jueves, 25 de diciembre de 2008

El Mayo

Ha muerto El Mayo y no hablo de primavera. Hablo de un hombre que vivió como su apodo: barruntando días felices uno tras otro. La última vez que lo vi, había perdido muchos kilos, "el sobrante" que me decía con su risa de siempre atropellada e inocente. Y entonces le dije: "¿Pero qué has hecho con la barriga?", y él se miró hacia abajo con un gesto de nostalgia poniendo de nuevo esa cara de niño de la que nunca fue capaz de despojarse y diciendo "¡No sé...no sé! La verdad es que nunca sintió necesidad de saber de muchas cosas ¿Para qué? El mundo era un tio vivo de objetos y personas sencillas que giraban a su alrededor mientras él las observaba sin más pretensión que las de dejarlas bailar al son de su inacabable sonrisa. Un Mayo complaciente, inofensivo -cosa rara entre la especie-, desorganizado por su propio derecho y voluntad, y sobretodo feliz con la "poca cosa" de una familia de mujeres chicas y grandes en la casa que siempre lo manejaron con afecto y admiración. Quizás por eso mismo, cuando se le preguntaba por su mujer y sus hijas, decía que vivía "más rodeado de chochos que de aire". Era un hombre joven, de nariz aguileña y un dedo menos en la mano izquierda o derecha -que ahora no recuerdo bien- y que a requerimiento, solía mostrarla siempre con una mueca de resignada nostalgia. Procedía de una de esas familias humildes y auténticas de pescadores de Roquetas ya al mismo borde de la extinción, y él que de jureles y sardinas sabía más que nadie, logró despistarse de la faena cuando dejó de ser niño y ahora andaba de "relojero" de aquí para allá, que en estas tierras suele ser el que abre la llave de los pozos para echar el agua. Me contaba que el suyo era un trabajo cómodo como ninguno, pero que pasaba la intemerata cada vez que tenía que ir al pozo a las dos de la mañana. El Mayo sentía verdadero terror por las sombras y la noche. Algo de lo que yo solía hacer un uso desdichado cada vez que averiguaba que le tocaba ir al pozo esa noche: "mira que si cuando llegues te encuentras esto o lo otro...". Entonces parecía adelantar el estado de terror que le esperaba horas más tarde y, con el gesto bonachón de siempre, me decía" ¡Calla...Juanico, calla! Contó que una noche al llegar al pozo escuchó algo así como un zambombazo y que entonces se tiró por la ventanilla dentro del coche y salió a toda marcha camino abajo sin encender ni luces ni nada y llevándose pedrizas y matorrales por delante. ¡Y era verdad! ¡Cuánto me habré reido con él por esas cosas! Aunque en los últimos tiempos nos habíamos visto muy poco, yo se bien que me apreciaba y él también sabía lo mismo de mi, por eso la noticia de su inesperada muerte me dejó casi inconmovible, absorto en la contemplación de uno de los auténticos paisajes de la nada, el vacío de una estela luminosa que pasa fugaz y desaparece al instante. Estela se llama precisamente su hija más pequeña.
Dicen que solo se mueren los buenos y es verdad, porque cuando se mueren los otros, a esos nadie los echa de menos. Ha muerto El Mayo y no hablo de primavera.

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