martes, 14 de octubre de 2008

8 hombres felices y uno de ellos ...¿soy yo?

Pero ya no soy el mismo. Aquel que no dormía en las vísperas y se pasaba largos ratos junto a su padre oliendo los cartuchos disparados de cartón, ensimismado con la euforia de la pólvora y emocionado, una vez más, con el oficio más antiguo de los hombres. El que contaba uno a uno los perdigones que contenía cada cartucho imaginando mil hazañas en su diminuta redondez. El que soltaba de un zarpazo la pereza y las legañas y saltaba de la cama presuroso, preparando los arreos, y tentando con lascivia la escopeta, aquella Discoverer paralela que ¡ay infame de mí! vendí después a un colega por 5.000 pesetas. ¡Cuánto la habré echado de menos! La escopeta de mi padre ¡Cuán orgulloso se sintió cuando me vio abatir con ella mis primeras tórtolas en los tarays de el Toyo!
Aquel de entonces ya no es el mismo. Tampoco lo son los otros, Juanico Blanes, Manuel Blanes, mi tio Pepe, mi padre, mi abuelo, mis maestros...Algunos ya no están, y los cartuchos ya no invitan como antaño a esnifarlos. Tampoco las perdices son las mismas. Estas de ahora parecen afeminadas y edulcoradas, con colorantes en las patas que ahora muestran un sospechoso y poco alentador naranja corralino, y un vuelo torpe y cansino que me hace recordar aquella maricona que salió en un espectáculo aleteando con los brazos y cantando "Soy la reina de los mares". Recuerdo ahora con nostalgia el dia que fui invitado en la Mancha a un ojeo en una de esas fincas de renombre: 550 perdices con la fiereza y el bravío de lo salvaje, 36 liebres y no sé cuantos conejos para 16 emboscados tras un seto de esparto y sarmientos. Acabé con la cara hinchada, la mirada perdida, y el corazón partío de tanta felicidad. Pero eso fue hace más de veinte años Ahora los ojeos son otra cosa: insulsas veladas campestres de ciudadanos adinerados reunidos para limpiar el campo de objetos inservibles que vuelan de aquí para allá. ¿Qué no ha cambiado desde entonces? Como la modernidad, disfrutamos de novísimas tecnologías y alucinantes sistemas de comunicación, pero las papas ya no son las mismas, las yemas de los huevos presentan un color extraño, y la ilusión de la gente se encuentra bajo sospecha. Así que yo, como todas esas cosas, también he cambiado, y ahora ni siquiera soy feliz con el disfrute más antiguo de los hombres.
No hace mucho, en uno de los lances en la Mancha, me topé con un conejo despistado que a escasos 3 o 4 metros me miraba sin moverse entre unas jaras. El instinto venatorio me hizo apuntarle con urgencia a la cabeza y así estuvimos los dos durante muchos segundos, mirándonos sin movernos, ajenos a todo lo que andaba alrededor, enfrentados y, sin embargo, extrañamente conectados por un momento fugaz, una pulsión de vida cuya continuidad dependía del hecho tantas veces insignificante de apretar un gatillo. Estuve a punto de hacerlo, pero no lo hice, y el conejo finalmente inició su camino sin carreras, confundido entre la espesura y ajeno, supongo, a la enorme trascendencia de un instante inusual de compasión. Pero ahora que lo pienso, no fue por compasión, fue por derecho. Así que ya no soy el mismo, y no me he vuelto blando y tonto con los años, como algunos me dirán cuando se enteren. Pero es que ya no disfruto tanto con la caza, ni huelo los cartuchos, ni cuento los perdigones, ni salto de la cama como entonces, ni corro presuroso hacia la pieza que yace moribunda entre el esparto. Mis amigos de la caza están, sin embargo, en otra onda, hacen perfectamente su trabajo y siguen exhibiendo grandes dosis de ilusión. No sé por qué este cambio mío. Tal vez aquel conejo despistado pudiera darme cumplida respuesta si fuese, claro, capaz de hablarme. Nuestro mutuo silencio forjó un instante de extraña correspondencia, la misma que le salvó la vida, pero yo no espero alcanzar por ello ninguna recompensa.

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