a su lado, pero eso ya sería ponerle música al paisaje.
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